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Cuando un poeta lírico actual, pongamos el hermético Oscar Wladislas de Lubicz Milosz, proclama:
Así que la montaña me hubo arrastrado en su vuelo, vi de pronto abrirse ante mí, sobre el otro espacio, la puerta de oro de la Memoria, la salida del laberinto
(Del libro Los arcanos (1927). Traducción castellana de L. Z. D. Galtier. Buenos Aires, 1961, pág. 145).
sabemos, por su propio testimonio, que los contornos del tiempo que mata se han, milagrosamente, difuminado. Estamos, pues, dentro del terreno del mito, ese relato sacro y verdadero cuya recitación explica el mundo y nos defiende de la muerte. Porque el poeta lírico también evoca en su poesía el Tiempo sin tiempo de los orígenes. No hay duda de que la función más preciosa de la literatura consiste precisamente en anular ese tiempo personal y terrible que nos va eliminando poco a poco. y en recobrar a cambio la intemporalidad de los «comienzos». O, por lo menos, en intentarlo. Desde esa perspectiva, lenguaje mítico y lenguaje poético se confunden. y ello ocurre en el siglo XX como en las ciudades-estado sumerias o en la Grecia de Pericles.
El gran Arthur Machen, en Hieroglyphics (Londres, 1923), considera la religión como campo de cultivo indispensable para que crezca y se desarrolle la poesía. Y por religión entiende el autor de Los tres impostores la conjunción de mito y ritual. «El mito es el denominador común de la poesía y de la religión -han escrito Wllek y Warren-. La religión es el misterio mayor; la poesía, el menor. El mito religioso es la sanción de alto bordo de la metáfora poética» y Philip Wheelwright, en su famoso artículo «Poetry , Myth and Reality» (recogido por Allen Tate en el volumen colectivo The Language of Poetry, Princeton University Press, 1942), se pronuncia en contra de aquellos positivistas que «rechazan como ficciones la verdad religiosa y la verdad poética», defendiendo una perspectiva mítico-religiosa en el estudio de las artes todas.
Que el mito aparezca en el ámbito humano como algo no sólo ineludible, sino necesario, es cosa probada. Y la poesía es una prolongación del mito. Hace diez años publiqué un libro, titulado Necesidad del mito (Barcelona, Planeta, 1976), que glosaba estos temas. Son absurdos e inútiles los esfuerzos de la razón por eliminar el mito, entre otras cosas porque el mito está en la base de las especulaciones de la razón y porque la razón pura y dura, sin el hálito vital que le transfiere el mito, es completamente estéril. Hay dos frases a este respecto que son particularmente ilustrativas. Una, de Santayana, que reza: «Cuando los dioses se van, dejan siempre detrás fantasmas.» La otra es la archiconocida de Goya, que no sé hasta qué punto sabía lo que estaba diciendo, como leyenda de uno de sus Caprichos: «El sueño de la razón produce monstruos.»
A Jung le complacía hablar de la «necesidad del mito», sobre todo en una época como la nuestra en que lo puramente racional intenta imponerse, a veces con curiosos disfraces irracionalistas, desde los periódicos, la televisión o el Parlamento. Quienes piensan que los mitos son drogas inventadas para explotar mejor a la gente y que hay que terminar cuanto antes con esas drogas son, cuando menos, unos ilusos. La imaginación, la fantasía, la intuición, la poesía y el mito siguen y seguirán rodeando al hombre con su necesario y benéfico abrazo. Al cabo, lo único que consigue la razón y su cortejo de aduladores al intentar destruir el mito es provocar búsquedas erróneas y banales del mismo. Son esas búsquedas que desembocan en el éxito de las historias mágicas con truco y en otros muchos síntomas morbosos, como ese culto que los consumistas vienen tributando a la Edad Media y a la fantasía desde hace algunos años, con lo que van a conseguir que las literaturas medievales se alineen con la arruga del traje, la postmodernidad y el cuento fantástico en los estantes de la abyección, o sea, de la moda. Pero basta de protestas y enconos con el orden vigente, que el poeta romano Persio empezó así y murió jovencísimo de un disgusto.
