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Puede que sea cierto todavía que el individuo del medio rural es quien mejor se identifica con lo esencial de su propia cultura. También lo será que, de las cualidades que le adornan pueda hacerse un retrato moral, tanto individual como colectivamente; es posible que su futuro, incluso, dependa de muchos de esos recursos acumulados inadvertidamente durante siglos y transmitidos después con plena conciencia de su utilidad por los mayores, seguros de entregar a sus herederos el bagaje cultural y humano suficiente para que éstos afrontaran la vida con cierta seguridad. Hay improntas en el carácter, sin embargo, que por no haber sido frecuentes en el pasado o no haberse observado en el devenir histórico de ese pueblo, pueden considerarse como adherencias recientes cuyo abuso ha llegado a terminar marcando particular y generalmente a esa comunidad.
Hay una palabra que definiría perfectamente el estado de ánimo común de muchos españoles, y aún más exactamente de la mayoría de los castellanos, que es la incuria o, por decirlo más llanamente, la desidia. Y lo peligroso de las actitudes generadas por ese defecto -convertido ya en inseparable compañero de nuestro talante- no es sólo el natural y progresivo abandono de uno mismo y de las cosas que nos atañen, sino la falta de interés que ya denuncia la propia raíz de la palabra. Sin la capacidad de curiosidad, de admiración, de sorpresa, quienes hayan recorrido parte del camino de la vida van derechos a una inevitable degeneración, pero puede que los más jóvenes estén entrando, sin advertirlo y sin ser advertidos, en una vereda sin retorno, ya que un problema o un defecto, pese a ser tristemente reales, no existen para quien no los reconoce como tales.