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La historia de la tecnología corre pareja a la del ser humano; elementos de los que el hombre se sirvió durante siglos y que le permitieron avanzar económica y socialmente van quedando arrumbados hoy día para dar paso a máquinas más modernas y utilitarias. Desde estas páginas hemos apostado siempre por una conservación racional de la cultura tradicional: el lenguaje -giros, dichos, modismos-, algunas fiestas, instrumentos musicales, danzas, canciones, etc., pueden competir ventajosamente con los nuevos materiales que pretenden sustituirles, originándose de esa pugna una evolución lógica y beneficiosa. En el caso de determinados inventos o ingenios que acompañaron y facilitaron el trabajo del hombre generación tras generación hasta nuestros días, no sucede lo mismo: batanes, molinos, fraguas, norias, etc. (por no hablar de arados, trillos y demás aperos que en algunas zonas parece que pertenecen ya a la prehistoria), están siendo sustituidos por invenciones mecánicas, viéndose sacrificadas sus funciones en aras del fervor de la técnica. Es necesario recapacitar, sin embargo, en el abismo que separa ambos tipos de cultura y en el vacío que se puede abrir, por ejemplo, a espaldas de los nuevos habitantes de este planeta. Nos atreveríamos a asegurar que el noventa por ciento de la población comprendida entre los 5 y 15 años desconoce por completo el funcionamiento y la aplicación de esos inventos que, hasta este siglo, fueron básicos en la vida y el desarrollo de cualquier comunidad. Nos parece un error todavía subsanable con clases prácticas y teóricas acerca de estos ingenios, sobre el propio terreno en que están instalados -en el caso de que todavía se conserven- y con la decisión, o al menos el compromiso de algunas instituciones de abrir museos, cubiertos o al aire libre, impidiendo así que se destruya por desidia una parte de nuestra historia más viva e interesante.