Joaquín Díaz

EL USO DE LA POESIA EN LA TRADICION ORAL MODERNA


EL USO DE LA POESIA EN LA TRADICION ORAL MODERNA

Poesía y tradición oral

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Salustio el neoplatónico, en su obra De Diis et Mundo (Sobre los dioses y el mundo) escribe: “Merece la pena investigar por qué los antiguos hicieron uso de los mitos”…-y a modo de explicación plausible concluye diciendo que-…”los mitos imitan a los dioses mismos”.
La mayor parte de las religiones conocidas del universo tienen, en su exégesis de la creación del mundo, una propensión a considerar la palabra, la voz, como una fuerza divina y genesíaca que formó los primeros espacios de vida, partiendo de la nada o de un caos ya existente y dando cuerpo a los primitivos seres que ocuparon esos espacios. Algunas creencias se establecían sobre la base del poder de la voz, de la fortaleza de su emisión, de la capacidad creativa de un soplo milagroso; otras, haciendo derivar el origen de todo lo creado de unos conocimientos previos, en poder de los dioses, que se transmitían por medio de la palabra, con la que se designaba a las cosas y se nombraba a las personas. Recuérdese que la actitud de nombrar, de designar a algo con un término, se equipara en algunas religiones al acto de la creación.
Tolkien, gran sintetizador y recreador de mitos, hace que Ilúvatar –el único, el Dios- convoque a los Ainur, “vástagos de su pensamiento” para que creen juntos una gran música. Sus voces, “la música y el eco de la música se desbordaron volcándose en el vacío y ya no hubo vacío”, escribe en El Silmarillion. Y es que, en efecto, el descubrimiento en los años 60 del siglo XX de la obra de un desconocido profesor de Oxford llamado John Tolkien nos devolvió, siquiera fuese artificialmente porque sobre todo nos llegó a través de una recreación cinematográfica, al fascinante universo del lenguaje, ese medio por el cual una persona se expresaba y un pueblo transmitía su conciencia colectiva. Para Tolkien, inventor de una mitología moderna basada en creencias antiguas, no fue muy difícil recurrir a los orígenes de la humanidad al escribir su obra Silmarillion, texto que explicaba y complementaba la terminología de El señor de los anillos. Para el curioso y atípico profesor, la verdadera vida sólo existía en el mundo mítico, muchísimo más interesante que la monotonía gris de esa sociedad industrial en la que le tocó vivir. Él pensaba que la solución al desinterés de la sociedad contemporánea estaba en fomentar el criterio propio en los individuos para crear personalidades independientes, discretas y juiciosas iluminadas por el uso correcto de esa palabra que nos ayuda a aprender y que nos guía en el camino del conocimiento. Nombrar y crear, pues, deberían –a su modo de ver- volver a ser sinónimos como siempre lo fueron.

El tema propuesto por Tolkien era demasiado antiguo e interesante como para no haber sido usado ya en mitos anteriores una y otra vez y no haber sido interpretado de una forma u otra según los tiempos y las conveniencias. Precisamente el arcaico poema babilónico “Enuma elis” comenzaba diciendo:

Cuando en lo alto el cielo no había sido nombrado,
no había sido llamada con un nombre abajo la tierra firme,
Sólo estaba el Apsu primordial, su progenitor,
(y) Mummu-Tiamat, la que parió a todos ellos,
mezcladas sus aguas como un solo cuerpo.
No había sido trenzada ninguna choza de cañas,
no había aparecido marisma alguna,
cuando ningún dios había recibido la existencia,
no llamados por un nombre, indeterminados sus destinos,
sucedió que los dioses fueron formados en su seno.




