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Probablemente es el Romanticismo el período en el que, de forma más abierta e intensa, se exterioriza, fundamentalmente por parte de un sector de intelectuales, el interés por lo localista y la curiosidad por lo diverso; a raíz de esa inquietud surge también una admiración exagerada por formas culturales antiguas y, consiguientemente, una alarma ante su posible pérdida o deterioro irreversible. Los habitantes de zonas rurales, considerados como recipiendarios de primitivas esencias, se convierten de este modo en objeto de estudio y, más aún, en individuos exóticos, en representantes excasos de formas de civilización ya muertas aunque encastradas en una cultura aparentemente superior y definitiva. Esta visión arqueológica de las formas de existencia rurales (que a lo sumo eran formas con una evolución diferente o más lenta que las urbanas) llevó a considerar globalmente todo lo rústico como “primitivo" y todo lo primitivo como auténtico. Esa teoría purista llega basta nuestros días y nos proporciona una idea empobrecedora e injusta de lo rural al no contemplar una de las características más interesantes de su cultura: La evolución. Por otro lado es teoría errónea desde su origen, ya que muchos de esos conocimientos primitivos pretendidamente “puros" son de origen culto y sólo adquieren un grado de "tradicionalización" al evolucionar y ser entregados de una generación a otra por diferentes transmisores. Más que de una cultura tradicional primitiva y pura habría que hablar, pues, de conocimientos, creados primero por un individuo, transmitidos después por narradores especializados en ello y aceptados finalmente por una comunidad que llega a identificarse mayoritariamente con sus formas, pues, tras siglos de uso y transformación, responden a un "estilo" propio y característico aunque su contenido sea universal.