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Noviazgo y matrimonio en Extremadura (I)
Noviazgo y matrimonio en Extremadura (II)
Noviazgo y matrimonio en Extremadura (y III)
Según Rodríguez Pastor (1985: 66), en Valdecaballeros (BA), en la década de los cuarenta, los mozos solían rondar a sus novias o a las damas que cortejaban. Y en la noche de bodas no solo se rondaba a la recién casada, sino también a las novias de los hachanteh, amigos del novio que ejercían de testigos en su boda. Llevaban una vela encendida y acostumbraban a pagar el baile del enlace. «La ronda —añade Rodríguez Pastor— se acompañaba con toda clase de instrumentos: almirez, acordeón, bandurria, pandereta, botellas, guitarras, etc. Cantaban todos a la vez canciones conocidas, o bien cada mozo, aguzando su ingenio, cantaba una copla». Y concluye diciendo que actualmente esta tradición de la ronda, exceptuando la dedicada a la novia, en la noche anterior a la boda, aparece en muy contadas ocasiones.
Las fórmulas de declaración amorosa variaban según el carácter del joven enamorado e iban de un simple «te quiero» o «me gustas», a otras más elaboradas —«estoy enamorado de ti», «¿quieres ser mi novia?»— o a fórmulas «más rebuscadas o curiosas», como escribe Domínguez Moreno (Cortejo. Gran Enciclopedia Extremeña, tomo 3, p. 270), quien indica que en Ahigal (CC), por ejemplo, era obligado que el joven dijese a la pretendida: «¡Oye, tú, ésta! Tengu oyíu que dicen p’ahí que somos novius!». Si ella era gustosa con el requerimiento, contestaba: «¡Güenu, ésti! ¡Si lo dicen, güenu está!». Declaración que no difería mucho a la que usaban los mozos garrovillanos: «¡Moza! Icen que semus novius dambus». En una primera respuesta, la muchacha respondía: «Si lo icen que lo igan… ¡No fuéndulu!». Y ante la insistencia del mozo, rectifica: «¡Que la genti iga! Que lo mestel es la nuestra querencia». Y añade que «en Las Hurdes y en algunos núcleos de Sierra de Gata la declaración se hacía siguiendo un ancestral protocolo que no podía saltar ninguna persona que se preciase: «¡Güenu, chacha! ¡Si no tiés compromisu y quiés jacerlu conmigo…!». Y al requerimiento, seguía por parte del mozo la lista de sus posibles económicas: «Mira que tengu una viña en el Soto y unos olivares en Las Hurdes y que no son mala proporción para cualquiera».
En Garrovillas (CC), el noviazgo en la gente pobre era más sencillo. El mozo se acercaba a la novia en el paseo y, si le simpatizaba, no se retiraba, no cambiando más palabras que las de «me quieres» y «te quiero». Mas, si el pretendiente no era de su agrado, la joven se colocaba en medio de sus amigas, indicándole así que estaba de más. Algo semejante acontecía igualmente en Cilleros (CC) y otros pueblos cercanos.
Cuando un joven era tímido, sus padres buscaban una práctica Celestina que alabase las buenas cualidades y disposiciones de su retoño ante la dama pretendida. Durante el encomio protocolario, la trotaconventos de turno silenciaba el nombre de su recomendado, nombre que solo revelaba cuando veía en la dama y su familia una predisposición favorable hacia él. En Garrovillas, este alcahueteo se conocía como «mandar recado de casamiento» (Marcos de Sande, 1946: 453).
Aunque estos autores añaden que también podía romperse un noviazgo ya establecido, para lo cual la moza ponía en su ventana una rama de olivo. Y si la moza cometía algún acto «incorrecto», la rama que se le colocaba era de encina, como señal de repudio, motejándola de «guarra y cochina».
Eran, pues, los primeros pasos hacia un compromiso formal y un intento de acercamiento al núcleo familiar de la joven como formalización del noviazgo, que vendría más adelante cuando el pretendiente comenzara a entrar en el hogar de sus futuros suegros o a ir a buscarla para pasear, ir al cine, al baile, etc. Aunque en algunos pueblos de Las Hurdes estas visitas debían restringirse por una ley ancestral no escrita a tres días: martes, jueves y sábado.
En una relación normal, el paso siguiente y más importante era el de «pedir la entrada»; era un paso concluyente, categórico, pues el joven, cuando pedía al padre de la novia que le permita entrar en su casa, sabía que se estaba comprometiendo. En Arroyo de San Serván (BA) «de todas formas el futuro suegro se lo recalca bien, le responsabiliza y le exige cierta seriedad, porque ya no está en juego la reputación y el honor de su hija, sino de toda la familia. Es el ˝miedo˝ a sentirse humillado por un joven a través de su hija, el miedo a que esta relación cambie la normalidad que el pueblo exige a todo tipo de relación, cualquier hecho anormal o distinto sería suficiente para ser punto de atención y de crítica ante todo el grupo» (Asencio Borreguero, Cangas Serrano, Cordero Caballero, Galván Quintana y Moreno Torrado, 1998: 160). Y aunque después de estos primeros contactos entre suegro y yerno lo normal era que las relaciones fuesen cada vez más íntimas, siempre el padre de la novia solía mantener distancia hasta el matrimonio. Era «de nuevo ˝el miedo˝ a un posible fracaso». En Arroyo la chica no pedía la entrada para presentarse por primera vez en casa de sus futuros suegros, solo esperaba para hacerlo a que hubiese algún acontecimiento familiar importante, como una boda, un bautizo, una matanza, etc. En la cacereña comarca de Campo Arañuelo eran más estrictos, pues estaba mal visto incluso que la joven pasara frente a la puerta de la casa de su suegra, donde solo le estaba permitido entrar una vez casada.
