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Hay una cualidad en los artistas y artesanos -y distingo los dos términos pues no en todas las ocasiones coinciden (un artesano puede no ser artista y viceversa)-, que no siempre se valora como se debe; dicha cualidad consiste en el gozo íntimo que le produce al autor la perfecta culminación de su trabajo que, normalmente él valora más que el precio ofrecido por quienes desean adquirirlo. Tras esa cualidad, que para el artista es la verdadera recompensa a su obra de creación, vienen el reconocimiento del público y la compra del objeto o de su reproducción para que otros puedan disfrutar de ello. Probablemente el problema hoy, como siempre, radica en la jerarquía de valores aplicada; con la ley del «mínimo esfuerzo» que rige para casi todos los órdenes de nuestra vida actual, ¿quién lanza la idea de que cuantas más horas se empleen en algo, más valor adquiere? Es necesario, pues, aplicar ese baremo artístico de que hablaba antes -el del orgullo del creador-, para entender en toda su extensión la gloria de quienes nos precedieron y recorrieron para las generaciones presentes un camino arduo y lento; cuando actualmente volvemos la vista atrás, solemos admirarnos de la longitud de ese camino recorrido y de la facilidad con que lo podemos volver a hacer nosotros una vez desbrozado y perfectamente alisado. En lo que rara vez solemos reparar es en la dificultad de valorar con nuestra mentalidad el esfuerzo que requirió todo aquel trabajo; la verdad es que una sociedad sólo asimila el progreso cuando entiende, con conocimiento generoso y agradecido, el sacrificio aparentemente inútil de quienes le antecedieron.