Revista de Folklore

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Larra y Mesonero Romanos: una visión romántica a través de la moda

RUIZ CACERES, Rocío

Publicado en el año 2019 en la Revista de Folklore número 453 - sumario >

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En la España de la primera mitad del siglo xix el costumbrismo adquiere una gran relevancia gracias a dos célebres escritores cuyos artículos de costumbres posibilitarán el nacimiento del periodismo moderno. Mesonero Romanos como instaurador del periodismo europeo en España y fundador del Semanario Pintoresco Español, publicación modélica que serviría de referente para futuras revistas de España; Larra como periodista incisivo, sutil, preciso e inconformista, cuya pluma analiza los usos y costumbres de la sociedad española desde una óptica censora. Es evidente que en ambos escritores podemos apreciar ciertas similitudes a la hora de tratar el tema de la moda, pero también observamos que existen determinadas diferencias que les alejan en gran manera. En cualquier caso, su corpus literario remite al lector a tipos concretos y a círculos sociales precisos en donde la moda está siempre presente, bien para censurarla o, en ciertos momentos, para ridiculizarla por no ajustarse a los contextos históricos en que se desarrolla la acción de una obra teatral.

Larra, cuyos artículos se han convertido en una fuente en sumo grado atractiva para analizar el tema de la indumentaria, nos acerca y enfrenta a unos asuntos que parecen estar de actualidad, a pesar de haber sucedido unos siglos atrás, ya que al escudriñar el interior de sus personajes notamos esa modernización que les acerca al presente. Ofrece un amplio muestrario de tipos, usos y costumbres, observados unas veces de manera directa y, en otras, a través del recurso de la perspectiva, según su intención crítica. Por el contrario, en Mesonero Romanos sus personajes no ofrecen frescura, pues forman parte del pasado, como reflejo de unas costumbres que en nada se parecen a las de hoy en día, mostrando el Madrid del siglo xix como un documental que refleja con gran detenimiento los hábitos y costumbres del pasado. Plantea sus críticas sin ningún tipo de exageración, con ponderación, sin herir a los demás, de forma más sosegada, más equidistante, sin compromiso alguno. Actitud que se contrapone con el irónico costumbrismo de Larra, que es el eterno insatisfecho, pues le interesa el análisis de sus tipos y los problemas que acuciaban a la España del momento. Mostrará siempre su descontento con un estilo mordaz a tono con el asunto tratado. Su actitud será más crítica, incluso hiriente. Por el contrario, Mesonero Romanos expone una realidad existente desde el punto de vista de la observación, sin compromiso alguno con la realidad que describe, como podemos leer en la introducción a las Memorias de un setentón, donde se autodefine «cómodamente sentado en amigable correspondencia con los personajes de la acción, escondido tras los bastidores de la escena» (1994: 87).

Una de las cuestiones que más le distancia respecto a Larra es el tema del patriotismo. Desde un enfoque más castizo Mesonero intenta defender lo autóctono contra la invasión corruptora de las formas y modos extraños, consciente de que no sólo las costumbres pueden ser corrompidas por la influencia exterior, sino también hasta el mismo idioma puede sufrir las nefastas consecuencias al estar plagado de neologismos innecesarios. Su nacionalismo, pues, lo lleva en algunas ocasiones a elogiar lo español por el mero hecho de serlo. Lo más frecuente en Mesonero es su intento de reforma tanto en las costumbres como en los hábitos, un tipo de reforma pragmática. Sin embargo, en Larra observamos un peculiar patriotismo en cuanto a sus críticas contra determinados tipos sociales y comportamientos de los españoles. Aunque, como es bien sabido, las críticas lanzadas las hacía con el fin de reformarlas. Además, identificaba la manera de vivir con la libertad, asociaba las costumbres con la liberación, con los modos de diversión, y esto se aplica también al modo de vestir, como modo de ver y vivir la verdadera libertad, como deja explícito en «Jardines públicos» publicado en la Revista Española el 20 de junio de 1834: « […] un pueblo no es verdaderamente libre mientras que la libertad no está arraigada en sus costumbres e identificada con ellas» (1960, II: 412).

La vida pública no es sólo intelectual o política, sino que incluye el modo de vestir, como podemos también apreciar en el artículo «Modas» publicado en la Revista Española, el 24 de agosto de 1834. En dicha colaboración periodística la moda está insertada con la vida política, con los ministros, diputados o personas ligadas a los ministerios o al Parlamento: «se siguen estilando las sesiones cortas, muy cortas, como si dijéramos a media pierna; en esto se dan la mano con los vestidos de maja; así es que se suelen dejar lo mejor en desabierto» (1960, II: 432).

Relación entre moda y política que la crítica especializada ha señalado con respecto a Fígaro, como en el caso de José Escobar, pues para el citado crítico la ideología del costumbrismo y las posiciones o actitudes conflictivas que dicha ideología implica se manifiestan en un motivo específico: la moda. La forma de vestir en la España de Larra plantea un conflicto ideológico entre los tradicionalistas y los conservadores. Desde las páginas del Correo de las Damas y de la Revista Española, tal como constata Escobar, la moda hay que considerarla como elemento que refleja el espíritu de la época, ya que en los trajes quedan plasmados los gustos e ideales del momento determinado en el que se elaboran.