Manejando el espléndido libro Primitive Song de Bowra (hay traducción castellana con el título de Poesía y canto primitivo, Barcelona, Antoni Bosch, 1984), se hace uno una idea de lo unidos que iban en los comienzos, que van en los comienzos de los pueblos y de la mente humana, la poesía y el mito. Las primeras manifestaciones poéticas son recitados míticos, sin duda, y cuando adquieren el vigor necesario para encarnar el Volksgeist de una raza, son toda una mitología. Es el caso, entre los arios de la India, del Ramayana y del Mahabharata; de las epopeyas homéricas entre los griegos, de la Edda escandinava, del Gilgamesh mesopotámico, del Popol Vuh entre los mayas de Centroamérica. En resumen, la literatura en sus orígenes aparece estrechamente vinculada a la poesía y al mito. Pero hay que tener en cuenta que la poesía primitiva no es simplemente un vehículo de conservación y transmisión de mitos, sino que consiste en una fusión esencial entre lo mítico y lo poético, hasta el extremo de que puede decirse tanto que el mito es la indispensable subestructura de la poesía como que la poesía es la indispensable subestructura del mito.
Como Dios no me hizo para pensar (cuando eso ocurre, inevitablemente me deprimo), ni para reflexionar sobre las cosas a la manera de los filósofos, y no sólo de ellos, sino en general de cuantos eligen quemar incienso en los altares de la diosa Teoría, voy a centrar mi exposición en la glosa, que es lo único que sé hacer, y hablar de todas estas cosas centrándolas en la Odisea.
Y es que, hablando de mitos y de poesía, me surge sin querer la Odisea. En ese poema homérico la distancia entre cielo y tierra, entre dioses y hombres, es apenas perceptible. Los dioses conocen, como Calipso, la tristeza de la renuncia. Los hombres saben, con sensatez experta, extraer dulce miel de la flor triste de la vida: es cierto que la muerte nos espera, y las puertas sombrías del Hades, y los prados de pálidos asfódelos, pero el sutil e invisible lazo que el optimismo crea para reunir vivos y muertos y volver menos tétrica la mansión de las sombras es algo que no ignora el cantor de Odiseo. Y ello a pesar del desconsuelo que supone la declaración de Aquiles en los Infiernos (canto XI, versos 489-491):
Preferiría ser labrador y servir a otro, a un hombre pobre e indigente y sin gloria, que ser rey en el país de los muertos.
Porque, cuando Odiseo narra al fantasma que se llamó en el mundo Aquiles las hazañas de su hijo Neoptólemo,
el alma del Eácida, el de los pies ligeros, se fue a buen paso por la pradera de asfódelos, gozosa de que le hubiesen participado que su hijo era insigne (XI, 538-540).
En medio de esta serenidad fantástica, la matanza de los pretendientes adquiere una rudeza desacostumbrada. Mientras los cortejadores de Penélope celebran su última cena, se deja oír la voz tremenda del divinal Teoclímeno:
¡Ah, miserables! ¿Qué mal es ese que padecéis? Noche oscura os envuelve la cabeza, y el rostro, y las rodillas; crecen los gemidos; se bañan en lágrimas las mejillas; y así los muros con los hermosos intercolumnios están rociados de sangre. Llenan el vestíbulo y el patio las sombras de los que descienden al tenebroso Erebo; el sol ha desaparecido del cielo y una horrible oscuridad se extiende por doquier (XX, 351-357).
Salvo -quizá- esta excepción, lo trágico se desvanece en el fluir encantado de la Odisea, del mismo modo que la sangre no huele ni mancha jamás en el Orlando furioso, por mucho que se derrame. Ni el horror de la muerte, ni el de la soledad, llegan nunca a contaminar esa atmósfera primeval, recién lavada, que ciñe el mythos de Odiseo.