En cualquier caso, son muchos los libros considerados como sagrados que inician el relato sobre los orígenes del mundo con una frase similar a la que los cristianos conocemos y pronunciamos tantas veces: “en el principio era el Verbo y el Verbo era Dios”. Luego, viene el esfuerzo –algunas cosmogonías africanas hablan de un vómito- para significar la voluntad del dios de salir de la oscuridad, de las aguas, de lo eterno, para crear un sonido y en él un significado. Palabra frente a la nada, voz contra vacío.
Las bases del pensamiento humano se fueron estableciendo poco a poco sobre esas antiguas creencias que generaron mitos, conformaron relatos legendarios, hicieron nacer fórmulas de comunicación, etc. Pero a pesar de que los mitos reflejaban las obsesiones y necesidades de individuos primitivos, hechos que luego se iban plasmando en leyendas, su lenguaje –el lenguaje en el que llegaron hasta nosotros- fue, desde Homero, el de la civilización occidental, como occidental fue la forma de relatar las creencias acerca del origen de nuestra especie, de sus presuntos pecados, del castigo infligido por ellos o de la regeneración a través de un sacrificio o por medio de la venida a la tierra de un dios. El diluvio, el fin del mundo, el más allá, son ideas que perpetúan todavía hoy antiguas doctrinas de cuyo origen y desarrollo es responsable el ser humano con toda su carga de sueños, de esfuerzos y de preocupaciones.
Pero el lenguaje usado, como digo, concebía la narración de todas esas vetustas leyendas sólo como una progresión de hechos relacionados que tenían coherencia entre sí porque se narraban sucesivamente y poseían un hilo conductor que los encadenaba. No siempre ni en todas partes fue así: más de un cronista americano habló de la presunta dificultad que a su entender tenían los indios para expresar correctamente sus mitos y creencias. Según tales cronistas los relatos no tenían sentido y parecían hechos de retazos aislados e inconexos. Algo semejante a nuestros sueños, de cuyas imágenes parece que nos queda siempre una sensación de instantaneidad, de fogonazo que ilumina durante un momento una estancia para volver a dejarla en la oscuridad. Los mitos en las culturas indias americanas son, sin embargo, el reflejo de un estado natural, de una religiosidad sin dogmas; son relatos orales entregados como versiones y comentarios de cosas que pasan o han pasado, de lo que se dice que aconteció o ha de suceder y quien lo relata lo revive o lo imita. No pretenden, por tanto, ser verdades inapelables sino imágenes que se recrean oralmente y se renuevan y transforman constantemente, como las posturas de un animal o las formas de las nubes. Los temas, desde luego, son los mismos que nos preocupan a los occidentales (el principio y el fin del mundo, la multiplicidad del universo, la fragilidad del ser humano, el interés por los otros o el respeto al entorno), pero sus concreciones, lejos de revestirse de seriedad, son fugaces y cambiantes. Su coherencia no radica en la cohesión de los hechos entre sí, sino en la relación de esos hechos con la propia existencia, con la propia mentalidad.
Muchas culturas indígenas (indígena en realidad significa “nacido allí”) todavía conservan, en hermosos mitos entregados cuidadosamente por la tradición oral, el recuerdo de ideales épocas pasadas denominadas genéricamente como “tiempo de los sueños” o más sutilmente edad de la poesía, es decir períodos de tiempo en que la imaginación y la memoria superaban a la realidad en la mentalidad humana. A este respecto escribía Carl Jung insistiendo en las distintas formas de ver el mito en oriente y occidente: “La necesidad mítica del hombre occidental requiere una imagen evolutiva del mundo con principio y fin. Rechaza tanto un fin que sólo tenga principio como la concepción de una rotación estática, eternamente encerrada en sí misma. El hombre oriental, por el contrario, parece poder tolerar la última idea. No existe ciertamente ningún consenso general respecto a la esencia del mundo, al igual que tampoco han podido hasta hoy ponerse de acuerdo los astrónomos en esta cuestión. Al hombre occidental le resulta insoportable la absurdidad de un mundo meramente estático; debe presuponer su sentido. El hombre oriental no necesita esta hipótesis, sino que la personifica. Mientras aquél quiere dar el último toque al sentido del mundo, éste se esfuerza en la realización del sentido en el hombre y aparta de sí el mundo y la existencia”.


En el occidente, repito, es Homero quien trasciende del mundo de la abstracción al arte verbal para acceder después al estadio de la escritura, (que hoy tenemos como principal fuente y del que posiblemente –al menos en sus fórmulas más sencillas- seremos los últimos usuarios), estadio de la escritura –digo- en el que lo fijado en caracteres gráficos se erige en ley. Por supuesto que hay muchos cantores anteriores a Homero que narraron las hazañas de los héroes, pero quien convierte las emociones en poiesis es él y él es también quien une con habilidad a hombres y a dioses en una trama interminable de pasiones y enredos que se han seguido reescribiendo hasta hoy. No podemos asegurar que cualquiera de esas tres fórmulas de comunicación –la imaginativa, la oral o la escrita- fuese la mejor o la más eficaz. Parecen estadios consecutivos en la historia pero independientes por lo general.

