Joaquín Díaz

MEMORIA Y ORALIDAD. LAS CANCIONES Y JUEGOS INFANTILES


MEMORIA Y ORALIDAD. LAS CANCIONES Y JUEGOS INFANTILES

CEPLI

Literatura infantil

30-11--0001



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Desde hace cientos de años se vienen utilizando las expresiones populares como vehículo a través del cual difundir, especialmente en la escuela, ideas y creencias. La realidad es que, tanto en el caso de que se quiera proponer una educación basada solamente en ese tipo de sabiduría como si se utilizan las expresiones en apoyo de otra clase de educación, la tradición oral está presente. No sería necesario recordar que sistemas como los de Girard, Pestalozzi o Fröbel, que fueron el norte de muchos educadores españoles a la hora de plantear la instrucción y preparación de los pequeños en tiempos pasados, incluían el lenguaje oral y la gestualidad como soporte a un fondo patrimonial pero también a algunas de las novedades que trataban de inculcarse. Es raro el sistema educativo que no ha usado la poesía popular para reafirmar la hermosura de lo sencillo o que no ha tomado prestadas canciones o refranes de la paremiología tradicional para demostrar que siempre acontece lo que la vieja sabiduría recoge (entre otras razones porque hay adagios para afirmar y negar casi todo). Se observa una fuerte tendencia, que se hace más patente a mediados del siglo XIX, a reconocer no sólo el valor artístico o patrimonial de un bagaje tan complejo como experimentado, sino su valor social como principio educativo y de formación ya desde el primer ámbito familiar en el que se abren al mundo los ojos de los niños. Esta tendencia está aún vigente cuando termina el siglo XIX pero se complementa a partir de ese momento con algún enfoque aparentemente nuevo. Siempre que se habla de lo popular durante el siglo XX se hace más con el sentido de aquello que se usa mucho, que con el sentido de lo que se origina en el pueblo. Yo al menos me inclinaría a afirmarlo así. Popular era, siguiendo el credo romántico, aquello que el denominado “pueblo" -es decir, la colectividad anónima- había producido con su espíritu sencillo, pero a partir de la pasada centuria (y esta es la visión relativamente novedosa) popular es también aquello que una divulgación precisa y adecuada podía hacer llegar a un número considerable de personas que acabarían por reconocerlo, mantenerlo y utilizarlo como propio, frente al patrimonio de otros.
Hay, por tanto, no sólo una aceptación expresa de que “popular” significa “para muchos”, sino una demostración de que en lo diferente, en la variante local, está el perfil que distingue y enriquece las múltiples facetas de lo esencial y que todo eso se puede apreciar o valorar mejor si lo comparamos con lo que nuestros vecinos han producido en las mismas circunstancias. De ese modo, por tanto, la reflexión sobre lo propio, el hallazgo de lo patrimonial en nuestra forma de ser y en nuestra educación, vino a representar el reto más interesante al que se enfrentó el individuo durante todo el siglo XX, reto que consistía en descubrir lo sustancial del pasado transmitido por sus propios ancestros e incorporarlo sin traumas al futuro. Redescubrir el sentido verdadero y cardinal de los objetos cotidianos o del lenguaje comunicador nos sirvieron, pues, para colocar al ser humano en el lugar que le correspondía, que era el de inventor y usufructuario de la realidad. Lejos de las teorías, casi olvidadas hoy, de quienes sólo veían en la tradición el dogmatismo riguroso del pasado, la cultura popular nos mostró la capacidad de evolución y la libertad de pensamiento sin necesidad de renunciar a lo propio, a lo patrimonial, que abrazaba palabra y obra.
En efecto, durante siglos, la dedicación de cada persona no sólo sirvió para identificarle ante los demás –en los siglos medios le daba apellido y más tarde le hacía diferenciarse por su indumentaria- sino que le obligó a familiarizarse con unas herramientas y un vocabulario a cuyo perfeccionamiento se entregó generación tras generación. Todavía hoy, las nuevas generaciones que aún se mantienen en el medio rural y viven de sus recursos, orientan sus preferencias hacia lo “natural” y lo “auténtico”, lo que está impulsando a no pocos jóvenes a aprender y utilizar antiguas técnicas cuya lógica o sentido práctico las convierte en un tesoro actualizado. Aun sin pretenderlo, bastante ha tenido que ver en esa reconversión la propia publicidad de los productos alimenticios o de vestir, que considera signo de distinción ese entronque con el pasado aunque rechace paradójicamente por otro lado cualquier vinculación con las formas antiguas de vida por considerarlas caducas.
Tal vez el hecho que más ha influido en la consideración de la tradición como fenómeno cultural o herramienta para cultivar lo propio, es el cambio producido en la comunicación y aprendizaje de los conocimientos antiguos, que pasan de ser ”cultura vivida” –es decir, incorporada e integrada en la propia existencia- a ser “cultura aprendida” -esto es, vinculada a un tipo de aprendizaje o instrucción, menos natural aunque, como es evidente, mejor eso que nada. Los conocimientos nos atraen por su contenido incógnito y siempre será preferible conocer parte de un misterio o participar de su seducción, aunque no lo comprendamos cabalmente, que ignorarlo por completo aun en sus formulaciones más elementales. Y es que ese misterio, en este caso, encierra arcanos fónicos y gestuales que son la clave para explicar la función de la memoria y la transmisión del pensamiento y el lenguaje.
Por cierto, uno de los primeros lexicógrafos que se atreve a describir la palabra arcano es el jesuíta Pedro de Salas quien en su calepino titulado Compendium latino-hispanum, escribe que el arcano es un secreto “quasi in arca pectoris abditum” (Salas 1817:50) es decir casi encerrado en el sagrario del corazón. Paul Zumthor interpreta esa definición como una necesidad del ser humano de guardar en un lugar cercano y recoleto sus mejores pensamientos y ayudarse de ellos para emprender algo sublime o difícil de alcanzar. Esa predilección y cuidado por el conocimiento poético, ese amor a la sabiduría, incluye –como todo aquello que supone esfuerzo y mejora- un sentido iniciático. La alquimia fue designada por sus adeptos medievales con el nombre de philosophia y no tenía la ambición ni la función, al menos no más que la poesía, de descubrir lo nuevo. Escribe Zumthor:
La alquimia, como la poesía sólo transmite secretos: rodea de un ritual el cumplimiento de su tarea: el rito pone en acción aquello de lo que ella habla. De ahí la permanencia de las imágenes fundamentales y de las estructuras metafóricas del lenguaje alquímico siguiente que penetra en el Occidente cristiano en el siglo XII. Algunos de estos elementos han sido anotados por escrito, pero el conjunto conserva su coherencia gracias a la transmisión oral (Zumthor 1987: 97).