El desinteresado interés de Hornero en la Odisea por su propia creación, esa luminosa totalidad en la que el Bien y el Mal se entrelazan para dar con su contraste mayor sabor a la vida, genera un ambiente de catártica ligereza; el mundo de la Odisea es un mundo de libertad en el que la sombra del misterioso dominio de lo trascendente se ha desvanecido; el elemento divino que circula por el poema de Ulises no se constituye en ley suprarracional, como en la Ilíada, sino en algo fantástico y maravilloso que amplía, en vez de limitar, esa esfera de libertad, y de lo que se sirve el poeta para agilizar los movimientos de los héroes. De aquí nace un contraste entre la concreta y profunda humanidad de los personajes homéricos y el ambiente fantástico en que se mueven; contraste que no origina desajustes ni problemas y que es, además, el principal factor del tono particular de la Odisea. Y es a ese contraste al que debemos el sentido de armoniosa ligereza y libertad catártica que caracteriza el poema. Como si los hombres de este mundo, rotos los vínculos de la necesidad, pudiesen recorrer libremente los caminos del tiempo, convirtiéndose en Odiseo al simple toque de la vara mágica de una diosa benévola.
El carácter festivo de la invención no induce, sin embargo, a la risa; es festivo en tanto que excepcional; divertido en tanto que son muchas y diversas las posibilidades imaginativas que el poema despierta en el oyente o lector. En esto el Orlando furioso se parece también a la Odisea. El objetivo es la representación de lo humano. Del mismo modo que, diluido en el ritmo de la danza, el cuerpo parece desligarse de la ley de la gravedad para obedecer dócilmente la libre ley de la armonía musical, así en este mundo poético la fantasía de Homero representa, bajo la sola ley de la libertad, la vida cotidiana de los hombres. Y ese fluir gracioso, libre, aéreo, de azares y vicisitudes nos proporciona el exquisito placer de una vida liberada de límites, si no es del delicado límite de la armonía. y la consciente presencia del poeta, que, sin sumergirse del todo en su mundo fantástico, lo domina con madura ironía, impide que la Odisea se convierta en un simple cuento de hadas (aunque nunca deje de serlo) y transfiere al poema un hálito plenamente humano, de manera que la sonrisa cómplice que suscita su lectura es, además, un guiño de emoción e incluso el tierno disfraz de un sentimiento.
Ningún hado conduce a Ulises desde la isla azul de los lotófagos al pulido castillo del rey Eolo, desde el florido prado marino de las Sirenas al palacio de la alegre y sensual Circe, sino tan sólo ese armonioso y fácil vivir en el que cada mal destila su dulce bien, donde cada suspiro tiene al lado su sonrisa, cada tristeza su alegría. La evasión de nuestra realidad histórica, de nuestro tiempo personal, se obtiene, así, instalando en ellos la maravilla, de tal manera que, no llegando a salir jamás del lugar en que estábamos, nos encontramos muy lejos de él, en gozosa fusión de contrarios, a mayor gloria de la fantasía.
Pero, ¿qué fantasía es ésta? Si el palacio de Alcínoo fuese tan sólo un castillo encantado donde, entre una perpetua lozanía de la naturaleza, perros de oro que ladran y bellísimos autómatas que escancian vino, viviesen príncipes fantásticos e irreales princesas, no dejaríamos de complacernos en el ambiente evocado por el poeta. Pero es que el generoso Alcínoo es, además de un rey de fairy-tale, un auténtico emblema de cortesía humana, del mismo modo que Nausicaa es: además de una princesa de Las mil y una noches, la más acabada encarnación de la gracia virginal, exuberante y, a la vez, esquiva, tímida al par que audaz, transparente al mismo tiempo que impenetrable. Y los dos están vivos en la nube fantástica de su Märchen, como vivos están los demás habitantes de la feliz Esqueria, y su concreta humanidad se encuadra en un escenario irreal, vinculándose ambos en términos de estricta y recíproca necesidad y dando origen a una visión poética en la que lo real o histórico, sin perder un ápice de su corporeidad, adquiere vagos y feéricos reflejos, y lo fantástico o maravilloso, sin perder un punto de su ligereza, retiene algo de la realidad con la que se funde. Hay una frase de Alcínoo en el canto XI que resume admirablemente este clima, y también la identidad primordial entre mito y poesía; Odiseo acaba de interrumpir su narración, y el rey de los feacios lo insta a que continúe, diciéndole:
La noche es larga, interminable, y aún no llegó la hora de dormir en palacio. Cuéntame, huésped, esas hazañas admirables (XI, 373-374).
