25-05-2001
Suele ser la Tradición ese cúmulo de conocimientos, costumbres y cuentos donde solemos encontrar con más facilidad aquellos testimonios y pruebas que revelan hasta qué punto los antiguos nos transmitieron su sabiduría por la vía de la repetición y la experiencia, y hasta qué punto, por tanto, no cabe achacarnos a nosotros si ellos erraron o se apartaron consciente o inconscientemente de la verdad:
Si el papel de una tragedia
es malo -según Heredia-
no tiene la culpa aquel
que representa el papel,
sino el que hizo la comedia.
Al terreno de lo legendario pertenecen, pues, las múltiples historias -buenas o malas- que circulan sobre la santa, así como los casos y sucesos que fueron objeto de su protección desde los primeros siglos; y digo los primeros siglos, porque suponen los exégetas que santa Apolonia es abogada contra los dolores de muelas y dientes casi desde la fecha de su martirio, acaecido (según la mayoría de los hagiógrafos) a mediados del siglo III en Alejandría. Polonia o Apolonia recibió un atroz tormento de las enloquecidas turbas alejandrinas, trastornadas por un vidente que pronosticó grandes males para la ciudad si no morían todos los cristianos que habitaban en ella. Sabemos por Dionisio, obispo de Alejandría, en una carta escrita a Fabio, obispo de Antioquía, de cuya existencia da fe Eusebio en su Historia de la Iglesia, que los salvajes torturadores comenzaron por mortificar a la santa quebrantándole todos los dientes con una piedra, utilizando después la misma arma para abollarle todo el semblante. Durante siglos, tales dientes -recogidos cuidadosamente uno a uno por sus compañeros de religión- fueron distribuidos como preciosas reliquias por varias iglesias del orbe cristiano en las que, desde entonces, se leían oraciones para aliviar a los devotos de los molestos padecimientos de la dentadura.
Una tradición apócrifa y localista, sin embargo, supone española a santa Apolonia y nacida en Barcelona, donde estaba casada con un hombre de tan mal carácter y de mano tan ligera que raro era el día que no se le escapaba un par de mojicones que iban a parar al rostro de la santa; harta de trato tan brutal Apolonia abandonó su hogar y se refugió en el convento de las dominicas de Monte Sión, donde pidió recluirse en una celda. Al cabo de unos días de vida monástica y hallándose en meditación, contempló en un rincón de su cuarto una visión de Cristo con la cruz a cuestas que muy lentamente pasaba ante sus ojos. Como este hecho se produjera de nuevo al día siguiente y al otro, armándose de valor se atrevió a acarcarse al Nazareno y, poniéndose de rodillas, preguntó humildemente: "Señor, ¿queréis que os ayude a llevar la cruz?", a lo que respondió la aparición: "Apolonia, Apolonia, ¿cómo quieres ayudarme a llevar mi cruz si no soportas tú la más liviana del matrimonio?". Impresionada por estas palabras regresó al día siguiente a su hogar donde su marido, nada más verla (y atención porque no hay final feliz) le propinó dos mamporros que la hicieron saltar todos los dientes y muelas de la boca.
En ambos casos, sin duda, son los dientes arrancados los que determinan el hecho de designar a esta santa como bienhechora contra los dolores de dentadura; a la definitiva adjudicación de ese patronazgo contribuyeron escritos medievales como el Tesoro de los pobres de Pedro Hispano o la Leyenda dorada de Santiago de Vorágine, en cuyas páginas tomaron cuerpo las escuetas biografías de muchos santos. Estos libros hagiográficos junto con innumerables "Ejemplarios" o libros piadosos, sirvieron para crear historias populares muy arraigadas en anteriores creencias y mitos, que cuajaron perfectamente en el pueblo. Esta corriente de conocimientos ha llegado casi intacta a nuestros días, en los que todavía se recuerda a Santa Apolonia en muchos lugares de España bajo distintas fórmulas que la tradición ha ido acuñando. En Andalucía, por ejemplo, se cree que no duelen las muelas si se reza un padrenuestro a la santa en el intervalo de alzar la hostia y el cáliz durante la misa. Rodríguez Marín recoge dos cancioncillas particulares que se deben formular en una especie de diálogo entre dos personas. Una es:
-Santa Apolonia, las muelas me duelen.
