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Si atendemos a la etimología de la palabra economía, nos encontraremos con las claves que van a regir esta conferencia. Economía significa “administración de la casa (oikós, nemein) y de esa forma y con esa intención –moderada y doméstica- aparece siempre en la tradición y en las costumbres. Aunque el vocablo se comienza a utilizar tardíamente –parece que no hay una mención explícita del término hasta comienzos del XVII, e incluso Cobarruvias que publica su Tesoro... en 1611 no lo recoge- el sentido de la palabra es antiquísimo y correspondería a todo lo que se relaciona con la dirección y administración de los recursos. Administrar significaba primitivamente dedicarse al servicio de la mesa (ad ministrare), pero también ese mester o menester guardaba relación con los términos “ministerium” y “misterium”, así que trataré, en este tiempo que se me ha asignado, de desvelar aquellos misterios y curiosidades que la tradición guarda acerca del tema.
El Diccionario de Autoridades describe la palabra “economía” como “administración y dispensación recta y prudente de las rentas y bienes temporales: lo que comúnmente se dice régimen y gobierno en las casas y familias para que no se desperdicie la hacienda”. Si hacienda es lo que se obtiene generalmente trabajando –sea dinero, sea cualquier otro tipo de bien- parece claro que en una sociedad eminentemente práctica como la tradicional (principalmente la rural), era obligado dedicar tiempo y esfuerzo a conservar y mejorar esos recursos que a veces se recibían por vía patrimonial y se entregaban al mismo tiempo que otras riquezas menos tangibles como el lenguaje, los hábitos, el honor o las creencias.
Si repasamos la tradición oral y la escrita (canciones, cuentos, refranes,etc) encontraremos varias ideas fijas alrededor de las cuales giran las narraciones y la poesía populares cuando abordan esta cuestión. La primera, y tal vez la más importante, que el dinero es o significa poder. “A las barbas con dinero hacen honrar los caballeros”, dice el refrán y la copla refrenda :
En el cielo manda Dios
Y el diablo en el infierno
Y en este mundo traidor
Del dinero es el gobierno.
El dinero manda, dirige y tutela casi todo; seguramente por eso el poeta protesta ante lo inevitable con estos versos filosóficos:
Al pie de un árbol sin fruto
Me puse a considerar
Qué pocos amigos tiene
El que no tiene qué dar.
Todo lo vence el amor
Todo el dinero lo allana
Todo el tiempo lo consume
Todo la muerte lo acaba.
Esto de allanar, suponiendo que el caudal sea suficiente, si no habría que recordar aquel diálogo popular que dice:
-Quien dinero tiene
hace lo que quiere
-Pues yo dinero tenía
y no hacía lo que quería
-Cállate, loco,
que es que el dinero era poco.
El dinero, pues, marca y determina la vida del ser humano hasta el extremo de haberse creado el aforismo “Tanto tienes, tanto vales”, refrán en el que se equipara de forma excesiva el contenido de una existencia con el peso del bolsillo: “A la bolsa sin dinero, llámola cuero”, confirma crudamente otro dicho.
La segunda idea que aporta una consulta de la tradición oral en el aspecto que nos ocupa, es que la buena economía doméstica es el primer peldaño para afianzar una fortuna: “La mejor lotería es una buena economía”, dice la voz de la experiencia, pareciendo confiar más en la templanza y el buen juicio que en el azar. De hecho, quien ahorra en vestidos y comida tiene muchas más posibilidades de mantener incólume su hacienda que el imprudente que busca el riesgo en el gasto. La frase “No vistas de seda y no tendrás deuda”parece hecha a medida para las múltiples ocasiones en que los excesos en el vestir y el lujo en los trajes dejaba en la miseria a familias enteras. No pocas veces los propios reyes tuvieron que intervenir promulgando pragmáticas sobre dichos vicios y abusos, condenándolos taxativamente. Una de esas ocasiones se produjo precisamente en Valladolid, en las Cortes del año 1537, y hacía expresarse así al emperador Carlos: “Bien sabéis y a todos es notorio cómo los reyes católicos nuestros señores padres y abuelos de gloriosa memoria queriendo remediar el desorden y exceso que en los trajes y vestidos en sus tiempos había, mandaron hacer sobre ello ciertas leyes y pragmáticas prohibiendo que ningunas personas de nuestros reinos ni de fuera de ellos que en ellos estuvieren de morada, aunque fuesen infantes, duques, marqueses o condes ni de cualquier calidad o condición que fuesen, no pudiesen traer ni trajesen ropas de brocado ni bordados de seda, ni chapado de plata ni de oro de martillo, ni tirado ni hilado ni tejido, ni de otra cualquier manera”. Recordaba Carlos V que en las Cortes de Valladolid de 1523 insistió en lo mismo, prohibiendo los bordados y recamados, y que, a pesar de todo ello, “los oficiales y menestrales de manos han inventado mayores desórdenes en los trajes y mayores costas en las hechuras de lo que se gastaba en bordados y recamados”.
En lo que respecta a la alimentación, y aunque suenen exagerados, refranes como el que reza “Más vale acostarse sin cena que levantarse con deuda” o el otro que dice “Guarda pan para mayo y leña para abril porque no sabes el tiempo que te ha de venir” , son reflejo fiel de la necesidad y escasez de otros tiempos, marcados por una penuria constante y opresora. Esa necesidad y esa escasez contribuyeron a que, desde los siglos medios de nuestra civilización, se acrecentase el mensaje y la significación del ahorro. Los préstamos de grano de los monasterios, así como los silos, cillas y pósitos podrían hablar de todo un complicado proceso en el que bien puede advertirse el germen de las actuales cajas de ahorros. Fuesen o no de inspiración franciscana los primeros montes pietatis o montes de piedad del siglo XV, la Iglesia tuvo que autorizarlos -pues iniciamente venían a combatir o paliar el daño causado por la usura- y en principio se comprometían a no demandar más intereses que los que pudiesen devenir de los gastos de administración. Qué mejor ejemplo que la pobreza predicada por San Francisco para delinear la actuación y la línea de préstamos de estas primeras instituciones, asegurando de este modo una relación ética con sus usuarios. La Iglesia venía insistiendo desde sus primeros tiempos en una visión positiva y espiritual de la pobreza, orientación que difícilmente consolaba en lo material al necesitado o al indigente. Sin embargo, existen numerosas manifestaciones de la cultura oral en las que el contenido del relato tiende a proteger a los pobres o a los viajeros ocasionales sin recursos. No de otra forma pueden entenderse cuentos y leyendas que tratan de propagar un comportamiento caritativo con los peregrinos, los mendigos y los vagabundos que, en algunos casos acaban siendo un santo o el propio Jesucristo, descendidos a la tierra para poner a prueba la generosidad o la bondad de los hombres. La proliferación de las peregrinaciones en la Edad Media –a Roma, a Santiago, a Jerusalén- sirvió para difundir y aumentar el repertorio de estas narraciones que comparaban al viajero, sin recursos y en tierra ajena, con el mismísimo hijo de Dios, probablemente con la intención de proteger y aureolar la figura del viajero pobre frente a la xenofobia o a los abusos de toda índole que podían cometerse con él. Cuentecillos de ámbito más universal insisten en la felicidad que puede proporcionar la carencia de bienes temporales y en ese sentido habla el famoso relato en que un rey, enfermo de melancolía y aburrimiento, recibe de sus físicos y doctores como remedio a su mal la curiosa receta de ponerse la camisa del hombre más feliz del mundo. Tras buscar infructuosamente por todos los reinos conocidos y a punto de regresar sin resultado alguno, los soldados encargados de recadar la solución escuchan unas fuertes carcajadas detrás de unos arbustos. Tan sana y natural les parece aquella risa que no dudan en tirarse sobre el personaje que la profiere, sin más dilación, para arrebatarle la camisa. La sorpresa y la decepción llegan al descubrir que dicho personaje, feliz y descuidado, precisamente no la tenía.