¿A qué se refiere Zumthor al decir coherencia?. ¿Tal vez al esquema plural sobre el que se basa la comunicación oral de los conocimientos? ¿A la connivencia del rito y la realidad? ¿Acaso a la cohesión entre el sentimiento, la idea, el sonido y la palabra, elementos que componen la poesía? Indudablemente la oralidad es, por encima de todo, un sistema de comunicación, es decir un conjunto de principios que, relacionados entre sí, contribuyen a la mejor consecución de un fin propuesto que es la transmisión de conocimientos. Y de entre esos principios, gesto, sonido y memoria forman un eje esencial, coherente, para la comprensión de los conocimientos transmitidos, así como para su asimilación y cuidadosa guarda.
Desde los primeros siglos de nuestra era se produce, en ese hecho al que me estoy refiriendo de transmitir creencias y conocimientos, una relación permanente entre relato e historia, lo oral y lo escrito. No todo relato es historia y sin embargo toda historia procede de un relato que tiende a fijarse por medio de la escritura. ¿Porqué la historia escrita se convierte desde fines de la Edad Media en la única fuente fiable teniendo como tiene el relato oral una estructura identificable y con toda probabilidad más coherente? La propia historia de las primeras comunidades cristianas serviría de ejemplo ya que los Evangelios Canónicos están muy relacionados con la transformación de una multiformidad oral (existente entre las primeras comunidades judías cristianas), en una uniformidad escrita a partir de San Pablo y por influencia helénica.
Esa uniformidad, sin embargo, acaba minando un sistema que permitía relacionar los abundantes elementos que intervenían en la transmisión oral (palabra, sonido, ritmo, contenido, gesto, etc.) debilitando la firmeza de un entramado sólido y –vuelvo a repetir- coherente. La misma lectura, al transformarse más adelante de pública en privada simplifica y reduce aquella multiformidad de recursos. Margit Frenk –de quien todos somos deudores por la lucidez de sus reflexiones- nos recuerda en uno de sus libros más esclarecedores Entre la voz y el silencio, lo que escribe Mateo Alemán en su Ortografía castellana sobre el proceso que cambió en el siglo XVII la forma de leer e impuso poco a poco su práctica individual y silenciosa sobre otras formas colectivas de escuchar a un lector (Frenk 2005:176):

Cuando en alguna lectura de consideración hay escritas cosas alegres, parece que a gritos dicen los ojos lo que se va leyendo con ellos, y centelleando en el rostro, se rasga la boca para que pueda salir por ella el gusto. Y si son tristes, el resuello cerrado y oprimido casi revienta el corazón en el cuerpo.