En comarcas cacereñas como Las Hurdes —donde la joven indicaba el momento más propicio—, o el Campo Arañuelo, se daba una forma muy peculiar de «pedir la entrada». El mozo, con su bastón, cachera o cachiporra, se acercaba a la casa de su enamorada, abría la puerta de par en par y lanzaba su báculo dentro de la casa —en Aceuchal (BA) era un miembro de la familia del novio quien lo hacía—, a la vez que gritaba: «¡Porra dentro!». Y esperaba. Si la familia era consentidora del compromiso, o bien gritaba «¡Porra dentro!» o no la devolvía, hecho que obligaba al joven enamorado a entrar en la casa de sus futuros sueros a buscarla, consumando así el rito. En caso de no aceptarse sus pretensiones, el cayado le era devuelto, a veces partido, acompañado de un sonoro «¡Porra fuera!», señal inequívoca de que allí sobraba.
En Almaraz (CC), el joven aprovechaba la ocasión de una ronda para solicitar tal petición. Acompañado de sus amigos, iniciaba la serenata con coplas como esta:
Por la calle abajo viene
con la vihuela en la mano
una cuadrilla de mozos
la ronda vienen cantando. (bis)
¡Ay, qué ventana tan alta!
¡Ay, qué balcón tan gallardo!
¡Ay, qué niña tan bonita!
¡Quién fuera su enamorado!
Para quien se la llevara
merece ser caballero,
merece de andar vestido
de galas y terciopelo.
Entonces, el novio echaba su cayada en casa de su moza, a la vez que gritaba: «¡Porra en casa! La novia ¿casa o no casa?». Si el padre, que estaba dentro, le devolvía la porra y le contestaba «La novia no casa», no había nada que hacer y los rondadores se retiraban. Pero si la porra se quedaba dentro y el padre respondía «La novia casa», la ronda seguía su camino entonando coplas como estas (Nuevo Morales, 2004: 25):
Porque me miro y me río
te piensas que no te quiero,
porque te miro y me río,
y es gracia que Dios me ha dao,
tonto, y no lo has comprendío,
y es gracia que Dios me ha dao,
tonto, y no lo has comprendío.
Y un sereno se dormía
al pie de una cruz bendita,
y un sereno se dormía,
y la cruz le daba voces:
«Sereno, que viene el día».
A mi triste corazón
las saetas que le tiras,
a mi triste corazón,
de qué palo las cortaste
que tan dolorías son,
que tan dolorías son.
Y, según Nuevo Morales (2004: 26), una vez concedida al mozo la entrada en el domicilio de su novia, se daba una peculiar costumbre: desde entonces, la joven pasaba a encargarse de los pañuelos del novio. Ella se los compraba, les bordaba las iniciales, se los lavaba y se los planchaba. Así el novio le entregaba cada día o cada dos días el pañuelo y la novia le tenía ya preparado otro limpio y bien planchado. «Las muchachas tenían a gala que sus novios llevaran los pañuelos más finos y los mejor planchados». Aunque Nuevo Morales aclara que las mujeres que le descubrieron esta costumbre del pañuelo le aseguraron que los novios siempre les entregaban el pañuelo limpio y doblado, sin usar. «Lo del pañuelo era más bien un símbolo de la relación formal que mantenían y se veía como un anticipo de las tareas que la moza asumiría una vez se convirtiera en su esposa».
Sin embargo, tanto en Arroyo de San Serván (BA) como en el resto de pueblos extremeños, las relaciones entre suegros-yerno-nuera no eran tan normales y accesibles cuando la situación socioeconómica de alguna de las familias difería de forma ostensible con relación a la otra, menos favorecida. Entonces todo eran recriminaciones, trabas y zancadillas por parte de la de mayor rango, tendentes a evitar que el noviazgo se consolidara. Hubo hasta alguna familia que intentó sobornar al enamorado para que desistiese en sus pretensiones y se alejara del pueblo, pues, ante todo, primaban los intereses económicos. Incluso en Las Hurdes, donde «pese a que allí solo se podía socializar la pobreza, salía a flote el desmesurado interés, la negra avaricia de «juntal» (Domínguez Moreno, 1987: 27). Así lo expresa esta copla refiriéndose a este egoísmo hurdano:
Dicen que hay trigo en Castilla
y que hay en Las Jurdes miseria,
pero aquí los sus amores
por el trigo se los quiebran.
Aunque en Las Hurdes cambiasen el verso tercero y dijesen: «Pero allí los sus amores».
Y si de un modo u otro la relación se deshacía, siempre quedaba una eterna y manifiesta animadversión entre ambas familias, especialmente por parte de la más afectada: la ofendida. Resentimiento que se daba igualmente cuando una chica rechazaba ennoviarse con un joven que la hubiese pretendido.