Aunque esa conclusión moral –que no se aparta demasiado de la pobreza evangélica- se mantiene en la tradición oral, por lo general sin embargo se manifiesta con más fuerza la idea contraria: es cierto que el dinero no da la felicidad, pero ayuda a conseguirla.
Entre estas dos posturas contrapuestas, tampoco es infrecuente la idea equidistante de ambas (en el medio está la virtud cuando los extremos son corruptos) que reconoce dichoso a quien no exige demasiado de la vida. “Rico es quien nada debe” o “Lo mucho se gasta y lo poco basta”, serían dos ejemplos con que la sabiduría popular refrenda esa idea de que es mejor y más fácil administrar lo poco que lo abundoso.
No serían ajenos a las dudas que suscitaba en el pueblo la equiparación de pobreza y felicidad, los muchos abusos de quien precisamente se encargaba de predicar y relacionar ese binomio. “Bollo de monja carga de trigo”, “Hábito de beato y uñas de gato” o “Renegad de sermón que viene a acabar en daca” (lo que quiere decir, no os fiéis de una prédica que no hace más que pedir), son dichos que manifiestan la desconfianza secular de la gente sencilla –que luego veremos refrendada al hablar de la tradición escrita- hacia quien daba las reglas y luego se las saltaba (“una cosa es predicar y otra dar trigo”). Esta suspicacia, que no era gratuita si recordamos los impuestos con que se cargaba al jornalero y que se llamaban diezmos, primicias, gabelas, servidumbres, contribuciones, pecherías, etc, se sintetiza apropiadamente en la paremia que dice “Lo que no lleva Cristo se lo lleva el Fisco”.
Por último, y más allá del buen resultado de una prudente economía o de un trabajo eficiente y lucrativo, está la suerte y con ella la idea de que “Dinero llama a dinero”. Esa sensación producida por el hecho de que a los ricos parecía perseguirles la riqueza mientras que en la casa del pobre se habían quedado a vivir la penuria y la escasez, se destaca en refranes como “Al rico más riqueza y al pobre más pobreza” o en aquel tan expresivo de “Al perro flaco todo se le vuelven pulgas”.
Para ratificar estas tres ideas que la tradición ha ido acuñando y puliendo a lo largo del tiempo voy a utilizar un texto muy representativo que, por su rareza y por lo acertado de sus glosas, viene a propósito hasta el extremo de hacérsenos imprescindible en los próximos minutos. Se trata del Teatro Universal de Proverbios, debido a la pluma y la sabiduría de Sebastián de Horozco
–jurista y escritor toledano- que, con sus dotes de observación y el concurso de los refranes más populares de su tiempo –el siglo XVI-, quiso sacar en décimas el fruto jugoso y nutritivo de tanta sabiduría acumulada por el tiempo y el buen juicio. Así, Horozco reconoce nuestro primer aserto, que una economía sólida es sinónimo de poder, y sobre ello escribe:
No hay en este mundo cosa
De lo que es perecedero
Que aunque sea muy preciosa
Muy rica o muy valiosa
No se alcance con dinero.
No hay cosa que no se ajene,
Nadie pierda su esperanza,
Porque quien dinero tiene
Cuando su tiempo le viene
Todo cuanto quiere alcanza.
A Horozco no se le oculta que el dinero puede convertir a un patán en un personaje influyente, por eso compone esta décima:
El dinero es hoy la prima
Y lo que hace valer
Él es el que en más se estima
Y el que levanta y sublima
Al que bajo solía ser.
Él puede de zapateros
Hacer muy grandes señores,
De suerte que los dineros
Hacen dueñas y escuderos
Y dan muy grandes favores
Con estos otros versos denuncia que cualquier persona, tenga o no principios, puede disfrazarse, si posee hacienda, de honrado caballero:
Por el dinero es habido
Cualquiera por caballero
Y está muy cierto y sabido
Que nadie es en más tenido
Que cuando tiene dinero.
Si tienes, seguro vas,
Pues que dicen comúnmente:
Tanto vales como has
Y quien más ha, vale más
En esta era presente.
Una de las propiedades que el dinero ha, parafraseando la acertada expresión del Arcipreste, es que hace moverse a todo el mundo, por eso decía Juan Ruiz:
Mucho faze el dinero, mucho es de amar
Al torpe faze bueno e omne de prestar
Faze correr al coxo e al mudo fablar
El que non tiene manos, dineros quiere tomar.
Y por eso mismo también escribe Horozco:
No hay cosa en aquesta vida
Que tener el hombre pueda
Por más preciosa y subida
Que no pueda ser habida
Por el que tiene moneda.
Con el dinero se ablandan
Las duras peñas y el hierro
Por dinero, ruines mandan,
Tras dinero todos andan,
Por dinero baila el perro.
Pasando al segundo apartado, es decir aquel en que hemos englobado las manifestaciones acerca de los resultados de una economía bien administrada, dice Horozco:
Donde no hay razón ni cuenta
Ni quien sepa gobernar
Aunque haya mucha renta
Nunca crece ni se aumenta,
Antes tiene que faltar.
Cuando no hay quien se lo impida
Juegan todos de alivión,
Mas en casa bien regida
No hay pobreza conocida
Habiendo cuenta y razón.
Cuenta y razón que es, al decir de Cobarruvias –precisamente el hijo de Horozco y autor del primer diccionario de la lengua española- “lo que se requiere en toda cosa”, además de una frase acuñada por la tradición que da título a una revista de economía. Y esa sensatez imprescindible es la que parece recomendar Horozco cuando hace la siguiente reflexión:
Si poco paño le das
Al sastre para la capa
De ello solo la harás,
Pero si quieres dar más
Todo se embebe y se empapa.
Lo que hurta sobraría
Si no hubiese demasía
Y si lo mucho se gasta
Adonde lo poco abasta
Gastar mucho es bobería.
Es decir, que si un sastre te puede hacer un traje con poco paño ¿para qué darle más si se va a quedar con ello? Horozco es partidario para economizar –siguiendo a una parte importante de la opinión popular- de la medida en el gasto y de estar conforme con lo que se posee:
Ese es rico y abonado
El que con poco que tiene
Siendo suyo y bien ganado
No debe ni está adeudado
Y en su estado se mantiene.
Que cuando en deudas se embebe
La hacienda queda escasa
Y en esta vida tan breve
Rico es quien nada debe
Y como puede se pasa.
Y ese “buen pasar” , esa anuencia con el trato que nos ha dado la suerte, alienta un mejor encuentro con la muerte, que a todos convida, y a cuya última cita se llega con menos pesar si uno ha dejado la carga por el camino. Hay una línea perfectamente marcada a través de toda la Edad Media y siglos anteriores y que hereda la poesía manriqueña (en especial las Coplas) cuyo argumento podría resumirse en la frase calderoniana “la vida es sueño”. Job decía que el hombre era como una flor que sale y es cortada. Don Sem Tob comparaba la existencia del hombre con una sombra. Sombra y sueño la consideraba Sánchez Calavera y Juan de Mena la veía como sueño y flor que perece. Gómez Manrique lo expresaba así:
Porque las glorias mundanas
Fablando verdad contigo
Más presto pasan, amigo,
Que flores de las mañanas...
Toda esta filosofía moral, es resumida de esta forma por Horozco:
De cuanto suda y trabaja
El hombre por adquirir
Cuando la muerte le ataja
Con una pobre mortaja
Tiene al cabo que partir.
La riqueza es trabajosa
De adquirir y de ganar
Y aunque llegue a ser sabrosa
Se torna triste y penosa
Al tiempo de la dejar.
