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Vamos a detener nuestra atención en una de las costumbres que había en Castilla durante los siglos XVI, XVII y XVIII, pero constriñéndonos a la actual provincia de Valladolid. Contemplaremos la que, arrancando al menos del primero de los siglos citados, concretamente en 1585, llega, sin poder ser desarraigada, hasta mediados del último, alcanzando posiblemente las postrimerías del XVIII en algún que otro punto.
El área geográfica a analizar comprende desde Tiedra, al oeste de la provincia, hasta Manzanillo, al este, en las cercanías de Peñafiel. Entre estos dos extremos, separados entre sí por una distancia lineal de 92 kilómetros, escogemos las localidades mencionadas y las de Castromonte, Bercero, Matilla de los Caños, Tudela de Duero, Villabáñez y Aldea de San Miguel como teatro de operaciones en representación del resto de la provincia.
Seguiremos un orden cronológico, por lo que se empezará por la visita pastoral efectuada a Tudela de Duero el día 18 de octubre de 1585.
"Que los doliosos no tengan cubiertas las cabezas" ¿Qué quiere decir "doliosos"? Es ésta una antigua palabra castellana, en desuso, equivalente a apenados, afligidos, dolientes, aplicada en el siglo XVI únicamente a los sentimientos que producía el fallecimiento de un ser querido; sólo en este caso. En los siglos XVII y XVIII el término doliosos se sustituiría por el vocablo doloridos, como veremos reiteradamente.
1585...Por aquellos lejanos días los hombres de Tudela de Duero a quienes se les había muerto un familiar y asistían en la iglesia a los funerales, tenían la costumbre de presenciar los mismos con la cabeza cubierta con el capillo, prenda normalmente de tejido basto que utilizaba el pueblo llano y que les cubría la cabeza como la capucha de un monje, cayendo sobre los hombros y parte de la espalda a modo de esclavina.
Pero en este caso no sólo tenían cubierta la cabeza con el capirote sino que, además, éste se le calaban sobre el rostro, que inclinaban hacia el suelo, de forma que a duras penas podía vérseles el mentón y la boca.
Si quienes asistían a los funerales eran la viuda y los huérfanos, tanto aquélla como éstos, permanecían todo el tiempo de la misa de rodillas, con la frente pegada al suelo, como cuando los musulmanes rezan hasta adoptar tal postura para adorar a Allah.
Por eso, estimando la Autoridad eclesiástica llegado el momento de corregir estas costumbres por entender que así convenía al decoro del culto divino y respeto al Santísimo sacramento, el Visitador, en representación del obispo, ordenó su supresión:
"Que los doliosos no tengan cubiertas las cabezas"
Otrosi fue informado su merced que asi en los dias primeros funerales caso asisten en la yglesia a los officios dibinos no ven alzar en rrazon de estar los hombres cubiertos con los capillos y la viuda y hijas postrados en el suelo, porque les mando so pena de descomunion maior y de cada quatro reales para la yglesia, que de aqui adelante los referidos, yendo dolidos, descubran el rostro para ver el smº sacramento y se levanten al Ebangelio como los demas vezinos, cuia execucion cometio a los curas y n solidum para que ansi lo cunplan." No se dispone en los libros de Visita de constancia escrita alguna acerca de si se cumpliÓ o se incumplió lo mandado. Con esta Visita, sin mencionar más el tema termina el siglo XVI y trece años más tarde, en 1613 reaparece la prohibición del hecho, pero no en Tudela de Duero. Ahora se presentan algunos cambios: ya no se habla de capillo, sino de sombrero, apareciendo un nuevo aspecto a considerar, a saber, el embozado.
Pero considerando que, si bien la actitud prohibitiva se constata a finales del siglo XVI, su volumen documental lo encontramos en los dos siglos siguientes, no estaría de más saber cómo vestía un campesino castellano en los siglos XVII y XVIII.