Una vez formalizada la relación, la joven prometida ya no solo necesitaba el consentimiento de su padre, sino también el de su novio para cualquier cosa que tuviera que hacer. Era de una dependencia total; ella solo debía vivir para su hombre, ya que desde entonces no se relacionaba con nadie más.
No obstante, a veces las negativas paternas a consentir un noviazgo llevaron a los jóvenes enamorados a posicionarse en rebeldía ante tales imposiciones. Unas veces, bien la joven, bien el muchacho, aceptaban aparentemente resignados la nueva situación, pero se negaban rotundamente a aceptar cualquier otro compromiso que sus familiares pretendieran imponerles y así persistían hasta cumplir su mayoría de edad, en que los enamorados reanudaban su relación, aunque ello supusiera ser desheredados por sus progenitores en beneficio de otros hermanos más sumisos y manejables. En ocasiones, los amantes recurrían al embarazo para así forzar la boda. «Ante esta situación las dificultades solían desaparecer, ya que la honorabilidad de los padres siempre era mayor con una hija mal casada que con una hija soltera y con familia fuera del matrimonio» (Domínguez Moreno, 1987: 27). Otras veces los enamorados huían de los domicilios familiares y pedían cobijo en las iglesias, técnica muy recurrida en siglos pasados, hasta el extremo de que el sínodo de Coria de 1538 se viese en la necesidad de regular tal derecho de asilo. Así, en el folio LIII, se lee: «Porque algunos robadores públicos de mujeres se acogen con las mujeres robadas a sus maridos o padre a las Iglesias, estatuymos o ordenamos que los semejantes no sean acogidos ni recibidos en las Iglesias» (Domínguez Moreno, ibíd).
Igualmente, la intransigencia de los padres derivó alguna vez en el suicidio de alguno de los enamorados. De ello dan cuenta los romances de ciego, donde se recogen hechos reales acaecidos en algunas localidades cacereñas, como la historia que versificó Emiliano Martín Susaño, más conocido como «el ciego de Perales», sobre un suicidio por amor ocurrido en Valencia de Alcántara (CC) hace ya algunos años. El romance se titula Coplas de Pedro y María, y dice así:
En el pueblo de Valencia
un matrimonio vivía,
eran ricos y hacendosos
y una hija ellos tenían.
La hija tenía un novio
llamado Pedro Carreño
a quien María quería
por ser un chico muy bueno.
A los padres de María
Pedro no les hizo gracia
y la querían casar
con un sobrino de casa.
María le dice a sus padres,
«Piensen lo que van a hacer,
si no me caso con Pedro
con nadie me casaré».
El veinticinco de abril
ya se celebra la boda.
Por la mañana temprano
ya estaba la gente toda.
María se fue a confesar,
luego se vistió de gala
y al ver entrar a su primo
se ha caído desmayada.
Ya la levantan del suelo,
enseguida vino en sí
y ella le dice a la gente:
«Voy un momento al jardín».
Al ver que tanto tardaba
todos al jardín bajaron
y al verla dentro del pozo
atónicos se quedaron.
Ya la sacaron del pozo,
la subieron para casa
y en el bolsillo le encuentran
una tristísima carta:
«Dios me perdone mis culpas,
mis padres y demás gente,
mas al casarme sin amor,
he preferido la muerte.
Pedro, te juro y te juro,
Pedro, te juro ante Dios
que a ti solo te he querido
con todo mi corazón».
Una costumbre existente hasta hace apenas unas décadas en algunos pueblos extremeños como Alburquerque (BA), Ceclavín (CC), Serradilla (CC) y Valencia de Alcántara (CC) era la conocida como «depositar la novia». Según algunas noticias, tras acuerdo mutuo entre la pareja, el chico sacaba generalmente de noche a su novia de la casa de sus progenitores y la conducía y depositaba en una de la de sus parientes que residieran en la misma localidad, o lo que era más frecuente, fuera de ella. Y trascurridos unos días, o tras fingidas investigaciones sobre el paradero de la chica, que terminaban por encontrarla, la pareja era reintegrada a la sociedad local. Y, dado que se suponía habían cohabitado, forzando primero la boda y obligados, por tanto, al casamiento por las presiones ejercidas por la colectividad, eran aceptados socialmente como matrimonio.
En Torremejía (BA) existía por costumbre que, unos días antes de que el mozo se tallase para entrar en quintas, este invitara a su casa a la novia para presentársela a sus padres y comer todos juntos, aunque aquel aún no hubiese pedido la entrada a los padres de ella. Y, una vez cumplido este requisito, el padre concedía el permiso, advirtiendo al pretendiente «que en su casa eran muy formales, que lo que se hablara había que cumplirlo, que respetara a su hija y a su casa, y que si era así, desde ese momento tenía las puertas abiertas» (Lavado, 2003: 87-88).
A partir de entonces gozaban de algo más de libertad, pero siempre guardando las formas y la compostura ante el público. Luego vendría la separación mientras él cumplía con el servicio militar, y durante todo el tiempo que duraba este… ella debía «guardar la ausencia», lo que conllevaba no salir de paseo ni a fiesta ninguna mientras él estuviese ausente.