En realidad, ante la muerte –última oportunidad del ser humano de reconocer su desnudez y sus limitaciones- cabían solamente dos posturas. Dejar con más o menos dolor los bienes materiales y preparar el espíritu para el tránsito o confiar en que aquellos bienes podían ayudar al alma en el camino hacia el más allá y disponer en el testamento algunas donaciones pro anima, donaciones que, como sabemos por abundante documentación, no eran respetadas por los albaceas. La Iglesia mediaba en esos casos recordando que el alma que no había dejado bien asegurado su recorrido con tales mandas podía sufrir insospechadas esperas en el purgatorio. La tradición popular guarda muchos ejemplos acerca de cómo los más avisados burlaban dichos preceptos. Santa Cruz en su Floresta... recoge el siguiente cuento:
“Estando un escudero a la muerte, dejó mandado a un hijo solo que tenía que vendiese tres halcones que tenían gran precio; y mandó que del valor de uno pagase las deudas que debía, y de lo que valiese el otro hiciese bien por su alma y el tercero fuese para él. Fallecido el padre, de ahí a pocos días se le murió uno de los halcones y dijo:
-Éste, vaya por el ánima de mi padre”.
El cuentecillo se repite hasta nuestros días con diferentes protagonistas.
Ante tales insistencias y tan numerosos cuidados no parecería exagerado afirmar que ese purgatorio es el resultado, tanto de exégesis forzadas como del interés de la propia Iglesia por asegurar los últimos legados de muchos difuntos a favor de la única Institución que, al menos teóricamente, podía garantizar un más allá sin sorpresas.
Horozco parece resumir esta situación de la siguiente forma:
Cuando no queremos dar
A Dios lo que se le debe
No es de maravillar
Si por nuestro mal obrar
La Justicia se lo lleve.
Porque según anda listo
El diablo todas veces
Por experiencia se ha visto
Que lo que no lleva Cristo
Se lleva el fisco y sus jueces.
Horozco se queja del latrocinio oficializado. En una época en que ya se notaban los efectos positivos de una actuación sistemática de la Santa Hermandad en los caminos, los ladrones se meten bajo otra capa y siguen haciendo de las suyas en las ciudades también:
Van seguros los recueros
Por caminos y calzadas
Róbanlos los mesoneros
Taberneros y tenderos
A banderas desplegadas.
Y los que están diputados
Para castigar culpados
Roban dentro de los muros:
Son los caminos seguros
Y roban en los poblados.
Así, mientras que nobles y señores presumen de liberalidad, otros en su nombre actúan y atracan sin piedad:
Aunque quieran los señores
Hacer liberalidad
No faltan intercesores
Que por sus propios favores
Les quitan la voluntad.
Y los que más cerca están
Para sí lo solicitan
Por lo cual dice el refrán
Que los señores lo dan
Y servidores lo quitan.
Iglesia y Estado rivalizan en el arte de esquilmar el bolsillo con argucias:
Es tanta ya la codicia
Y la sed de este dinero
Que sin guardar amicicia
A todos con gran malicia
Se lleva por un rasero
Diciendo: si eres del papa
Por eso daca la capa
Y si del emperador
Dala por eso mejor
Y así ninguno se escapa.
Por todo ello, concluye, y concluimos también nosotros esta incursión en el Teatro Universal de Proverbios:
Para que a desembolsar
A veces el hombre venga
Suélennos mucho arengar
Los que nos quieren pescar
Con una muy larga arenga.
Y su intento y conclusión
Es decir como la urraca
Paga paga.Y de este son
Renegamos del sermón
Que viene a acabar en daca.
Juan de Arguijo, en sus Cuentos (número 645), recoge un caso que, por no haber perdido actualidad, merece ser consignado aquí antes de terminar con este apartado referido a la importancia de la buena administración para la economía, sobre todo si lo administrado eran caudales públicos:
“Consultando el rey Felipe II a un cortesano si estaría bien devolver la plaza a cierto ministro de Hacienda que se había llevado más de doscientos mil ducados y se esperaba de su industria que recompensaría los daños de la hacienda real con ventajas, dijo el cortesano:
-Mucho temo, señor, que esta restitución ha de ser como la del peraile de Valencia.
Deseando el rey saber el cuento, le mandó que se lo contase y él prosiguió:
-Sepa vuestra majestad que en Valencia hubo un carnicero que había hecho diez o doce mil ducados dando pesos falsos a la república y, llegando una Semana Santa, deseó restituir; pero como no supiese las personas ciertas a quienes había defraudado por menudo, echó la cuenta por el tiempo que había pesado carne y parecióle que sería bien servir otro tanto en oficio en que pudiese dar al común pesos sobrados con que satisfacer a bulto lo que le había hecho de menos; y andándose a buscar en qué oficio podría restituir los pesos con mayor facilidad se le ocurrió el de peraile, cuya ocupación es dar a hilar lana en las aldeas por un tanto. Daba pues en cada libra dos o tres onzas más, como solía dar en la carne de menos y las labradoras sencillas que volvían cabalmente lo que se les entregaba, hilaban sin rechistar dieciocho onzas por el precio de dieciséis.
Echando el rey de ver el intento, le dijo sonriéndose:
-También yo me temo lo que vos, pero otros le aseguran mucho. Dejémonos engañar esta vez.
El suceso respondió al pronóstico, porque, restituido el ministro al oficio, continuó las primeras mañas y al cabo se le hubieron de quitar y con mayor afrenta. Tan mala es de vencer la codicia, mayormente cuando acaba en inclinación”.
La suerte y la desgracia, como determinantes de la situación económica o como acompañantes no buscados de la misma, reciben en la tradición escrita, como no podía ser menos, un amplio tratamiento. Unas veces se destaca la facilidad con que cualquier viento puede mover la veleta de la fortuna. El maestro Gonzalo de Correas escribe en su Vocabulario de refranes: “La fortuna, kuando mas amiga, arma la zankadilla”.
Otras veces se dan recomendaciones acerca de la actitud más apropiada que debe de adoptar el ser humano ante el destino: La fortuna hay que buscarla, mientras que las desgracias vendrán con toda seguridad y además, como reza el dicho, “nuncan vendrán solas”. Escribe Correas: “Al bien buscallo i al mal esperallo”. Cualquier cosa puede llegarnos envuelta con el futuro y ante tal contingencia el espíritu debe de estar preparado. Acaso por eso mismo, una de las frases preferidas de los comerciantes encerraba el deseo de que aquel futuro no llegase nunca; todavía se ve en altiguos colmados y en algunas bodegas y figones el escrito: “Hoy no se fía aquí, mañana sí”. Si la frase se leía a diario, jamás se pasaba la hoja del calendario.
La desconfianza natural de la gente del campo ante la suerte adversa que llegaba disfrazada de tiranía, de guerra, de peste, y que desbarataba planes e ilusiones acarreando la miseria, queda perfectamente reflejada en el famoso cuento de la lechera, cuyos sueños y proyectos caen por tierra cuando el azar le hace tropezar y tirar el cántaro de leche que llevaba a vender en el mercado y con cuyo posible rendimiento había ido haciendo cábalas todo el camino. En cualquier caso, esa desconfianza natural se alimentaba y desarrollaba con las enseñanzas moralistas de todo género de manifestaciones orales (cuentos, relatos, etc) que se alzaban así en su papel preferido de escuela de costumbres, fundamentalmente desde el siglo XVIII en que las fábulas del tipo “La abeja y los zánganos” o “La cigarra y la hormiga” parecían extraer de la naturaleza y del mundo animal las consecuencias positivas del trabajo de calidad y el castigo a la holgazanería. Por tanto, y resumiendo, desconfianza en la suerte y confianza en nuestro propio esfuerzo.
