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Posiblemente una de las amenazas más graves que pesan sobre el individuo de nuestros días es la tendencia a la inhibición. Cualquier definición de cultura incluye el concepto de participación, y es evidente por otra parte que el desconocimiento de una lengua o una cultura ajenas a la nuestra constituye no pocas veces el germen de una injusta prevención hacia ellas (cuando no de un desprecio o animosidad), precisamente por no entender lo que vemos u oimos. Parece como si no solamente no nos interesara nuestro propio pasado, la génesis y el desarrollo de nuestras costumbres, sino que basta las circunstancias actuales que nos rodean, los acontecimientos que nos atañen de forma inmediata, pasaran ante nuestros ojos indiferentes e impermeables, sin provocarnos reacción.
Muchas serían las causas que podrían aducirse a la hora de buscar la causa de esa pasividad, pero tal vez la mayor sea la sensación real y desesperanzadora de que nuestro esfuerzo, nuestra participación, apenas tiene repercusión en el entorno en que nos desenvolvemos y mucho meno aún, claro está, en círculos sociales más amplios y lejanos.
En el terreno que más nos interesa -el de la cultura entendida como modo de vida- se detectan ya síntomas graves de "aculturación", desestimándose una rica herencia social y aceptándose con pasividad patológica unas formas externas ante las que apenas reaccionamos; tal actitud no sólo está condicionando nuestra conducta sino que está privándonos del derecho a valorar, seleccionar y elegir las propias pautas de comportamiento. El mejor patrimonio que pueden transmitir los padres a los hijos es la facultad o capacidad de elegir libremente, y eso requiere que el individuo se esfuerce y se involucre vitalmente.