De la misma manera que una piedra arrojada a las ondas de un lago en calma suscita un temblor de anillos concéntricos cada vez mayores, así, partiendo de la realidad estrecha y limitada de la rústica Itaca, el poeta de la Odisea nos va alejando por caminos que conducen a las más variadas regiones de lo maravilloso, para luego volver a la isla primera, enriquecidos -como en el poema de Cavafis- con todos los tesoros que Ulises ha obtenido en moneda de experiencia a lo largo de su viaje. Y ese mundo de maravillas en el que habitan los personajes de la Odisea es creado por el poeta con una sagacidad cauta, a través de peldaños o de círculos progresivos, en una lenta persuasión que no llega nunca a sorprendernos -la sorpresa sería una emoción demasiado fuerte y no demasiado poética-, sino que nos hace aceptar una realidad dominada 'por leyes fantásticas que, al mismo tiempo, mantiene vivo el encanto de su coherencia íntima.
Así, Homero no nos traslada de golpe al reino de la fantasía. Nos sitúa, en primer lugar , en el palacio del ausente Odiseo, donde los pretendientes banquetean, lo que constituye una escena de poderoso realismo plástico; por otra parte, en medio de esas imágenes de vida cotidiana aparece Atenea, que viene a despertar en Telémaco la consciencia de la propia responsabilidad, de la tarea que lo aguarda, ahora que ha dejado de ser un niño. A los gestos y a las palabras humanas se superpone, como una nota de color vivo en un cuadro de tonalidades neutras, la desaparición de la diosa, semejante a un gran pájaro (canto I, verso 320). Este primer indicio se repite en la llegada a Pilos, donde es también Atenea quien llena de atónito y reverente estupor a Néstor y a sus hijos, alejándose como un águila (III, 372). Pero esos toques maravillosos, que pronto se harán cada vez más frecuentes, hasta llegar a sustituir por completo lugares convencionales como el palacio de Pilos o la sala itacense de banquetes, se disponen siempre en el marco de un vigoroso realismo, de manera que el elemento fantástico y el realista se funden por milagro del poeta en un solo elemento que participa de los dos y genera un nuevo encanto narrativo que, con el precedente mesopotámico de la saga de Gilgamesh, se perpetuará a lo largo de los siglos en autores como Chrétien de Troyes, Cervantes, Borges o Tolkien.
En Esparta, en la corte de Menelao, la evocación de aquella tierra de fantasía que, para seguir con el juego de brindar perfiles al sueño, lleva el nombre de Egipto eterniza la sensación de maravilla en un ambiente de estricta verosimilitud. Si lo maravilloso fuese presentado con un colorido de religiosa trascendencia, podríamos quizá percibir el punto de sutura entre lo real y lo irreal; pero el poeta contempla con la misma serena sonrisa la hermosa casa de Menelao, por la que corre un aire de tiempos nuevos -quizá debido a la presencia de Helena en ella, tan desenvuelta y libre de prejuicios en comparación con ese pudor esquivo que personifica Penélope-, y la playa desolada donde Proteo duerme, en medio de su extraña grey.
Y en Itaca, Pilos y Esparta está Telémaco, el triste adolescente que suspiraba, tímido y quejumbroso, por el regreso de su padre -de aquel padre valiente y poderoso que, con su sola presencia, pondría en fuga a todos los pretendientes-, hasta que Atenea le dijo: «¿No ves que ya eres grande, fuerte y hermoso?», y desde ese momento el niño había dejado de serlo para convertirse en hombre...