Podríamos seguir durante horas trayendo a colación ejemplos sobre los diversos tratamientos que en la tradición se dan a la hacienda, a la fortuna y a la economía. En todos los casos, sin embargo, apreciaríamos una diferencia notable de fondo con respecto a la realidad actual. Frente a la gran economía de nuestros días, esa que absorbe, condiciona y determina un complicado tejido en el que trama y urdimbre se interrelacionan, la economía en la tradición –principalmente en la era preindustrial, pero también después en amplios sectores del medio rural- se produce en círculos concéntricos que se van abriendo según se alejan del ámbito del individuo, centro del universo y principal generador y gestor de los recursos. Del círculo personal se pasa al familiar, de éste al del oficio o al del gremio, de aquí al mercado local o azogue, de éste al mercado comarcal y así sucesivamente hasta abarcar grandes sectores comerciales como el de la lana o la seda, por ejemplo, que prepararon siglos atrás el advenimiento de las economías globales. En el recorrido de ese largo camino suceden muchas cosas –algunas malas y otras peores, pese al grado de buena voluntad con que se hicieran -(“El infierno está lleno de buenas intenciones”, dice el refrán). Así, los Ilustrados del siglo XVIII, por ejemplo, muestran una preocupación evidente por la economía agraria e intentan aportar soluciones razonables al empleo de la técnica en los cultivos. El informe de Jovellanos publicado en 1795, tal vez el más conocido entre los muchos que se encargaron en la época a expertos de diferentes materias, puso al descubierto los graves fallos sociales y políticos, independientes de los aspectos tecnológicos, que habían condicionado siempre la economía rural y cuyo deseo de rectificación tal vez desembocara en la fiebre desamortizadora que se produjo en la tercera y cuarta décadas del siglo XIX. Los ilustrados pensaban que el declive del Antiguo Régimen provenía de vicios repetidos y enquistados en la sociedad rural, de los que no eran los menores el atraso técnico y la esterilidad de unas tierras sin cultivar que pertenecían a Mayorazgos o a la Iglesia a través de los legados y fundaciones a las que me he referido brevemente antes. El cultivo intensivo propuesto por los bienintencionados ilustrados a semejanza de los ya practicados en Inglaterra y Francia, comenzó, de este modo, a crecer en extensión e importancia frente al cultivo de tradición romana que tratados como el de Columela y otros posteriores (por ejemplo el del clérigo talaverano Gabriel Alonso de Herrera, ya en el XVI) habían consagrado como prototípicos. La nueva agricultura trataba de dar soluciones conjuntas para tierras y ganados no trashumantes, pero existían impedimentos que no estaban integrados en las áreas locales y que excedían las fuerzas y la actuación de los pequeños labradores o de los pastores estantes. Los ganados trashumantes, por ejemplo, dependientes de instancias de ámbito nacional y protegidos desde el siglo XIII por los privilegios que Alfonso X les confirió, tenían también mucha importancia sobre los cultivos, pues obligaban a mantener tierras en barbecho, preferentemente al lado de las cañadas o caminos anchurosos de noventa varas creados para el tránsito del ganado. Estas cañadas, junto con otras vías trazadas para el transporte de mercancías y utilizadas por arrieros y carreteros, dejaron la España peninsular surcada por un dédalo de caminos que tuvo importancia destacada –positiva o negativa- en la economía española desde la edad media hasta casi el fin del siglo pasado, cuando los ferrocarriles impusieron su férreo dominio. Nicolás García Tapia reconoce en su obra Técnica y poder en Castilla durante los siglos XVI y XVII que en ocasiones esa red no estuvo a la altura de las circunstancias: “Resulta una aparente contradicción –escribe García Tapia-la debilidad de las comunicaciones por tierra en Castilla, comparada con la amplitud del Imperio que debía sostener. Sin duda este punto débil fue una de las causas de la decadencia del siglo XVII. Hay que reconocer que la tecnología de los transportes terrestres estaba aún escasamente desarrollada, tanto en lo que se refiere a ingenios para desplazarse (en los que no se había producido ningún invento sustancial en el Renacimiento) como a la propia infraestructura viaria, que mereció escasa atención de los arquitectos e ingenieros de la época”.
Esa estructura viaria, con sus deficiencias y dificultades, fue recorrida arriba y abajo por varios tipos de personajes a los que dedicaremos una particular atención, siquiera sea breve, pues sus características los colocan alternativamente, ya en el campo de la tradición o las costumbres ya en el área de la economía.
El primero podría ser el arriero. Una aleluya del siglo XIX que representa figuras de habitantes de la península y sus oficios, muestra a un maragato leonés sobre un pareado que dice: “En la maragatería no hay en paño economía”, frase con que se hace referencia a la generosidad en la utilización de paño para las amplias bragas o baracas –de ahí el nombre de baracatos o maragatos-, única cuestión en que no escatimaban estos singulares personajes cuyo oficio fue atropellado por el progreso tan pronto como comenzaron a imponer sus leyes los trenes de mercancías y de viajeros. Los maragatos fueron considerados durante mucho tiempo los arrieros por excelencia: su honradez y su eficacia les convirtieron en los mayores aliados de la economía viajera en España; tampoco fueron ajenas a ese trato merecido algunas anécdotas que protagonizó el más célebre de los arrieros ochocentistas, el maragato Santiago Alvarez Cordero. Sobre él se contaron muchas historias, algunas verificables y otras no, que le dieron fama de honesto trajinero y activo político –pues hasta la política llegó en su camino Cordero-. Precisamente por cumplir con su cargo de Presidente de la Diputación de Madrid durante una epidemia que se abatió sobre la capital del reino, enfermó y murió de la peste. Fue él el constructor de uno de los edificios más admirados de la Puerta del Sol, elevado sobre un solar que el Estado tuvo que regalarle a cambio del premio gordo de la lotería, que le había tocado y cuyo importe no pudo satisfacer en aquel momento el erario público cuyas arcas estaban exhaustas. Con Isabel II también le sucedieron dos casos curiosos, uno motivado por el acarreo de unas canalizaciones de hierro que llegaban desde Inglaterra a España (para el canal que luego llevaría el nombre de la reina) y a cuyo traslado desde los puertos del norte hasta Madrid se había comprometido Cordero con la reina por un precio módico, que no quiso subir aun pudiendo hacerlo por haberle dado su palabra de maragato a Isabel. Ésta le confió sus joyas en un momento de apuro, siendo correspondida por la intachable lealtad y probidad del célebre maragato de Santiagomillas.
Enrique Gil y Carrasco, en el capítulo dedicado a los maragatos en Los españoles pintados por sí mismos, desvela que esa honradez se forjaba en la fragua de una vida estricta y económica hasta el extremo, incluso en aquellos casos en que no parecía razonable: “Los maragatos todos a su llegada a Madrid paran en los mesones de la calle de Segovia, que sin género alguno de lisonja pueden calificarse de los más sucios, incómodos y fatales, no ya de la corte sino aun del resto de la península. ¿Por qué así? A vuelta de algunos cicateros y avaros como el mismo Arpagón, hay otros que no adolecen de tan ruines manías, de manera que, a no mediar la corriente irresistible de la costumbre, no sabríamos cómo explicar un suceso que en los pocos días que nuestros hombres residen en la capital les obliga a pasarlo peor que el más miserable jornalero”.
El inglés Richard Ford, viajero impenitente por nuestro país, describía de este modo a los arrieros de Astorga: “Son gente formal, seria, poco expresiva, positivista y muy comerciante. Cobran caro, pero su honradez compensa este defecto, pues puede confiárseles oro molido. Son los que hacen todo el tráfico entre Galicia y las dos Castillas y por rara excepción llegan a las provincias de Mediodía o Levante”.