Alemán está pintando un tipo de rostro nuevo, es decir, está describiendo el resultado de una lectura silenciosa y personal, tan distinta de aquellas lecturas colectivas en las que el más preparado del grupo debía dirigirse al auditorio con tácticas y recursos dramáticos para conseguir mayor efecto en sus sentimientos más primarios o profundos.
El jesuita francés Marcel Jousse, que dedicó su vida a intentar explicarse el misterio de la transmisión evangélica, estudió los posibles recitados rítmicos de Jesús a sus discípulos en lengua aramea, modo de transmisión que, según él, se perpetuó en el aprendizaje memorístico de las escuelas rabínicas. La mecánica de ese aprendizaje se basaba en la atractiva combinación de la palabra y el movimiento: un balanceo del cuerpo y un ritmo insistente y pegadizo ayudaban a memorizar textos al estilo de lo que, por poner un ejemplo cercano, se hacía en las escuelas españolas al estudiar la tabla de multiplicar o el Padre Nuestro. El ritmo binario no sólo ayudaba a repetir y fijar en la memoria sino que, en ocasiones, podía facilitar al creador las primeras bases para el paralelismo poético. Ese paralelismo iba muy unido a la bilateralidad, presente, según muchos investigadores, en el cuerpo y la mente humanos. Las fórmulas que aplican el paralelismo y la bilateralidad, por tanto, parece que siempre tuvieron un innegable éxito en la transmisión de los conocimientos primarios, pero es evidente que se han seguido aplicando con fortuna también en otras circunstancias más complejas y avanzadas en las que una simple fórmula rítmica o una cantinela se pueden adornar con determinados elementos musicales.
En fin, esas canciones y fórmulas, aprendidas de viva voz pese a la supremacía de lo escrito, se iban almacenando como tesoro encubierto en aquel arca pectoris que imaginaba Salas hasta crear con la ayuda del tiempo y la contribución preciosa de la mentalidad –que iba seleccionando y relacionando con milagrosa oportunidad-, un repertorio vital. Y en esa expresión –repertorio vital- incluiría todos aquellos temas, musicales o no, que a lo largo de nuestra vida nos han ido llegando a través de diferentes medios –la voz de nuestra madre, los primeros cánticos con los compañeros de colegio, la radio, la televisión, los espectáculos, internet, etc.- y, por diversas razones nos han causado un impacto estético o emocional. En consecuencia, esas canciones han pasado a formar parte de nuestra existencia y se han grabado en nuestra memoria, condicionando o modificando en ocasiones nuestro propio comportamiento. Una canción puede entrar en ese repertorio porque su letra o su música nos agradan, porque el texto contiene algunos elementos que se corresponden o se ajustan a nuestra concepción de la vida, o bien porque despierta en nosotros antiguos recuerdos o suscita nuevas posibilidades de afrontar esa misma vida. El repertorio comienza a almacenarse desde edad temprana, la infancia, continúa nutriéndose en los años jóvenes y se completa en la madurez. Tan fuerte es su influencia en nuestro aprendizaje cultural –en el cultivo de nuestra personalidad- que es muy frecuente escuchar como ejemplo –hoy día que por desgracia está tan de moda el mal de Alzheimer-, que algunas personas que padecen tal enfermedad sólo reaccionan ante situaciones que incluyan una melodía o una cancioncilla de su niñez, restos de su memoria implícita ya que su memoria explícita ha ido sufriendo una grave degeneración. Quiere esto decir, probablemente, que esos recuerdos quedan grabados tan profundamente en nuestro inconsciente que no se borran ni se atenúan con el paso de los años o con la afectación de algunas de las funciones de nuestro cerebro. La memoria implícita, por tanto, es decir aquella que lleva asociado un aprendizaje por repetición o por habituación, es más eficaz que aquella otra que necesita de facultades que relacionen objetos con personas o con sitios. Después veremos que esta relación de la memoria con lo empírico ya la había utilizado Herman Ebbinghaus (Ebbinghaus 1885) al proponer un aprendizaje con sílabas sin sentido en el que sólo se memorizaba el sonido descartándose aparentemente el significado de la palabra.
Recurriré a varios ejemplos personales –no porque los considere más interesantes sino por tenerlos más cerca y haber reflexionado más sobre ellos-, para acercarme a un paradigma válido que trate de explicar los vericuetos de la memoria, esto es, la necesidad de saciar la sed de conocimientos, la capacidad de extraer agua de una fuente y la posibilidad de transformarla en nuestro interior.
Parece que mientras aprendemos estamos adquiriendo unos conocimientos que luego la memoria se encargará de asimilar, codificar y guardar para ser recuperados posteriormente: he contado alguna vez el momento en el que sentí, con un cierto grado de consciencia, la primera necesidad de usar la tradición: viviendo de niño en casa de mi abuelo escuché cantar a una persona que trabajaba allí el romance de San Antonio y los pajaritos. Me sorprendió y agradó tanto, que estuve dándole vueltas al texto y canturreándolo varios días hasta que, como había olvidado ciertas palabras de las estrofas, me atreví a preguntárselo de nuevo a esa persona para anotarlo. En realidad los olvidos correspondían a la denominación de algunos de los pájaros del milagro, de los que tal vez me sonaba el nombre pero a los que aún era incapaz de identificar. Me alivió saber que mi primera informante tampoco reconocía toda la lista de San Antonio a pesar de haber vivido en el campo desde que nació...Yo tenía 12 años y ahí comenzó con todas sus consecuencias mi interés por aquello que se transmitía verbalmente y procedía de un tiempo lejano, fuese identificable o no. Casi por la misma época y practicando el juego de esconder la correa aprendí una retahíla para echar a suertes que me permitió integrarme en un grupo ocasional de amigos, que usaban la fórmula para iniciar la diversión y para que la fortuna decidiera quién iría a buscar el cinturón oculto con el que perseguiría a zurriagazos a todos los demás. Recuerdo que, durante varios días, estuve día y noche practicando aquel galimatías, sin querer pero con tanta concentración que cuando mis padres me preguntaban algo yo iniciaba la respuesta, automáticamente, con alguna de aquellas palabras sin sentido.
Un dun dun de la vere vere vancia
Un dun dun de la sierra de Francia
A la que no, a la que sí,
Un dun dun que te toca a ti.

