Joaquín Díaz

CAMPO Y CORTE


CAMPO Y CORTE

El Norte de Castilla - La Partitura

16-05-2009



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ENTRE COSTUMBRISMO Y ETNOGRAFÍA



El ser humano reconoce de antiguo en la naturaleza su medio más congénito, su entorno más plácido

Con insistencia cíclica vuelve el individuo sus ojos e inquietudes hacia el campo o hacia la naturaleza, esperando encontrar en ese ámbito algo de lo que carece en su vida cotidiana: la paz interior. No es extraño, por tanto, que hayan sido preferentemente escritores, pensadores, poetas o moralistas quienes con más convicción hayan cantado las excelencias de esa relación ideal entre el individuo y el medio rural, relación que se dio de forma natural y equilibrada en un tiempo pretérito y que acaso nunca debió de perderse.

Ya Columela achacaba los males físicos y espirituales de sus conciudadanos al hecho de presumir neciamente de algo en sí mismo viciado: "no ver el sol ni al salir ni al ponerse" y recomendaba adquirir una finca "en un lugar próximo a la ciudad" como remedio al vacío vital e incluso como solución para sanear la economía. Siglos más tarde, el también defensor del campo y sus excelencias Alonso de Herrera dedicó un completo tratado (por cierto todavía vigente en muchos aspectos) a la vida rural y sus trabajos, afirmando rotundamente que la existencia campesina estaba exenta de pecados y "quitaba pesares". ¿Y qué decir de los abundantes manuales de agricultura y guías del labrador aparecidos en el inquieto e industrioso siglo XIX?. Variaban las técnicas y mejoraban los recursos mecánicos, pero por encima del arte de cultivar o del conocimiento sobre la excelencia o no de los terrenos sobresalía una idea razonada: el ser humano reconocía en la naturaleza su medio más congénito, su entorno más plácido, su remedio más eficiente contra el artificioso desasosiego ciudadano.

Puede ser que alguno de los anteriores argumentos haya tenido algo que ver con el inesperado y espectacular regreso al campo que estamos presenciando en los últimos tiempos en las sociedades occidentales. Tal vez podría rastrearse el origen de ese pretendido remedio a los males actuales, en las antiguas sociedades de amigos del país, en las asociaciones excursionistas o en la propia necesidad del ser humano de volver a una vida más natural. En cualquier caso, un hecho era evidente: la mujer y el hombre de hoy precisaban más que nunca de un antídoto contra el veneno de la prisa y el medio rural se lo ofrecía, al menos en apariencia. Acostumbrados a ver marcharse sucesivamente a la nobleza, a los técnicos (maestros, médicos, curas, etc.) y al estado llano -la última emigración de los años sesenta los dejó prácticamente diezmados-, los pueblos observaron con curiosidad a esos nuevos vecinos que, muy frecuentemente, llegaban con su carga de angustias y obsesiones, tan personales y arraigadas que rara vez encontraban cura, bien por una falta de equilibrio entre deseo y realidad, bien porque la única tierra a la que dedicaban sus desvelos era la de la propia psiqué.

Luis Antonio Muñoz, escritor del siglo XVIII, hizo en una tan deliciosa como olvidada novela titulada Morir viviendo en la aldea y vivir muriendo en la Corte un retrato de aquellos personajes incapaces de aportar nada positivo al lugar en el que viven, precisamente porque llevan en su interior la maldición que les inhabilita para mejores empresas que no sean un egoismo feroz o un narcisismo exacerbado. Muñoz, autor de otra interesante obra -«Aventuras en verso y prosa del Insigne poeta y su discreto compañero» (Madrid, 1739)-, debió de estudiar en Salamanca y visitar Valladolid por las menciones tan precisas que hace de ambas ciudades y de sus costumbres. Lejos del bucolismo de un Teócrito o de un Virgilio que desde la corte describían las delicias idílicas de lo rural, Muñoz confirma que, en la vida corriente, suele haber dos tipos de personas, casi siempre inútiles para la sociedad: los que se empecinan en el limo de su ignorancia y viven en ella tan a gusto que no sienten la necesidad de abandonarla y los que se empeñan en huir de su destino y resbalan y caen por su misma precipitación. De ambas actitudes (que crean dos mundos, dos paisajes) da cumplida cuenta en la primera obra citada, cuyo principal interés –con independencia de los excursos filosóficos y de las descripciones costumbristas–, puede ser (como en el Quijote) la aceptación de que amo y criado, corte y aldea, literatura y tradición se necesitan aunque recelen unos de otros. La función del pueblo vecino, a la que acuden el autor y su anfitrión –antiguos compañeros de cuarto en Salamanca- a los que se une un Barbero, es de antología, y recoge de forma magistral las exageraciones de una fiesta de pueblo que, curiosamente, apenas ha variado de ayer a hoy en sus principales excesos: ruido, comida y bebida hasta el final del festejo, aunque las consecuencias terminen siendo fatales. El regreso en carro a casa tras la fiesta sirve de colofón a estas reflexiones y de invitación a la lectura de un texto dieciochesco (que por fortuna se puede encontrar en internet) para quien quiera comprobar hasta qué punto la Ilustración hizo poca mella en nuestras costumbres:

«Ya el sol iba declinando, cuando la gente forastera empezaba a desfilar; volvimos a la casa donde estábamos hospedados, y luego salió el patron y dijo:
Ea, vaya una hebra de fiambre para echar un trago,
y en este punto sacó un mozo una fuente de cecina y tocino de más de media arroba, y otro con una hogaza y un jarro, fue dando provisión, quedando yo pasmado de verlos merendar, como si no hubieran comido.
Con esto acabó de rematar toda la gente, y nuestro Barbero era cosa de no poderse tener; llegó el caso de despedirnos, y arrimando el carro nos volvimos á embanastar en él, y fueron menester cuatro o cinco para subir al Barbero.
Los que conducían el carro traían también el cuerpo caliente, y fueron tantas las voces y palos que dieron a las mulas, que todo fue correr, con cuyos movímientos dio una vomitona tan cruel al Barbero, que el carro goteaba como una cuba que se sale.
Mi ayuda de cámara le decia:
señor Lorenzo, ¿qué es eso?
Y él respondía muy trapajoso:
aquel último trago me cogió sudado, y me mató; pero aún, gracias a Dios, haría una sangría si se ofreciera, y afeitara a cualquier caballero.
Yo luego me retiré a mi cuarto, aunque no tenia gana ni aun de hablar, pues traía mi cabeza aturdida y sin poder desechar de ella el rumor de la gaita y tamboril, que éste se me clavó en los oídos por muchos días; con este género de muerte iba viviendo y pasando en la Aldea con las esperanzas de volverme pronto a mi casa».

No siempre el escritor costumbrista está dispuesto a ejercer el oficio de etnógrafo. En los dos habría que reconocer, sin embargo, una curiosidad burguesa –y por tanto equilibrada– como origen de sus pasiones.

Larra escribió:
«Muchas cosas me admiran en este mundo; esto prueba que mi alma debe de pertenecer a la clase vulgar, al justo medio de las almas; sólo a las muy superiores o a las muy estúpidas les es dado no admirarse de nada».