Los festivos y los días señalados, tales como bodas, bautizos o entierros, la gente se "engalanaba" poniéndose lo mejor que tenía. El atuendo masculino, que es el que en este caso interesa porque a él afecta por el tema que se va a tratar, estaba formado por calzoncillos y camisa, confeccionadas ambas prendas con tela de hilo, lana o algodón, según la clase social a que perteneciera y sus posibilidades económicas o su vanidad; calzón, prenda que le cubría desde la cintura hasta las rodillas con dos fundas, una para cada muslo; luego se ponía el jubón, que le cubría de los hombros a la cintura, prenda muy ceñida, muy ajustada al cuerpo. Tras esto se vestía la ropilla, que era una prenda corta, con mangas o con mangas y brahones, vistiéndose ajustada al medio cuerpo, sobre el jubón; encima de todo ello, en invierno, claro está, la capa, generalmente de paño.
La mayoría calzaba botas y otros, zapatos, complementando esto, no todos, con botines o polainas, abundando más éstas que aquéllos y que, al igual que la capa parece no precisan de descripción. Finalmente se cubrían la- cabeza con sombreros, montera o redecilla, según la época (téngase en cuenta que discurrimos a lo largo de siglo y medio).
Cuando alguien fallecía, sus deudos más próximos se vestían "de gala" para acompañar al cadáver a la iglesia y tomar parte en los funerales y posterior enterramiento, así como en las honras que habían de tener lugar. Los demás, o sea, los vecinos y amigos y el resto del vecindario que participaba en tales actos se vestían normalmente, aunque esmerándose un poco para no ir con la ropa de trabajo.
Llegada la hora, el cura acompañado de otro sacerdote acudía revestido con sobrepelliz, cruz alzada, campana menor y monaguillos a la casa doliente. Del interior de ella los familiares sacaban el féretro con el difunto y lo depositaban en el zaguán o lugar semejante y, tras un responso, precedidos por el clero, féretro y comitiva emprendían un lento caminar, solemne y normalmente dramático por las exclamaciones de dolor por parte de las mujeres, hasta la iglesia parroquial en la que se procedía a efectuar el ritual prescrito para el caso y enterramiento subsiguiente, ya fuese dentro o fuera del templo.
Pero he aquí que como hemos visto antes, desde hacía mucho tiempo atrás estaba establecida la costumbre de que los familiares más allegados, siendo hombres, penetrasen en la iglesia y permaneciesen en su interior cubierta la cabeza, ahora con sombreros, monteras o redecillas en lugar del capillo de finales del XVI y, además, embozados con sus capas durante la celebración de la misa de corpore insepulto y demás ceremonias a que diere lugar según el rito.
Habiendo observado esta costumbre el obispado y considerando constituía una actitud no solamente irreverente sino intolerable puesto que el hecho de estar con la cabeza cubierta en presencia de su Divina Majestad era de todo punto inadmisible, en el año 1613, al efectuar la Visita pastoral a la villa de Matilla de los Caños se toma cartas en el asunto y se prohibe la tal costumbre. He aquí tal y como está expresado por escrito en el libro correspondiente:
(Doloridos no tengan cubierta la cabeza durante la misa)
Yten que quanto su Sª fue informado que en muerte de algunas personas los doloridos que van a los entierros o honrras estan con los sombreros puestos en la caueza diciendose la misa o la vigilia o otros officios diuinos, mando a su Sª que de aqui adelante ninguna persona se atreua en la ocasion dha de entierro o honrras, ni en otro acto alguno, estar en la yglesia con los sombreros en las cauezas, sino descaperuzados, pues estan en presencia de Dios y en su santa casa de oracion, lo qual hagan y cumplan so pena de excomunion mayor y de diez ducados aplicados para cera y aceite de la lampara del SSmº Sacramtº; y al cura, que ansi lo haga cunplir y executar, so pena de excomunion mayor y de quatro ducados."
De la primera a la segunda intervención eclesiástica transcurrieron, como hemos visto, nada menos que 28 años. Pero es que la tercera tiene lugar 85 años después de la anterior, y en el mismo pueblo: Matilla de los Caños.
