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El año que ahora acaba va a dar paso a un 1992 lleno de expectativas, de proyectos y –ojalá- de realizaciones culturales y sociales; la memoria histórica y un cierto pragmatismo nos alerta, sin embargo, acerca de estos años tan preñados de actividades que al final rematan como el parto de los montes. En el campo de la cultura tradicional, el proyecto de un Instituto Europeo que aglutine y coordine trabajos realizados por Centros y Museos de todo el continente con una metodología y unos objetivos comunes, podría animarnos a pensar que el aislamiento en que ha vivido nuestro país en este terreno va a terminar. Es bien cierto que una política cultural común ofrecería en poco tiempo unos resultados positivos utilizando correctamente los medios de comunicación y poniendo un énfasis particular en la educación para evitar la desinformación en los más jóvenes, facilitándoles el contacto con su propio patrimonio musical y con las personas que lo han guardado. Insisto en ello pues nunca estuvo el especialista, cantor o narrador, tan desasistido de público ni jamás mostró éste una sensibilidad tan lejana a la del especialista. Si esta situación se hubiera producido anteriormente, no habrían llegado a nuestros días canciones antiguas y de gran riqueza poética o musical; siempre ha debido de existir esa sintonía entre intérprete y auditorio que se explica perfectamente por una base cultural similar, por el atractivo de lo que se transmite y por la forma en que se pone en escena. Estas tres premisas hacen más fácil la comunicación pero las tres están sufriendo peligrosos embates que hacen peligrar el carácter y la identidad de los repertorios autóctonos.