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Se ha suscitado últimamente la polémica entre detractores y defensores de fiestas tradicionales de tipo cruento, en las que se sacrifiquen animales con innecesaria truculencia. Aunque la discusión no es nueva, y dada la radicalización de las posturas, nos tememos que no ha de conducir a nada positivo, puede permitirnos alguna reflexión sobre los hechos que la motivan. La crueldad y la violencia han existido y existirán (no es éste tampoco el lugar adecuado para analizar el porqué) mientras perdure la Humanidad, si bien ésta dispone de un código moral para regularlas, que, según las épocas y las ocasiones, acomoda sus dictados a los vientos que soplan. Discutir sobre si la violencia se puede extirpar o no de nuestra sociedad nos llevaría a terrenos éticos en los que la tradición tiene sus propios y originales preceptos, que no siempre han coincidido con la normativa al uso; lo que es indudable, sin embargo, es que la sociedad que permite esas maneras excesivas -naturalmente, reguladas por un protocolo y rodeadas de una solemnidad que rito y tradición las han conferido conjuntamente- elige a unos personajes «especializados» para ponerlas en práctica. Así (y por poner el ejemplo más destacado) un diestro, o maestro de ceremonias, dirige la lidia y muerte del toro en el coso; un «director» de escena prepara a los quintos de turno para correr los gallos cuyas cabezas serán arrancadas del tronco por esos mismos quintos montados en caballerías... ¿Es innecesario el castigo que se aplica a esos animales? Si despojamos al espectáculo de todo su ritual y dejamos el escueto hecho de la muerte brutal, es evidente que sí; pero si buscamos la perfección por caminos tan peregrinos, ¿Por qué no erradicar primero la violencia del género humano para luego pasar al reino de los animales aparentemente no racionales?.