-Ya no me duelen.
Y la otra:
Santa Polonia bendita
a mí me duelen las muelas,
yo no puedo comer pan.
-Pues entonces como mierda.
El mismo remedio del padrenuestro lo recoge Azkue en el País Vasco, añadiendo el localismo recogido en Urquiola de tomar un buche de agua en la fuente de la ermita de santa Polonia en esa villa, dar tres vueltas a la ermita y terminar arrojando el agua dentro de ella.
En Cataluña, donde como hemos visto había gran devoción por la santa, sacaban un carrito con su imagen por las calles y quien se arrimaba a empujarlo durante la procesión se libraba ese año del dolor; tampoco lo padecía quien acudía al convento mencionado de Monte Sión y se pasaba por los carrillos la reliquia (una quijada) de la santa, que allí se conservaba. En cualquier caso siempre valía para suavizar el dolor esta oración que traduzco: "Quijada traidora, no me des más dolor, que no lo quiere Nuestro Señor. Vete de aquí donde yo no te pueda sentir, ni ver ni oir, ni tampoco nuestro Señor, y quedaré confortado. Gloriosa Santa Apolonia, amiga de santa Antonia, hazme pasar este mal que me da la dentadura, que no me deja dormir y me hace penar y padecer. Santa Apolonia gloriosa, concédeme una buena cosa, que se me cure este mal y me haga pasar el dolor de quijada".
En Castilla era frecuente esta especie de recitado que dice:
A la puerta del cielo
Polonia estaba
y la Virgen María
que allí pasaba
dice: Polonia ¿qué haces?
¿duermes o velas?
Yo ni duermo ni velo
que de un dolor de muelas
me estoy muriendo.
Por la estrella de Venus
y el sol Poniente
y por Cristo bendito
que llevé al vientre
que no te duela más
ni muela ni diente.
Parecida es una oración portuguesa que también traduzco: "Santa Apolonia lloraba sentada a la puerta del cielo, cuando al pasar por allí se le apareció la Virgen: Apolonia, tú, ¿qué tienes que así lloras sin cesar? Tengo un dolor de dientes que me hace desesperar, ni de día ni de noche puedo ya descansar. Por Cristo sacramentado a quien traje en mi vientre, puedes descansar, que nunca más te duela el diente". Otro conjuro, recitado en las Azores dice: "La virgen santa Apolonia por los callaos del mar iba; con dolor de sus dientes encuentra a la Virgen María y ésta le pregunta: Apolonia, ¿dónde vas? Ella responde: Señora, en busca de vos iba. Vuelve atrás, Santa Apolonia, que por esos nueve meses que anduve con mi hijo en el vientre, se te adormezcan los dientes".
Todas estas fórmulas, que tienen más de conjuro mágico que de verdadera oración, incluyen, como hemos visto, a la patrona Apolonia, de quien la iconografía se ocupó también ampliamente. Es curioso observar que, aunque ninguno de los primitivos testimonios literarios que hablan de su martirio describe la forma en que le fue arrancada la dentadura, ya desde las primeras representaciones pictóricas, sin embargo, aparece la Santa con sus correspondientes tenazas o forceps dentario. La edad media es la época en la que más y mejor se desarrolla esta imagen arquetípica de la santa, apareciendo, por ejemplo, en el libro de las Horas del Caballero Etienne de Jean Fouquet -donde se reproduce la escena de su martirio con todo detalle (dos hombres le tiran de los cabellos y de los pies mientras otro, con unas largas tenazas, le arranca la dentadura)- y en el libro de Horas de Catalina de Cleves; posteriormente innumerables artistas -pintores, grabadores y escultores- representan a la santa (casi todos con mínimas diferencias) mostrándonosla como una joven (aunque Dionisio hablaba de una mujer de avanzada edad) que lleva en una mano la palma del martirio y en la otra el famoso dentón. Es probable, por tanto, que la difusión de su patrocinio por todo el occidente cristiano se deba tanto a la precisión e inmutabilidad de sus símbolos como a lo universal e inevitable de los mismos padecimientos de los que es protectora. A esos padecimientos y a las múltiples formas que la tradición recomienda para mitigarlos vamos a dedicar las próximas líneas, haciendo mención tanto de las soluciones pretendidamente científicas como de aquellas otras que pertenecen claramente al círculo de la magia.