Ebbinghaus quiso estudiar empíricamente los procesos mentales y puso en práctica unas técnicas para comprender mejor el aprendizaje en relación con la memoria: empezó por experimentar sus intuiciones consigo mismo y se aisló en París para dedicarse a aprender listas de palabras que no significaran nada, compuestas por dos consonantes con una vocal en medio. Al ser sílabas que no podía asociar a algo previamente conocido pudo cuantificar de forma objetiva el tiempo que tardaba en aprenderlas y lo que invertía en volver a aprenderlas, que evidentemente era menos, tanto en tiempo como en esfuerzo. Independientemente de la cuantificación de sus observaciones, Ebbinghaus llegó a la conclusión de que la memoria era susceptible de un perfeccionamiento gradual si se practicaba con ella y que, a partir de un momento determinado, la misma memoria pasaba por dos fases para olvidar o recuperar lo aprendido. Algunos siguieron trabajando tras la prematura muerte de Ebbinghaus en el tema de la consolidación y estabilidad de los conocimientos a corto y largo plazo en la memoria, con resultados claramente interesantes para comprender por qué se fijan unos contenidos y otros no.
Unos años antes de esos aprendizajes a los que me he referido, sin embargo, ya había escuchado una canción que me dejó una impronta indeleble, tal vez y precisamente por no tener nada de infantil y poco de tradicional: fue una habanera de la que hablaré brevemente. Mi abuelo Nicanor, que era quien me cantaba el tema había viajado de muy joven a La Habana donde llegó a tener, como tantos otros asturianos metidos en la aventura de las indias, un pequeño comercio que, si no recuerdo mal, se llamaba La Ilusión. Ningún nombre mejor para un negocio en el que se necesitaba esa virtud por encima de todo.
Mi abuelo, repito, me cantaba cuando yo tenía 6 añitos –en unas siestas calurosas en un pinar vallisoletano- esa canción que, hasta hace pocos años me trajo evocaciones de un pasado colonial al que accedí más desde la leyenda y el relato imaginativo que desde la realidad. La canción era “La mulata Trinidad” y le servía a mi abuelo para recalcar enfáticamente, desde el ritmo prosódico de aquella habanera –que en la opinión de algún crítico musical se bailaba sin querer-, para recalcar, digo, las desigualdades de la vida que a él se le habían vuelto intensidad y duración, como las sílabas del lenguaje que me estaba transmitiendo a través de sonidos. Creo que el argumento de la canción es bastante conocido pero aun así me arriesgaré a traer la letra para quien no la recuerde:
Paseaba una mañana / por las calles de la Habana
La morena Trinidad (2),
Entre dos la sujetaron / y presa se la llevaron
De orden de la autoridad (2).
La morena lloraba y decía: -Esta sí que es la gran picardía,
señor Juez no me trate tan duro / que yo le aseguro que no he jecho ná.
Pero el juez que la escuchaba / y en sus ojos se miraba
Sin poderlo remediar (2).
Le decía a la morena: / -No te levanta la pena
la paz ni la caridad (2).
Porque sé que a robar corazones / se dedican tus ojos gachones
y ellos son los que a ti te delatan / y al verlos me matan y es pura verdad.
Y ella dice zalamera: / -Yo le juro a su merced
Que si pasa por mi vera / los ojitos cerraré.
Y no pasó más. / Y el cuento acabó
Y el juez la absolvió / condenando las costas y penas /que él se las pagó...

La canción pertenecía –lo descubrí años más tarde- a una zarzuela titulada «El gorro frigio», de Félix Limendoux y Celso Lucio, con música del maestro Manuel Nieto, que se estrenó en el teatro de Eslava el 17 de Octubre de 1888 con un gran éxito.
El número de la morena Trinidad –la mulata Trinidad, decía mi abuelo, apuntándose al significado cariñoso que tenía en Cuba la palabra “mulata”- se interpretaba en tercer lugar y aparecía en la partitura como “Tango”, aunque en realidad era una habanera, y ya desde las representaciones iniciales era bailado por su primera intérprete, Cándida Folgado, lo cual añadía al argumento un toque tan sicalíptico como quisiera la bayadera de turno. Manuel Nieto, el autor de la famosa melodía, quiso probablemente reflejar en la obra algunas de las tonadas y ritmos que estaban de moda en la época del estreno y recurrió a ese ritmo antillano, evocador y gachón (como decían en aquellas fechas), que obtuvo un éxito inmediato en un público receptivo entre el que se encontraba, desde luego, mi abuelo.
Pero no se crea que estos recuerdos infantiles centrados en el tema de la mulata son únicos ni mucho menos peregrinos. Claudio Sánchez Albornoz, en un artículo publicado en La Vanguardia en 1981 que aparecería posteriormente en un libro (Sánchez Albornoz 1982: 88), hacía referencia a la memoria de su niñez y se centraba en esta habanera a la que denominaba “habanera prehistórica” definiéndola como un “fenómeno psíquico”. Y escribía:
El fenómeno memorístico no es demasiado asombroso. En el cada vez mejor estudiado pero siempre misterioso cerebro humano existe, a lo que parece, un a modo de archivo en que se guardan remotísimos recuerdos de la niñez. En mi caso concreto parece que ese repositorio cerebral es muy rico en múltiples remembranzas. Naturalmente mi santa madre nunca cuidó de fijar en mi memoria ninguna de las piececillas o romances que yo recuerdo. Las tarareaba a su placer cuando dirigía las tareas hogareñas o nos cuidaba en nuestras enfermedades infantiles o cuando se ponía al piano, las más de las veces a ruego de su abuela. Jamás pudo sospechar alrededor de 1900 que ochenta y tantos años después, al otro lado del Atlántico, en la Argentina, mi maravillosa computadora cerebral iba a traerme íntegra a la memoria la habanera de otrora...

Y se extendía Sánchez Albornoz, como yo lo estoy haciendo, sobre la célebre habanera que había aprendido de su madre –tal vez condicionado por el entorno afectivo-, recomendando a sus lectores que abrieran el arca del pecho con la llave de la memoria.
Tampoco es ésta la única referencia literaria que he encontrado de la Morena Trinidad. García Lorca escribía en unos apuntes poéticos tras visitar Cuba en 1930:
La Habana surge entre cañaverales y ruidos de maracas, cornetas divinas y marimbas. ¿Y en el puerto, quién sale a recibirme? Sale la morena Trinidad de mi niñez, aquella que se paseaba por el muelle de La Habana.

Y Alberti (Alberti s.a.), pocos años después desde su poema “Cuba dentro de un piano” recuerda:
Cuando mi madre llevaba un sorbete de fresa por sombrero
y el humo de los barcos aún era humo de habanero.
Mulata vuelta bajera
Cádiz se adormecía entre fandangos y habaneras
y un lorito al piano quería hacer de tenor.
...dime dónde está la flor
que el hombre tanto venera.
Mi tío Antonio volvió con aire de insurrecto.
La Cabaña y el Príncipe soñaban por los patios del Puerto
(Ya no brilla la perla azul del mar de las Antillas
ya se apagó, se nos ha muerto)
Me encontré con la bella Trinidad
Cuba se había perdido y ahora era de verdad.
Era verdad
No era mentira.
Un cañonero huido llegó cantándolo en guajira.
La Habana ya se perdió
Tuvo la culpa el dinero...
Calló
Cayó el cañonero.
Pero después, pero ah, después
Fue cuando al sí
Le hicieron yes...