No por casualidad, Platón nos transmite en Fedro una leyenda egipcia que pone en boca de Sócrates y que viene a cuestionar el valor de la escritura en su época, pues supone que al fiarnos de la presunta permanencia de lo escrito descuidaremos la memoria y ya sólo podremos llegar al recuerdo desde fuera –desde los caracteres ajenos- y no desde dentro, desde nuestro propio y peculiar sistema mnemotécnico. Independientemente de esa duda, en realidad es Platón quien por primera vez y de manera frontal está planteando una cuestión que atravesará los siglos suscitando controversias pero que en el fondo vendrá a decir siempre lo mismo: el mito o la poesía –bien sean transmitidos oralmente o por escrito- deben someterse a la razón si pretende demostrar su utilidad para el ser humano.
Homero y Hesiodo todavía usaban el verbo poiein atribuyéndole un matiz claramente creativo que, sin embargo, va a modificarse en Platón, a partir del cual esa creación (siempre que sea de la nada y por medio de palabras) va a ser algo múltiple y complejo, necesitando, por tanto, estar sujeta a unas normas y convirtiéndose en algo organizado, no natural. Por otro lado dicha creación, que se supone debería proceder de una inspiración, parece contraponerse de tal modo a la correcta educación del alma humana, que Platón desconfía abiertamente de su valor para el individuo y para la sociedad. Escribe en la República: “El poeta colorea cada una de las artes con palabras y frases, aunque él mismo sólo está versado en el imitar, de modo que a los que juzgan sólo en base a palabras les parezca que se expresa muy bien cuando, con el debido metro, ritmo y armonía, habla acerca del arte de la zapatería o acerca del arte del militar o respecto de cualquier otro; tan poderoso es el hechizo que producen estas cosas.” (Rep. 600e-601b).
Tan poderoso es, que el filósofo insiste en lo peligroso de sus efectos y llega a recomendar lo siguiente en la misma obra: “... Si arribara a nuestro Estado un hombre cuya destreza lo capacitara para asumir las más variadas formas y para imitar todas las cosas y se propusiera hacer una exhibición de sus poemas, creo que nos prosternaríamos ante él como ante alguien digno de culto, maravilloso y encantador, pero le diríamos que en nuestro Estado no hay hombre alguno como él ni está permitido que llegue a haberlo, y lo mandaríamos a otro Estado, tras derramar mirra sobre su cabeza y haberlo coronado con cintillas de lana” (Rep. 398b).

Platón, obsesionado por la verdad, el bien y la justicia, que han de dar sentido a la polis, comprueba que la palabra poética tiene su propia verdad muy difícil de controlar y aun de interpretar. Es por eso por lo que en su reflexión constata que muchos mitos, al ser poetizados, necesitan un filtro de nuestro entendimiento si es que pretendemos acercarlos a esa verdad que se asimila a la experiencia de la vida. Preocupado –como antes lo estuvo Tales de Mileto- por la relación entre realidad mítica y realidad racional, llega a la conclusión de que es la palabra el recurso que juega alternativamente con belleza y verdad pero se inclina al fin por la función de esta última. Aun reconociendo que la palabra poética se constituye en juego, bello y verdadero al tiempo, capaz de convertir en certeza la experiencia de la vida y de uno mismo, desconfía, sin embargo, de la vía que sigue el artista para alcanzar esa capacidad de expresión que hace que todo sea creíble y que la irrealidad pueda inscribirse en un tiempo y en un lugar conocidos. Tal capacidad, a su entender, era en efecto una de las cualidades más admirables de músicos y retóricos: “El artista tiene que ser un buen conocedor del alma y tiene que saber influir en los diversos tipos de almas, pulsándolas como un músico su instrumento. Su único instrumento es la palabra; pero es un instrumento que lo puede todo. La palabra es poderoso soberano que consigue los más maravillosos efectos con el órgano más pequeño e insignificante. Pues consigue espantar el miedo, desterrar el dolor, suscitar la alegría y despertar compasión. (Hel. 8).

Cuando Gorgias discurre en el Encomium la forma de justificar el comportamiento de Helena de Troya ante Paris recurre al argumento de la persuasión verbal después de haber considerado previamente los de la violencia o el amor. El logos puede convertirse en una fuerza tan poderosa que nos arrastre a realizar algo en contra de nuestros propios intereses. Pero casi de inmediato el filósofo se pregunta: ¿a qué técnicas recurren el músico o el poeta para alcanzar ese don por el cual algo imaginado, fantástico, se puede llegar a transformar en algo verosímil?

En uno de sus diálogos, pregunta Sócrates a Ion: “¿Te encuentras entonces en plena conciencia o estás, más bien, fuera de ti y crees que tu alma, llena de entusiasmo por los sucesos que refieres, se halla presente en ellos, bien sea en Ítaca o en Troya o donde quiera que tenga lugar tu relato?” (535b-c). Según la idiosincrasia de la época, el poeta o el músico –la misma persona a veces- eran inspirados por una fuerza divina que les permitía acceder a otro estadio de conocimiento en el que la expresión y la comunicación venían acompañados de acentos sobrehumanos: “La divinidad –nos dice en Ion- arrastra el alma de los hombres a donde quiere, enganchándolos en esa fuerza a unos con otros” (Ion 536a). Esa fuerza divina transforma la naturaleza de las cosas y, a su modo de ver, puede llegar a hacernos considerar verdaderas cosas que no lo son. “Dios sabe –escribe en el Timeo- y es capaz al mismo tiempo de convertir la multiplicidad en una unidad por medio de una mezcla y también de disolver la unidad en la multiplicidad, pero ninguno de los hombres ni es capaz ahora de ninguna de estas cosas ni lo será nunca en el futuro” (68d).

