Joaquín Díaz

ÉCHESE UN CIGARRO, MARQUESA


ÉCHESE UN CIGARRO, MARQUESA

El Norte de Castilla - La Partitura

18-04-2009



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˝Viajeras extranjeras por Castilla y León en el siglo XIX˝ reune 22 textos de escritoras extranjeras que visitaron Castilla y León hace más de dos siglos


El libro ˝Viajeras extranjeras por Castilla y León en el siglo XIX˝, recientemente editado por Región Editorial, reúne en un solo volumen nada menos que 22 textos de escritoras que recorrieron el territorio de lo que hoy es la comunidad de Castilla y León entre los comienzos y los finales de uno de los siglos más inquietos y alborotados de la historia, hasta que llegó el siglo XX, claro. Durante el siglo XIX se abre, fundamentalmente para la burguesía, un nuevo mundo de apariencia exótica dentro del mundo propio, de la propia civilización; la fingida extrañeza ante las costumbres y comportamientos rurales (considerados antiguos o poco evolucionados) está magistralmente plasmada, siempre lo recuerdo como ejemplo, en el cuento del muchacho que regresa a su pueblo natal después de haber hecho el servicio militar y simula afectadamente encontrar todo cambiado e ignorar los nombres de las cosas que antaño tuvo como más comunes. Cuando pisa sin querer los dientes de hierro de un rastrillo y el mango le golpea en las narices, recuerda todo de repente y grita: ¡Coño con el rastro!

Del mismo modo, la sociedad del siglo XIX –siglo en el que, en efecto, cambia en muchos aspectos la vida, sobre todo en las ciudades- encuentra la vida rural, con sus usos rudimentarios y su existencia primitiva, tan alejada de su forma pretendidamente refinada de actuar y comportarse, que prefiere considerar todo eso como un estadio primario o anterior, en el que –eso sí- el individuo educado de la época todavía podía hallar curiosidades que le permitiesen estudiar el mundo de las civilizaciones antiguas a través de objetos, usos o el mismo lenguaje. Esta forma distanciada, y por tanto incompleta e injusta, de observar la cultura rural (y no olvidemos que rural es casi toda España en ese momento) se prolonga hasta bien entrado el siglo XX. Muchas de las opiniones y comentarios del libro adolecen de una reflexión ponderada acerca del medio rural español y de algunas de las ciudades por las que pasan las viajeras.

Ninguna se detiene más que un par de días en el lugar visitado, rara vez intenta comprender los problemas que denuncia y casi nunca se acerca a la población salvo cuando explora intencionadamente la inocencia de un niño o hace suya la opinión de un vecino con ganas de agradar. Su criterio no difiere demasiado del de otros viajeros, en este caso varones, que, procedentes de los mismos lugares (Francia, Inglaterra, Estados Unidos) nos vieron con los mismos ojos y sufrieron las mismas decepciones. En ese sentido el libro es revelador de una serie de tópicos sobre España existentes en los extranjeros, resultando a veces más que conocido el repertorio de quejas y buenos deseos, generalmente muy paternalistas, (en este caso maternalistas) que usan los viajeros. De todas las escritoras del libro, sin embargo, sobresale y brilla con luz propia una personalidad distinta y peculiar de la que referiré una anécdota curiosa sucedida en Valladolid. Se trata de Laura Permon o Laura Junot, duquesa de Abrantes, quien publicó en Paris en 1837, en dos volúmenes, sus “Recuerdos de una misión y de una estancia en España y Portugal, de 1808 a 1811”.

Podría pensarse que existe la casualidad, pero yo no creo en ella: estos últimos meses he estado grabando precisamente un disco sobre la obra de un músico napolitano afincado en España con quien la duquesa de Abrantes tuvo una cierta amistad. Me explico: este músico napolitano, llamado Federico Moretti, cuyas canciones se hicieron tan populares en los salones de su época que le convirtieron en uno de los autores más renombrados del momento, era también militar. Finalizada la guerra de la independencia, en la que intervino como Brigadier, se suscitó un curioso debate sobre su actuación en la misma por parte del general Carrafa, quien le acusó de traidor en un manifiesto al que contestó Moretti con un libro impreso en Cádiz en 1812 lleno de documentación y datos incontestables a favor de su honor. Carrafa fundamentaba su grave acusación en el hecho de que Moretti había cantado una noche para Junot en su palacio lisboeta. Ni en los peores momentos de la guerra fría rusoamericana podríamos imaginarnos un enjambre de espías similar al que había en Lisboa entre los años 1808 y 1811. No podía ser de otro modo ya que se estaba jugando a las cartas el futuro de Europa, el de España y, más aún, el de Portugal, al que Napoleón pretendía dividir en tres estados del imperio: el norte, gobernado por España, el sur y Algarbe (que daría a Godoy), y Lisboa y alrededores donde trataría de restaurar la casa de Braganza o pondría de regente al propio Junot, duque de Abrantes, que ya ejercía de Virrey en la lusitania. El comportamiento despótico de éste con las autoridades portuguesas, el escándalo de cama que dio con la Condesa de Ega, la valiente reacción de España a las pretensiones napoleónicas, los movimientos diplomáticos de Inglaterra y muchos y enrevesados lances de fortuna dieron al traste con los sueños de Bonaparte.

