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Ocurre cuando el hombre adquiere consciencia de su capacidad subversiva, de ser algo más que una piedrecita inmóvil en el largo camino de un universo regido por un Dios (mitología desde el cristianismo) o unos dioses (desde el mundo griego) al que ni siquiera su contrafigura del mal puede vencer. Fausto, el mito faústico, es la aventura de lo imposible, la reedición de la lucha de Satán contra el orden. Sí, efectivamente, Fausto rompe la falsa armonía del mundo para implantar un fragmento del caos, y, de forma paradógica, es cuando puede asumir partículas de la belleza, el placer o la sabiduría infinita.
Una buena representación de «Mefistófeles», ópera de Boito, que se sitúa en la cima del mito, origina esta reflexión que como todas las categorías universales, se ancla en el folklore y el mito de todos los países. No sólo la lucha entre el bien y mal, cantada en múltiples lenguas y épocas, en la aldea más remota, en la «corderada» más inocente y simple, o en la poética compleja de Goethe, para no referirnos a esa otra visión que supone la ruptura de la armonía que el genio desafiante del hombre, potenciado por el maligno (su otro yo) y que Thomas Mann escribiera en «Doctor Faustus» para parafrasear a Schomberg. También está en el trasfondo de este mito universal la proyección del placer y la vida de todos los hombres, las manifestaciones lúdicas de su personalismo se proyectan (danzas, costumbres, palabras, gestos) a través de esa percepción del deseo, cuya caracterización es tan múltiple como múltiple es el obrar o pensar del hombre.
«Ave, signor. Perdona e il mio gergo si lascia un posa tergo la superne Teodie del paradiso». Mefisto (Nesheenko en la representación del Teatro de la Zarzuela) hace su primera aparición en el mundo celeste, indefinido y evanescente, solicitando permiso al Todopoderoso para la lucha que se centrará en un hombre: Fausto, paradigma de todos los hombres. Boito encuentra palabras a la vez respetuosas e irónicas («mi jerga deja en mal lugar a las bellas melodías del paraíso») .Una ópera compleja y aíslada pone en marcha los motores de unas sensibilidad que pueden llegar a romper esquemas habituales -el preguntarse sobre el hombre y su doble, la dualidad cuerpo-espíritu, en tiempos poco propicios para la reflexión. Recurrir a la historia pasada, a las costumbres y usos de antaño- en la proyección del impulso deseante, insisto en la persona humana y que de tan acertada forma fue estudiado por Deleuze y Guattari «El Antiedipo») no es otra cosa que una prueba más, y contundente, del intercambio fluido de todas las pulsiones de la Humanidad a través del espacio y del tiempo.
Fausto-Mefistófeles es la incardinación del absurdo en la lógica, de la subversión en el sistema, de lo culto en lo popular. El personaje, un sabio, tiene un contacto con lo popular que se ha respetado, incluso potenciado, en todas las numerosas obras que ha originado. Las ideas ~ f-$" base del conflicto esencial no han variado a través del tiempo. y han partido de la inquietud que surge de la convulsiva vitalidad popular. Por ello, el mito es tan eterno como el hombre, y sus connotaciones literarias y filosóficas no se expresan desde la alambicada abstracción, sino desde el pueblo que lo acoge y lo expele en diversas y cuidadas manifestaciones. Si en 1587 aparece el primer texto fáustico, la cabalgata de nombres ilustres que siguen interpretando el mito no se detendrá, siendo fácil predecir, por tanto, que en el futuro la dualidad fausto-mefistófeles será contada o cantada, como antaño se hiciera en los retablillos de ciego. Las farsas de muñecos o los juegos de plaza en los que el pueblo proyecta desde la forma más imaginativa y variada sus naturales impulsos lúdicos.
No pueden concebirse Fausto y su diablo sin la masa que sirve de contexto, de punto de apoyo o de rechazo. Incluso nuestro Calderón. que, como el propio Mira de Amescua, tiene su peculiar interpretación del mito, sitúa «El Mágico Prodigioso» en una historia atrabiliaria y confusa que requiere asimismo, y aun retóricamente, la presencia popular. Por más que en mi adaptación teatral del texto prescindiera de todo personaje que no fuera el del dúo amo-esclavo, y la mujer, a la vez sujeto y objeto del conflicto, la masa que creía en el milagro, en la magia luciferína del Mefísto de turno, se proyectaba incluso desde su ausencia. De todas formas, lo que sí está claro es que el mito fáustico genera su comunicación con el público desde la certidumbre de compartir idéntica angustia que esos personajes emblemáticos, ante lo que se llamaba antes destino del hombre y hoy se concreta en eso que terminológica y filosóficamente -Fernando Savater dixit- significa la palabra «felicidad», o su contrapuesta infelicidad o desdicha.