Para empezar, habría que recordar la importancia que la sociedad tradicional daba a la boca, tanto desde el punto de vista de un perfecto funcionamiento de todo el organismo ("Boca sin dientes hace muertos a los vivientes"), como desde un punto de vista estrictamente estético ("En boca mellada no entra noviazgo"). Esto, unido al hecho de que una afección bucal rara vez tenía consecuencias fatales para el individuo, dio origen a una serie de tratamientos, las más de las veces curiosos y caseros, que, sin más preámbulo, voy a pasar a enumerar.
Entre los que tenían un tono críptico o supersticioso podríamos empezar por los que suponían que dientes y muelas se caían por la acción de un gusano que roía las raices. Para prevenir su aparición y desarrollo convenía cortarse las uñas en lunes (otras tradiciones dicen que en sábado, pero casi siempre en día de la semana que no tenga R). Si el gusano ya estaba dentro, el mejor remedio para expulsarlo o acabar con él solían ser unos sahumerios, transmitidos a la boca por medio de un embudo; esos sahumos podían ser de agua o leche hirviendo, de beleño, de acebo y salvia, de centeno majado con azúcar, de incienso o, simplemente, de tabaco quemado. Tampoco era mala solución saltar sobre la hoguera el día de San Juan llevando, eso sí, la boca abierta. Si el gusano resistía y se hacía necesario un tratamiento más tópico, éste podía consistir en un colutorio de vino mezclado con hojas de hiedra, saúco, simiente de pimiento y media cucharada de sal. La sal, por cierto, que aparece en casi todos los remedios caseros, me trae a la memoria una anécdota referida -creo- por el padre Isla en alguno de sus escritos, en la que relata cómo un barbero está aplicando unos emplastos a un paciente (y nunca mejor dicho) al que acaba de extraer una pieza; cuando se da cuenta de que le falta la sal, requiere a gritos a su mujer para que la baje del piso de arriba, donde está cocinando. A las voces de : -Mujer, ¿no bajas la sal?. responde ella -que ha estado escuchando los gritos-: -Bastante sal bajada ha habido por hoy.
Otro colutorio, poco recomendable para los aprensivos, por cierto, se podía hacer con los orines de un buey, aunque solían preferirse los de aguardiente o vino, sobre todo si se había dejado cocer con una moneda dentro. El metal, a causa de la dureza que por magia simpática podía transmitir, se utilizaba mucho en esta clase de menjunjes; una moneda muy caliente, un hacha colocada en un carrillo o un mordisco a una cruz de hierro son, en ese sentido, tres antídotos más contra la odontalgia.
Otro remedio curioso cuya prescripción, por extraño que nos parezca, no está tan lejana de nosotros ni en el tiempo ni en el espacio es el que aparece escrito en el Libro nuevo que contiene botica general de remedios útiles y experimentados, publicado por Santarén en Valladolid el año 1828 y que dice: "Para sacar una muela sin dolor. Toma un lagarto vivo, ponlo a tostar en una olla nueva dentro de un horno y lo harás polvos. Restrega con ellos la encía del quijar, diente o muela que doliere, ora esté dañada o no, y se ablandará la carne de tal manera que con los dedos, a muy poca fuerza, podrás sacar todos los dientes y muelas sin dolor". Ranas, sapos y lombrices también se utilizaban para frotar, una vez reducidos a polvo, las piezas dañadas.
