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La invención del fonógrafo supuso para el mundo de la música una revolución semejante a la que, siglos antes, introdujo la escritura musical. Creadores e intérpretes tuvieron que aceptar, tarde o temprano, que su obra quedara fijada para siempre en una única versión, con todas las ventajas e inconvenientes que tal hecho podía producir, como pudo verse posteriormente y aún se sigue viendo hoy día. En el campo de la investigación musical y de la musicología, la novedad llegó en un momento en que el descubrimiento de "nuevas músicas", diferentes a las de la vieja Europa, había creado una división entre quienes consideraban al folklore como una producción menor, resultado de la tendencia de las clases populares sobre todo de extracción rústica a imitar obras de artistas cultivados, y aquellos otros que, admiradores de la depurada síntesis de la música tradicional, la consideraban como un producto esencial de una creación colectiva. El fonógrafo vino a añadir leña a este fuego incorporando la incógnita de si seria lícito colocar en el mismo nivel los cantos húngaros recogidos por Bartok, por ejemplo, y las expresiones primitivas de los melanesios. Contribuían no poco a este temor las explosivas y sectarias opiniones de algunos músicos o críticos musicales como Berlioz, quien, en ocasiones, había hablado despectivamente de los "aires grotescos" de los chinos o de los "instrumentos estúpidamente abominables" de los hindúes.
Superada esta situación surgía, sin embargo, la duda de si en esas culturas ágrafas, consideradas exóticas por los románticos europeos, sonaba colectivamente "la gran voz de todos" como denominaba Fétis a la creación común o si por el contrario la canción, la danza, la expresión musical correspondían a una personalidad excepcional con un concepto musical individual, por tanto.