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Buscando documentación sobre las estelas discoideas de Cantabria en el trabajo publicado en 1938 por Juan Gómez Ortiz (1), en el que daba cuenta de las famosas estelas de Lombera por él descubiertas en la derruida ermita de San Cipriano (Valle de Buelna), pude comprobar que también daba noticia de un fragmento de gran estela que se conservaba en el interior de la ermita de la Virgen de la Rueda, en Barros (también en el Valle de Buelna). Este fragmento no debe confundirse con la otra gran estela, la denominada "Rueda de la Virgen", que se conserva en el exterior de la citada ermita, ya la que se encuentra asociada por su nombre y tradiciones desde que se levantó la ermita. Pero, inexplicablemente, esta segunda estela de Barros no se encuentra citada ni catalogada en los posteriores trabajos de quienes se han dedicado a la epigrafía cántabra. Sólo el padre Jesús Carballo hizo una breve mención de ella en su trabajo sobre las estelas gigantes (2). Se deduce que el número de estelas discoideas cántabras prerromanas que han aparecido hasta ahora es de cinco, y no de cuatro como se pensaba.
Por lo que nos cuenta Gómez Ortiz sobre el descubrimiento de esta segunda estela de Barros, fue el P. Carballo quien le informó de su existencia. En una carta que encontró en el Museo de Prehistoria de Santander, fechada el 5 de septiembre de 1938, en Los Corrales de Buelna, el señor Gómez Ortiz se dirigía al P. Carballo para confirmarle las noticias que le había dado sobre esta estela y le adjuntaba un dibujo de ella.
Efectivamente, personándonos en el lugar, comprobamos que en el interior de la ermita de la Virgen de la Rueda, en Barros, a modo de contradintel de la puerta de la sacristía puede observarse un fragmento de una gran estela discoidea cántabra que fue utilizada como material de construcción de la ermita. La pieza, desgraciadamente troceada para su función a modo de dintel, es la parte central de una estela que mide aproximadamente 1,90 metros de largo, 40 centímetros de ancho y 26 a 30 de grueso. Tenía unos dos metros de diámetro, por lo que su disco era unos 20 centímetros mayor que el de la estela del exterior. Como ya señaló Gómez Ortiz, está labrada en un monolito de arenisca, y conserva una serie de figuras geométricas.
Los grabados de esta estela son iguales a los de la estela del exterior de la ermita en su cara que da a la carretera, y están muy bien conservados en su parte inferior, mientras que los de su parte superior han desaparecido por haberse cincelado para su empleo en la construcción, cosa que nos indica Gómez Ortiz, que hizo descubrir la parte superior para comprobar su estado. Por su parte inferior se puede ver una cazoleta o pequeño disco central rodeado por tres medias lunas (originariamente eran cuatro, como en otras estelas), con sus extremos terminados en círculos, que distan entre sí 40 centímetros. Entre cada media luna hay una cazoleta circular de 9,5 centímetros de diámetro. Estas cazoletas y medias lunas se encuentran inscritas en un círculo de 1,26 metros de diámetro, aproximadamente. Rodeándolo todo resaltan dos círculos concéntricos. De la cenefa dentada de triángulos equiláteros (que algunos denominan "puntas de diamante" o "dientes de lobo"), que rodeaban a modo de aureola el borde exterior del disco, se conservan tres, que actualmente se encuentran semiencajados en la pared.