Por la dureza y por la misma razón mágica del metal, solía servir un cuerno de venado hecho limaduras o quemado en unas brasas. A este propósito no me resisto a copiar lo que dice acerca de los dientes una especie de Catecismo del siglo XVI titulado Entelechia de todas las cosas, que, por preguntas y respuestas va enseñando al que no sabe; en el capítulo XIII trata de la dentadura y dice:
-Por qué tenemos dientes?
-Porque se corta con ellos la comida que ha de pasar al estómago. Y porque sirven de resguardo y defensa de la lengua. Y porque con ellos se forma bien la voz.
-¿Por qué tienen los hombres más dientes que las mujeres? (Y aquí repite un error transmitido por Aristóteles y extendido después por muchos hombres de ciencia, entre ellos San Isidoro en sus Etimologías)
-Porque tienen más calor natural, mejor sangre. Y porque son más perfectos que las mujeres.
-¿Por qué sólo los dientes tienen sentido de tacto?
-Porque puedan conocer lo que daña al estómago, lo cálido, seco, agrio, dulce o húmedo.
-¿Por qué nos crecen los dientes y no crece otro hueso ninguno?
-Porque como se gastan, se acabaran si no crecieran.
-¿Por qué renacen los dientes y no renacen los demás huesos si una vez se quitan?
-Porque los dientes los engendra el húmedo nutrimental, que de día en día se renueva. Los demás huesos se engendran del radical en el vientre de las madres y no necesitan de renovarse.
-¿Por qué crecen más aprisa los dientes que las muelas?
-Porque son más necesarios.
-¿Por qué los animales que tienen cuernos (y aquí es donde yo quería llegar) no tienen dientes en las encías de arriba de la boca?
-Porque pasa a ser cuerno lo que había de ser diente".
No necesito seguir -aunque hay todavía otra página más de sandeces acerca de este tema- para dar a entender que con libros "científicos" como éste no necesitaban nuestros antepasados más estímulos para echarse sin remordimientos en los brazos de la superstición.
Pero volvamos a las soluciones mágicas, que habíamos dejado en las que producían el efecto por frotación, siendo las más curiosas las que creen que conviene friccionar la pieza dolorida con el diente de un muerto, o, como recoge el Padre Azkue en el País Vasco, frotar el carrillo con pelos de grano de rosa silvestre. El ajo frotado también se ofrece como una buena solución (más por el ajo que por la friega, supongo), pues este bulbo es uno de los remedios caseros más socorridos. De hecho en algunos lugares lo utilizaban para colocarlo en la muñeca (en "los pulsos", se decía) contraria al lado en el que se tenía el dolor de muelas. Algunos lo dejaban secar en el bolsillo esperando que se extinguiese el padecimiento; este sistema se hacía extensivo a otros objetos que iban desde el diente de un difunto, algún insecto, un puñado de nueces o castañas o una piedrecita, hasta una astilla de la imagen de Santa Apolonia, como sucedía en un pueblo de Guadalajara, donde la mitad posterior de la pobre efigie estaba desgastada por la costumbre de los devotos de arrancar trozos de madera de la talla.
Masticar patata, ajo, obleas en vinagre o colocar cataplasmas de pan migado en leche o de harina de linaza eran otras soluciones peregrinas para el caso que nos ocupa.
Terminando ya con este apartado reseñaré algunos ejemplos insólitos por la poca relación que pudiesen tener con la parte afectada, como el de lavarse los pies con agua caliente, ceniza y sal al acostarse y levantarse o el de colgarse del cuello un cordel con siete nudos. Sin embargo los más brutales, que también los hay, me parecen el de tocar una campana tirando de la soga con los dientes o el de arrancar con la boca un diente de la quijada de una calavera.