En los artículos sobre modas escritos por Larra se percibe con nitidez su concepción renovadora de las costumbres en general y de los modos de vestir en particular:

La mantilla y la basquiña estrecha de las señoras, y la capa encubridora de los hombres ¿no presentaba el aspecto de un pueblo enlutado, oscuro y desconfiado? Véanse, por el contrario, esos elegantes sombreros que hacen ondear sus plumas al aire con noble desembarazo y libertad; esas ropas amplias e independientes, sin traba ni sujeción, imagen de las ideas y marcha de un pueblo en la posesión de sus derechos: esa variedad infinita de hechuras y colores, espejo de la tolerancia de los usos y opiniones (1983:163).

Esa vida pública se muestra en el Paseo del Prado, donde se pueden observar dos Españas totalmente opuestas en su forma de entender la vida. Por un lado, una España arcaica que es castiza, la España de la Inquisición, que ha establecido un pensamiento lúgubre y aburrido; y por otro lado, en contraposición a ésta, Larra contempla en este momento en el Prado una España joven, europeizada, animada, jubilosa, respetuosa, comprensiva y, en definitiva, independiente y soberana. Con respecto a su percepción de las costumbres, compara las dos Españas a través del sentido de la moda: por una parte la mantilla típica nacional y, por otra, el novedoso sombrero que procede de Francia, tal como lo constata en el texto anterior seleccionado: «En el Prado ve una España diferente de sí misma. Dos Españas distintas en su manera de concebir la vida. La España antigua es la España castiza, la España de la Contrarreforma, de la Inquisición, que ha creado una mentalidad austera, sombría, monótona y triste» (1983: 164).

Larra mantiene un espíritu anti castizo, apoya el cambio que se ve en España debido a los emigrantes que regresan al país con nuevos trajes, nuevo colorido, que hace que la nación se rejuvenezca, sea más alegre y europea, más tolerante y, en resumen, más alegre. Esta contraposición no podía ser más provocadora para los costumbristas castizos que desencadenaron una reacción en contra de todo lo extranjero y en defensa de lo nacional. En su artículo «La diligencia», publicado en la Revista Mensajero, 16 de abril de 1835, mostrará también el asombro de la gente que acude a recibir a los viajeros procedentes de París: «A su vuelta, ¡qué de gentes le esperaban y se apiñaban a su alrededor para cerciorarse de si había efectivamente París, de si se iba y se venía, de si era, en fin, aquel mismo el que había ido, y no su ánima que volvía sola! Se admiraba con admiración el sombrero, los anteojos, el baúl, los guantes, la cosa más diminuta que venía de París» (1960, II: 75).

Su propia manera de vestir, su forma de presentarse, se hacía notar en público. Era un gran seguidor de las modas, aunque no en lo que a novedades se refiere, sino más bien en el uso o cuidado de su atuendo y sus accesorios. Entre sus efectos personales se encontraron seis alfileres de oro, ocho pares de guantes, un paraguas, dos pares de pantalones de paño, dos fracs de paño, uno verde y otro negro, que eran los colores de moda de la época, cuatro chalecos y tres sombreros de seda. Todas ellas son prendas que pertenecen al vestuario de un dandy, donde se impone la sobriedad. La elegancia masculina como fenómeno social utilizada en contra de la sociedad vestida en serie. La necesidad de distinguirse se transforma ipso facto en una satisfacción. Así emerge un elegante, que no es indispensablemente un figurín. Larra es elegante, distinguido respecto a su deseo de manifestar algo con su forma de vestir y trata de destacar del resto de sus coetáneos. Su estilo es también fruto de sus largas temporadas fuera del país. Fervoroso demócrata en política y censor de las clases sociales más populares y humildes del Madrid de su época, pues sentía a su pueblo desde una perspectiva abstracta condicionada y guiada por un grupo de personas selectas. Larra es aristocrático, viste como tal, pero este rasgo no está en contradicción con su forma de pensar, con su sentir liberal, pues anteponía esa inteligencia señorial al comportamiento del pueblo, como en «La fonda nueva», «Entre qué gentes estamos», «Corrida de toros»… Él forma parte de esa minoría selecta y actúa en beneficio del resto de la sociedad.

Se viste y se arregla a la europea para pasear por un Madrid enlodado y conspirador, representa la figura de Europa, quiere ser el progreso, la civilización, la libertad y el estilo. Su persona y su vestimenta son una contestación a la ordinariez de los madrileños. Ejercita así su libertad. Profundamente español, ejerce de afrancesado. Gracias a la correspondencia epistolar publicada entre Larra y sus padres se puede deducir con no poca facilidad que Fígaro tuvo la tentación de residir en Francia y proseguir en dicho país su labor como periodista, tal como se confirma en el corpus epistolar dirigido a sus progenitores. A Larra le alagan las notabilidades literarias de París. Nodier y Taylor le ofrecen colaboraciones periodísticas, fundamentalmente sobre nuestros monumentos artísticos y costumbres españolas. Le instan a que escriba sobre la literatura y teatro. En carta dirigida al editor Delgado, el 27 de mayo de 1835, le indica que «puede usted poner esto en conocimiento de Bretón, de Vega y demás, por si les puede servir de satisfacción. Ya pueden calcular que como español y como amigo habré tratado de dar todo el realce posible a nuestras cosas y a ellos mismos» (Larra, 1960, V: 223). El afrancesado Larra exaltado español y obsesionado por su añorada España le escribe a Delgado, 20 de agosto de 1835, palabras sentidas y sinceras sobre sus sentimientos: «Pienso en mi España ahora más que nunca, y la considero siempre como mi cuartel general» (Larra, 1960, V: 246). Francia inspirará el liberalismo de Larra (Pérez Vidal, 2011: 51-72) y su cultura impregnará sus artículos costumbristas y de crítica teatral (Rubio, 1983: 113-126; Gies, 2011: 225-235).