Ocho días después del Domingo de Resurrección se celebra en Montehermoso la festividad de la Virgen de Valdefuentes. Era costumbre antigua que, en esa celebración, las familias con hijos o hijas que iban a contraer matrimonio en septiembre, el mes de las bodas, invitasen al futuro yerno o a la futura nuera a la romería que con tal motivo se celebraba. También a la novia del hijo le regalaban una rosca muy grande, «adornada con caramelos y huevos enteros que cocían en el horno dentro de la rosca» (Pulido Rubio, 2007: 146). Igualmente, era costumbre muy arraigada en este pueblo cacereño que los novios que se casaban ese año fueran a la romería montados en el mismo caballo o mulo. «La novia solía estrenar una bonita gorra de espejo para la ocasión». Pulido Rubio hace alusión a la distintiva gorra montehermoseña, que formaba parte del antiguo traje típico y que era un elemento de trabajo, pues se usaba para protegerse del sol durante las labores del campo, aunque también la llevaban en la romería de Valdefuentes. La gorra de soltera era usada por las mujeres jóvenes casaderas y tenía más adornos que la gorra de casada o de viuda y llevaba un espejo en el centro. Espejo que, junto al cántaro o la botija, han gozado de un gran simbolismo sexual en la cultura popular extremeña, pues el espejo o el cántaro enteros eran el emblema de la virginidad. De ahí que la moza montehermoseña, una vez casada, quitase de la gorra el espejo, significando con ello que había perdido su virginidad. Por contra, la joven soltera y sin compromiso que mantenía relaciones prematrimoniales se exponía a ser desdeñada y vilipendiada por sus convecinos, especialmente por los mozos, circunstancia que obligó a más de una joven a marcharse lejos del lugar para «ocultar su vergüenza». A esa pérdida alude el conocido refrán del norte cacereño: «Espejo escachao, mujel rompía», o esta canción de Alcántara (CC):
El espejo que se rompe
ya no se puede arreglar;
eso le pasa a la moza
que con un hombre se va.
Una vez concedida la entrada al pretendiente, la novia y sus padres permanecían juntos en la cocina, si la familia era campesina, o en el comedor, si se trataba de una familia acomodada, o en la puerta de la casa en verano. Se hablaba del campo, del tiempo, de las cosechas, o se chismorreaba del paisanaje a veces con sarcasmo o encono si la envidia hacía acto de presencia… Y rara vez los novios se quedaban solos, y, en caso de que esto sucediese, por muy poco tiempo, porque no «sóluh no podían ehtal loh nóviuh, no loh dejaban; pera pecau», escribe Barroso Gutiérrez (1986: 23-24). «La novia no se podía queal sola con el noviu, poh a lo mejor la topaba y llegaba topá la matrimoniu. Y si no se topaban, se podían dejal cuandu quisieran y se podian casal con ótruh». Curiosa frase de una informante de Barroso Gutiérrez —«la tía María»—, que resume de modo manifiesto una mentalidad y una forma puritana de concebir la vida hace algunos años. Había que prevenir para evitar males mayores. Era necesario llegar sin mácula al matrimonio, «culmen y meta de todo el complejo ritual prenupcial y nupcial. El sexo estaba en cuarentena hasta el momento crucial del rito… Por todo ello, la tía María vuelve y se reafirma: “No importa que ehtuviera cuatro áñuh con uno y me dejara, comu no m’había tapau…˝». Porque, como añade Barroso, una cosa es el rito y otra la trasgresión de él, ya que las pasiones humanas podían adulterar, destruir o hacer olvidar el rito, las rígidas pautas que encasillan el comportamiento de una determinada comunidad. O podía suceder que ese rito se diese de narices con otro, que venía a ser su antítesis. Así, frente a unos ritos prenupciales demasiado castos y recatados, se oponían los ritos de carnestolendas, «que degeneran en libertinaje por aquello de que «pol carnaval tó pasa». Y es que, efectivamente, los Antruejos traían el desenfreno de la razón, que se rebajaba al instinto, dando rienda suelta a la gula y a la lujuria...». Como se desprende del breve diálogo que sostenían los pastores hurdanos «cuando Eros andaba suelto entre ellos»:
—¿Me quiérih, mochila?
—Te quieru, morral.
¡Pohvámuh al pajal.
Por lo general, la etapa del noviazgo —que era conocido en Valencia de las Torres (BA) como «estar hablando»— duraba bastante tiempo —entre diez y doce años en esta localidad badajocense— y en rarísimas ocasiones se rompía una vez iniciada. En caso de que esto sucediera, la enemistad entre familias podía durar incluso toda la vida. Otra característica de estos noviazgos era la fidelidad que por motivo de estudios, de trabajo —como en Las Hurdes, en que los mozos emigraban temporalmente para ir a segar a Castilla o a otras comarcas extremeñas— o de servicio militar se tenía la pareja, lealtad que se conocía como «guardar ausencias».