La duquesa de Abrantes, superado el episodio de los cuernos portugueses que le puso su amiga Julia Cardoso, segunda condesa de Ega, se dio a la literatura y aprobó con sobresaliente la asignatura. Su estilo directo, su pluma ágil, su educación exquisita –dejemos aparte la fama de que era fea y que Napoleón no se quiso casar con ella dejándola para su amigo Junot- le granjearon una notoriedad que le vino muy bien tras la muerte de su marido. Pero antes –y es a donde quería yo llegar- mantuvo, durante el tiempo que pasó en la península, una actividad cultural en la que la música destacaba como una de sus artes preferidas. Fue probablemente ella quien, por medio de su todavía amiga la condesa de Ega, invitó a Moretti a cantar canciones españolas delante del general Junot. Éste aprovechó la circunstancia para tratar de torcer la voluntad del músico militar e inclinarle a la causa napoleónica. Moretti, por salvar el pellejo, puso cara de circunstancias, no dijo ni sí ni no sino todo lo contrario y ambos salieron tras una breve conversación del despacho de Junot para unirse al resto de los invitados y atender a la fiesta.

Escribe Moretti: “Como al parecer, el objeto principal de mi convite había sido el deseo que tenía Junot de conocer las canciones nacionales españolas, me suplicó que cantase algún bolero; y yo, que quería manifestarle que me servía de sumo gusto el complacerle, no me hice de rogar, y fue la primera vez de mi vida que canté y toqué maquinalmente, tal era el estado en que se hallaban mi espíritu y mi físico”. De ese aturdimiento, precisamente, le salvó la condesa de Ega quien comenzó a recordar unas célebres fiestas a las que asistió en España, en concreto en Aranjuez, iniciando una conversación que permitió por fin a Moretti salir disimuladamente de una mala situación. Parecida y embarazosa situación, aunque más divertida, se produjo cuando, de paso la duquesa de Abrantes por Valladolid, quiso entretener sus horas de ocio –que parece eran muchas- tocando el piano, al que era tan aficionada. Tras pedir uno a París, con pocas esperanzas de recibirlo en breve plazo, recibió un billete de la marquesa de Aravaca, en el que le ofrecía su “Erard” mientras llegaba el otro instrumento.

Escribe la duquesa: “Ensayando con el piano, algo que me puse a hacer al instante, noté una fuerte resisten­cia en la caja: habia varias notas que recha­zaban el impulso que recibian las teclas. Le­vanté la tapa y encontré, ¿a que no adivinan qué encontré? ... pues encontré un paquete que hubiera estado mucho mejor en manos de un lugarteniente de húsares que conmigo. Un paquete de paquillas; es decir, pequeñas pajas para fumar, cigarrillos venidos de Caracas. Esto consumian las mujeres. Nunca habia visto fumar, al menos delante de no­sotros, a las mujeres elegantes de Madrid: la duquesa de Osuna, la marquesa de Ariza, la marquesa de Santiago, y entre la generación más joven, la duquesa de Beaufort, casada con el joven marques de Peñafiel, hoy duque de Osuna, la hermosa marquesa de Trasta­mara, nieta del rico conde de Altamira, la hermosa condesa de Ega, portuguesa, emba­jadora de Portugal en Madrid, pero española en sus costumbres (-y no se imaginaba cuánto- digo yo), y madame Carujo, madre de la condesa Merlin, y una de las mujeres más encantadoras que me he encontrado en mi vida”. Al parecer la duquesa de Abrantes había descubierto al mismo tiempo dos vicios de la marquesa de Aravaca: que no tocaba el piano nunca y que se fumaba de vez en cuando unas picaduras caraqueñas que probablemente le devolvían a la parte más primigenia de su título.