Es bien conocido el hecho de que mientras los maragatos viajaban, sus mujeres cuidaban de la economía familiar, realizando los trabajos de la casa y los del campo del mismo modo que lo hacían los ancareses, por ejemplo, también dedicados en gran número a la arriería. Un estudioso de la arriería en Pereruela de Sayago, escribe: “Los arrieros (perigüelanos) no tenían una norma determinada y menos escrita –como en el caso de los maragatos leoneses que tenían un libro de los caminos en el que figuraba todo lo relacionado con la actividad: ferias, mercados, gastos de grupo, encargos, etc- o zonas establecidas para viajar, porque no era un vendedor ambulante, no era comerciante, sino que se servía del trueque para cambiar sus productos por los del lugar”. Pescado de las costas gallegas o asturianas, cera o miel y otros productos se acarreaban hacia el sur y de allí se traía el aceite, el pimentón, los paños,etc. En la tierra de Campos trocaban cacharros de barro por harina en los molinos; de la Sierra de Béjar traían castañas y aceitunas. Algunos de esos alimentos, en particular algunas especias, llegaban a adquirir el mismo valor que el dinero, como sucedía en la edad media con la sal; de ahí refranes como aquel que recogió Correas y que decía “Donde ai sal, ai ál”, es decir, donde hay sal hay otras cosas –o todas las demás cosas- porque se supone que era una casa rica si podía adquirir la sal. Esta consideración de la sal como un producto valioso pudo tener un origen religioso, pero acabó teniendo una significación claramente económica. China, la India, Fenicia o Grecia exportaron de sus costumbres a otros paises los impuestos sobre la sal ya que el uso del condimento se iba haciendo en todas partes cada vez más imprescindible para la conservación de los alimentos y para muchos otros fines. De hecho, la palabra “salario”, es decir el pago de un estipendio por un trabajo realizado, procede precisamente de la costumbre antigua de utilizar la sal como dinero. Angel Charro, en un curioso artículo titulado “La sal, ¿mito o superstición?”, hace un recorrido histórico por algunos de los hitos en la legislación sobre la sal: “Porteros y mayordomos cobraban el portazgo, los jueces percibían una o dos cargas de sal tal como se consigna en el Fuero de Ledesma...En Castilla, a finales del siglo XIII en tiempos de Alfonso X, se hace una prolija reglamentación del cobro de la renta y de las ventas del producto y se concluye con el establecimiento del monopolio real en 1338... En la Corona de Aragón la explotación de la sal,su distribución y la percepción de las correspondientes tasas, era en regalía de la Corona, igual que en otros muchos estados. En el reino de Valencia se estableció desde el mismo momento de la conquista con Jaime I, cuando en 1240 fijó los límites y precio dentro de los cuales se vendería la sal de la ciudad de Valencia. Pedro IV el ceremonioso prohibió la entrada de sal extranjera en la gabela de Valencia y ordenó que se destruyeran las salinas construidas por particulares, ya que, obviamente, perjudicaban los ingresos de la Corona. Igualmente Fernando el Católico dio una pragmática el 17 de marzo de 1488 con el objetivo de evitar su introducción y los fraudes con la sal del reino, castigándose con la pena de muerte y pérdida de bienes las infracciones... En Vizcaya, en 1631, se produjo la rebelión de la sal en protesta por el establecimiento del poder central de un Estanco de la Sal, lo que se consideró antiforal...”. En fin, toda esta legislación, abundante y prolija, se mantiene hasta el año 1869 en que se promulga la Instrucción para el desestanco de la sal y se acaba el monopolio del Estado sobre la misma, vendiéndose muchas de las salinas de su propiedad.
Otro caso de representante de la economía viajera es el pastor trashumante. Ya hemos visto que la Mesta, al menos en teoría, fue una de las organizaciones sociales y económicas más poderosas del reino y bien puede decirse que habría llegado a serlo completamente si no hubiese mediado y prosperado la idea de que sus privilegios iban contra las vetustas leyes de lugares, aldeas y villas que pregonaban la libertad en el uso de la tierra. De hecho los propietarios privados y los concejos aprendieron a defenderse de la agresión feudal de los poderosos ganaderos, constituidos en asambleas o mestas, y prefirieron dirimir sus litigios en los tribunales locales, que acababan dándoles la razón. A fines del XVI, durante todo el siglo XVII y definitivamente en el siglo XVIII se fraguó la decadencia de aquellos antiguos privilegios que, aunque sobre el papel volvieron a tener una oportunidad durante el reinado de Fernando VII, en la realidad ya no levantaron cabeza.
Los pastores, es decir los verdaderos protagonistas del complicado entramado económico, veían todo este tejemaneje como un embrollo lejano a sus propias vidas, jalonadas por los viajes anuales entre sierras y extremos. Hoy día, y sobre todo desde la publicación del antiguo y conocido libro de Julius Klein sobre la Mesta, ha aumentado espectacularmente la bibliografía acerca del tema y particularmente la que se refiere a la vida y trabajos del pastor mesteño. Muchos de esos textos, algunos de carácter autobiográfico, desvelan la dureza pero también la belleza de un oficio singularísimo que durante mucho tiempo mantuvo la supremacía económica de España en los mercados europeos, que era como decir mundiales. Todavía en el siglo XVIII, en concreto en 1774, un Discurso sobre la industria popular encargado por Campomanes, encarecía el valor económico de la lana y su importancia para la Hacienda española, aunque echaba de menos un aprovechamiento industrial adecuado de la misma: “La lana, dividida en ordinaria y fina, es uno de los mayores productos de la Nación; y aun con todo eso, sus naturales se visten, en cuanto a géneros bastos, de fábricas extranjeras; mientras, las mujeres y niñas que debían hilar la que se cría y corta en el Reino están ociosas y sin ocupación, dejándola pasar a las demás naciones en crudo para que ellas puedan emplear los habitantes de este misma clase en sus paises...La lana merina o trashumante se produce por más de cuatro millones y medio de cabezas, y suponiendo que cada diez cabezas dan una arroba lavada, se pueden calcular quinientas mil arrobas de cosecha anual a otra diferencia, o doce millones y medio de libras de a dieciseis onzas la libra. De estos doce millones y medio de libras supongo cinco millones que se hilan o fabrican en el Reino, y por consiguiente dejan todo el aprovechamiento dentro de España, utilizando la industria popular. Los restantes siete millones y medio de libras se extraen en crudo por los puertos al extranjero, sin hilar ni otro beneficio que el esquileo y lavado, que hace el ganadero de su cuenta y el de la conducción en sacas hasta el embarcadero. Cada libra de lana hilada rendiría de rédito continuo a beneficio de la industria nacional cerca de seis reales; y los siete millones y medio de libras producirían a esta proporción cuarenta y cinco millones de reales de vellón cuya utilidad quedaría en España, prohibiéndose la saca de lana sin hilar a los dueños y a los extractores...( Por cierto, y hago un inciso, que el vellón éste no tiene nada que ver con el vellón de las ovejas. Proviene de la palabra francesa billon, lingote, y se refiere a la aleación de plata y cobre con que se fabricaban las monedas). Este ramo es tan privativo de la España –sigue diciendo el informe- que ninguna otra nación es capaz de disputarlo ni de ganar la concurrencia. Es de primera necesidad la lana y admira que en su beneficio procedamos con tanta indiferencia, teniendo fondos y medios para conseguir fácilmente sin auxilio ajeno el sacar de las manufacturas de lana ocupación honesta y útil a la multitud de brazos que hoy permanecen ociosos en todo el Reino”.
En alguna parte he escrito que el oficio de pastor es uno de los más devaluados desde los tiempos bíblicos, habiendo sufrido quienes lo practicaban un espectacular descenso en la escala social. Durante la edad media todavía aparecía la historia de Caín y Abel como un relato antiguo de las diferencias entre el buen pastor y el rústico e impío agricultor, tendencia que, como digo, fue invirtiéndose e inclinando el platillo de la balanza hacia el lado contrario en siglos posteriores. Y sin embargo, hasta tiempos recientes en que su trabajo se suavizó, los pastores trashumantes tuvieron que soportar, además de las críticas habitualmente injustas de quienes sólo veían en ellos a unos marginales, la pesada carga de llevar una vida dura y llena de penalidades. Su trabajo, complicado y difícil, requería una perfecta ordenación al tener mucha labor y disponer de poca gente para realizarla. Veamos cómo se organizaba, en palabras de un mestero, un gran rebaño y las dificultades que arrostraba: “La custodia de un rebaño que cuente las mil cien o las mil doscientas cabezas, se componía por un regular de siete pastores: el rabadán, que era el que mandaba a todos los demás, el compañero y el yegüero, que ya son tres. Luego venían otros tres pastores y por último el zagal.
