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Es curioso observar, aun en las personas aficionadas al folklore, una especie de fatalismo ante el deterioro aparente de formas tradicionales o el desinterés general (sobre todo ciudadano) por la sabiduría popular.
Se califica todo de anticuado y, cuando no, al menos se recurre al tan traído y llevado "progreso" para justificar nuestro lamentable abandono cultural. Y, sin embargo, no debemos subestimar cualquier esfuerzo por conservar o adecuar esos conocimientos a los tiempos presentes; no podemos olvidar que una civilización, por muy sofisticada que sea, puede ir unida a un empobrecimiento total de las formas espirituales, llegándose a negar la importancia de la creación individual. Un pueblo aparentemente incivilizado, por contra, puede tener perfectamente resuelto su esquema social o de relaciones y pueden ser sus individuos admirables creadores artísticos.
Por supuesto que una defensa a ultranza de la cultura tradicional constituiría una postura errónea; nuestro siglo es el siglo de los "ismos", y cientos de escuelas y tendencias pretenden disputarse el privilegio de entrar en la Historia sin conseguirlo. Este constante cambio va a terminar algún día; de eso estamos seguros. Y en ese momento, convendrá que hayamos almacenado el máximo número de elementos tradicionales para que nuestros descendientes puedan seleccionar aquello que necesiten o sea funcional para su propia subsistencia.