Y pasado ya cierto tiempo de relaciones formales, el mozo notificaba a sus progenitores que deseaba casarse. Entonces estos, ataviados con sus mejores galas, se entrevistaban con los padres de la joven y les pedían su mano para su retoño. En Las Hurdes, con motivo del petitoriu, se celebraba una cena que reunía a las dos familias. En Casares de las Hurdes, quienes participaban en esta cena quedaban ya invitados para el día de la boda. Los padres de ambos jóvenes se comprometían a costear los gastos de la celebración y así, en El Gasco, después de este día, las familias capaban un macho cabrío y lo empezaban a engordar para la comida de boda, ya que su carne iba a ser su base principal. Durante el petitorio también se acordaba el día del enlace; fecha que en los pueblos solía coincidir con los meses de agosto y septiembre, debido a que en julio había concluido la recogida de las cosechas, y hasta octubre, con el inicio de la nueva sementera, las labores agrícolas quedaban paralizadas. En las ciudades, empero, no existían unas fechas concretas para la celebración de las bodas, al no depender de estas labores.
En Arroyo de San Serván (BA), un mes antes de la boda se fijaba la petición de mano. A ella asistía toda la familia. Antiguamente, la novia no solía estar presente. Era un asunto serio que la mujer, a la que no se consideraba importante, estuviera y participara en el asunto (Asensio Borreguero, Canga Serrano, Cordero Caballero, Galván Quintana y Moreno Torrado, 1998: 161). Tampoco había ni hay intercambio de regalos y únicamente los padres del novio entregaban cierto dinero a los padres de la novia. Aunque según estos autores ese dinero no debe entenderse como «el precio de la novia», que se paga en ciertas sociedades como compra de la novia. Este concepto se refería única y exclusivamente a la «donación en dinero o especie hecha por la familia de la novia para la fundación del hogar», ya que esta era la encargada de comprar los objetos necesarios para el nuevo hogar: muebles, ropas, adornos, vajillas, etc., pues el joven solo aportaba el cuarto de soltero.
En Navalvillar de Pela (BA), el «pedir la novia» tenía lugar unos dos meses antes del casamiento. Días después iban los convidados, padres, hermanos, familiares y amigos del novio de ambos contrayentes. Entonces, la novia se sentaba en el centro de la sala, con los brazos cruzados, flanqueada por sus amigas. Y a continuación iban desfilando ante ella sus padres y los del novio, los hermanos, sobrinos, primos, amigos… que le iban depositando sus aportaciones monetarias en la falda. Al final, con las puntas del delantal tapaba el dinero y seguía sentada. A continuación se invitaba con vino, dando a cada uno un buñuelo con miel. Y terminado el convite se contaba el dinero en presencia de los novios y amigos, quedando depositada la cantidad acopiada en casa de la novia, quien lo empleaba a su gusto, o de ella y su futuro consorte. La víspera de la boda tenía lugar el mismo convite, esta vez a cargo del padre del novio; se daba también dinero. A este convite asistían igualmente los convidados a la boda (Bonifacio Gil, 2008: 83).
En Guijo de Coria (CC), durante la pedida los padres se reunían en una sala y los novios en otra, ofreciéndose estos, mutuamente, sus regalos. Aunque los recién casados vivieran en un domicilio propio, sus padres solían ayudarlos económicamente durante un año o más, para que pudieran alcanzar un cierto desahogo económico.
En el intervalo de tiempo que mediaba entre la petición de mano y la boda, que era aproximadamente de veinte días, aunque entre la «gente de bien estaba mejor visto que transcurriera al menos un par de meses», la novia permanecía en casa sin salir.
En la zona occidental del Campo Arañuelo cacereño —Navalmoral, Millanes, Almaraz, Casatejada, Saucedilla, Belvís, Serrejón, etc.— la ceremonia se reducía a ir los padres del novio a casa de la novia explicando la intención de su hijo de casarse con la muchacha. Se establecía la fecha de la boda y se acordaba que los gastos los pagaran a medias las dos partes. Pero no se intercambiaban regalos (Nuevo Morales, 2004: 26).
En Aceuchal (BA), después del ritual de la porra, citado más arriba, venía el «dar cuenta» a familiares y amigos de que se iba a proceder al «peditorio». La novia se sentaba en el centro de la reunión con un bolso en la falda, ante el que iban desfilando primero la futura suegra con todas las personas que «por su parte» irían a la boda y después los familiares y amigos de la novia. Luego, «sentados en un gran corro, sacaban grandes y blancos pañuelos y los ponían sobre las rodillas. Pasaban bandejas o azafates de dulces caseros distintos, que no se comían sino que se iban colocando sobre el pañuelo, que una vez terminadas las “tornas” se cerraba con un nudo, para llevarlo cada uno a su casa. Según la posición económica de la familia había más o menos “tornas” o pasadas de dulces. Por eso al día siguiente se comentaba: “Hubo seis tornas”…» (De la Hiz Flores, 1981: 139). Curiosa costumbre que el transcurso del tiempo fue haciendo languidecer hasta que se perdió totalmente.
Aparte de los regalos que la prometida recibía de sus futuros suegros, también solían intercambiarse obsequios —aunque no era muy frecuente— los novios entre sí el mismo día de la pedida: medallas, collares, pulseras, un reloj si la familia era pudiente… Y más adelante, ya como novios formales, hasta cintas bendecidas el día de San Blas… Aunque hubo lugares donde estos presentes no podían considerarse precisamente románticos. Por ejemplo, en la localidad cacereña de Santibáñez el Bajo, un año antes del enlace el novio debía llevar a su novia, de la matanza familiar, la parte del cerdo conocida como «la manga» o cuero de una de las paletas y un trozo de lomo, y una botella de vino. La joven, a su vez, ese mismo año también invitaba al novio a la matanza de su familia, donde tenía que demostrar «su destreza a la hora de matar el cerdo, ya que tal misión se destinaba para él» (Raíces, 1995: 295).