Sócrates confirma esta teoría de Platón cuando, dialogando con Ion, le reprende:
“SOC.-Si, como acabo de decir, eres experto en Homero y, habiéndome prometido enseñarme esta técnica te burlas de mí, entonces cometes una injusticia. Pero si, por el contrario, no eres experto, sino que debido a una predisposición divina y poseído por Homero, dices, sin saberlas realmente, muchas y bellas cosas sobre este poeta, entonces no es culpa tuya. Elige pues, por quién quieres ser tenido, por un hombre injusto o por un hombre divino
ION.- Hay una gran diferencia, oh Sócrates, Es mucho más hermoso ser tenido por divino.
SOC.- Así pues esto, que es lo más hermoso, es lo que te concedemos, a saber, que ensalzas a Homero porque estás poseído por un dios; pero no porque seas un experto”.

Para Sócrates, tanto como para Platón y Aristóteles, la experiencia no era en nada inferior al arte ya que podía ser una vía de formación para la virtud, lo cual no sucedía ni con la intuición ni con la inspiración.

El filósofo Emilio Lledó afirma que Platón acercó el pensamiento al diálogo instalando la filosofía en el lenguaje. Al mismo tiempo nos ayudó a comprender un texto por el método de traducir los sintagmas en paradigmas. Pero lo más importante, y principal para nuestro discurso, es que Platón usó el lenguaje –o sea la palabra- y la sabiduría –o sea la verdad- para dar una respuesta coherente a una sociedad desorganizada. Y en esa búsqueda de una polis más justa encontró un conflicto entre poiesis y estado, entre caos y organización, entre lo divino o intangible y la experiencia. Lo cierto es que, una vez aceptada la opción funcional, su búsqueda le obligaba a decidir entre la poiesis como imitación o como representación de la realidad. Platón se inclina por la primera opción y crea escuela. Aristóteles, su discípulo, escribe en su Poética: “Es preciso, por tanto, que, así como en las demás artes imitativas una sola imitación es imitación de un solo objeto, así también el mito, puesto que es imitación de una acción, lo sea de una sola y entera, y que las partes de los acontecimientos se ordenen de tal suerte que, si se traspone o suprime una parte, se altere y disloque el todo; pues aquello cuya presencia o ausencia no significa nada, no es parte alguna del todo”.

Para la estética aristotélica, preocupada por la génesis del arte poético tanto como por el orden jerárquico, el origen de dicho arte es una innata inclinación del individuo hacia la imitación. Queda excluido del pensamiento occidental a partir de ese momento, el concepto del mito como imagen, como luz, como sueño.

La exégesis de pasajes bíblicos en los que se consideraba el sueño como un medio un tanto impreciso de comunicar Dios a los profetas su voluntad creó, durante los primeros siglos del cristianismo, un aislamiento, una prevención hacia el mito que va a atravesar los siglos para llegar casi a nuestros días. Es cierto que los mitos no desaparecieron del todo pero perdieron su carácter sagrado y se transmitieron como ficciones o alegorías, habiendo incluso algún escritor como Evémero que les quiso dar un contenido histórico.

Tampoco se puede olvidar, a este respecto, la obra del napolitano Giambattista Vico quien en su Scienza nuova analizó la trascendencia de la palabra como base para la creación de unos principios aceptados por todos. En ese sentido, al igual que Platón, consideró el lenguaje de la sabiduría antigua, esa que se había transmitido oralmente, como el lenguaje de una ley común que se respetaba porque comunicaba unos valores, incluso en forma poética. No en balde el autor declaraba en su Autobiografía, publicada en 1725, su deuda incontestable con las teorías platónicas. Vico veía a Homero más como legislador que como poeta, ya que sus personajes se convertían en referentes populares de cuyos comportamientos se extraía un ejemplo para la sociedad. Vico aceptaba la influencia de los relatos antiguos y su transmisión a través de la palabra, pero les daba otra utilidad y justificaba esa función por la tendencia del mito, como suceso “casi” verdadero, a integrarse en el cuento, y especialmente en el de tipo maravilloso.

Más adelante será Herder, el precursor del Romanticismo alemán e impulsor de los trabajos sobre las características nacionales de los volkslied- quien equipare la filosofía con la poesía popular, al utilizar ésta recursos poéticos para educar y llegar al conocimiento y a través de él a la experiencia,. Tal vez, y como consecuencia de esta influencia, sea Richard Wagner quien más se preocupa por la importancia del acto creativo en la poesía y en la música, hasta el extremo de dedicar a esta cuestión una de las obras más cuidadas de su repertorio. En Die Meistersinger von Nürnberg Wagner reflexiona -y nos hace reflexionar- acerca del “oficio” de poeta. Su respuesta a la antigua cuestión sobre si el artista debe imitar al arte o puede permitirse la creación sobre unas normas, es clara. Wagner se decide por esta última opción y le da un especial protagonismo en la obra. Walther, el joven caballero que pretende a Eva –una joven de Nuremberg-, se nos presenta como la personificación de los impulsos más íntimos, más naturales y más verdaderos del ser humano; con esas cualidades, sin embargo, se combinan algunos defectos que le hacen incómodo tanto a los espectadores como a los propios figurantes de la obra, básicamente artesanos y burgueses. Esas otras características podrían ser la impetuosidad, la altivez y la juvenil falta de respeto hacia las reglas. Sachs, el zapatero -también enamorado de Eva-, representa la comprensión, la moderación y la tradición misma, capaz de combinar lo antiguo con lo nuevo, lo superficial con lo profundo, lo fijo con lo variable. El malo de la historia es el escribano Beckmesser, obtuso, envidioso e incapaz de transmitir algo artísticamente diferente o digno. Su actuación como juez del primer examen al que se presenta Walther para poder conseguir el amor de su adorada Eva, es determinante para que los maestros rechacen al joven. Desesperado por sentirse incomprendido pese a sus buenas intenciones, Walther dialoga con Sachs tras una noche en la que acaba de tener un sueño.