¿Qué tenía de evocador, de misterioso, ese tema o ese personaje para llamar la atención de tanta gente? La canción la popularizaron después, ya a través del disco, muchas cantantes, entre otras Lucrecia Arana –la esposa de Mariano Benlliure, el escultor- y Carmen Ruiz, que la grabó en La Habana para la casa Victor. También la cantó en distintos teatros y la bailó –recuérdese que Nieto indicaba al comienzo de la partitura que “la cantante baila”-, La Bella Chiquita, famosa por su polémica y disoluta danza del vientre...
Si trato de hacer un resumen de esos primeros aprendizajes y de los elementos que me ayudaron a anclarlos en la memoria tendré que referirme por tanto a seres fascinantes de extraños nombres, a palabras sin sentido, a lugares y situaciones exóticos... La labor de quienes nos dedicamos al estudio de las expresiones populares –y espero que se me perdone si esto suena a pedantería- es similar a la desarrollada por los historiadores del arte. Tenemos la obligación de explicar el origen o la naturaleza de determinadas piezas artísticas que en la mayoría de los casos hablan por sí mismas. La naturaleza de las pequeñas joyas que componen los repertorios populares es similar a la mostrada por algunas muestras de otros géneros en los que la comunicación de conocimientos tiene tanta importancia como el cúmulo de recursos que se usan para transmitirlos. Aparentemente estamos ante obritas de arte (y las denomino así tanto por su acabado perfecto como por responder a unas reglas) que casi nunca tienen autor. Y digo aparentemente porque en realidad su autor termina siendo cada uno de sus usuarios. La importancia del narrador o del cantor en un relato oral o en un romance es tan crucial por lo menos como la atribuida al escritor en un cuento literario. De su habilidad para captarse al público –y no tengo más remedio que reconocer que quienes me enseñaron esas primeras expresiones, lo hicieron, aun sin pretenderlo- dependerá, en muchos casos, la pervivencia de la expresión y, a la larga, la credibilidad del mismo género. Cualidades como la imaginación, la capacidad de improvisación, la facilidad para el gesto, la adecuación de medios para captar al auditorio aun en condiciones adversas, el uso correcto de la entonación, la intencionalidad, la utilización de idiotismos e inflexiones atractivas, harán de cada pieza un pequeño receptáculo en el que nos sentiremos contagiados por la magia del ámbito y seducidos por la voz y la palabra, que, como unas manos invisibles nos acariciarán, nos moldearán, nos golpearán o formarán sombras cuando convenga a cada momento y situación.
En el caso de las narraciones –de los cuentos, por ejemplo-, conocemos los factores que hacen de cada pieza un medio de comunicación excelente y la transforman en un código de comportamiento gracias a la confianza que genera el relato o su narración en quien lo escucha. La credibilidad —y en consecuencia la utilidad— funciona si los factores de equilibrio y desequilibrio que acompañan al relato y lo vigorizan, se producen ordenadamente: al equilibrio inicial sucede un desequilibrio en el que actúa el héroe, para restablecerse finalmente el equilibrio de nuevo. Da igual que sigamos los estudios de Vladimir Propp, los de Claude Bremond o los de Denise Paulme. En todos se aprecian esas alternativas, esos sucesivos contrastes entre carencia y posesión, entre orden y desorden, que dinamizan la narración al tiempo que van interesando y moviendo la atención del oyente hacia unos sonidos que encierran una intención y un significado. No sabemos en qué momento de la historia –de la prehistoria más bien- el ser humano “se encuentra” con esos sonidos, es decir, los descubre y los reconoce. El estudio con tecnologías actuales de las cuevas habitadas en tiempos remotos habla a favor de que los individuos que vivían en ellas tropezaran casualmente con el eco de sus propios aullidos o con el ruido de las estalactitas al ser golpeadas. Probablemente si Platón hubiese concebido su alegoría de la caverna con un sentido menos político, habría pensado también en la posibilidad de que sus prisioneros mejoraran la situación en que se encontraban gracias a la audición de algunos sonidos procedentes de la propia cueva o del exterior. El romancero español recoge con maravillosa intuición poética el alivio que produce en un cautivo el diálogo entre un ruiseñor y una calandria que todos los días vienen a transmitirle el sonido de la libertad, a recordarle que fuera sigue existiendo la vida. En cualquier caso, sorprende que el interés por “captar” la voz o el sonido sea tan antiguo y sin embargo, aparentemente, no haya existido hasta tiempos recientes la necesidad de “reproducir” esa captación. Hans Christian Andersen parece responder a esta incógnita en su famoso “Cuento del ruiseñor”: el emperador de la China, entusiasmado tras haber conocido el canto de la más maravillosa de las aves, le coloca en el mejor lugar de su palacio para poder escucharlo a todas horas. El emperador de Japón, deseoso de agradar a su poderoso vecino, le envía como regalo un ruiseñor mecánico adornado de oro y piedras preciosas con la inscripción: “El ruiseñor del emperador del Japón es pobre en comparación con el de China”. Para aduladores y cortesanos, y hasta para el mismo emperador, el pequeño ingenio sustituye con creces al ruiseñor natural, excepto para unos pescadores que, aun reconociendo que canta parecido, opinan que “le falta algo”.
Todos conocemos el resto del cuento: el ruiseñor auténtico desaparece del palacio, el ave artificial se deteriora pese a los cuidados del relojero de la corte, el emperador enferma de tristeza por carecer de su alegría cotidiana y, ya a punto de morir, recibe en última instancia la visita de su pequeño y antiguo amigo que consigue reanimarle. Andersen deja muy claro por qué regresa el ruiseñor y qué motiva su agradecimiento hacia el emperador: “las lágrimas que derramaste cuando me escuchaste por primera vez son las joyas que mejor adornan el corazón de un cantor”. Al menos por un momento (probablemente el momento más sincero y emocionante de su vida), el emperador descubrió la diferencia entre el canto natural, inventivo, del ave y el repetitivo del juguete. Supo distinguir lo auténtico de lo artificial.
Diferentes tipos de elementos, lo acabamos de ver, contribuyen a dar credibilidad a un texto o a una narración, que en el fondo no es sino algo diseñado estratégicamente para comunicar. Pero ¿cómo definir los vectores que dirigían mi atención –y supongo que la de miles de niños- hacia palabras lúdicas, extravagantes, insólitas o dispares? ¿Podría tratarse de un antídoto contra la realidad que nos inmuniza de los padecimientos que acarrea la rigidez de la norma?
Giambattista Vico, a quien algunos autores consideran uno de los fundadores de la semiótica, aseguraba que la imaginación es más fructífera que la lógica y situaba el origen del lenguaje en el gesto diferente y creador al que seguía una evolución de la palabra y una transformación de su significado. Así, explicaba, por ejemplo, que de la palabra lex, que originalmente usaron los romanos para denominar la recogida de las bellotas, salió el verbo legere que significó recolectar. De ahí provino el uso de lex como colección o recolección, luego como “grupo de gente que se reunía para cosechar”, después simplemente como grupo de gente que se reunía, de donde saldrían por último las normas o leyes que se promulgaban y aprobaban en esas reuniones. Leer sería, al fin y al cabo algo así como agavillar palabras y la ley una puesta en común de las voluntades populares. Para Vico memoria y fantasía se daban la mano (Vico 2002: 179): la evolución del aprendizaje era algo tan natural como la degeneración o el olvido y no le faltaba razón.
Hay pocos trabajos sobre la importancia de la mentalidad en la elección del repertorio personal y en la formación en definitiva de un corpus propio, cuestión que se ha venido obviando en la mayoría de las encuestas y recopilaciones de tiempos pasados como si el narrador o el cantor sólo fuesen autómatas que repetían lo que antes escucharon sin poner nada de su parte.
Sin embargo, de entrada, ponen la selección (su selección, no la selección que hace luego a su vez el recopilador), ya que si no hubiesen tenido el interés o la predilección por lo que nos están transmitiendo, no habríamos tenido ocasión de escuchar su versión: es decir, la pequeña joya no existiría y nadie podría admirarla. Esa selección, por tanto, va seguida de una especial representación mnemónica, un estímulo diferente, que fija y mantiene cada versión, aumentando la intensidad del recuerdo e impidiendo que actúe el olvido.
Otra aportación podría ser la de la concisión o la capacidad de sintetizar, de esencializar las historias. La brevedad sustituye, generalmente, a algunos circunloquios y excesos verbales que abundan en las recreaciones literarias.
La tercera aportación sería la confirmación de que el individuo necesita comunicar, es decir entregar historias o mitos de forma muy cercana y atractiva, y en esa aportación va implícita también la necesidad de contar la propia historia a través de relatos, aunque hayan sido creados por otros. Siempre recuerdo, a este respecto, la cantidad de veces que he pensado, escuchando a los cantores y cantoras del medio rural que me solían interpretar algún romance o contar un cuento, que los argumentos de esos relatos les pertenecían, tanto y de tal manera que ponían un énfasis especial en su recuerdo y en su divulgación, demostrando así que lo que estaban diciendo era una parte de su vida y les podía haber sucedido a ellos o a cualquiera. Esta implicación de los comunicadores en los relatos no sólo avala la convicción con que los narran, sino que viene a dar como resultado un repertorio más cercano a los problemas y emociones de los seres humanos que a las tipologías de gabinete de quienes nos dedicamos a la investigación.