Uno de los pueblos donde los novios intercambiaban varios regalos era Montehermoso. Según cuenta Pulido Rubio (2007: 228-230), en esta localidad cacereña antiguamente no se hacían ningún presente hasta que la pareja estaba completamente formalizada y aceptada por las dos familias, y regalar las alianzas no era muy frecuente, salvo en familias muy acomodadas.
Por su parte, el novio regalaba a ella una navaja que llamaban de «castañuela», con empuñadura de madera o cuerno, labradas en forma ondulada, unas tijeras y el alfiletero, «todo para la labor de bordados». Otros jóvenes regalaban a sus prometidas la que se conocía como «caja de espejo», consistente en una caja en forma de estuche o joyero, con un espejo interior incrustado en la tapa superior y con cerradura dorada que permitía cerrarse con llave; de esa manera, la moza guardaba en su interior objetos personales y detalles íntimos.
Siguiendo con los regalos, añade Pulido Rubio (2007: 231) que «era habitual que la novia le regalase al novio las castañuelas que encargaban a algún pastor, de los que había algunos que trabajaban muy bien la madera y conseguían unas perfectas castañuelas, muy labradas, a las que luego la novia adornaba con cintas de colores formando estrellas. Otras les regalaban la pandereta que también encargaban a algún artesano y que, después ellas adornaban con cintas y estrellas de colores, que ellos lucían cuando tocaban por las calles al soltar el tamboril o cuando se iban al servicio militar, porque era costumbre salir por las calles dos o tres días tocando la pandereta, todos los quintos juntos antes de marcharse».
O esta otra recogida por Bonifacio Gil en Casas de Don Antonio (BA), alusiva al cántaro:
Moza con cántaro roto
es la burla de la aldea.
Sus amigas le hacen fiesta
y los mozos la apedrean.
«Ese dicho, construido a base de ramplones símiles pastoriles, servía de único preámbulo para que zagales y pastoras se refocilaran en los apriscos y majadas», concluye Barroso Gutiérrez.
Aunque la rotura del espejo o del cántaro puede tener otras connotaciones diferentes en Extremadura. Así, en Ahigal (CC), la rotura del espejo adquiere una gran relevancia. A la salida de la misa nupcial las mozas colocaban ante la novia un espejo utilizado por esta en el aseo personal, lanzándolo al aire seguidamente. Los trozos que se hicieran al chocar contra el suelo «auguraban el número de hijos que iba a engendrar la recién casada y eran recogidos por los asistentes, ya que constituían amuletos contra la esterilidad» (Domínguez Moreno, 1987: 17-18). Por ejemplo, esta canción que armonizaba el acto del lanzamiento incidía en esa relación «espejo-virginidad y rotura-acto generador»:
El ehpeju se rompió,
morena, en dieh peazuh;
prepárate, morenita,
p’ahpichalcon dieh cornazuh.
También fue una costumbre muy extendida en las aldeas extremeñas romper el cántaro que de soltera había servido a la recién casada para ir por agua a la fuente.
En Valverde de Burguillos (BA), los noviazgos se concertaban la noche de San Juan, en que los mozos que pretendían a una joven le colocaban una rama de romero en la reja de la ventana de su habitación, significando con ello que la amaba. «Si a la mañana siguiente la moza había recogido la rama, quería decir que aceptaba el noviazgo; en caso de rechazo, la rama no era retirada de la ventana» (Gallando Álvarez y Mesa Romero, 1988: 102). A esta costumbre alude la siguiente estrofa, perteneciente a la jota del romero, de cortejo amoroso, que se bailaba esa noche mágica alrededor de la hoguera:
Puse el día de San Juan
en tu ventana el romero,
y aunque tú me lo des
no me voy a quedar soltero.
En Arroyo de la Luz y en Cáceres eran, bien los padres, bien los hermanos mayores quienes se encargaban de pedir la mano de la chica, ofreciéndole un regalo como símbolo de la alianza que se establecía entre ambas familias. Era, pues, un presente sin valor económico. «Ese mismo día (Aparicio Moreno e Infante Sánchez, 2003: 133) quedaba arreglado el compromiso para el casamiento, al igual que dónde iban a vivir los novios; lo normal era vivir con los padres hasta que podían reunir algunos ahorros para independizarse, o bien, dependiendo del oficio del futuro marido, los recién desposados se quedarían a vivir con la familia del joven para ayudarla en el trabajo familiar, por lo general, esto ocurría entre los labradores y ganaderos». El segundo paso —añaden— era la visita de la novia por vez primera a casa del novio. En esta ocasión, ya no era necesario pedir la entrada en casa, aunque esta solía coincidir con algún evento familiar.