Segunda Escena del tercer Acto

(Walther aparece en la puerta de la
cámara. Se queda allí un instante y
mira a Sachs. Este se vuelve y deja el libro en el suelo)

SACHS
¡Dios sea con vos, mi caballero!
¿Descansasteis?
Muy tarde os acostasteis...
¿Habéis dormido?

WALTHER
Poco, pero profundamente.

SACHS
¿Entonces os sentís mejor?

WALTHER
Tuve un sueño maravilloso.

SACHS
¡Buen augurio! Contádmelo.

WALTHER
Apenas me atrevo a pensar en él,
pues temo que se desvanezca...

SACHS
Amigo mío, ésa es la labor del poeta, prestar atención a sus sueños, e interpretarlos.
La ilusión más verdadera del hombre se le manifiesta en sus sueños: toda poética no es otra cosa que la interpretación de la verdad oculta en el soñar.
¿Acaso vuestro sueño os ha revelado que hoy llegaríais a ser maestro?

WALTHER
No. Mi sueño no tiene nada que ver con los maestros ni su corporación.

SACHS
¿No os ha sugerido el mágico discurso con el que poder conseguirlo?

WALTHER
¿Cómo podéis imaginar que aún
haya esperanza tras lo sucedido?

SACHS
Procuro que la esperanza no se agote en mí y así nada podrá disiparla.
Si no fuera así, en lugar de impedir vuestra huida, creedme,
habría yo escapado lejos con vos.
Os ruego que acalléis todo rencor.
Estáis entre hombres honrados,
que se equivocan, pero que son felices si se les acepta tal como son.
Quien establece un premio
también quiere al fin que le den gusto.
Vuestra canción les ha asustado,
y con razón: pues, bien pensado,
ese fuego amoroso y esa poesía
sirven para que le seduzcáis
a uno de ellos la hija;
pero para el feliz estado matrimonial se necesitan otras palabras y melodía.

WALTHER
(Sonriendo)
Lo sé también desde anoche:
hubo un gran alboroto en el callejón.

SACHS
(riendo)
¡Sí, sí! ¡Es verdad!
¡También oísteis el ritmo que tenía!
Pero, dejemos esto, y seguid
mi humilde consejo: atreveos a
componer una "canción magistral".

WALTHER
Una canción hermosa y magistral...
¿Cómo podría yo diferenciarlas?

SACHS
¡Amigo mío! En la feliz edad juvenil, cuando llevados del poderoso impulso
del primer y divino amor
notamos que nuestro pecho se eleva, muchos pueden conseguir
cantar una canción hermosa:
por ellos la canta la primavera.
Pero después vienen
el verano y el otoño y el invierno,
y desdicha y trabajos en la vida,
también de vez en cuando
la alegría en el matrimonio, bautizos, negocios, discordias y peleas; y los que después de todo esto aún logran cantar una canción bella,
vedlo: ¡esos son los maestros!

WALTHER
Amo a una mujer y pretendo
que sea mi esposa para siempre.

SACHS
Aprended las reglas de los maestros
para que os acompañen fielmente
y os ayuden a conservar aquello
que en los años juveniles,
con su divina fuerza vital,
depositaron en vuestro corazón
Primavera y Amor:
¡así nunca lo olvidareis!

WALTHER
¿Y quién creó esas reglas
que están en tan alta estima y precio?

SACHS
Fueron maestros muy desdichados, almas maltratadas por la vida.
En el desierto de sus penas
crearon la imagen
que conservaba en ellos
el amor juvenil,
como recuerdo, claro y firme,
de la primavera perdida.

WALTHER
Pero aquel de quien huyó
hace ya tiempo la primavera,
¿cómo podrá volver a imaginarla?

SACHS
Porque la reaviva siempre que puede.
Precisamente por esto quisiera yo,
hombre desdichado, enseñaros
las reglas para que las renovéis...
Ved, he aquí tinta, pluma y papel.
¡Dictadme y yo escribiré por vos!

WALTHER
Apenas sabría cómo comenzar.

SACHS
Contadme vuestro sueño.