Quiere a España libre, apartada de ideales castizos. Escribe siempre desde la independencia y hacia el europeísmo. Le interesan las obras europeas porque, según él, traen libertad y modernidad. Se trata de una voluntad de superación de la sociedad, en la que cree totalmente, más que de un individuo concreto. A Larra le importa el hombre, de ahí que intente aleccionarlo para que cambie su conducta, su forma de pensar y acepte los avances que se producen en otros países sin cuestionarlos y sin ningún tipo de prejuicios. Sus artículos de costumbres están llenos de frescura, nos aproximan y confrontan a unas cuestiones que continúan vigentes; sus tipos vestirán con prendas del siglo xix, sin embargo, al investigar sus pensamientos los percibiremos modernizados. No se contenta con revelar una costumbre o un tipo, sino que nos presenta una visión más extensa de la España del siglo xix. Fija su mirada en la clase media y desprecia a los representantes de las clases populares, no censurando al pueblo, pues lo que pretende es modificarlo, intenta guiar a un pueblo sin educación y cultura a través de los intelectuales.

Los artículos cuyo contenido se centra en el tema del vestuario conforman un verdadero documento que nos acerca a la vida diaria y, por tanto, nos introducen en la moda del momento, aportando, podríamos decir, todo un manual de especificaciones de los tipos referentes a los distintos grupos sociales del siglo xix, como en el caso del artículo «El mundo todo es máscaras. Todo el año es carnaval», publicado en época temprana, en El Pobrecito Hablador, 4 de marzo de 1833: «Un joven de sesenta años disponiéndose a asistir a una suaré; pantorrillas postizas, porque va de calzón; un frac diplomático; todas las maneras afectadas de un seductor de veinte años; una persuasión, sobre todo, indestructible de que su figura hace conquistas todavía […]» (Larra, 1984: 214). Larra critica la actitud de un señor avanzado en edad, que trata de componerse para acudir a una fiesta como si fuese el joven que dejó de ser hace ya tiempo. Critica la costumbre de intentar aparentar algo que no se es a través de la vestimenta. Él, fiel a sus ideales, reprenderá esas conductas que tan poco le agradan.

En sus artículos de crítica teatral la vestimenta ocupará un lugar destacado, pues censurará el comportamiento de actores y actrices que vestían de forma anacrónica en sus representaciones. Mundo de la farándula que no dudaba en utilizar determinados ropajes con tal de ver beneficiada su figura. Larra trata de corregir este defecto generalizado en su época. Por ejemplo, en su artículo «Los dos hermanos a la prueba» señala lo siguiente: «Agréguese que se ha vestido por los más de los actores de mojiganga y moharracho: levitas del día, casacas antiguas, sombrero redondo, polvos y bolsa… Todas las épocas, todos los trajes y todos los países han sido puestos a contribución para realzar esta pobre farsa, y la escena, a este paso, se nos vuelve prendería» (Larra, 1960, I: 220). Por el contrario, cuando una actriz sacrifica su esbeltez o figura Larra elogia su actitud, como en su artículo de crítica teatral Pelayo. Tragedia de Don Manuel José Quintana:

La señora Rodríguez ha sido también la única que en medio de la escasez de datos que hay acerca de nuestros trajes antiguos ha sabido acercarse a la verdad histórica. Y si el traje que ha sacado no es agradable ni agradecido tanto más hay que alabarla; pocas actrices quieren sacrificar su buen parecer a la exactitud y verdad escénica; esto supone amor al arte y gran deseo de agradar, más que como mujer, como actriz (Larra, 1960, I: 240).

Si Larra no apoya el casticismo, sino más bien lo contrario, porque su objetivo es la evolución de la sociedad, el desarrollo, el progreso, Mesonero Romanos supondrá ese estatismo o esa permanencia en las costumbres típicas de la sociedad, aunque también seguidor de las modas, eso sí, españolas, ya que, como podemos leer en Memorias de un setentón, a los veintitrés años se identificaba con los jóvenes leones y asistía a salones y paseos de buen tono; matices todos ellos que constituyen unas cualidades muy notables de su vida. En el capítulo «Usos, trajes y costumbres de la sociedad madrileña en 1826» Mesonero Romanos da probada cuenta de sus conocimientos de la moda:

El sastre Ortet, el zapatero Galán, el peluquero Falconi y el sombrerero Leza cuidaban de apropiar s sus juveniles personas los preceptos inapelables de los figurines parisienses, los carriks de cinco cuellos, las levitas polonesas de cordonadura y pieles, los pantalones plegados, los fracs de faldón largo y mangas de jamón, los sombreros cónicos, las corbatas metálicas y cumplidas, y los cuellos de la camisa en punta agudísima, las botas a la bombé o a la farolé, y el cabello levantado y recortado a la inglesa […] El vestido y adorno de las damas era también extremado, aunque, si ha de decirse la verdad, carecía del gusto y variedad que ha adquirido después. El talle, alto por lo general, deslucía los cuerpos y quitaba gracia y flexibilidad al movimiento; las dulletas y citoyennes de seda, entreteladas y guarnecidas de pieles o cordonadura, tenían, sin embargo, cierto aspecto majestuosos y solemne; los spencers (corpiños), junquillos o rosas lucían bien sobre un vestido de punto, de seda, ceñido al cuerpo […] (1994: 365-366).

Mesonero ofrecerá un abundante material noticioso en el extenso capítulo citado que se complementa de forma concisa y de forma diacrónica en las crónicas de modas publicadas en el Semanario Pintoresco Español durante tres décadas, desde el año 1836 hasta 1857.

Marchará al extranjero para examinar los avances, la ciudadanía y los progresos practicados en dichos centros urbanos, y actuará como mero espectador, fisgón eso sí, de una realidad y sin ninguna finalidad ideológica. Intenta apartarse de los periódicos tendenciosos, ideológicos, políticos, pues persigue una intención literaria, además de la descripción de la ciudad de Madrid, con sus tipos y toda una serie de rasgos que les caracteriza, como es la vestimenta.

El costumbrismo de Mesonero no es igual al inicio de su andadura periodística que al final de su trayectoria literaria. En su primera colección costumbrista Panorama Matritense, formado por veintidós artículos publicados en Cartas Españolas y dieciséis artículos publicados en La Revista Española, más siete artículos que selecciona de los publicados en el Boletín de Avisos, se evidencia su faceta de estudioso investigador y de agudo observador de la realidad coetánea. En estos artículos el autor es narrador testigo, está dentro del universo representado, formando incluso parte de los personajes de la escena como un madrileño más que actúa en el escenario que se describe. Contemplamos, por tanto, cómo en esta primera serie entra en el contexto de sus escenas como testigo presencial, como un personaje que se relaciona con los demás tipos que son representantes de diversas profesiones, que poseen unas determinadas actitudes y muestran unos comportamientos peculiares. A través de esta experiencia como personaje integrante de sus artículos, intenta trazar la imagen de un personaje colectivo que es la ciudad de Madrid.

En su obra Escenas Matritenses Mesonero se dirige directamente al lector sin utilizar ningún intermediario de ficción, pretende alcanzar la máxima objetividad y la máxima galería de tipos del Madrid de la época, reproduciendo incluso los registros propios y jergas de cada uno de ellos. En los artículos referidos Mesonero aparece como testigo o protagonista-narrador, aunque lo que predomina es la pintura de un personaje omnisciente que no interviene dentro del argumento y lo observa todo desde fuera, se decanta por el comentario de aquello que sucede en Madrid. En estos artículos no suele introducir elementos moralizantes de carácter ético, con lo cual pretende mostrar al lector el español tal y como es, no tal y como debería ser. A continuación podemos comprobar ese tono cómico, divertido, jocoso, a la hora de describir con gran precisión y maestría la indumentaria del personaje que, entrado en años, intenta cuidar su imagen aunque los medios que tiene para ellos son escasos. Véase, por ejemplo el artículo «Una noche de vela», publicado en el Semanario Pintoresco Español el 25 de marzo de 1838:

Un vetusto mayordomo disecado en vivo, vera efigies de una cuenta de quebrados; con su peluca rubia, color de oro; su pantalón estrecho como bolsillo de mercader; su levita de arpillera; su nudo de dos vueltas en la corbata; el puño del bastón en forma de llave; los zapatos con hebilla de resorte, un candado por sellos en el reloj; y éste sin campanilla, de los que apuntan y no dan; persona, en fin, tan análoga a sus ideas, que venía a ser una verdadera formulación de todas ellas, un compendio abreviado de su larga carrera mayordomil. (1993: 355).

Las clases sociales en Madrid en el siglo xix se diferencian enormemente. Los señores llevan las mejores piezas que existen, tanto en lo concerniente al diseño como al tejido. Sus prendas vienen de la cuna de la moda, París, porque pueden permitírselo económicamente. Mientras que las clases sociales más humildes sobreviven con lo que pueden, intentando agradar y tratando de conseguir una imagen digna del lugar donde se hallan.

El costumbrismo de Mesonero Romanos está en consonancia con las características del escritor que proviene de una familia acomodada, dedicada a los negocios. Él mismo se define como un hombre contemplativo cómodamente asentado. Esa independencia económica favorece su libertad de criterios a la hora de adscribirse a una tendencia política, es un hombre moderado. No tiene ese estilo mordaz de Larra, sino que sus artículos tienen un cierto aire dulzón, suscribiendo plenamente el lema horaciano satyra quae ridendo corrigit mores (Rubio, 1994: 147-167).