La petición de mano conllevaba todo un ritual en Cilleros; ritual que se respetaba a rajatabla, pues manifestaba la solemnidad propia de quienes consideraban el acto como una prueba de la respetabilidad y honor entre familias que iban a unirse por el matrimonio de sus vástagos. No era, pues, como ahora, en que muchas veces los padres son los últimos en saber cuándo, cómo y dónde van a casarse sus hijos, si es que se casan… La siguiente dramatización fue compuesta por Juana Cid y Paquita Alejano, basándose en datos recogidos en el pueblo, para ser representada por escolares en la VI Semana de Extremadura en la Escuela.
Narradora. Vamos a representar un petitorio; o sea, una pedida de novia al estilo cillerano. (Señala a las personas que están en la escena.) Estos son los padres y familiares de la novia que esperan la llegada de los padres del novio con sus familiares... Ya vienen...
Padre del novio: (Llama a la puerta.) ¡Dios gracias!
Padre de la novia: A Dios sean dadas.
Padre del novio: ¿Dais vuestro permiso?
Padre de la novia: ¡Adelante!
Padre del novio: ¡Buenas noches!
Todos: ¡Buenas nos las dé Dios!
Madre de la novia: ¡Sentaos!
Padre de la novia: Tomal un cigarru.
Padre del novio: (Levantándose.) ¿Ya estáis tos juntos?
Padre de la novia: Ya estamos tos. Y el que no haiga venío, tiempo ha tenío. ¿Y vosotros?
Padre del novio: Ya estamos tos. Y venimos a lo que venimos. (Pausa.) Ya sabéis que los dagales se quieren casar y vaimos a pedir la mano de la vuestra[1]... (aquí, el nombre de la novia) p’al nuestru... (aquí, el nombre del novio).
Madre de la novia: ¡Si los dagales se quieren, habrá que casalos!
Padre de la novia: (Levantándose.) Yo... (nombre y apellidos del padre), padre de... (nombre de la novia), doy la mano de mi hija p’al vuestro... (nombre del novio).
Padre del novio: Yo ya le tengo al dagal preparao un buen quiñón y una yunta p’a que puedan vivil sin escasecis.
Madre de la novia: ¡A la nuestra dagala también le tenemus preparau el ojal[2] y los cacharrus p’a la casa.
Padre del novio: Como está to preparau, vosotros diréis p’a cuándu va a sel.
Padre de la novia: Pues yo creu que al acabal de recogel la cosecha, que aguañu se presenta güena.
Padre del novio: ... (aquí, el nombre del padre de la novia), tienes razón. Esa sería una buena fecha pa estal más derenreaus y los dagalis más descansaus. D’il a dal la noticia a los novius, que están en el salón.
Pariente: (Se levanta.) Yo misma voy.
Padre del novio: ¡Toma! Llévalis estus dulcis y que sigan bailandu.
Padre de la novia: (A una de sus parientes.) Toma tú también. Llévalis dulcis de parti nuestra.
(Se marchan las dos con las bandejas al salón.)
Padre de la novia: Vamus al salón con los dagales p’a no aburrilnus.
Todos: Vamus.
(En el salón, una de las que llevó los dulces, dice a los novios:)
Pariente: ¡Ya estáis pedius! Y la boda será p’a después de la sementera. ¡Vivan los novios!
(Cantan todos.)
A la petición de mano de la novia en Alburquerque (BA) asistían los consuegros —en caso de viudo o viuda, el familiar más directo—, los futuros contrayentes y, si la familia lo pedía, se invitaba también a los más íntimos y allegados. «Una vez hechas las presentaciones, después de haberse concretado los preparativos, la fecha de los esponsales y el acuerdo por ambas partes de renuncia o no al fuero de Baylio, finalizados los postres se intercambiaban los obsequios acostumbrados, normalmente eran los padres del novio los que regalaban el traje de boda a la futura nuera, además de una cierta cantidad de dinero» (López Caro, 1994: 23). Después de las felicitaciones y parabienes, los asistentes pasaban a una habitación contigua donde se exponía el ajuar completo de la novia, bordado por ella misma, y que, al igual que los muebles y demás enseres del hogar, debía aportar al matrimonio.
Sin embargo, en la zona oriental sí era acostumbrado el intercambio de regalos durante la pedida. Por ejemplo, en Peraleda de la Mata (CC), que entraba dentro del área de influencia toledana, la suegra regalaba a la novia la manila; es decir, un mantón de Manila. Aunque «en algún caso se le daba a elegir entre ‘la manila’ y otro regalo como, por ejemplo un ternero para engordar. Y siempre había alguna moza práctica que prefería la res». En Talavera la Vieja (CC), hoy bajo las aguas del pantano de Valdecañas, se le regalaba a la novia un anillo o una pulsera, no muy costosos, o bien el vestido de segunda boda, o tornaboda. Y en El Gordo y Berrocalejo, los padres del novio entregaban a la novia —como en Arroyo de San Serván— cierta cantidad de dinero, que ella empleaba en la adquisición de enseres para la casa. Las cantidades dependían de la clase social. Y con ese dinero la novia compraba «las vistas» o enseres de la casa, pues ese «dinero bien administrado daba para la cama, un palanganero, unas sillas y poco más» (Nuevo Morales, 2004: 26-27).