Junto a Telémaco, su madre, Penélope, cifra la vida en un desesperado esperar. Su larga fidelidad al esposo lejano sería heroica, pero helada, si respondiese a una seguridad sin grietas o a una posición racionalmente asumida, pero el continuo llanto, la obsesiva atención a cualquiera que venga con noticias de Ulises, y esas dudas cuajadas de suspiros que tanto se parecen a la más refinada coquetería, dan a la resistencia de Penélope un carácter delicadamente humano. No resiste por una reflexiva adhesión al deber, sino por una sensible necesidad que hace temblar todavía vivo en su ser , después de tantos años, el recuerdo de su marido: basta una palabra para reclamar en sus ojos un llanto que no es sólo amargo dolor, sino hirviente deseo. Veinte años han pasado. Telémaco ha crecido, pero ella lo ve todavía tierno y necesitado de ayuda, más como criatura a proteger que como protector. Cuando sabe de su partida, un espanto la invade, una desolada desesperación: también él morirá, y ya no quedará nada suyo en el mundo. Se siente descendida al último peldaño del dolor y le parece absurdo estar sentada sobre un bello trono como señora y reina de una isla, así que, sobre el frío suelo, en el umbral de su aposento, humildemente, como una esclava, se echa a llorar (canto IV, versos 716-719).
La interpenetración de realidad y fantasía se produce con una naturalidad tal que no advertimos el tránsito de la una a la otra, y lo que es una ardua y compleja conquista parece un juego de niños. Algo tan fácil, tan fluido, que casi ya no nos maravillamos cuando, en los cantos centrales, desde la partida de Ogigia a la llegada a Itaca, lo que en la corte de Menelao era tan sólo un appetizer se convierte en motivo dominante. Pero la fantasía no llega nunca a ahogar la realidad. Bajo el cielo sin nubes de la feliz Esqueria, en el interior de la gruta encantada de Calipso -prototipo de todos los jardines feéricos de la literatura, entre ellos de aquel de Armida que la pluma de Tasso eternizara-, o en el palacio prodigioso de Alcínoo, seguimos encontrando criaturas reales y vivas, palpitantes de pasiones humanas, a las que la envoltura de lo maravilloso no quita, sino añade, humanidad y concreción. Porque el mundo de los mitos, que está hecho de palabras que vencen a la muerte, no vindica paisajes difusos e irreales, sino permanencias de brazos concretos, de piernas que se mueven ágilmente, de ojos dorados y cabellos al viento: la eternidad que vindican los mitos no prescinde jamás del cuerpo, porque lo que alimenta el espíritu se traduce en la copa cristalina que apaga la sed de la boca, en el bálsamo que alivia la herida recibida en combate, en la mano del camarada sobre el hombro cansado. Por eso todos resucitaremos con nuestros propios cuerpos cuando llegue la hora.
Entre la dulzura del natural encanto que despliega su cuerpo divino, Calipso, presa de un amor no correspondido, inclina la hermosa cabeza sobre el trabajo que la lanzadera de oro va, poco a poco, llevando a cabo. Esta romántica criatura, que parece surgida de un ensueño sentimental muy Sezession vienesa, muy Modern Style, ha intentado a lo largo de siete años suscitar la llama amorosa en el nostálgico corazón de Odiseo. y durante siete años éste, insensible a la oferta de inmortalidad que los amores con la diosa llevarían consigo, se ha consumido a su vez en la obsesión y en el deseo de regresar a Itaca antes de morir. La desilusión y la amarga renuncia penetran en la bella gruta enguirnaldada por los pámpanos de la opulenta vid, despertando los ecos del llanto en aquellos parajes de sobrehumana belleza. Pero en seguida percibimos que el poeta no busca el contraste dramático entre el esplendor del ambiente y el apasionado martirio de la diosa; ese esplendor, por el contrario, no es más que un fármaco, una dulcísima medicina que impedirá a la solitaria Calipso gemir en luto tan eterno como su propia inmortalidad. Las soluciones definitivas no se han hecho para la Odisea, en cuyos hexámetros reina la suave Persuasión, difundiendo por todas partes su sereno optimismo.