Hipócrates, Aristóteles y Teofrasto en Grecia; Celso, Escribón, Plinio el Viejo y Galeno entre los romanos; Oribasio y Alejandro de Tralles en Bizancio; Rasses, Alí Abbas, Albucasis y Avicena en el mundo Islámico y, cómo no, San Isidoro en sus Etimologías fueron algunos hombres de ciencia que en sus escritos se ocuparon con más o menos acierto y extensión del tema de los dientes. Dejo a propósito esas y otras referencias eruditas que ofrecen diagnósticos y terapias contrastadas para paliar el sufrimiento, pero no puedo pasar por alto algunos libros curiosos cuyas fórmulas contienen a veces ingredientes que sólo la fe o la confianza del enfermo podían asimilar.
Veamos, por ejemplo, algunos de los remedios que proporciona El libro de la almohada, recetario médico escrito por el galeno toledano Abén Wafid en el siglo XI. En el capítulo VI, dedicado a la boca, dice en el ejemplo 17: "Dentífrico para fortalecer la encía y limpiarla. Se toma una medida de rosa, media de semillas de acedera, otra media de maná de bambú, igual de nuez de areca, otra media de flor de granado, otra media de nuez de agalla sin perforar, un tercio de medida de dientes de ternero, una medida de la parte más pura de la galena, otra de coral calcinado, igual de Arcilla de Armenia y la misma cantidad de madera de agáloco. Se pulverizan por separado, se reúnen luego y se usa el preparado". En el ejemplo 20 nos recuerda a aquel tratadista que dando por escrito la fórmula para obtener un buen vino terminaba diciendo: "Pero lo mejor de todo es encomendarse al Niño Jesús que es lo que hago yo", por lo que el libro se acabó titulando Tratado del pan y del vino del Niño Jesús; en el ejemplo 20, como decía, escribe: "Dentífrico para los dientes dañados. Se toma una medida de arsénico, otra de cal viva y un cuarto de jugo de acacia. Se pulveriza todo, se amasa con agua de jabón y se deja en un pote nuevo al horno durante toda una noche. Para usarlo se pulveriza y se extiende sobre los dientes dañados dejándolo durante una hora. Luego se enjuaga la boca con aceite de rosa tibio. Si quiere Dios, ensalzado sea". No parece extraño que se encomiende a Alá, tanto por la posología del específico como por haber sido tradicional entre los árabes, desde el tiempo del Profeta, el considerar a la medicina como la segunda ciencia importante después de la religión. Se atribuyen a Mahoma las siguientes palabras: "Las ciencias son dos: La ciencia de las religiones y la ciencia de los cuerpos".
Como curiosa también, traigo a colación una traducción hecha del italiano a comienzos del XVI por Juan Agüero de Trasmiera de una colección de recetas titulada Robadas flores romanas de famosos y doctos varones compuestas para salud y reparo de los cuerpos humanos, donde hallamos también una fórmula para sanar el dolor de los dientes: "Toma un poco piltro griego y corta un poco de la raíz y mételo sobre el dicho diente. Y si es horadado toma un poco de la dicha raíz y apriétala entre un diente y otro y súbito cesará el dolor".
No puedo dejar de mencionar tampoco, por ser una obra que nos atañe, la titulada Coloquio breve y compendioso sobre la materia de la dentadura y maravillosa obra de la boca. Con muchos remedios y avisos necesarios y la orden de curar y aderezar los dientes. La escribió Francisco Martínez de Castrillo y se publicó en Valladolid en 1557 en la casa de Sebastián Martínez, junto a la iglesia de San Andrés.