A lo largo de la carrera literaria de estos dos grandes escritores hemos podido comprobar el considerable material de alusiones que se hacen a las modas en general y a la vestimenta en particular. Tanto Larra como Mesonero nos presentan en sus artículos a los diversos personajes típicos y característicos existentes en la sociedad de la primera mitad del siglo xix, haciendo una descripción detallada tanto de su fisonomía como de su peculiar forma de vestir. Algunos de estos tipos provienen de finales del XVIII, manteniéndose con gran firmeza, por estar arraigados en las costumbres sociales de la España castiza y patriótica. Estos tipos serán ejemplo de lo que permanece sin alteraciones, la pureza de la raza social, sin interferencias del extranjero.

En cuanto a la moda, tanto Larra como Mesonero, proporcionan información en sus artículos sobre dónde está la moda, como si se tratara de un reclamo para los más deseosos de alcanzar la belleza exterior. Larra en su artículo «Modas» publicado en la Revista Española, 24 de agosto de 1834, detalla los lugares en boga, donde la gente sale a pasear y a mostrar sus últimos modelos, como si de un desfile de moda se tratase: «Vacíos casi los teatros, desiertos los paseos, suspendidas las sociedades, ¿adónde iríamos a buscar la moda? Sólo podemos hacer algunas indicaciones generales acerca de los caprichos, más o menos fundados, de esa diosa del mundo, que así avasalla los trajes y peinados como los gustos y opiniones» (Larra, 1960, II: 431). Mundo del teatro que está relacionado con la moda, con el vestido, un contexto social que plasmaría magistralmente Galdós en su novela La de Bringas.

Los lugares públicos son los que el escritor propone como lugares de encuentro de las modas, de esta forma, si los paseos o los teatros quedasen vacíos, habría que imaginar o suponer qué prendas, tejidos o colorido serían los más nuevos y bellos.

Se asocia cualquier moda que surge en la sociedad a la moda del vestir, y así se produce cierta comparación que sirve también para criticar ciertas formas que no gustan en la indumentaria femenina:

Empiezan a estilarse mucho los artículos de oposición: se asegura que hacen bien a todos los cuerpos. Algunos se ven, sin embargo, que hacen tan mala cara al Estamento como los ferronières de metal a las señoras, que las desfiguran todas y hacen traición a su hermosura; en este caso están los de hechura llamada a la sesión secreta. Lo más raro es que, según parece, esos artículos salen fabricados del mismo Estamento, no porque sea la mejor fábrica, sino por estar allí las primeras materias y la mano de obra. Esa moda no nos gusta: se semeja un tanto cuanto a la falda corta en no ser la más decorosa. (Larra, 1960, II: 431).

Se critican las modas que vienen del extranjero como es el caso del sombrero, que pretende arrebatar el protagonismo a una prenda tan española y castiza como es la mantilla. Arremeten contra las mujeres que lo llevan sin tener gracia ni estilo para ello: «Es moda antinacional como los sombreros de señora; así es que, por más flores que se les pongan, no se saben llevar, con paciencia, se entiende» (Larra, 1960, II: 431)

Continúan también en este artículo las referencias a la política, asociadas a un tipo social relevante: la maja, a la cual describe a través de su atuendo:

Se siguen estilando las sesiones cortas, muy cortas, como si dijéramos a media pierna; en esto se dan la mano con los vestidos de maja; así es que se suelen dejar lo mejor en descubierto. En punto a calzado, sólo podemos decir que lo más común es andarse con pies de plomo. Con respecto a talle, la gran moda es estar muy oprimido, tan estrecho que apenas se pueda respirar; por ahora a lo menos éste es el uso; podrá pasar pronto, si no nos ahogamos antes. De colores, en fin, estamos poco más o menos como estábamos; si bien el blanco y negro son los fundamentales, aquél más caído, éste más subido, lo más común, especialmente en personas de calidad, son los colores indecisos, tornasolados, partícipes de negro y blanco, como gris o entre dos luces; en una palabra, colores que apenas son colores; es de esperar que pronto se habrán de admitir, sin embargo, de grado o por fuerza, colores más fuertes y decididos, puros y sin mezcla alguna. (Larra, 1960, II: 432).

Los majos son un sector del pueblo que reivindica lo castizo. Residían en zonas concretas de Madrid, como eran el barrio de Maravillas o el de Lavapiés. Se distinguían cultural y socialmente de otros barrios de la zona centro más influenciados por los gustos cosmopolitas, fundamentalmente en lo referente a vestimenta y ocio. Simbolizaban el extremo contrario a los petimetres, provenientes de la pequeña nobleza, por lo general, cursis, amanerados y exageradamente preocupados por el vestir. A principios del xix los majos, que eran conocidos también como «goyescos», tenían una peculiar forma de arreglarse que fue adoptada por las clases privilegiadas, que imitaban a las clases populares, aunque los materiales utilizados para confeccionar sus trajes eran más lujosos. Es precisamente en esta adopción, llamada majismo, en la que queda más clara la connotación política de la indumentaria, ya que se intenta responder a la invasión napoleónica con la exaltación de símbolos autóctonos. Se trata de un fenómeno que surge en Madrid hacia mitad de siglo cuya principal premisa es la oposición xenófoba a la intromisión de las modas francesas, fundamentalmente, o ante cualquier manifestación extranjera en general.