¿Qué ha ocurrido entre tanto...? ¿Por qué estos espacios tan dilatados de tiempo para reiterar una prohibición...? No encontramos la solución si no es a través de una indignación popular ante la intención de borrar una costumbre practicada y heredada, a su vez, por sus mayores. La muerte estaba íntimamente ligada a las manifestaciones de dolor por la de un ser querido o, mejor dicho, éstas a aquéllas. y entre los aspectos tradicionales de la exteriorización de ese pesar profundo saturado de congojas estaba, sin duda, el de acudir a la iglesia acompañando el cadáver del padre, de la madre, del hijo o del hermano cubierta la cabeza, embozado con la capa, permaneciendo así durante la celebración de la misa de funeral. Esto formaba parte de un bloque granítico de comportamiento que era, ni más ni menos, que el reflejo externo del dolor que interiormente se sentía.
Habría que buscar la causa de aquella actitud en un sentimiento de pudor del hombre que sufre y quiere que nadie vea la compunción en la expresión de su rostro contraído por una pena que lacera, el rictus amargo de unos labios desfigurados o las lágrimas rodando por sus curtidas mejillas.
Da la sensación de que la Iglesia, impresionada ante la reacción popular, se hubiera replegado para reflexionar. Ella es paciente y tiene sobre sus espaldas muchos siglos de experiencia. Bien, el tiempo no cuenta: forma parte del paréntesis abierto en la eternidad para dar paso a la Humanidad sobre la tierra; todo lo humano es susceptible de mutación, por tanto no hay que precipitarse ya que el fruto no está maduro. ¿Veintiocho años han sido pocos? Pues esperemos más: 85. A la larga esta táctica dará sus frutos porque el ritmo de espera será vertiginosamente decreciente: de ochenta y cinco se pasará a veintisiete; de éste a diecisiete, luego a un año y finalmente habrá que esperar otros cinco. Luego. ..Pues luego, ya está prácticamente conseguido. ¿Se ha tardado en borrar una costumbre algo más de siglo y medio? Bien: no importa porque, al final, se consigue el efecto que se pretendía al principio, y eso es lo que cuenta.
Observemos ahora algo muy importante, pues que se ve claramente la maniobrabilidad eclesial introduciendo un factor nuevo y excepcional. En esta ocasión se sigue prohibiendo, como antaño, que los doloridos tengan cubierta la cabeza en la iglesia ( atención, porque aquí viene la novedad hábilmente introducida), pero "...exceptuando solo uno: el que aya de ser mas pariente del difunto...", con algunas añadiduras de cierta entidad.
Veamos lo que se ordena, porque es muy jugoso leer la transcripción del original. Es la Visita del año 1698:
" y por quanto a su Yltmª se le a dado noticia que en los entierros y honrras que se ofrecen en este lugar van muchos de los parientes y déudos con sus sombreros calados y que, sin quitarlos, estan en la yglesia durante el Stº Sacrificio de la Misa, lo qual es de poca reverencia a tan alto misterio y deseando su Yltmª quitar este abuso, mando que de aqui adelante en ningun modo los parientes y doloridos de dhos difuntos se cubran en dha Yglesia, exceptuando solo uno: el que aya de ser el mas pariente del difunto. Y, en comenzandose el canon asta la sumpcion. Y contrabiniendo qualquiera de dhos parientes en todo o en parte a este dho mandato, mando su Yltmª al cura del dho Lugar que por la primera vez le multe en tres reales, y la segunda vez en seis. Y no auiendo remedio y estando contumaces en lo que va dicho, les ponga en tablillas por publicos excomulgados."
Ahora puede comprobarse la diferencia: en la prohibición de 1613 se ordena que todos entren y estén descubiertos y desembozados en la iglesia; en ésta de 1698 ya se transige y, así, el más allegado al difunto y sólo él, puede permanecer cubierto. Sin embargo debe descubrirse desde la consagración hasta la comunión del sacerdote que celebra.
