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Bela Bartok, en su opúsculo titulado "Por qué y cómo recoger la música popular", hace un retrato ideal del folklorista modelo: "Debería poseer una erudición verdaderamente enciclopédica. Los conocimientos de filología y fonética son útiles para captar y consignar los más sutiles matices de la pronunciación dialectal; debe ser coreógrafo para poder definir con precisión las relaciones entre la música y la danza; un conocimiento general del folklore le permitirá determinar, hasta en sus detalles más nimios, los lazos que unen la música a las costumbres; sin preparación sociológica será incapaz de establecer la influencia que las perturbaciones de la vida colectiva de un pueblo han ejercido sobre la música; le estará vedada cualquier conclusión final si no posee estudios sobre historia, principalmente en lo que concierne al establecimiento de distintas poblaciones; si quiere establecer comparaciones entre la música de distintos pueblos, deberá aprender sus lenguas. Por fin, y ante todo, debe ser un músico de oído fino y un buen observador".
Sin duda Bartok, músico hasta la médula, daba enorme importancia en esta descripción de las cualidades de un folklorista al aspecto musical, pero, salvo esa gradación subjetiva, se podría decir que la imagen es acertada. El folklorista debe ser, principalmente, un gran observador; una persona curiosa a quien, cualquier detalle en la vida colectiva e individual del ser humano no le pase inadvertido. Percibir tales pormenores e intentar explicárselos a la luz de los distintos focos luminosos de la historia, puede ser la razón fundamental de su trabajo y, en ocasiones, de su propia existencia. Para ello deberá saber escuchar y hacerlo pacientemente, adaptando el ritmo (probablemente más acelerado) de su comportamiento al de su interlocutor y evitando, en lo posible, conceder excesiva importancia a unos datos y mínima a otros, pues todos ellos forman parte de la existencia de una persona y no serían concebibles por separado.