Si así no fuese, sería demasiado cruel la suerte de Odiseo, y digno argumento para la tragedia más patética. Pero así es, y vemos salir al héroe de sus pruebas decenales más rico de sabiduría y más templado, pero sin huella del amargo e incurable desánimo que hubiese sido de rigor en un hombre que ha visto perecer poco a poco a sus queridos compañeros de las maneras más atroces y ha sentido en la cara muchas veces el soplo helado de la muerte. El relato de sus aventuras serpentea, por el contrario, como un amable río por la quietud hospitalaria del palacio de Alcínoo, y del mismo modo que ese río refleja en sus límpidas aguas ya riberas floridas, ya ásperas gargantas, así en la narración se examinan aventuras alegres o luctuosas sin que desaparezca nunca la armoniosa dulzura de la evocación. y es esta armonía lo que impide al poeta caer en lo grotesco o destruir el lado humano de su creación mítica. Los cíclopes, los lestrígones, los lotófagos, el palacio de Eolo y aquella isla Eea donde Circe se divierte con el inconsciente colectivo, abandonándose al capricho de sus encantamientos, marcan la cumbre de este mundo maravilloso donde la libertad poética parece empeñarse en intentar los vuelos más audaces, pero en el que, por otra parte, las continuas llamadas a actitudes y sentimientos propios del vivir cotidiano nos ponen en guardia contra un completo abandono en brazos de la deleitosa fantasmagoría y nos invitan a prestar oídos al otro motivo que la sagaz y atenta medida del poeta no deja nunca desaparecer: el motivo del humanismo.
El inmediato reflejo interior y espiritual que la aventura asume en el ánimo del protagonista y la compleja grandeza que Ulises, psicológicamente, adquiere nos conducen desde la deslumbrante superficie al corazón profundo del poema: de aquí brota la fuente perenne de humanidad serena que hace de la Odisea una obra tan cercana a nuestro modo actual de sentir, mucho más cargado, se diría, de milenarias experiencias. Es la Odisea la obra que inaugura la literatura moderna, la obra eternamente abierta e inacabada. La Ilíada, que es superior en aliento y en estilo, no tiene descendencia: espléndidamente estéril, nace para no morir nunca y, por lo tanto, no necesita reproducirse. Al leer la Odisea, en cambio, encontramos en sus personajes ese acento de humildad que les hace no sentirse inmortales y querer transmitir a otros el relevo de su angustia, y también ese acento de «verdad» que es el eterno diapasón que acompasa la obra de arte de cualquier época. Criaturas impregnadas de sentido y de evidencia, espíritus de la tierra, primigenios hermanos del Calibán de Shakespeare, o espíritus celestes, libres de la humana caducidad, como el mágico Ariel, y también y sobre todo ambos tipos de espíritus a la vez, animales y dioses a un tiempo, los personajes de la Odisea nos conquistan por su esencialidad sin adornos, que es, en cierto sentido, la misma que hace siempre querida y gozosa la lectura del Sueño de una noche de verano o de La tempestad. La lucha de Odiseo con el Cíclope, su victorioso enfrentamiento con Circe la maga y las pruebas sucesivas que debe afrontar, náufrago y solo, desde Eea a las costas de Ogigia, serían simplemente los fabulosos episodios de un mito mal contado o de una novela bizantina, si la feroz bestialidad de Polifemo, la irónica astucia de Ulises y el terror de sus compañeros no trajeran a un primer plano el juego vario de las pasiones humanas, dejando a la pomada de la maravilla la tarea de suavizar cuanto de demasiado crudo o vehemente hubiese en esas mismas pasiones, despojándolas del pathos catártico propio de la tragedia.