Se confirma, pues, un cambio de actitud, una transigencia por parte de la Iglesia la cual, por otra parte, no renuncia a sus antiguas prácticas, es decir, a la doble sanción: por una parte la espiritual mediante la excomunión; por otra la material mediante la multa pecuniaria. Y, por si fuera poco, se extrema la sanción con la vergüenza pública: las tablillas que, como en otra ocasión se dijo, consistía en la figuración manuscrita del nombre del transgresor en papel de pergamino adherido a una pequeña tabla, la cual se colgaba en la pared encima de la pila del agua bendita para que pudiese ser vista por todo aquel que, entrando en el templo, humedeciese sus dedos para santiguarse.
Una cosa es cierta y por lo transcrito puede ser comprobado. Una costumbre muy arraigada en un pueblo es de difícil extirpación; puede mutilarse, ser perseguida, decretada su desaparición pero, a la menor laxitud resurge de sus propias cenizas; el tronco que parecía haber sido talado rebrota, y lo que fue vuelve a ser.
Decimos esto porque aunque parezca mentira, otra vez, después de un largo paréntesis nada menos que de 45 años, vuelve por tercera vez Matilla de los Caños a ser protagonista en el día 12 de septiembre del año 1743, junto a los pueblos de Bercero y Villabáñez.
Esto ya es demasiado. Ciento treinta años haciendo gala de una extraordinaria paciencia por una parte y de un infatigable apego a la costumbre por otra. Casi siglo y medio. Por ello ya no hay excepciones. Todos deben cumplir lo que se manda, porque existe una razón fundamental: el respeto que se debe al Altísimo en su propio templo.
Por eso, en la dicha fecha de 12 de septiembre de 1743, se ordena:
"Que respecto tambien se a informado su mrd que los hombres que concurren y acompañan de doloridos a los entierros y demas funziones funerales de las personas que mueren ban con sus capas negras y con sombreros puestos en la cabeza y que de este modo estan y asisten en la iglª sin quitarlos, siendo como es tan impropio y yrreberente al templo de Dios, mando su mrd. que desde oy en adelante los doloridos y personas que asistieren a los entierros y demas exequias funerales, desde el portico de la yglª entren en ella desembozados, descubiertas las cabezas y asi esten asta que buelban a salir, cumpliendo pena de excomunión mayor y de quatro ducados por la primera vez. y los curas y beneficiados lo zelen y hagan observar todo lo expresado, bajo las mismas zensuras y penas."
Esto mismo se dice, como queda apuntado, a los pueblos de Bercero y Villabáñez, en los.que las costumbres -como en todos los demás- eran las mismas.
Por otra parte en Manzanillo en 1724 y en Castromonte en 1725 el obispado a través de su Visitador en su nombre, vuelve a prohibir lo mismo: que los doloridos no entren ni permanezcan en el interior de la iglesia embozados y cubiertas sus cabezas mientras se ofician los funerales.
Fatigaría un tanto insistir una y otra vez sobre el mismo tema, si no fuera porque esa misma insistencia nos presenta la viva y acabada exposición de una forma de ser, estar y comportarse, de unas gentes que se aferran rabiosamente a sus raíces.
No cabe duda de que hoy los castellanos se despojan fácilmente de los hábitos que tuvieron y heredaron de sus antepasados. Si no, por poner un sencillo ejemplo, hágase presente la costumbre del velo de las mujeres en la iglesia. Esto, que procede de los tiempos bíblicos, se ha conservado con diferentes degradaciones hasta nuestros días, en que ellas entran y permanecen en el templo sin velo alguno.
Pero en otros tiempos los castellanos se sentían muy vinculados a sus tradiciones. Removerlas, era algo así como remover la esencia de su propio ser y ello, naturalmente, proyectaba unas profundas repercusiones no sólo en el plano individual, sino en el familiar y social.