La vestimenta típica de la maja era una chaquetilla ajustada al cuerpo, con mangas estrechas y haldetas a partir de la cintura, faldas de gran colorido o guardapiés que permitía ver los tobillos y, en algunas ocasiones, se colocaban encima un delantal a modo de adorno. Las piernas las cubrían con medias y los zapatos eran cerrados con hebillas. El cabello lo llevaban recogido en una cofia y llevaban un pañuelo al cuello. Para salir a la calle era indispensable, indistintamente de la clase social a la que perteneciera la mujer, colocarse una basquiña negra, de tejido más lujoso, y una mantilla para tapar la cabeza, que podía ser de color blanco o negro. Las personas que viajaban a nuestro país en esta época quedaban fascinados por dicha vestimenta y no tardaron en ponerle el nombre de «traje nacional español» en los documentos que escribían de su estancia en la capital española. A principios del siglo xix las basquiñas modifican el talle colocándolo más alto y se hacen más estrechas. Con el nuevo estilo aparecen también «los flecos a modo de volante, para conferirle al andar un volumen ligero, dinámico y fugaz» (Plaza, 2009: 84).

El majo usa chaquetilla corta con solapas, generalmente muy adornada sobre todo en la zona de las mangas, chaleco, camisa, calzón por debajo de la rodilla, faja en la cintura de colores alegres, pañuelo al cuello, medias y zapatos, igual que la maja, con hebilla. El cabello lo llevan largo recogido con una redecilla y cubren la cabeza con una montera o un sombrero de tres picos. Era muy característico de los majos lucir grandes patillas. Como prenda de abrigo, utilizan la capa española, que será una de las prendas que más atracción cause en el resto de Europa, como la mantilla, consiguiendo que se exporten fuera de nuestras fronteras. El majo marca con su atuendo el casticismo y la virilidad, de ahí que, pese a que eran individuos sencillos, preservaban mucho su atavío, de gran riqueza en cuanto al color y a la decoración, pues se utilizaban muchos abalorios, pasamanería, galones en las costuras, caireles, cordones o cintas, sobre todo en el traje festivo. Sin embargo, no sólo se diferenciaban por su vestuario sino también por su actitud, seguros de sí mismos, los majos eran alborotadores y las majas eran irrespetuosas. Una educación de la que siente vergüenza Larra, como nos cuenta en el artículo «¿Entre qué gente estamos?»:

Aquí me echó el hombre una ojeada de arriba abajo, de esas que arrebañan a la persona mirada, de éstas que van acompañadas de un gesto particular de los labios, de éstas que no se ven sino entre los majos del país y con interjecciones más o menos limpias […]

–Nadie es más que yo, don caballero o don lechuga; si no acomoda, dejarlo […] y como el calesero hablaba en majo y respondía en desvergonzado […], sólo una retirada a tiempo pudo salvarnos de alguna cosa peor, por la cual se preparaba a hacernos pasar el concurso que allí se había reunido. (1984: 265-266).

Esta actitud con el paso del tiempo se consideró muy seductora, aunque Larra criticó todo lo que resultaba zafio y grosero. Estaba en contra del lenguaje achulapado y altanero, así como de toda costumbre que pecara de ruda. Censurará siempre a la sociedad que no hace, precisamente, gala de recato y buenos modos.

En el fragmento seleccionado también aparece un tipo nuevo: «el lechuga». Este tipo, también llamado lechuguino, se caracteriza por ser fiel seguidor de la moda. Es una persona joven demasiado arreglada y presumida que intenta aparentar más edad para galantear a las damas. En el primerizo artículo «El café», publicado el 26 de febrero de 1828 en El Duende Satírico del Día, se centra de modo especial en su figura, criticando su forma de ser, pues sólo le preocupa su forma de vestir y la forma de colocarse las joyas:

Este deseo, pues, de saberlo todo me metió no hace dos días en cierto café de esta corte donde suelen acogerse a matar el tiempo y el fastidio dos o tres abogados que no podrían hablar sin sus anteojos puestos, un médico que no podría curar sin su bastón en la mano, cuatro chimeneas ambulantes que no podrían vivir si hubieran nacido antes del descubrimiento del tabaco: tan enlazada está su existencia con la nicotina, y varios de estos que apodan en el día con el tontísimo y chabacano nombre de lechuguinos, alias, botarates, que no acertarían a alternar en sociedad si los desnudasen de dos o tres cajas de joyas que llevan, como si fueran tiendas de alhajas, en todo el frontispicio de su persona, y si les mandasen que pensaran como racionales, que accionaran y se movieran como hombres, y, sobre todo, si les echaran un poco más de sal en la mollera. (1984: 112)

El lechuguino es, por tanto, un tipo un tanto superficial, que sólo se preocupa de su aspecto físico, por seguir los dictados de la moda. La palabra «lechuguino» tiene un significado negativo, de desprecio. Su atildamiento amaneraba el porte en más de una ocasión, que era sinónimo de afeminado. Su extrema exquisitez era, como podemos apreciar en el texto seleccionado, objeto de no pocas burlas, en especial entre las gentes más populares.