WALTHER
Parece como si se hubiera esfumado en presencia de vuestras reglas.

SACHS
Ahí tenéis a mano el arte poética;
gracias a ella muchos
encontraron lo perdido.

WALTHER
¿No sería entonces un sueño,
sino inspiración poética?

SACHS
Ambos son amigos y caminan juntos.

WALTHER
¿Cómo empezaré según las reglas?

SACHS
Como más os plazca
y seguid luego por ese camino.
Pensad sólo en el hermoso sueño que tuvisteis:
¡y dejad que Hans Sachs
se ocupe del resto!

WALTHER
(se ha sentado al lado
de Sachs; éste irá escribiendo
el poema de Walther)
"Iluminado por la rosada aurora,
inundando el aire
del aroma de sus flores,
pleno de delicias
jamás imaginadas,
un jardín me invitaba
a ser huésped de sus esplendores."

SACHS
Esto ha sido una estrofa, ahora pensad que debe ir otra exactamente igual.

WALTHER
¿Por qué exactamente igual?

SACHS
Para que se vea con ello
que estáis buscando esposa...

WALTHER
"Dominando deliciosamente
el divino espacio,
un árbol magnífico
ofrecía al impaciente,
el delicado y grato peso
de los áureos frutos, perfumados,
en las ramas del frondoso tronco."

SACHS
No termináis con el mismo tono,
eso no agradará a los maestros;
pero Hans Sachs aprende de ello
que así habrá de ser en la primavera...
Ahora componedme una "tornada".

WALTHER
¿Cómo ha de ser?

SACHS
Si vos acertáis
a encontrar una buena pareja,
se comprobará en el hijo.
Semejante a la estrofa, pero no igual, rica en tonos y rimas propios de forma que sea válida por sí misma:
así se alegran los padres al ver el hijo.
Por lo tanto dad a vuestras estrofas un final donde nada de esto falte.

WALTHER
"Séaos expresado ahora el maravilloso
prodigio que me sucedió.
A mi lado estaba una mujer tan bella y divina como nunca había visto.
Al igual que una novia
ciñó dulcemente mi cuerpo,
y con insinuantes ojos,
me mostró resplandeciente en su mano aquello que mi deseo anhelaba:
el incomparable y preciado fruto
del árbol de la vida."

SACHS
(conmovido)
¡Esto es lo que yo llamo una tornada!
¡Ved cómo ya está logrado el periodo!
Sólo en la melodía sois un tanto libre, mas no diré yo que esto sea una falta; sin embargo parece que no es fácil de retener
y esto molestará a nuestros viejos...
Componed pues, un segundo período,
para que pueda advertirse mejor
cómo es el primero.
Rimáis tan bien que yo no distingo
lo que habéis poetizado
de lo que habéis soñado…

El final es conocido. Walther dicta, Sachs copia, Beckmesser entra subrepticiamente y se lleva robada la canción con la pretensión de presentarla como propia en el certamen del día siguiente. Como ha sido incapaz de aprenderla, su actuación es un desastre del que pretende hacer responsable a Sachs alegando que él sólo había copiado la canción. Sachs confiesa que el tema, en realidad, es de Walther y le anima a interpretarlo con el título que él mismo le había puesto y que es altamente significativo: “el divino modo de la interpretación del sueño matutino”. La obra termina colocando a cada cual en su lugar y celebrando un oficio tan antiguo como necesario cuyas normas lo preservan de la acción oxidante del tiempo.
A fines del siglo XIX, y de nuevo por la vía del estudio del alma humana, el sueño recupera su función benefactora e ilumina mito y poesía haciéndolos ganar en profundidad. Los estudios de Sigmund Freud habían destacado el poder terapéutico del viaje al inconsciente personal para tratar de llevar al nivel de la consciencia todo aquello que impidiese que una persona enferma hallara el camino de su curación, incluyendo lo más desagradable de sí misma. Aunque algún alumno de Freud como Karl Abraham estudió en su obra Sueño y mito la posibilidad de penetrar en el mundo mítico a través del psicoanálisis, serán Carl Jung y Otto Rank quienes más y mejor trabajen sobre la importancia del arquetipo en el descubrimiento y comprensión del inconsciente colectivo, es decir del lenguaje primitivo. Para Jung el mito sería una proyección de ese inconsciente colectivo transformada en una alegoría adornada de símbolos. Lo importante no sería si los elementos del mito estaban sacados o no de historias reales, sino que a través del inconsciente, es decir de un medio espiritual, analizábamos esos elementos y descubríamos en ellos la sabiduría antigua y común, esa filosofía de la naturaleza que Platón llegó a conocer y apreciar pero que no quiso utilizar por mor de una educación lógica que fuese capaz de equiparar “verdad” con “realidad”.