Fausto posee la sabiduría y no es feliz, ya que le falta el impulso de lo amoroso, de lo erótico, el placer de la carne. Por ello la juventud deseada se proyecta hacia el «otro» (la manifestación masculina o femenina es irrelevante), con el afán esencial de sustituir la soledad del momento. El pacto con el poder de las tinieblas que significará la condenación eterna se ve muy lejano en un tiempo recuperado que parece, engañosamente, toda una eternidad. Los deseos de Fausto son igualmente los del colectivo humano, y es por ello lógica y coherente esta proyección universal a través del tiempo y del espacio. En realidad, Marlowe, Goethe, Von Arnin, Heine, Calderón y el larguísimo etcétera que lo siguen no son otra cosa que la exteriorización compleja de esas voces que flotan en el aire y que son parte del subconsciente colectivo de la Humanidad.
En la interesantísima ópera de Boito, que el Teatro de la Zarzuela presentó en un montaje adecuado a la trascendencia temática y sus implicaciones filosóficas y estéticas, la música, lenguaje universal, concita a todo espectador por encima de barreras geográficas determinadas. La pervivencia del antaño cadavérico género que es la ópera, se justifica no sólo en el cuidado general con que hoy se encara, sino también en algo más profundo, que es, precisamente, su vocación de totalidad. Quizá sea una de las escasísimas formas de comunicación a través del ser humano como mediador inmediato, que trascienda «per se» su propio contexto. El idioma es importante, pero no olvidemos que el propio Mozart escribió muchas de sus obras maestras con libreto italiano. La ópera en cuanto expresión de lo arquetípico, lo pasional o lo genéricamente humano, ¿y qué lo es más que el amor y la muerte?, postula su irrupción en cualquier país o lugar. El «Mefistófeles» de Boito, como tantas otras obras líricas, se ha representado y se representa en todo el mundo, y con ello el mito fáustico tiene una absoluta intercomunicación. Si su nacimiento ocurre en el folklore germánico, su transmisión a través de la música no posee nacionalidad concreta.
Esta visión universalista de la música como motor del sentimiento o plataforma de lanzamiento del mito, pudiera ser motejada de elitista, limitada a unos públicos muy determinados. En esto cabría, como siempre, una reflexión. ¿Qué es el público o los públicos? Si nos detenemos en algo tan puro y sujeto a unas raíces absolutamente populares y verídicas como el folklore musical, o el propio flamenco, habría que convenir en que los receptores de este tipo de comunicación estética son limitadísimos. Forman parte de una curiosa secta de escogidos, ya que dominan la técnica en la que los artistas crean y también los aspectos antropológicos derivados de su propia verdad radical. Y yo no me atrevería a conceptuarlos como elitistas. La ópera, en cierta forma, lo es; pero en menor medida. (El número de aficionados es considerablemente mayor) y sin que se requieran para gozarla conocimientos específicos, sino una simple sensibilidad general. Por eso el mito fáustico, como todos los mitos por lo demás, encuentra un vehículo extraordinario en la música y en la voz y supera, en este aspecto de la comunicación, a las obras literarias de mayor complejidad temática y filosófica.
Desde esta visión de una representación operística, la fuerza del mito resurge. De una parte, porque se profundiza en los aspectos que lo han acompañado; de otra parte, se entra en el campo de acción que significa la trascendencia de la cultura a través del tiempo o de la distancia. El folklore, que significa aprehender lo existente, evitar que la memoria se pierda, tiene así una proyección universal que lo hace más rico, profundo, vario, susceptible de nuevos descubrimientos, nuevas vueltas al origen, en ese eterno retorno que supone la cultura cuando busca la Naturaleza.
Quizás habría que solicitar que esta bajada al origen de los mitos, a su belleza, que no es sólo puramente esteticista, fuera compartida por mucha más gente. No cabe duda de que en toda ópera -por ejemplo, «Mefistófeles» no es una excepción- la carga de retórica perdura y en ocasiones lastra ese desarrollo puro, natural, de lo que significó en la historia un pensamiento común que alguien o alguienes plasmaron desde su visión personal. Pero en todo caso ayuda a la búsqueda de esa verdad, y nos reencuentra con lo universal desde lo particular, desde la llamada de una frase musical o de una situación que llega a ser, por encima de todo, teatro; es decir, la vida doblada desde su propio origen ancestral.
Así volvemos al origen, y Fausto y su «Mefistófeles» se nos aparecen como una categoría que los humanos han ido perfeccionando desde un deseo más o menos oculto. Si el folklore significa conocer la verdad de lo que fue o es y proyectarla a través del tiempo, cualquier manifestación cultural en la que esto ocurra tiene una función específica y excepcional. El legado de la Humanidad tiene una clara connotación finalística, la consecución de la felicidad o de la verdad. Y en este punto Fausto-Mefisto o Mefisto-Fausto no son otra cosa que la dualidad de cada uno de nosotros, el bien y el mal en su concepto más amplio y menos categórico, el deseo o la esencialidad, las tinieblas o la luz. Para Boito, su Mefisto se hunde en los abismos, y Fausto es acogido por las falanges angélicas. Pero esta lectura sería excesivamente superficial, y el problema, el enigma, la dicotomía sigue presente en todos los hombres, sin importar su cultura, su raza, sus propias circunstancias. El mito es, pues, la protección del arcano, y al tiempo la continuidad en el ser y en el vivir universales.