De las mil o mil doscientas cabezas de que se componía el rebaño, las doscientas eran borregas o corderas que se dejaban de un año para otro para reponer las bajas que hubiera, unas las que se morían y otras las que se vendían por viejas. Entonces, aparte de las corderas que se dejaban, que solían ser unas doscientas, quedaban mil ovejas aproximadamente. Mejor dicho, no daba para que llegaran hasta mil, porque de ese número había que separar setenta y tantos carneros sementales, o sea uno por cada veinticinco ovejas. Uno de los pastores estaba con los sementales; otro, que por un regular era el zagal, con las borras; otro cuidaba las yeguas; tres iban con las ovejas, cada uno con una tabla que se hacía poco más o menos de doscientas cincuenta... El último, hasta completar el número de siete, era el que quedaba para arrastrar la rede, para cambiar los corrales, para traer el agua, para buscar y acarrear la leña, que aunque a lo mejor en la misma finca donde habíamos parado abundaba, no siempre nos estaba permitido coger de ella”. Esta organización, cuya seriedad y rigor según este mismo pastor aventajaba a la del servicio militar, no podía sin embargo luchar contra los tradicionales vicios de la población española ni contra su tendencia a considerar innoble cualquier industria, cuya natural incorporación a la producción hubiese ayudado a completar el ciclo económico y a hacerlo rentable. Pero no se piense que este desprecio se daba solamente en las capas bajas de la sociedad. La ignorancia y desprecio por actividades laborales o mercantiles en la propia Administración era proverbial, como demuestra esta curiosa confesión de Francisco González, Maestro de la Real Escuela de Veterinaria de Madrid, a quien el Príncipe de la Paz encarga la traducción del libro del francés Daubenton titulado Instrucción para pastores y ganaderos. González escribe en su prólogo: “Habiendo visto los editores del Semanario de Agricultura la obra que sobre el arte pastoril escribió en francés el célebre Daubenton, me encargaron que la tradujese; y al hacerlo no pude dejar de admirar los profundos conocimientos que sobre este ramo de economía rural posee aquel sabio y los medios de que se ha aprovechado para conservar por más de catorce años en Francia una lana casi semejante a la merina de España: objeto que no pierde de vista ningún gobierno extranjero; y así, de orden del suyo, imprimió Daubenton en 1795 un extracto de la Instrucción para pastores y ganaderos que había publicado en 1782, muy seguro de la utilidad que resultaría a la agricultura, fábricas y comercio, de su publicación y circulación entre los pastores y ganaderos. Aunque se conoció desde luego el mérito de la obra, no se podía saber con seguridad si sus preceptos serían útiles en España, respecto a que ignorábamos cuanto se practicaba en el arte pastoril con nuestros ganados lanares”. González recibe entonces el encargo de Godoy de ir a estudiar in situ el comportamiento y costumbres de ovejas y pastores en el descansadero de Villacastín, investigación que el propio traductor extiende a Avila, Segovia y parte de Castilla la Vieja hasta llegar a Medina del Campo. Con este bagaje, publica y completa la Instrucción convirtiéndola en un libro curioso e interesantísimo, cualquiera que sea la procedencia del lector. En sus primeras páginas se desvela un secreto a voces: que determinados oficios, antiguos y perfeccionados por el uso, tienen en esa misma perfección y sensibilidad el germen de su perdición y sustitución por otros cuya bisoñez les hace indiferentes al propio ser humano y a su delicada relación con el entorno. Siempre he dicho que en la lucha entre labradores y pastores ganaron los primeros por más fuertes y por menos sensibles hacia la propia tierra que pisaban y su utilización. La concentración parcelaria de los años 50, con la eliminación de humedales, linderos, matorrales, etc. en orden a una agricultura sin estorbos o la desforestación intencionada de masas de monte para su utilización con fines cerealistas podrían servir de ejemplo. Pero a esto se podría sumar la poca importancia que se daba en el propio medio rural al conocimiento cabal de la naturaleza y sus recursos. Por tradición y por necesidad, un pastor conocía toda la toponimia local, ya que le tocaba recorrer uno por uno todos los pagos de un término y aun de los circundantes; sabía perfectamente dónde estaban las fuentes y manantiales; además debía conocer los tipos de cultivos de las tierras que bordeaba, el precio de los pastos, etc, etc. Frente a esa acumulación de conocimientos que le proporcionaba la tradición, el agricultor sólo atendía a su tierra y su cultivo. Por eso en el catecismo de Daubenton ya se reconoce esa diferencia y esa mejor preparación cuando se dice:
“P. ¿Cuántas cosas debe saber un buen pastor?.
R. Muchas más que los otros empleados en los diversos oficios del campo. Un pastor bueno debe conocer el mejor modo de apriscar o redilar su rebaño, de alimentarlo, de abrevarlo, de apacentarlo, de curar sus enfermedades, de mejorar su casta o raza, y de esquilar y lavar la lana. Debe saber también hacer los apriscos, conducir y guiar su rebaño, criar y educar los perros y espantar los lobos”.
Pasemos, por último a la figura del ciego vendedor de coplas. Excuso explicar su menester y su dedicación porque la supongo conocida de todos. Tal actividad tiene su origen en la costumbre, practicada ya por los ciegos en los primeros siglos de la edad media, de vender estampas para fomentar la devoción popular. Antes incluso de que la imprenta comenzara a funcionar y a servir como medio de difusión del conocimiento humano, ya tenía el ciego la intuición de que su trabajo, aunque consistiese sólo en rezar una oración por algo o por alguien, podía valerle de materia de trueque. Vemos por tanto desde las primeras peticiones de privilegios, la intención del ciego de separarse de vagabundos y medigos con quienes no deseaba ser confundido y a quienes las leyes impedían moverse del círculo de las seis leguas alrededor de la población en que viviesen. Para los ciegos y principalmente para ese comercio de estampas, oraciones y pliegos que se establece a partir del siglo XV, era primordial la movilidad y la prerrogativa de utilizar determinados emplazamientos de forma privativa. De este modo, en muchas de las cofradías, hermandades y gremios que se crean para agrupar y a veces educar apropiadamente a las personas privadas de la vista –de la vista corporal, como dijera muy bien Cristóbal Bravo, uno de los ciegos más singulares del siglo de oro español-, en muchas de esas cofradías, digo, el mayordomo se constituía en jefe de una severa organización que, previo pago de cantidades sustanciosas, dotaba a los ciegos de los mejores emplazamientos para vender su mercancía y les defendía de las agresiones de otros gremios o particulares que quisiesen hacer uso de esos lugares sin haber satisfecho el impuesto. A veces no era necesaria esa defensa pues el propio ciego sabía hacer valer sus derechos adquiridos y si esto no funcionase echaba mano del hecho de que, por tradición o por experiencia, había aprendido a vender mejor su mercancía. Un curioso paso de Juan de Timoneda puede constituir el mejor ejemplo de lo que digo. En él un ciego y su lazarillo, atentos a los posibles clientes que les van a encargar el rezo de una oración a cambio de una limosna, discuten con un mendigo acerca de los métodos para atraer a los parroquianos y del mejor lugar para lanzar su mensaje.
El entremés comienza con un recitado del ciego:
Ciego.Mandad señores rezar
La muy bendita oración
De la santa encarnación
Del que nos vino a salvar.
Otra oración singular
Excelente
Del santo papa Clemente.
Gozos de nuestra Señora...
¡Qué poca devoción mora
hoy día en toda la gente!
¿No hay cosa que mescaliente
por aquí? Hernandillo
Mozo. Señor...
Ciego. Di:
¿Do me llevas?
Mozo. Por la plaza
Ciego.Bellaco, za za, rabaza
¿Díjete yo por ahí?