Pero volviendo al mundo de la tradición hay otro aspecto que he apuntado antes brevemente y que no quisiera dejarme en el tintero. Es bien sabido que el Renacimiento es ese período histórico en el que las Artes, las Letras y las Ciencias toman un impulso considerable, diluyéndose al mismo tiempo algunas de las ideas medievales que aprisionaban y obsesionaban al individuo. También es una época en la que se popularizan estudios y conocimientos a través de pequeñas enciclopedias que no sólo podían penetrar en todos los hogares por su dimensión y amplia difusión, sino que podían propagar, como científicos, auténticos disparates. Estos tratados generales se conocen con el nombre de "lunarios" y, pese a haber comenzado a publicarse en el siglo XVI y existir todavía (recordemos el Zaragozano, llamado así en recuerdo de Victoriano Zaragozano, astrónomo español del siglo XVI), no han variado apenas su contenido. Es famoso en España por las muchas reediciones el de Gerónimo Cortés, aunque traigo aquí, por ser casi desconocido y haber sido escrito por un riosecano, el titulado Cronología y Repertorio de la razón de los tiempos. Rodrigo Zamorano, su autor, llegó a ser cosmógrafo y piloto mayor de Felipe II sin haberse embarcado nunca y aún tuvo arrestos para dejarse examinar públicamente de tales materias demostrando que sabía más del arte de navegar que los mejores marinos de su tiempo.
Como otros hombres de ciencia de su época, Zamorano considera al ser humano como el componente principal del cuarto mundo del Cosmos, mundo que es reflejo de las otras cosas y que está influido por los planetas del octavo cielo. Así, los signos del Zodíaco, con la división que establecen del círculo anual del sol, tienen tanta importancia para el individuo que hasta pueden condicionar su fisonomía o sus enfermedades. Por ejemplo atribuye a los nacidos en Aries dolores de oidos, narices, dientes y ojos, por ser principio y cabeza del Zodíaco. A los nacidos bajo el influjo de Saturno les atribuye dientes desproporcionados y mal puestos; a los que están bajo Júpiter los dos dientes delanteros altos, señaladamente grandes; a los que influye Marte, los dientes largos y mal puestos, lo mismo que a los de Mercurio. Estas deducciones, tomadas tanto de esa idea de que el hombre se parece a lo que le rodea (plantas y animales) como de la propia experiencia, llevan a algún otro tratadista del renacimiento como Gian Battista Porta a escribir un libro titulado Phytognomonica en el que, creo que por primera vez, se compara pictóricamente a los dientes con los piñones de una piña. Porta analiza asimismo las semejanzas entre el sistema dental de los hombres y algunas plantas, cosa en la que, sin embargo, ya no es tan original, pues desde la edad media existían leyendas sobre algunas plantas, similares en su aspecto a distintas partes del cuerpo. Recordemos el ejemplo de la mandrágora que, con su apariencia de diminuto cuerpo humano, despertó leyendas sobre los gritos que daba al ser arrancada o sobre la maldición mortal que venía a recaer en quien se atrevía a hacerlo, teniendo que extraerse de la tierra por el sistema de atar su tallo al cuello de un perro que tiraría de la planta.
Pero como decía, esa teoría de relacionar los planetas o los signos del Zodíaco con el aspecto físico de las personas es tan seductora que llega a salirse en un momento dado del ámbito de la astronomía para establecerse por derecho propio -y pese a la censura de los teólogos- hasta entre la propia gente de religión que usa y abusa de ella. Fray Leonardo Ferrer escribe en 1677 una Astronomía curiosa en la que vuelve a insistir sobre la creencia de que "los saturninos tiene el rostro largo, son algo morenos, medianamente gruesos, de cabellos negros, de desproporcionados dientes, muy barbudos o muy poco, espaciosos en el andar y se topan en los tobillos, ordinariamente tienen el un ojo menor que el otro, malos nadadores y echan de sí mal olor". Sin duda que escritos como éste y otros similares contribuyeron a la creación de un refranero fisiognómico cuyo mejor paradigma es el conocido dicho "La cara es el espejo del alma". Por recordar sólo cuatro ejemplos citaré que "Quien ha mal diente, ha mal pariente", "A veces muestra dientes quien sólo de ajo los tiene", "Cara sin dientes hace muertos a los vivientes" y "Boca sin muelas, molino sin piedras". A propósito de esta comparación me gustaría comentar una última idea que es la del variado simbolismo del diente, al que la tradición ha relacionado siempre con la vitalidad y, por extensión, con la procreación o con la potencia sexual. En un papiro procedente de Tebas y escrito alrededor del 1350 antes de Cristo, actualmente en el Museo Británico, aparece ya como negativo el hecho de soñar que se caen los dientes pues podría representar la muerte a manos de los propios criados. Como dije al comienzo, es lógico que algo tan decisivo para la salud como la dentadura se manifieste ya convertido en símbolo desde épocas primitivas y lógico también que su pérdida o deterioro estén imbricados con la idea de la muerte; su conservación y fortaleza, por el contrario, equivaldrían a larga vida y, en consecuencia, a la posibilidad de procrear más tiempo.