El peculiar símbolo de las cuatro medias lunas enfrentadas y rodeando a un punto central (seis medias lunas en una de las estelas de Lombera), parece ser específico de los cántabros, pues no aparece entre ningún otro pueblo peninsular de origen indoeuropeo con esta forma, pese a verse en la epigrafía de la Meseta o de Galicia crecientes lunares aislados y asimilados a símbolos solares. Sólo en ciertas placas hallstátticas de Austria, Alemania, Suiza y Francia se ve este símbolo (3), que normalmente está asociado a soles, svásticas, caballos, cruces y otros diversos elementos geométricos relacionados con el culto solar. De aquí que, perteneciendo los cántabros a la cultura posthallstáttica peninsular y teniendo unas creencias religiosas muy similares a los primeros celtas centroeuropeos, como denota su común simbología y origen, sea lógico suponer que el símbolo en cuestión fuese traído a nuestra región por algún grupo de las oleadas de gentes indoeuropeas que a lo largo del primer milenio antes de Cristo llegan a la Península procedentes de aquellas regiones del sur de Alemania, Austria, Suiza o Francia, en las que aparecieron las placas mencionadas. Dentro de este mismo ámbito cultural tenemos crecientes lunares aislados con un círculo entre sus brazos, que en algunos casos también terminan en circulitos, en algunas fíbulas y amuletos de finales de la Edad del Bronce y de la primera Edad del Hierro de los yacimientos de Bisenzio y de Marsiliana (4), que procederían de los pueblos indoeuropeos que dan lugar a la civilización hallstáttico-villanoviana del centro y del norte de Italia. También entre los primeros celtas de las Galias encontramos crecientes lunares y circulitos grabados sobre espadas y otros objetos, en los que los circulitos parecen querer representar al Sol (5). Entre los cántabros vemos en algunas monedas romanas acuñadas por Carisio en Mérida tras las guerras cántabras que sobre sus cascos metálicos llevaban una media luna a modo de cimera (estas monedas se guardan en el Museo Arqueológico Nacional).
De todas formas, y volviendo a las estelas, es realmente característico de los cántabros el que esta simbología aparezca sobre unas estelas gigantes de las que no se conocen réplicas entre otros pueblos. Estas estelas, que eran objeto de prácticas religiosas por parte de los cántabros, señalarían antiguos santuarios al aire libre en ciertos lugares cuyo carácter sagrado perduró con la construcción de ermitas sobre ellas o junto a ellas.
El símbolo de cuatro o más medias lunas enfrentadas y rodeadas de círculos concéntricos, característico de estas grandes estelas prerromanas, junto a las svásticas de cinco brazos curvos que se ven en las estelas de Lombera, es el más palpable testimonio de las creencias solares y lunares que profesaban los cántabros, como pueblo eminentemente indoeuropeo. El territorio en que aparecieron las estelas debió pertenecer a la tribu cántabra de los "Salaeni", que Echegaray sitúa desde Cabuérniga hasta Torrelavega y en el curso inferior del Besaya (6). ¿Tendrá alguna relación el nombre de estos "salaeni" con Selene, la diosa griega de la Luna? Es posible que así fuese, pues en su territorio es donde aparece el característico símbolo lunar cántabro. Es cosa sabida que entre los celtas y sus vecinos una de las deidades principales era la Luna, y que medían sus años según un cómputo lunar. Cesar nos dice de los germanos que adoraban al Sol, al fuego y a la Luna (7), y Tácito, que se servían de la noche para medir el tiempo (8). A este respecto es ilustrativo el conocido texto de Estrabón según el cual los cántabros, al igual que otros pueblos septentrionales de la Península, daban culto a una divinidad innominada (la Luna) en las noches de plenilunio, fuera de sus poblados, y haciendo bailes y fiestas toda la noche con sus familias (9).