Es evidente que en este caso la mentalidad, es decir el conjunto de creencias y conocimientos que identifican y sitúan culturalmente a un individuo, le sirve también para elevarse de lo cotidiano –gracias a la palabra y a la idea, gracias a la poesía y al apoyo melódico- hacia un universo creativo que le dignifica y le mejora.
Y es que cualquier situación anímica, relación social o manifestación ritual han servido para expresar sentimientos de forma poética con un soporte melódico en prácticamente todos los grupos étnicos y culturas del planeta. Existen unos medios que podemos usar para expresar con la mayor exactitud posible y con el más intenso poder emotivo aquello que nuestra mente haya podido concebir o seleccionar.
La música –uno de esos medios- es, por ejemplo, además de la sucesión de sonidos y silencios ordenados según un criterio, una forma de expresión que sugiere o provoca en el ser humano diferentes estados de ánimo. Como tal forma de expresión necesita un lenguaje, y ese lenguaje, como tantos otros sistemas de comunicación, ha de ser compartido por emisor, difusor y receptor, que en este caso serían respectivamente quien crea la música, quien la interpreta y quien la escucha. El mensaje que se quiere transmitir suele tener elementos reconocibles -altura de las notas y su conjunción, timbre, armonía, etc.- e indeterminados, que constituyen un conjunto de factores insinuados para que el receptor imagine y sea capaz de interiorizar algunas claves de ese mensaje o pueda servirse de ellas para crear con su fantasía estados estéticos. Pero la música, además de todo eso, es un lenguaje universal, entendiendo la palabra en su sentido etimológico. Así, la música sería una forma de expresión capaz de contar todas las cosas, de verter el pasado y el presente de los individuos o de los grupos en fórmulas válidas. Algunas religiones antiguas aceptaban que el mundo fue creado por una voz o un grito divinos, otras atribuían a los dioses de la palabra la invención del arte musical y otras, en fin, tenían sacerdotes especialmente dotados para el canto cuya facultad artística les suponía un privilegio.
La materia de la música, así como podríamos decir que para un escultor es la piedra o la madera y para un pintor el lienzo, es el sonido, cuya forma se va puliendo con la herramienta que el músico tiene a mano que es la voz. Si cada nota es, dentro del lenguaje, como una letra del alfabeto, un grupo determinado de notas formará una palabra y una melodía será una frase. Es más fácil que nos conmueva una frase que una simple nota y además es más fácil que nos conmueva si usamos las letras cuyos sonidos son identificables, que son las doce notas de la escala cromática occidental que componen una octava, o si nos acercamos a una formulación rítmica atractiva.
Entonces, ¿cuál sería el proceso a través del que se podrían ordenar todos los pasos que marcan el aprendizaje de una canción o de un poema? ¿Nos atraen por su contenido, que puede acercar un pensamiento abstracto a nuestra imaginación? ¿Nos atraen porque el tema que tratan se relaciona con alguno de nuestros intereses? El grado de motivación al aprender influye a la larga en la eficacia de la retención...(Florès 1983: 273) ¿Nos resulta atractivo por su forma, por su lenguaje, por su ritmo, por sus rimas? ¿Van unidos audición y visión en ese primer acercamiento al tema, es decir, van unidas de alguna forma la palabra y la vista? ¿De qué forma se vinculan la audición, la percepción visual y el estado de ánimo del receptor o su imaginación? ¿Hay temas simbólicos que entroncan con un subconsciente común? ¿Nos gustaría implicarnos, al estilo de los héroes legendarios, en el tema hasta el extremo de sentirnos protagonistas de su acción?
La tradición es una necesidad porque va a aclararnos algunas de esas incógnitas. También porque es una falsilla común sobre la que cada uno escribe los renglones que narran su existencia. Y esa falsilla o referencia está compuesta por aquellos saberes, contrastados por el uso y la práctica, que pueden ayudar al ser humano a crecer o a sobrevivir, aprovechándose éste del conocimiento o del dominio que siempre trató de tener sobre el entorno en el que habitaba y sus posibilidades. Puesto que para sobrevivir en tiempos pasados el individuo precisó de esos conocimientos, procuró conservar y grabar en su memoria los factores más esenciales que entraban en su composición, contribuyendo además de ese modo a entender por sí mismo la bondad o maldad de las cosas en virtud de sus resultados.
Quienes vivimos en este siglo XXI tan complejo como cambiante, solemos considerar las costumbres o las tradiciones como reliquias de un pasado que sólo nos atañe en la medida en que somos capaces de identificar sus resultados con la vida de quienes nos precedieron. Hemos roto en apariencia el vínculo vital con los individuos que hicieron la historia más reciente y nos hemos convertido en espectadores de todo, más pendientes de lo que pasa en las pantallas de diferentes artefactos, que de nuestra propia existencia.
Hemos visto, pues, que un individuo necesita crearse un repertorio de expresiones como factor descriptivo de su personalidad, como elemento que le servirá para integrarse dentro de una identidad y como base para usar y disfrutar de un lenguaje colectivo. En cualquier caso ese repertorio le servirá de referencia cultural, de referencia geográfica, de referencia generacional o de referencia emocional. ¿Qué pueden tener en común un vals, un romance, una copla, un tango, una retahíla, un cuento de fantasmas, una adivinanza y una leyenda? Pues sin duda al individuo que los memoriza y que los hace suyos compartiendo con otras personas de su entorno algunas de las claves para mejor comprender y traducir al lenguaje vital todos esos temas y sus conexiones. El esfuerzo por relacionar los conocimientos con la vida es como la piedra angular que permitirá que el arco de la ciencia no se desplome por el peso de cada una de sus piezas. Quienes trabajamos en el terreno de los conocimientos legados por la tradición lo tenemos muy claro: nada en la vida de los individuos se produce aisladamente. Cualquier hecho que tenga que ver con el desarrollo de la personalidad, con la expresión artística, con la relación con otras personas o con el entorno, se conecta indefectiblemente con otros aspectos adyacentes, de tal modo que resulta imposible la comprensión perfecta de ese mismo hecho sin conocer las circunstancias que lo provocaron.
¿Y de dónde procede el impulso que lleva a un niño a elegir este tema en vez de aquél? Probablemente de la tensión de fuerzas que se produce entre lo conocido y lo desconocido en nuestro cerebro. Frente a la incógnita y el misterio, se generarán el miedo, el valor y el sentido de protección que trataremos de trasmitir a nuestros descendientes a través de relatos ejemplares. Frente a lo ya experimentado, frente a lo ya vivido, tenderemos a repetir aquellos patrones que sirvieron a otros antes que nosotros para solucionar sus problemas de angustia, de dudas, de incertidumbres, de relación. Sufriremos y disfrutaremos al tiempo observando la contradicción permanente entre el amor y la muerte, la relación espeluznante con los muertos y con el más allá, el límite sutil entre el sueño y la vida –entre el presagio y la realidad-, el comportamiento humanoide (con todos sus defectos incluidos) de algunos animales, los seres numinosos, el pavor a que un ser sin cuerpo toque el nuestro, el miedo a que nos extraigan órganos, etc. etc. También todo eso contribuye como factor de selección a que un tema se transmita. Porque responde a una ideología, y al decir ideología utilizo la definición de Guy Rocher, quien describió el término como “un sistema de ideas y de juicios, explícita y genéricamente organizado, que sirve para describir, explicar, interpretar o justificar la situación de una persona o un grupo y que, inspirándose ampliamente en valores, propone una orientación precisa para la acción histórica de ese grupo o de esa persona” (Rocher 1992: 120). Nada más y nada menos. La maraña de la mentalidad se puede desentrañar así a la luz de la antropología y su aportación resultará no solo rica sino entretenida pues probablemente todos seremos capaces de encontrar, entre el catálogo de ejemplos transmitidos, alguno que nos vincule directamente con nuestra infancia o con nuestro pasado.
Es bien cierto, sin embargo, que aunque ese catálogo puede transmitirnos millones de datos y una multitud de conocimientos jamás nos podrá enseñar a usarlos correctamente. Ningún manual nos transmitirá la esencia de las cosas ni el criterio para poder disfrutar de ellas. Esa es una facultad que nosotros, cada uno de nosotros, tendremos que esforzarnos en poseer. Jorge Luis Borges escribió en El libro de arena (Borges 1975: 74) un cuento que tituló Undr. Maestro en hacer creíble lo increíble, Borges nos conducía por el laberinto de la palabra para recuperar la poesía como arte, la voz como venero de la memoria. En el relato, Ulf Sigurdarson, protagonista del cuento y de la estirpe de los skaldos o juglares, cuenta la historia de su vida, permanentemente en pos de una palabra que la diese sentido. A punto de morir en uno de sus viajes, es salvado por otro poeta, Bjarni Thorkelsson, quien le recomienda que huya hacia el sur. Al cabo de mucho tiempo de peregrinación, Ulf regresa y busca al viejo poeta Thorkelsson, que ya se halla a punto de morir: “A todos la vida les da todo –musita el cansado bardo- pero los más lo ignoran”. Sin embargo, antes de expirar, Thorkelsson le transmite a Ulf el misterio, la palabra Undr, que quiere decir maravilla:

Me sentí arrebatado por el canto del hombre que moría –termina diciendo Ulf-, pero en su canto y en su acorde vi mis propios trabajos, la esclava que me dio el primer amor, los hombres que maté, las albas de frío, la aurora sobre el agua, los remos. Tomé el arpa y canté con una palabra distinta.

Borges vuelve a recurrir a esa palabra arcana, eterna y útil para transmitir la experiencia del mundo y de la vida. Pero él mismo nos abre los ojos sobre la dificultad para comunicar más allá de los sonidos: “nadie puede enseñar nada” –nos dice- recordándonos la necesidad de indagar, de buscar por uno mismo en soledad. Sin duda alude de refilón a una de las facultades ocultas que posee el docente y que no es simplemente la de enseñar sino la de enseñar a aprender. No se trata de mostrar un camino sino de enseñar a caminar por él. No es cuestión de ayudar a recitar textos de memoria sino de enseñar a crearlos para que después sea más fácil volver a hacerlos presentes, volver a recordarlos. Los sistemas de enseñanza, particularmente los sujetos a preceptos, tampoco han permitido desarrollar en sus regulaciones la principal riqueza de la oralidad, que es la de ayudar al individuo a expresar sus sentimientos o a narrar sus ensoñaciones.
Durante todo el siglo XX y parte del XXI nos ha costado reparar en las posibilidades de lo antiguo como fondo de uso común que se hace presente y se personaliza cada vez que se dice de nuevo y se vuelve a crear, en la mente y en la voz del individuo.
Escribía el filósofo alemán Hans-Georg Gadamer (Gadamer 1992: II,141):
Cuando encontramos en la tradición algo que comprendemos, se trata siempre de un acontecer. Cuando alguien recoge una palabra de la tradición, cuando hace hablar a esa palabra, también a ese alguien le sucede algo.
Es decir, cuando la tradición vuelve a hablar, emerge algo que es desde entonces y que antes no era. Cada vez que con la voz, con el gesto, con la imaginación, reproducimos un conocimiento del pasado y lo actualizamos, lo volvemos a crear. La voz, a partir del momento en que se cuenta algo, cumple con su sempiterna función de vivificar los contenidos y dar sentido verdadero al mero gesto o al simple sonido. No estamos por tanto ante un repertorio que tiene más valor cuanto más antiguo sea, sino ante un catálogo amplísimo de comportamientos del que cada uno, en la medida que lo necesita y es capaz de comunicarlo, elige fórmulas que responden a su mentalidad y a su manera de ver el mundo. Concluiremos por tanto que todos esos temas son como el agua de una fuente recogida en diferentes recipientes, que mostrarán el líquido de forma más fresca y deseable en la medida que el cristal sea más fino y trasparente: en la medida que el continente –la forma de contar- sea más atractivo y cercano. No cabe hablar ya, por tanto, de transmisores anónimos y desdibujados sino de personas con nombres y apellidos que recogen el agua en copas de oro, que es el metal del que está fabricado el propio lenguaje en el que se ofrece el líquido que ha de calmar nuestra sed de conocimiento.