Mozo.¿No dijo en la iglesia?
Ciego. Sí.
Mozo.Pues señor...
Ciego. Ah, don bellaco traidor
¿Dónde estás?.Llégate acá.
Mozo.No quiero, que me dará.
Ciego.Ven acá, no hayas temor.
Mozo.¿Daráme?
Ciego. No por mi amor.
Mozo.Alce el dedo...
Ciego.Cátalo aquí, no hayas miedo.
Mozo.Eh, que lo tornó a bajar...
Ciego.Pues cómo, ¿siempre he de estar
Así con el dedo quedo?
Ase si coger te puedo
Don rapaz.
Ven aquí ¿dónde te vas?
¿Andas jugando conmigo?
Agradécelo a quien digo,
Don miembro de Satanás...
Mozo.Rece, que vienen detrás...
(El ciego vuelve a recitar)
Ciego.La santa oración que vino
De Roma no ha mes y medio
Que tiene gracias sin medio
Compuesta por Valentino.
La pasión del Rey Divino
Bien trovada...
(al mozo)
no acertamos hoy pellada,
todo es dar en los broqueles...
llévame por donde sueles
que aquesto no vale nada.
Mozo.Alguna cosa cantada
O tañida
Será mejor, por mi vida,
Porque da agrado a la gente.
Ciego.Tú has hablado sabiamente,
Qué cosa tan trascendida.
Mozo.Ya no es en nada tenida
La oración
Si, a manera de canción,
No va tañido o cantado.
Ciego.Digo que tú has acertado,
Digo que tienes razón.
Pues por ver si llevo el son
Que es menester
Oye y di tu parecer
A ver si voy entonado...
(Canta al estilo de los ciegos)
Hernando ¿he te agradado?
Mozo.No, no es cosa para ver.
Ciego.Donoso es el bachiller
Y alcaldada
¿Y esta voz va mal cantada?
Mozo.Parece voz de bocina
Ciego.Pues esa es la negra fina,
Que no la que va gritada.
Mozo.A toda ley, la delgada
Es la mejor.
Ciego.Ahora sea a tu sabor:
Echemos por lo delgado...
(Canta de otra forma)
Bien sé que te he contentado
¿Qué tal va?
Mozo. Por Dios, peor.
Ciego.Donoso está tu primor
Y su asnada
¿Y aquesta voz no te agrada?
Estás muchacho beodo
Pues pongámonos del lodo
Si aquesto no vale nada.
En fin, buena va rezada, la oración...
(En esto, llega un pobre)
Pobre.Dueñas, habed compasión
De este pobre amancillado
Tullido y acancerado.
Con tanta llaga y visión
Muévaseos el corazón
A piedad
Al ver tanta enfermedad
En este cuerpo cristiano...
Algún camisón malsano
Me dad, por la caridad.
Ciego.Válgame la trinidad
Qué plaguero.
Oh, hideputa limosnero
Y cómo encaja la letra
Que hasta el ánima penetra
Con su tono lastimero.
( Dirigiéndose al mozo)
Hernando, sé tan mañero
Oye acá
Que donde aquel pobre está
Me lleves disimulando
Y verás, de que rezando
Me vea, cómo se va.
(se coloca cerca del pobre, que sigue pidiendo)
Pobre ¿Quién señores hoy me da
consolación?
Ciego.Mandad rezar la oración
De los santos confesores.
Pobre.Dadme limosna, señores
Por Dios y por su pasión...
Ciego.La santa resurrección
Canticum grado...
Pobre.Quiérome ir disimulado
Pues éste la vez me quita;
Junto a aquella agua bendita
Cuando irá, estaré sentado.
Ciego.(Pensando que le han despistado)
Oh, cuál lo habemos parado
Cómo irá...
Mozo.Oh qué trotando que va.
Ciego.Aguija por alcanzalle
Que si nos toma la calle
El lugar nos tomará.
Pobre.Quién señores hoy me da
Consolación...
Ciego.Mandad rezar la oración
De los santos confesores...
Pobre.Dadme limosna señores
Por Dios y por su pasión...
Ciego.(Molesto y dirigiéndose al pobre)
Pide quedo, baladrón
Pobre.Alzad la voz
Ciego.Si yo rezo, callad vos
Y no os lo torne a decir.
Pobre.No, mas quitarme el pedir...
¡Malos duelos os dé Dios!
Ciego.Oh hideputa, y qué coz
Has de llevar
Si te oigo plaguear...
Bellaco, ¿por qué no afanas
Si tienes las manos sanas
Y ojos para mirar?
Usa el coser y cortar,
Rozanguero,
Asentado en un tablero.
Pobre.Y tú que andas a rezar,
¿No sería mejor estar
hollando en casa un herrero?
Ciego.Ah don bellaco plaguero,
Que si fuera,
Justicia yo te hiciera
Tomar a dos galeotes
Y abrirte a puros azotes
En un banco de galera.
Pobre.A ti mejor te estuviera
Eso tal,
Que a mí, bástame mi mal.
Ciego.Bástate bellaco ahorcado,
Andas muy entrapajado
Y más sano que un coral.
¿Si estás malo, un hospital
no hay sobrado?.
Pobre.( No haciendo caso del ciego y dirigiéndose a la gente)
Señores, a este llagado
Que Dios os encomendó
Habed piedad, porque estó
Contrahecho, manco y lisiado.
Ciego.Ah don bellaco,
Estudiado fue ese quejo:
La oración de san Alejo.
Pobre.¿Por qué me sigues, ladrón?
Mal seguimiento y lesión
Vengan por ti y mal aquejo.
¿Quiés me dejar?
Ciego. Ya te dejo,
¿Qué te hago,
bellaco con voz de embriago?
Pobre.Anda, fardel de malicias,
Saco lleno de codicias
Que Dios te dará tu pago.
Oh triste día aciago,
Que primero
Con este ciego logrero
Que con hombre he de topar...
Anda bellaco alcucero,
No te abones
Que so color de oraciones
Andas el mundo robando...
Ciego.¿Yo robando? Dale, Hernando,
No aguardemos más razones.
(Se lían a palos)
Creo que ningún texto mejor para ofrecer el ámbito y las diferencias entre ciegos y vagabundos que éste de Timoneda. En realidad, esa lucha despiadada se produce por el control de un mercado más importante y numeroso de lo que a veces se pudiera pensar y conviene tener presente que la poesía, sobre todo esa poesía de tipo popular que encandilaba a la gente, solía estar en segundo término, “Estos dos factores, el populista y el económico –dice Joaquín Alvarez Barrientos en un artículo titulado “Literatura y economía”- se apoyan mutuamente en la construcción de un tipo de literatura de características definidas. El populismo del ciego al servicio de una facción política asegura un beneficio económico (para él) y un beneficio político para aquellos de quienes es mediador”. Alvarez Barrientos recuerda que, antes que ellos, ya los juglares mantuvieron también relaciones mercantiles bajo capa de una actividad artística y cita a Platón para mencionar que el filósofo criticaba a otros que también vivían de la palabra, los sofistas, por haberse convertido en mercaderes del espíritu. Barrientos concluye con una acotación de Shell en la que se afirma que no sólo eran mercaderes “porque aceptaban dinero a cambio de palabras útiles o halagüeñas, sino también porque eran productores de un discurso cuyos intercambios internos de significado eran idénticos a los cambios de mercancías en las transacciones monetarias”.
Como he dicho antes, estamos ante un mercado con una oferta muy variada en la que lo económico predomina. Para hacernos una idea del volumen comercial que generaba la venta de pliegos bastará con recordar que la imprenta Santarén, de Valladolid, pasa de ser una de las últimas en importancia en la ciudad a comienzos del siglo XIX a constituirse en la primera hacia los años sesenta de ese mismo siglo compitiendo con otras de Madrid gracias a la impresión de esos papeles volanderos. Las tiradas no ofrecen lugar a dudas: cada impresión, según el título y previsiones de venta,oscilaba entre cinco mil y quince mil ejemplares, haciéndose de alguno de los temas varias reediciones. En un país con tan acendrada afición a los relatos, tan sentimental y apasionado, solían tener éxito seguro todas las historias que los ciegos llevaban impresas y que se encargaban de “representar” con su voz característica y sus exageradas formas. Aunque el papel se vendiese muy barato había ganancia para todos: inventor, impresor y difusor del mismo.