Lo mismo ocurre en el episodio de Circe, en el que al elemento fantástico de la conversión en cerdos de los compañeros de Ulises se le contrapone la cómica y realista representación del terror de Euríloco, quien, espiando fuera del palacio encantado de la maga, asiste espantado a la transformación de sus amigos y corre, después, descompuesto, a las naves, sin ser capaz de articular palabra. de manera que sólo a duras penas consigue referir a sus compañeros la terrorífica escena, no queriendo más tarde volver junto a Odiseo al palacio de Circe. En este episodio mito y folk-tale se mezclan. En el fondo, el folk-tale, lo que los alemanes llaman Märchen, no es más que un mito que ha abandonado ese otro propósito «serio» que lo anima, además del fundamental de contar una historia. Decía Wilhelm Grimm: «El cuento está apartado del mundo, en un lugar tranquilo, no perturbado por nada ni por nadie, más allá del cual no se distingue cosa alguna,» La Odisea es mucho más que eso, desde luego, pero también es eso, o a mí me parece que lo es en este momento.
Lo que se me antoja inconmovible es que, sea bajo el cielo fantástico del país de los feacios o en tierra conocida y, por así decir, auténtica, suceda hace treinta siglos, nunca u hoy a las siete de la tarde, siempre tiene lugar el mismo diálogo entre padre e hija (son los comienzos del canto VI), momentos antes de que ella se convierta en mujer, sin dejar de ser hada, bruja u ondina, por el procedimiento de ir a lavar unos vestidos sucios al río o por cualquier otro procedimiento. Y todo en la rapsodia VI se desarrolla en medio de esa atmósfera matinal, con un colorido muy simple que, sin embargo, está asociado íntimamente con la maravilla. Si es la voluntad de los pilotos quien empuja las naves de los feacios, y no el soplo del viento ni la potencia de los remos, la cortesía del rey Alcínoo es, en cambio, completamente humana: al reparar en el llanto del huésped, ordena que cese el canto de Demódoco.
pues quizá lo que canta no sea grato a todos los oyentes (VIII, 538);
a continuación propone los juegos, como para distraer aquel dolor cuyas causas, discretamente, no quiere indagar, y, en seguida, al repetirse el llanto de Odiseo, lo interroga, le pregunta quién es, pero sólo para poderlo conducir de nuevo a su patria, después de haberle ofrecido muchos regalos y su más sincera amistad, como si la paz serena y mágica de la que gozan todos en su isla pudiera parecer una ofensa al asendereado ánimo del huésped.
Y cuando Ulises parte de Esqueria se lleva consigo el sueño de Nausícaa, ese sueño que con suave timidez había intentado hacerse realidad en palabras que eran destellos, en palabras armadas de melancolía. Apoyada en el alto quicio de la puerta bien construida (las mujeres siempre se apoyan en los quicios de las puertas, como bien saben los entusiastas de Conchita Piquer), Nausícaa espera el paso del héroe para ofrecerle, como el que ofrece un ramo de rosas, el último saludo. En sus ojos asoma la tristeza de no poder retenerlo para siempre a su lado, pero también la firme esperanza de permanecer para siempre en su recuerdo. Es un amor que no es amor -como el que practican los elfos en la saga de Tolkien-, un amor hecho de rocío -en la Odisea todo ocurre en el alba-, un amor matinal que, en su frescura primigenia, ignora las heridas del deseo:
Salve, huésped, para que en alguna ocasión, cuando estés de vuelta en tu patria, te acuerdes de mí, pues a mí debes antes que a nadie el rescate de tu vida (VIII, 461-462).
Como siempre, la respuesta de Ulises es perfecta: ignora con sabiduría lo que la muchacha no ha dicho con la boca; ignora esos ojos que ya existían antes que hubiese ríos ni fuentes; y. con sus palabras de gratitud, envuelve a la joven en la esfera que le es más propicia, en una esfera de idealidad arquetípica que no refleja en absoluto el más leve temblor de la pasión humana. Y, sin embargo, cuánta ternura hay en las palabras del héroe, qué modo tan sutil y humano de expresar un rechazo. Si Eneas hubiera hablado así, Dido no se hubiese matado.