Referencias bibliográficas
ALBERTI, Rafael (s.a.) 4 poemas de Rafael Alberti y un ancla abandonada, Valencia, Versos y Trazos.
BORGES, Jorge Luis (1975): El libro de arena, Buenos Aires, Emecé.
EBBINGHAUS, Herman (1885) : Über das Gedchtnis. Untersuchungen zur experimentellen Psychologie, Leipzig, Duncker & Humboldt.
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GADAMER, Hans-Georg (1992): Verdad y método, Salamanca, Sígueme.
PEREDA, Tina (2004): “Lorca en Cuba” Actas del VIII Congreso de la Sociedad Española de Didáctica de la Lengua y la Literatura, p.624
http://sedll.org/es/admin/uploads/congresos/8/act/234/pereda_tina.pdf
ROCHER, Guy (1992): Introduction à la sociologie, Montreal, Hurtubise.
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SÁNCHEZ ALBORNOZ, Claudio (1982): Todavía. Otra vez de ayer y de hoy, Barcelona, Planeta.
VICO, Giambattista (2002): Obras. Oraciones inaugurales y La antiquísima sabiduría de los italianos, Barcelona, Anthropos
ZUMTHOR, Paul (1987): La letra y la voz. De la literatura medieval, Madrid, Cátedra.