Uno de los temas que hoy están presentes a diario en la transacción de imágenes, ideas y formas artísticas es el de los derechos de autor. Podría decirse que la complicada legislación actual, siempre abierta a modificaciones según las innovaciones tecnológicas, surge precisamente para corregir los vicios y abusos de este mercado libre que proponían los ciegos. La primera voz autorizada que protesta seriamente por el uso indebido de su nombre y sus obras es Lope de Vega, autor tan popular como hoy podría serlo el novelista de más éxito. No es extraño, por tanto, que Lope proteste de esta manera ante el rey con un Memorial que dice en su primera página: “Antiguo remedio fue, y permitido, que los ciegos aprendiesen oraciones y las rezasen a las puertas (si bien tan mal compuestas que antes quitan la devoción, como la mala pintura) para que viviesen y se sustentasen pidiendo limosna por este camino...pero ser pregoneros públicos de mentiras y aleves difamadores de nuestra nación, es artificio nuevo de algunos hombres, que se valen de ellos como de ministros y oficiales para ganar de comer, siendo ellos ricos y con oficios en la república y aun en la casa real, de que merecerían ser depuestos”.
¿Qué está denunciando Lope de Vega? Probablemente su cargo de censor oficial de libros y defensor del Santo Oficio le mueve a escribir lo que es evidente: que algunas costumbres se relajan por culpa de personas sin escrúpulos y que, en este caso además, se están propagando ideas políticas o sociales subversivas, siendo sus instigadores personas que viven, y bien, de la Administración, y sus propagadores los ciegos copleros. Algunos estudios recientes revelan un dato muy importante que nos sorprende en un siglo como el nuestro, apellidado de la comunicación. Los verdaderos dueños o propietarios de esas cofradías de ciegos solían ser personajes con mucho poder y más ambición que tenían de esa forma a su disposición una infraestructura mensajera capaz de difundir una noticia por toda la península en veinticuatro horas. Sin embargo, digo, Lope se queja fundamentalmente de otra cosa. ¿Cómo es posible advertir a un público inocente de que una obra que aparece como suya no lo es, o, por el contrario, de qué forma castigar que alguien tome sus poemas y no diga que son suyos? La preocupación no es sólo literaria. El Fénix de los ingenios acaba suplicando al rey que se sirva remitir esas advertencias a quien pueda remediar el mal, de cuya acción él recibirá “particular merced y beneficio”. María Cruz García de Enterría estudia en su obra Sociedad y poesía de cordel en el Barroco este tema y añade algunos testimonios que refuerzan esta teoría de la inquietud por la administración adecuada de los derechos de autor. En un pliego de comienzos del XVII, un autor confiesa: “Este soneto último me lo pidió un amigo, a quien se lo di, el cual, antes de que yo lo sacase a la luz le imprimió sin mi intervención; púsole con un coloquio de pastores, que salió hará tres meses, y aunque sea ventaja mia que otros apliquen mis obras a su nombre, siendo ellas tan cortas como mi caudal, con todo siento mucho que se hagan dueños de mi trabajo y gocen de lo que no les costó ninguno. Sirva de aviso al lector”.
A nosotros nos sirve para recordar que la gestión de los derechos de autor en el mundo genera tal cantidad de miles de millones que sus cifras asustarían y nos alterarían el pulso si no fuese porque se confunden con muchas otras que nos llegan por los mismos canales de información y crean una capa de material aislante que amortigua y diluye los datos para no sobresaltarnos tan a menudo.
Hemos hecho una incursión ligera en la vida y características de tres personajes cuya actividad estaba muy ligada a la economía, tanto por su forma de trabajo como por su producción. El derecho consuetudinario podría darnos un catálogo de costumbres y manifestaciones que también podrían rozar temas económicos y que estarían plenamente insertados en la tradición de una comunidad. Siguiendo el ciclo de la vida, normalmente la edad para pensar en economías comenzaba en el matrimonio y ya el acto de la pedida era un complicado protocolo en el que cada familia exponía sus haberes y pactaba lo que los cónyuges llevarían a la vida en común. La presentación en público de la ropa de la novia y las colectas entre parientes y amigos el día de la boda, tenían también mucho que ver con ese aprendizaje en el que se iba progresando con el transcurrir de los años. Los bienes del esposo y de la esposa se solían escribir por parte de un notario popular ante testigos en dos documentos que se llamaban hijuelas y en los que iban inventariados y tasados los muebles, ropas, enseres y dinero de cada uno; el marido firmaba la hijuela de su mujer y viceversa, para responder cada uno de la autenticidad y veracidad del documento del otro.
Acerca de las herencias podría insistirse en muchos aspectos curiosos, pero al menos sí convendría recordar el tema de la legítima, costumbre que ya defendieron los Concilios Toledanos para favorecer a los hijos y que con diversa suerte aceptaron diferentes ordenamientos jurídicos. Por el contrario, los mayorazgos y las primogenituras defendían el derecho a heredar uno solo de los hijos, varón o hembra, y no siempre el mayor ya que a veces se hacía uso de la lógica y se elegía como depositario de la hacienda familiar al mejor dotado física y moralmente.
Otra costumbre muy relacionada con la economía era la de “juntar las casas”, es decir, realizar un matrimonio entre herederos. Con verdadera preocupación se veía en la tradición el hecho de que los padres cedieran los bienes en vida; otro caso era si querían gastarlo, circunstancia que recogen muy a menudo los dichos y refranes populares ya que era preferible dar buena cuenta de los dineros en vida que dejar que los hijos los dilapidaran; por eso el refrán advierte: “Lo que el buen padre allega, el mal hijo lo dispersa”.
En otro orden de cosas, las formas de explotación, tanto de tierras propias como colectivas, provocaban abundante casuística de arriendos, senaras (que eran tierras que daban los amos a los criados para que las labrasen por su cuenta como complemento al salario), aparcerías (que era cuando dos personas iban a la parte en una granjería), quiñones (que era cuando la siembra y la producción se repartía entre varios), compascos, mancomunidades o veceras (que era cuando una persona, por turno, cuidaba del ganado de los demás). El trabajo en común daba origen a seranos, filandones, hacenderas (que eran ocupaciones a las que se entregaban voluntariamente los vecinos, como por ejemplo arreglar los caminos o carreras). La pertenencia a cofradías o hermandades daba derecho a socorros mutuos así como a colaciones que se solían tener una o varias veces por año (son numerosísimas las advertencias de los obispos en sus visitas acerca del exceso en los gastos de estos banquetes), pero también generaban obligaciones que si no se cumplían provocaban multas, en vino o en cera, generalmente. La compra y venta de ganado daba lugar a los tratos, que solían originar códigos, conservados y perfeccionados a lo largo de los siglos y que permitían comunicar asentimiento o desaprobación con simples palmadas que se iban dando los ganaderos y que culminaban en el cierre de la operación con un apretón de manos, sello del convenio que no se podía incumplir sin grave riesgo de perder la honorabilidad. Cuando se observa que la misma costumbre la tienen en Morvan, en Baviera o en cualquier cantón de Suiza uno se pregunta si todos esos conocimientos prácticos que la tradición conserva y almacena no podrían servir de ejemplo para contrarrestar a veces el desgraciado resultado de políticas de intereses particulares. En concreto, determinadas actuaciones políticas de contenido o resultado económico han condicionado la historia de éste y de muchos otros paises. Nos podríamos preguntar qué habría sucedido, por ejemplo, si en vez de realizar talas masivas de bo