En Valencia de las Torres (Acero Pérez y Casasola Franco, 2005: 318) la petición de novia o de mano tenía lugar unos meses antes de la celebración del matrimonio. Era —dicen— «un acto más o menos ritualizado» en el que los padres del novio acudían a casa de la novia y hablaban con los de esta para pedirles su mano. «Aún no se concretaba la fecha exacta de la boda, pero ya se convenía el tiempo aproximado en que podría celebrarse. Este día los futuros suegros llevaban a la novia un regalo, que bien podía ser algún tipo de aderezo (collares, pulseras, pendientes…) para uso personal de la novia, o bien una determinada cantidad monetaria que posteriormente la novia podía emplear para comprar el vestido de boda o algún mueble u otro tipo de enseres para la futura casa». Evidentemente, en el caso de esta localidad badajocense, como en el de otras localidades extremeñas en general, la cantidad y calidad del regalo variaba según la capacidad económica de los padres del novio.
Los primeros detalles corrían a cargo de la novia, que entregaba a su pareja los «moqueros», o pañuelos de la mano bordados, se los lavaba y planchaba semanalmente y se los entregaba limpios el domingo. También solía proporcionarle una petaca para guardar el tabaco picado. Otras jóvenes entregaban a sus prometidos un bolsillo de lana multicolor de punto, que ellas mismas confeccionaban con agujas o a gancho. «Estos bolsillos eran de un formato parecido a un calcetín rectangular, de unos veinticinco o treinta centímetros de largo, con una borla en el exterior del fondo; en él guardaban las monedas, pues en aquella época, muy pocos disponían de billetes». Estos bolsillos se guardaban en la faja de forma que quedase fuera la borla de colores, para que luciera e hiciese contraste sobre el color negro de la faja. Otras regalaban las chías —cordones que colgaban del calzón—, que ellas mismas confeccionaban con sedas de colores para que fueran lucidas sobre las calcetas, que en ocasiones también eran hechas y regaladas por las jóvenes a sus parejas, aunque a veces se las compraban a los presos condenados a cumplir largas condenas, por ser laboriosas y complicadas de hacer.
Y Pulido Rubio concluye diciendo que, cuando los jóvenes se marchaban al ejército a cumplir el servicio militar obligatorio, los regalos provenían de los padres del novio, y eran de mayor categoría y valor económico.
Y, por fin, llegaba la despedida de soltero, esa fiesta que simboliza la última gran juerga del hombre antes de cumplir el rito de paso que le ha de llevar desde la juventud a la edad adulta, donde los excesos y las liberalidades de mocedad deben quedar atrás o estar muy limitadas. Estas despedidas se realizaban generalmente entre miembros de un mismo sexo por separado, aunque también podían darse despedidas mixtas, o que las futuras novias no las celebrasen, como era el caso de Alía (CC).
Acostumbraban a solemnizarse unos días antes de la boda y generalmente era el mismo novio el encargado de invitar a los mozos que quería que le acompañasen. En Garrovillas (CC), sin embargo, varias mujeres recorrían el pueblo avisando a los jóvenes que iban a participar en el banquete de la despedida, donde no faltaban toda clase de dulces y el vino de pitarra. En Casares de las Hurdes, normalmente el domingo anterior a las nupcias los novios celebraban la despedida por separado o conjuntamente. En el caso de los mozos, durante su transcurso se designaba el nuevo «alcalde de mozos», si el anterior era el que se casaba.
En Montehermoso (CC), antiguamente, el domingo en que se leía la primera amonestación era costumbre que los novios, después del rosario de la tarde, invitaran a sus amigos, amigas, familiares, padrinos y vecinos a tomar unos dulces y alguna bebida en casa de la novia. «Esta costumbre se conocía como «darles el parabién a los novios», y ocurría algunas veces que el parabién se prolongaba hasta bien avanzada la noche, sobre todo si se juntaban los amigos del novio y empezaban a beber y charlar amigablemente sobre la nueva vida que iba a emprender la pareja amonestada» (Pulido Rubio, 2007: 234-235). Los domingos siguientes ya no se estilaba ir a dar el «parabién», ni se ponía mesa de invitados, pero ocurría que a veces no todos los amigos habían podido ir el primer domingo, y entonces lo hacían el domingo siguiente, de forma más modesta, y siempre se les convidaba con algún trago de la bebida sobrante. Según Pulido Rubio, esta costumbre familiar y popular es de alguna forma sustituida por lo que hoy se conoce como «despedida de solteros».
En Portaje (CC), la antevíspera del enlace, por la noche, el novio recorría el pueblo, diciendo: «Mañana son los machos». Aludía a los machos cabríos que constituirían el principal plato de la boda, y que, al día siguiente, los amigos del novio traerían del campo. Por la noche, el novio invitaba a guisao de macho a todos los mozos, y la novia a las muchachas. El convite se realizaba en una taberna, con la presencia del tamborilero, y los gastos corrían a partes iguales entre los asistentes. Concluido el ágape, amigos e invitados recorrían el pueblo cantando la alborada, para terminar en el baile. A su vez, las amigas de la novia también cantaban su alborada, con acompañamiento de panderetas, sonajas y almireces y, como los mozos, también terminaban en el baile.
Y luego llegaba la boda...
NOTAS
[1] Según las personas mayores del pueblo, la mano que se pedía era la derecha.
[2] Ojal: ajuar.