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Las modas, que todo lo socavan, parece que vuelven a poner de actualidad el tema de la artesanía. Como en tantos otros casos, esa actualización tiene bastante de irracional y no lleva aparejadas ni la mejora en las condiciones de trabajo de los artesanos, ni mucho menos una posibilidad de reflexión sobre las causas que, por una u otra razón, están acabando inútilmente con buena parte de nuestro patrimonio. Hoy se lleva el retorno a la naturaleza, al campo y a las fuentes originales, y entre las costumbres que mejor se acomodan a ese nuevo tipo de adanismo postmoderno está la de salir de viaje a algún pequeño pueblo y comprar «artesanía». No está tan diluido el concepto de lo artesanal como para no poder dar acerca de él alguna definición, pero es bien cierto que casi para cada persona revestiría un matiz diferente. Para mí, es artesano quien recrea mentalmente una forma con base en una tradición y es capaz de plasmarla con sus propias manos o ayudándose de herramientas que aquellas manejen. En ese proceso intervienen habilidad, experiencia, técnica y estética, y, como en el caso de la tradición oral, se precisa una especialización. Se equivoca quien piense que el artesano se dedica sólo a copiar o reproducir las formas y técnicas heredadas de sus mayores: el buen artesano es capaz de incorporar una impronta personal a unos objetos habitualmente oprimidos por la esclavitud de la funcionalidad. Lo que sucede es que esas «novedades» llegaban habitualmente en un equilibrado e inteligente tanto por ciento, de modo que siempre era mucho más pesado en la balanza el platillo de lo tradicional que el de la innovación.