No sé si sería excesivo decir que la historia de la humanidad es una carrera permanente por controlar el poder de la educación con los medios más sofisticados, llámense filosofía o tecnología. Ortega y Gasset, recordémoslo a través de una de sus obras, deploraba ese tipo de educación que glorificaba solamente la moderna tecnología y cuyas consecuencias él no tuvo tiempo de apreciar en toda su plenitud: "En las escuelas –escribía en La rebelión de las masas- no ha podido hacerse otra cosa que enseñar a las masas las técnicas de la vida moderna, pero no se ha logrado educarlas. Se les han dado instrumentos para vivir intensamente, pero no sensibilidad para los grandes deberes históricos; se les ha inculcado atropelladamente el orgullo y el poder de los medios modernos, pero no el espíritu. Por eso no quieren nada con el espíritu, y las nuevas generaciones se disponen a tomar el mando del mundo como si el mundo fuese un paraíso sin huellas antiguas, sin problemas tradicionales y complejos".

Y sin embargo, desde hace cientos y cientos de años se vienen utilizando –volens, nolens- los mitos como vehículo a través del cual difundir, especialmente en la escuela, ideas y creencias. Lo cierto es que, tanto en el caso de que se quiera proponer una educación basada en ese tipo de sabiduría como si se utilizan las expresiones en apoyo de otra clase de educación –aparentemente más moderna y eficaz-, la tradición está presente.

Es raro el sistema educativo que no ha usado la poesía popular para reafirmar la hermosura de lo sencillo o que no ha tomado prestados elementos mitológicos para demostrar que siempre sucede lo que la vieja sabiduría recoge. Aportaré sólo un ejemplo: muchas culturas tienen, entre sus leyendas más vetustas, la de la desaparición de una civilización entera sepultada por un terrible diluvio. En todos esos relatos se usa como castigo reservado a la impiedad la muerte colectiva por ahogamiento, salvándose sólo unos pocos virtuosos elegidos. Hay algunas leyendas, sin embargo, que van más allá y añaden al argumento una desobediencia final que hace que quienes habían sido salvados en primera instancia sean convertidos en estatuas de piedra o de sal por volver la vista hacia atrás. Esta prohibición aparece en los clásicos griegos y latinos (también entre los hindúes, japoneses, árabes y hebreos) con mucha frecuencia. Ovidio narra en sus Metamorfosis cómo Orfeo, enamorado de Eurídice, quiere sacarla de los infiernos a través de empinados senderos y paisajes yertos; pese a la advertencia de Plutón y Proserpina de que no vuelva la cabeza hasta haber salido del laberinto infernal, Orfeo vuelve los ojos hacia Eurídice para preguntarle si se cansa, momento en que ella desaparece y él queda simbólicamente petrificado. Homero, Esquilo y Sófocles repiten en alguna de sus obras situaciones similares. En el estudio titulado Mito, leyenda y costumbre en el libro del Génesis, de Theodor Gaster, éste comenta la prohibición, presente en el libro sagrado, a propósito de la mujer de Lot y la atribuye un origen muy antiguo basado en una convención mágica y religiosa que se hizo lugar común entre los hititas, los persas, los hindúes y los griegos. Y Paul Sebillot, en Le Folklore de la France, escribe: "Los habitantes vecinos a poblaciones donde la tradición sitúa ciudades destruidas o sumergidas en circunstancias análogas al castigo de Sodoma y Gomorra muestran a veces rocas más o menos antropomórficas y dicen que son personajes castigados como la mujer de Lot y por la misma causa".