Una de las diferencias más notables establecidas en el siglo xix a través de la forma de vestir es la desigualdad de clases. En el artículo «El album» publicado en la Revista Mensajero el 3 de mayo de 1835, Larra dice:

Sabiendo esto el escritor de costumbres no desdeña muchas veces salir de un brillante rout, o del más elegante sarao, y previa la conveniente transformación de traje, pasar en seguida a contemplar una escena animada de un mercado público o entrar en una simple horchatería a ser testigo del modesto refresco de la capa inferior del pueblo, cuyo carácter trata de escudriñar y bosquejar. (1984: 327).

Observamos cómo el propio escritor nos cuenta cómo tiene que cambiar de ropa para variar de lugar, tiene que adecuarse al contexto social cambiando para ello el tipo de indumentaria, porque para cada ambiente precisa de una vestimenta determinada.

Asimismo, resulta curioso el comportamiento de algunas personas que tratan de aparentar ser de otra clase social más elevada a través del vestido. Larra, en el artículo costumbrista «El café» muestra ese deseo de algunos individuos por parecer de una categoría superior:

Púseme a mirar en seguida con bastante atención a otro mozalbete muy bien vestido, cuya fisonomía me chocó, y el mozo, que gusta de hablar a veces conmigo porque le suelo dar algunos cuartos siempre que tomo algo, y que conoce mi curiosidad, se acercó y me dijo:

–¿Está usted mirando a aquel caballero? –Sí, y quisiera saber quién es. –Es un joven, como usted ve, muy elegante, que viene a tomar todos los días café, ponche, ron en abundancia, almuerzos, jamón, aceitunas; que convida a varios, habla mucho de dinero y siempre me dice, al salir, con una cara muy amistosa y al mismo tiempo de imperio: «Mañana le pediré a usted la cuenta», o «pasado mañana te daré lo que te debo» […]; ¡oh!, y si fuera el único; pero hay muchos que, a trueque de conde, marqués, caballero, y a la capa de sus vestidos, nunca pagan si no es con muy buenas palabras.

–Pues aquel sujeto, ahí donde usted le ve tan bien vestido, suele traerme los días que hay apretura para ver la ópera algunos billetes, que le vendo por una friolera: al duplo o al triplo, según es aquélla; da una gratificación por una o dos docenas a quien se las proporciona a poco más del justo precio, y viene a sacar veinte, cuarenta o sesenta reales en luneta; […] él gana mucho y no pierde su opinión, y yo, de quien dicen que no la tengo porque se le figura a la gente que un hombre mal vestido o que sirve a los otros por precisión está dispensado de tener honor, gano poco de dinero y no gano nada en crédito. (1984: 124-125).

A este respecto Goffman plantea que en las sociedades estratificadas existe una idealización de los niveles superiores así como la aspiración a ascender a ellos por parte de los que se encuentran en situación inferior, de modo que los intentos por mantener una fachada adecuada se expresarán por medio de la adquisición de símbolos de estatus que reflejen la riqueza material (1993: 48). Lo mismo ocurre en el artículo «El castellano viejo», en el que Larra critica, con un matiz desdeñoso, las falsas apariencias: «¿Hay nada más ridículo que estas gentes que quieren pasar por finas en medio de la más crasa ignorancia de los usos sociales; que para obsequiarte le obligan a usted a comer y beber por fuerza, y no le dejan medio de hacer su gusto?» (1984: 186).

Mesonero Romanos, en su primer artículo «Las costumbres de Madrid» publicado en la célebre revista Cartas Españolas en el año 1832, hace referencia a París como precursor de la moda: « […] el conocimiento muy generalizado de la lengua y la literatura francesas, el entusiasmo por sus modas, y más que todo, la falta de una educación sólidamente española […]» (1993: 123).

Al igual que Larra, Mesonero es conocedor de que el país vecino es la cuna de la moda, aunque él nos lo muestra con un tono un tanto negativo, lo contrasta con la falta de una educación fuertemente española. Esta idea le asocia al escritor con el patriotismo, que tiende a huir de todo lo que proceda del exterior, exaltando lo bueno que hay en su propia nación.

Ciertamente, las sociedades necesitan mostrarse diferentes y originales para hacer notar su identidad respecto a las demás, y aunque en España se copian algunas novedades de otros países, la esencia es auténtica porque va innata en el individuo de la nación, las prendas genuinamente españolas permanecen conviviendo con las nuevas procedentes de países extranjeros.

A lo largo de la obra de Mesonero Romanos, las descripciones del vestuario, de las prendas de vestir que llevan los personajes, son muy abundantes y significativas porque a través de ellas podemos figurar la realidad. En el artículo «El alquiler de un cuarto», por ejemplo, nos explica cómo son los tejidos y los cortes que se llevan:

Envolvamos esta fementida estampa en siete varas de tela de algodón, cortada a manera de bata antigua; cubramos sus desmesurados pies con anchas pantuflas de paño guarnecidas de pieles de cabrito; y coloquemos sobre su cabeza un alto bonete de terciopelo azul, bordado de pájaros y amapolas por las diligentes manos de la señora propietaria […]; más allá se presenta otra señora acompañada de dos hermosas hijas que arrastran blondas y rasos, y cubren sus cabezas con elegantes prendidos […]. (1993: 287-292).