En función de esas mutaciones iba apareciendo un nuevo estilo de sociedad, lo cual no era malo ya que si en todo viviéramos anclados en la Edad Media no seríamos ahora un pueblo moderno, pues ello nos vincula al pasado para, viviendo el presente, proyectar la historia de nuestro pueblo hacia el futuro. Conviene, pues, ser lo que somos, pero sin perder de vista lo que fuimos para dar al futuro la respuesta de lo que hemos de ser .
Eximiremos a nuestros lectores de la transcripción de los textos hallados en los fondos documentales diocesanos referentes tanto a Manzanillo como a Castromonte y Villabáñez porque, al fin y al cabo, no aportan elemento nuevo alguno que merezca la pena ser consignado.
Otro tanto nos ocurre con Aldea de San Miguel en el año 1742. Básicamente, la prohibición es la misma. y decimos básicamente porque, en verdad, hay algo que es nuevo: un edicto del obispado de fecha 25 de enero de este mismo año de 1742, que se refiere a la prohibición de que los hombres doloridos acudan en los entierros a misa y funerales y permanezcan entre tanto se celebran, embozados y con las cabezas cubiertas; es decir, nos encontramos ante una pieza jurídica de superior rango al simple mandamiento en Visita pastoral. Por ser una figura jurídica superior hasta la entonces utilizada podría ser transcrita, pero al fin y al cabo no dejaría de ser una mera reiteración literal de lo que ya sabemos.
Desde el comienzo de este trabajo en 1585 hasta ahora que toca a su fin, en 1748, ha transcurrido algo más de siglo y medio y a lo largo de este lento caminar a través del tiempo comprobamos que le ha sido muy difícil a la autoridad eclesiástica conseguir su propósito. Hemos visto cómo pacientemente a medida que iba eliminando la costumbre en un lugar surgía después en otro o reaparecía una y otra vez en el mismo, como en Matilla de los Caños.
La última prohibición que hemos visto ha sido en la parroquia de San Pedro en el pueblo de Tiedra. En el año 1748, al fol. 45 vlto. del libro de Fábrica .y Mandatos, puede leerse:
"Y hauiendo sido S. Y. bien ynformado de que en esta Villa sin respeto al templo de Dios ni a lo que se tenga el que es justo esta mandado en el edicto publicado en 25 de Henero de 1742 ay algunas personas que, con poco temor de S. Magd. entran en la yglª con gorro, sin necesidad, o con red en la caueza y con el cauello atado sin hauer bastado para estorbarse esta yndecencia la proiuicion conttenida en el citado edicto, mando S. Y. que en adelante ninguna persona de qualquier estado que sea, entre en dha yglª con red, ni atado el cauello ni con gorro, excepto el caso de enfermedad o combalecencia en que el llevarlo sea necesidad, pena de excomunion mayor..."
En este texto, con cuyo comentario terminamos, puede advertirse que ya no se habla de doloridos ni de funerales ni de embozados; simplemente, que algunas personas entran y están cubiertas en la iglesia, con gorro (ha desaparecido la palabra sombrero), o con red y el cabello atado. Puede advertirse, igualmente, que, como siempre, prohibe tal actitud, pero consiente en ella siempre y cuando la persona esté enferma o convaleciente y sea necesario a su salud no destocarse. A los demás se les aplica la pena de excomunión mayor late sententiae, a más de la sanción pecuniaria correspondiente.
Parece haberse conseguido, al fin, desterrar esta costumbre. Es posible que quedara residualmente en algún que otro lugar, pero por su propia languidez desaparecería o sería eliminada por el obispado.
Prácticamente está todo hecho. Ha sido una terca lucha por ambas partes, Iglesia y pueblo, que ha costado al menos 163 años y seis o siete generaciones, la última de las cuales cedió.
En cuanto a la exacta duración de esta costumbre instalada en el pueblo castellano, no puede precisarse de momento por lo nebuloso de sus extremos: principio y fin, así como su primera y última ubicación. Pero lo esencial, que es la costumbre misma, creemos está suficientemente recogida.