Para que los dientes de los niños se hicieran duros y fuertes se colocaban, una vez que caían los de leche, bajo una piedra o en un agujero de la pared, o se clavaban en una viga del desván. También era costumbre arrojarlos a un tejado o a un sobrado, lugar donde solían habitar las ratas, consideradas tradicionalmente como los animales de dientes más duros. Al arrojarlo se decía "Dientecito, dientecito, te tiro al tejadito para que salgas más bonito", fórmula que, más o menos transformada, existe en casi todos los folklores del mundo pero siempre con la misma intención: La de proporcionar una dentadura sana y por ende una vida afortunada. Las ratas que habían de devolver el diente quedaron representadas eufemísticamente en la tradición por el ratoncito Pérez, que solía traer dinero al niño que había perdido alguna pieza. Otra forma de proporcionar una dentadura sana a los más pequeños era colgar de su cuna o de su cuello un colmillo de jabalí o una sarta de ellos, costumbre que, al decir de algunos antropólogos, fue de lo más frecuente en antiguas sociedades de cazadores.
Quienes dan a los dientes un significado sexual, suelen recordar que los deseos de morder forman parte desde épocas remotas del juego erótico que llega a su culminación cuando uno de los amantes quiere comerse al otro. Existe pues un vínculo biológico primario, y de gran peso y tradición, entre la nutrición y la sexualidad, tal vez provocado por el hecho de que en algunas especies animales (recordemos la mantis religiosa) la hembra devora al macho en el coito. La mitología recuerda este miedo del macho a ser devorado por la hembra en algunos cuentos muy antiguos de los que todavía quedan ejemplos entre los siberianos y entre los indios de América del Norte; el título genérico de este tema es el de "la vagina dentada" acerca del cual escribe Vladimir Propp: "Seis hombres van a cazar focas y se extravían; llegan a la otra parte. Allí, en una plataforma, hay sentadas seis mujeres dedicadas a limpiar pescados. Las mujeres invitan a los forasteros a su cabaña y preparan un rico banquete. Se subieron a unos banquillos, se acostaron y se durmieron. Al cabo de poco rato uno de ellos se despertó, bajó del banquillo, se acostó en la cama de una mujer, murmuraron un poco, se subió encima de ella: Ay, ay, ay; y murió. Al segundo le sucedió lo mismo y sucesivamente a todos los demás. El sexto se levantó, se aproximó a la mujer que estaba tumbada en el banquillo de la izquierda, subió y se tumbó junto a ella, murmuró y se oyó un gran grito: El se había montado sobre ella, le había metido una piedra y ella la había mordido con la vagina; se había roto todos los dientes, no le había quedado ni uno".
Según Propp estos dientes son un símbolo de la potencia de la mujer, de su primacía sobre el hombre. Una vez que un hombre mete una piedra en la vagina dentada se rompen todas las piezas, perdiendo la mujer su fuerza. "Ex illo tempore, vagina innocens semper fuit", dice Dorsey: Desde aquel tiempo la vagina fue siempre inocente.
Como habrán podido observar la tradición es fecunda y ha producido estas y otras notables expresiones populares que no sigo relacionando por no cansarles, pero que demuestran hasta qué punto temas relativos a la vida humana, su conservación y desarrollo, se transmitieron hasta tiempos recientes de boca en boca.