En este artículo, en el que los personajes que van apareciendo tratan de convencer a un hombre que alquila un cuarto de que ellos son los inquilinos apropiados, la descripción de la ropa que llevan sirve como recurso literario para mostrar la clase social. Los tocados, prendidos o sombreros son, en la época, símbolo de refinamiento y buen gusto, adoptados de la capital francesa. El que la señora vaya con sus dos hijas tan engalanadas se debe a que desean causar buena impresión para conseguir alquilar el cuarto que necesitan, y llevar complementos, como es en este caso los prendidos, hace pensar que son de buena condición y que el dinero para poder pagar no supondrá ningún problema, aunque sólo sea un afán por impresionar y conseguir los objetivos trazados.

Como observamos, tanto en Larra como en Mesonero Romanos, ninguna clase social escapa a las descripciones estéticas o críticas burlescas referidas al atuendo, en las cuales aparecen unos tonos y choques de perspectivas no exentos de una sutil ironía, mordacidad y censura social desde uno de los múltiples aspectos que el escritor tiene a su alcance: la forma de vestir. En el caso de Mesonero Romanos se recrea una situación cómica con tal de dar mayor prestigio a las prendas de la nación, a las tradicionales, a las que no han sufrido ninguna contaminación del exterior, como le gusta decir a él. Es, en cierto modo, un rasgo patriota que no irá contra un país determinado, sino contra una costumbre que corrompe la forma de vestir de los españoles. Es, en cierto modo, una especie de xenofobia dirigida, no hacia las personas, sino hacia los hábitos provenientes del extranjero, fundamentalmente de Francia.

Si Larra apuesta por las tendencias que vienen del exterior, de París o Londres, Mesonero no es tan proclive a esta aceptación. Aunque al final acabe admitiendo que la adopción de las modas extranjeras es un avance social, y si en un principio se muestra reacio a ellas por ser un intento de acabar o dejar a un lado las modas españolas, en ciertas ocasiones apunta que son dignas de admiración, tal como se confirma en Fragmentos de un diario de Viaje, publicados por los hijos del escritor en el centenario de su nacimiento (1905) y Recuerdos de viaje por Francia y Bélgica (1841) en donde El Curioso Parlante admira no sólo a la mujer por la forma de regentar las tiendas y comercios dedicados a la vestimenta, sino también por su inteligencia en conocer los gustos de sus parroquianos a fin de proporcionarles el buscado y deseado propósito: vestir con elegancia. Larra y Mesonero Romanos atienden con precisión el mundo de la moda, de todo lo que atañe a la indumentaria, a la ropa, a los vestuarios utilizados en las representaciones teatrales. No sólo se limitan al análisis de los hábitos y costumbres de la sociedad española, sino que también lanzan sus dardos contra el mundo del teatro, incluidos empresarios y actores, por su falta de conocimiento en todo lo referido a la vestimenta. Si en un principio apuntábamos que Larra censura el uso anacrónico del vestido en la escena española o lo utilizaba para diferenciar dos posturas ideológicas diferentes, Mesonero Romanos se servirá también de la moda para censurar una determinada estética o corriente literaria desde una óptica humorística, burlona, censoria, como en el artículo «El Romanticismo y los románticos», cuya diatriba contra los románticos fue demoledora. A través de los modelos contrapuestos, el romántico y el amante de lo tradicional, se censuran dos concepciones artísticas y sociales distintas, jugando la vestimenta un papel determinante en la comprensión de dichos comportamientos. Sirva de ejemplo el siguiente texto en que se describe el porte y fisonomía de un joven romántico:

Por de pronto eliminó el frac, por considerarlo del tiempo de la decadencia, y aunque no del todo conforme con la levita, hubo de transigir con ella, como más análoga a la sensibilidad de la expresión. Luego suprimió el chaleco, por redundante; luego el cuello de la camisa, por inconexo; luego las cadenas y relojes; los botones y alfileres, por minuciosos y mecánicos; después los guantes, por embarazosos; luego las aguas de olor […] Quedó, pues, reducido todo el atavío de su persona a un estrecho pantalón que designaba la musculatura pronunciada de aquellas piernas; una levitilla de menguada faldamenta, y abrochada tenazmente hasta la nuez de la garganta; un pañuelo negro descuidadamente anudado en torno a ésta, y un sombrero de misteriosa forma, fuertemente introducido hasta la ceja izquierda. (1993: 298-299).

El muestrario de textos referidos a la moda es cuantioso tanto en la obra de Larra como en la de Mesonero Romanos, y si bien es verdad que sus estilos son bien distintos, la finalidad no es otra que ridiculizar y juzgar los hábitos inherentes a la moda, sin obviar nunca el fin mismo de la sátira. El cuadro de costumbres sirve, pues, no sólo para diferenciar y analizar los gustos y comportamientos sociales, sino también para censurarlos o para reflejarlos, simplemente, como un claro referente de una época precisa determinada, con sus polémicas ideológicas, políticas y literarias. La moda se engarza con la sátira, con el cambio social, con la disparidad de criterios en el ámbito artístico, literario e ideológico, como si su presencia vertebrara o diera consistencia y estructura interna al cuadro de costumbres.

Rocío Ruíz Cáceres
Universidad de Alicante



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Larra y Mesonero Romanos: una visión romántica a través de la moda

RUIZ CACERES, Rocío

Publicado en el año 2019 en la Revista de Folklore número 453.

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