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Pese a la fama que han alcanzado determinadas danzas rituales que todavía se siguen bailando en el interior de los templos cristianos, no ha sido el Cristianismo la religión que más ha favorecido el desarrollo y mantenimiento de bailes con una carga de simbolismo. La Iglesia permitió en algunos casos determinadas tradiciones, ya fuese porque se trataba de costumbres que no interesaba remover, ya porque el recato o recogimiento de la propia puesta en escena no repugnaban en exceso a la severa liturgia católica; no obstante, se puede decir que la Iglesia siempre vio con malos ojos la danza en los templos cristianos, soportando como un mal menor su práctica pero evidenciando su disgusto a través de muy frecuentes prohibiciones y de constantes admoniciones. El origen de esta prevención tal vez esté en el empeño antiguo de los exégetas cristianos por transmitir una fe en cierto modo racionalizada, descartando, obviamente, que la danza pudiera tener -como tenía para los primitivos- una influencia real sobre el mundo exterior, el mundo de las cosas y los seres. Anthony Wallace elaboró una teoría en la que venía a señalar cuatro fases para la actividad religiosa -individual, chamanista, comunitaria y eclesiástica- observándose en ese proceso un declive paulatino de la importancia concedida a la danza y; lo que es más importante, una desaparición de su contenido religioso y espiritual.
Las danzas procesionales y algunos otros ejemplos (el famoso de los Seises de la Catedral de Sevilla, por poner el ejemplo más destacado) son hoy día, en efecto, danzas con una aplicación litúrgica pero no son en sí mismos bailes religiosos sino una forma que los distintos estamentos de la Sociedad utilizan para cumplir con un culto y rendir homenaje a Dios.