Para qué seguir; la idea aún está arraigada entre nosotros aunque apenas reparemos en ella por haber alterado su significado: entre las normas de buena educación que incluían hasta hace poco todos los manuales escolares estaba la de no mirar hacia atrás, y la verdad es que, como casi siempre, sólo se repara en esas costumbres cuando se consideran o se estudian dentro del proceso cultural del universo entero y siguiendo todos los pasos de su evolución, desde que son rituales o mitos con pleno sentido hasta que pierden su intención original.
Francisco de Ledesma, en sus Documentos de crianza, breve tratado de urbanidad en verso del siglo XVI, escribía:
Por las calles donde fueres
anda a placer y callado,
no mirando atrás, ni al lado
como simple a lo que vieres.
La labor de quienes nos dedicamos al estudio de las expresiones populares –y espero que se me perdone si esto suena a pedantería- es similar a la desarrollada por los historiadores del arte. Tenemos la obligación de explicar el origen o la naturaleza de determinadas piezas artísticas poniendo el énfasis en lo que verdaderamente significan, no en el pedestal que las soporta. La naturaleza de las pequeñas joyas que componen los repertorios populares es similar a la mostrada por algunas muestras de otros géneros en los que la comunicación de conocimientos tiene tanta importancia como el cúmulo de recursos que se usan para transmitirlos. Aparentemente estamos ante obritas de arte (y las denomino así tanto por su acabado perfecto como por responder a unas reglas) que no tienen autor. Y digo aparentemente porque en realidad su autor termina siendo cada uno de sus usuarios. La importancia del poeta popular, del narrador de historias o del cantor de un romance es tan crucial por lo menos como la atribuida al escritor en un cuento literario. De su habilidad para captarse al público dependerá, en muchos casos, la pervivencia de la expresión y, a la larga, la credibilidad del mismo género. Cualidades como la imaginación, la capacidad de improvisación, la facilidad para el gesto, la adecuación de medios para captar al auditorio aun en condiciones adversas, el uso correcto de la entonación, la intencionalidad, la utilización de inflexiones atractivas, harán de cada pieza un pequeño receptáculo en el que nos sentiremos contagiados por la magia del ámbito y seducidos por la voz y la palabra, que, como unas manos invisibles nos acariciarán, nos moldearán, nos golpearán o formarán sombras cuando convenga a cada momento y situación.
Hay pocos trabajos sobre la importancia de la mentalidad en la elección del repertorio personal y en la formación en definitiva de un corpus propio, cuestión que se ha venido obviando en la mayoría de las encuestas y recopilaciones de tiempos pasados como si el narrador o el cantor sólo fuesen autómatas que repetían lo que escucharon sin poner nada de su parte.
Sin embargo, de entrada, ponen la selección, ya que si no hubiesen tenido el interés o la predilección por lo que nos están transmitiendo, no habríamos tenido ocasión de escuchar su versión: es decir la pequeña joya no existiría y nadie podría admirarla.
Otra aportación podría ser la de la concisión o la capacidad de sintetizar, de esencializar las historias para que sean más fácilmente recordadas y retenidas. La brevedad sustituye generalmente a algunos circunloquios y excesos verbales que abundan en las recreaciones literarias.
La tercera aportación sería la posibilidad de transmitir un saber organizado. La finalidad de la poesía popular –no muy apartada en este caso de la función de educar del poeta clásico- sería crear un manual inmaterial de preceptos para saber vivir y comportarse frente a los demás. Algo que se podría comunicar ejemplificando a través del comportamiento de héroes o de figuras legendarias. En ese sentido la poesía tradicional estaría más cercana al mundo de los nobles guerreros que al de los escribas, según la acertada partición de la educación clásica que propuso Henry-Irenee Marrou.
La cuarta aportación sería la capacidad de tensar el hilo del tiempo, de conectar el pasado con el futuro para poder conservar aquello que merezca la pena. Vladimir Maiakowski, el poeta soviético que quiso hacer uso de un futurismo conectado a antiguas tradiciones rusas escribió: “El poeta debe apresurar el tiempo hacia adelante”. Gabriel Celaya concibió la poesía como herramienta necesaria, como arma cargada de futuro expansivo. Y tal vez pudiera serlo si en la melodía o el ritmo de una canción tradicional existen esas cualidades fisionómicas que permitieran identificar realmente el estilo, que tendría así una aceptación común y una permanencia en la memoria genética . Eduard Sievers afirmó: “cada texto recoge y guarda en sus páginas la modalidad prosódica peculiar del autor que lo compuso, y una lectura espontánea hace despertar y revivir en cualquier tiempo las ondas sonoras implícitas en las palabras escritas”.
La quinta aportación sería ayudar a imaginar. Al ejercitar la facultad de comunicar, es decir de entregar historias o mitos en forma poética, la poesía creativa eleva su tono aunque se mantenga muy cercana y atractiva en su contenido. Por supuesto que ese contenido corre a veces el peligro de acercarse demasiado a la realidad, de responder a parámetros exclusivamente locales como cuando se reivindica injustamente el origen exclusivo de un pensamiento universal. En esos casos convendría recordar a Plutarco, cuando en su obra De exilio, al comentar lo pequeña que ya es de por sí la tierra con respecto al firmamento, escribe: “Nos reímos de la estupidez de quien dice que la luna en Atenas es mejor que la de Corinto”.
Comencé con Salustio y termino con Plutarco. Es decir, he tratado de buscar una especie de acuerdo universal para recordar y destacar, aun en nuestros días tan ásperos para el sentimiento, la importancia de la poesía en la tarea de transmisión de las historias y los mitos. Mitos que se dice que sirvieron para relacionarnos con lo divino y que de paso, según opinaba el neoplatónico, habrían de servirnos también para investigar sobre ellos y mantener la inteligencia activa. Tal vez por eso escribía Italo Calvino: “Lo extraordinario es cómo a distancia de siglos una concepción descartada por mítica vuelve a resultar fecunda en un nuevo nivel de los conocimientos, asumiendo un nuevo significado en un contexto nuevo. ¿No sería posible concluir que la mente humana –en la ciencia como en la poesía, en la filosofía como en la política y el derecho- sólo funciona a base de mitos y que la única alternativa consiste en adoptar un código mítico en vez de otro?”.
¿Sería posible concluir –y ahora me lo pregunto yo- dando la razón al zapatero artesano Sachs y aceptando que la poesía en la tradición oral es, en efecto, “el divino modo de la interpretación del sueño matutino”?