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Cuervo y Menéndez Pidal coincidían en afirmar que la escasa participación de la mujer española en el descubrimiento y posterior colonización de América -junto al desinterés de la mujer india por la cultura europea-, fue una de las causas del poco arraigo en el nuevo mundo de un género tan popular en la Península como el romance. Posteriores hallazgos y estudios (algunos incluso realizados o inspirados por el propio Pidal) demostraron que tal afirmación era, por lo menos, inexacta, y que en América hombres y mujeres difundieron y recrearon el romancero lo mismo que aquí, aunque en algunos casos y lugares españoles fuesen efectivamente recitadoras o cantoras quienes mejor entendían y adornaban la temática clásica de aquel género. Familia, religión y sociedad constituyeron la trilogía sobre la que se apoyó la creación romancística española y, como no podía ser menos, así continuó al otro lado del Atlántico: los más tempranos inventarios del contenido de la bodega de los barcos españoles incluyen gran cantidad de libros y pliegos con romances, y autores como De las Casas demuestran, con la inclusión frecuente de fórmulas romancísticas en sus diálogos, lo encastrado que estaba el género en el propio lenguaje coloquial de los primeros colonizadores. Esa misma lengua común facilitó que en poco tiempo se pudieran componer nuevos romances sobre la estructura octosilábica dándoles además ritmo y melodía autóctonos. De este modo se mantuvo y amplió un repertorio muy rico difundiéndose de padres a hijos o por la acción de los copleros ambulantes.