Según J. M. Blázquez, el que en las estelas se vea en el anverso a la svástica y en su reverso los símbolos lunares, representaría, por una parte, al Sol, la luz del día y la vida, y, por la otra, la noche, las tinieblas y la muerte (10). El mismo autor mantiene que, para estas creencias prerromanas, la Luna sería la morada de los muertos y los círculos concéntricos que rodean a sus signos astrales simbolizarían a las almas en torno a la Luna, a la que se dirigían tras la muerte (11). Ya Cumont estudió esta creencia de que la Luna es "la morada de los muertos" y que habría sido difundida desde Pannonia por las legiones romanas, región de la que procede una estela romana encontrada en Esztergomo, cerca de Brigetio, en la que hay un creciente lunar con los brazos terminados en círculos y rodeando a otro círculo, muy similar a los de las estelas cántabras prerromanas (12). Pero Hatt constató que la onomástica de las estelas funerarias de época romana con crecientes lunares es fundamentalmente indígena, por lo que piensa que los primitivos galos creían en una escatología lunar y el símbolo lunar enmascararía una deidad indígena prerromana a la que las religiones puestas en boga por las legiones no hicieron sino actualizar y formular en términos nuevos (13). Por su parte, C. Kooy da cuenta de que estas creencias funerarias relacionadas con el creciente lunar aparecen en aquellos lugares del Imperio Romano de base indígena celta (14), principalmente en la Galia y en las regiones de la Hispania indoeuropeizada: la franja norte, la Meseta y la fachada atlántica. Para Mircea Eliade, esta relación de la Luna con la muerte es clara, dado que la Luna es el primer muerto: Durante tres noches la Luna muere, desaparece del cielo, pero al cuarto día renace, y, como ella, los muertos adquirirán una nueva existencia en el ámbito lunar, al que acuden las almas tras la muerte para ser regeneradas, de aquí que la Luna nueva sea reverenciada y festejada como símbolo de renacimiento tras la muerte. La renovación y reencarnación de las almas después de la muerte es una concepción religiosa indoeuropea que Mircea Eliade también señala entre los arios de la India, del Irán y de Grecia (15).
Efectivamente, estas creencias que Estrabón nos dice que son propias de los celtas (16) encontraron gran eco entre los pitagóricos griegos, que creían en la transmigración de las almas (Metempsicosis). Para Plutarco, el hombre tenía tres componentes: cuerpo-alma-razón, y al morir las almas de los justos se purificaban en la Luna, mientras el cuerpo vuelve a la Tierra y la razón al Sol (17). Julio César dice que la creencia en la reencarnación y en la inmortalidad del alma, tal como era enseñada por los druidas, era especialmente apropiada para exaltar el valor y despreciar el miedo a la muerte (18), actitud que también vemos entre los cántabros, que como pueblo guerrero correspondían a la segunda función (la guerrera) dentro de la división tripartita de la sociedad indoeuropea hecha por Dumézil. Esto ya fue señalado por J. M. Iglesias; estudioso de la epigrafía cántabra, que basándose en los citados autores grecorromanos y en los trabajos de J. Bayet y J. De Vries, puso en relación con las estelas a esta idea céltica de la transmigración de las almas (19).
En relación con estas creencias de ultratumba y de la inmortalidad de las almas, los celtas celebraban el primero de noviembre la fiesta de "Samain", asociada a los cultos a la noche y a los muertos para simbolizar el comienzo de la estación sombría regida por la Luna (el invierno celta en que se produce el éxodo solar). En contraposición con ella estaba la estación clara, la de la vida, regida por el Sol (Svásticas de las estelas), cuyo comienzo se celebraba el primero de mayo con los fuegos de Beltaine y con los ritos del Arbol de Mayo. Con el tiempo, esta fiesta de "Samain" sería cristianizada como "fiesta de todos los santos" o "Día de los Difuntos".
Los circulitos y triángulos que aparecen en las estelas con las medias lunas son de difícil interpretación, pero tal vez se tratase de signos relacionados con la medición de las estaciones y la división del año en partes de acuerdo con las fases lunares, pues, como señala Mircea Eliade: "Ese eterno retorno a sus formas iniciales, esa periodicidad sin fin, hacen de la luna el astro por excelencia de los ritmos de la vida. Por eso no es de extrañar que controle todos los planos cósmicos sujetos a la ley del devenir cíclico: aguas, lluvia, vegetación, fertilidad...Ya en época glaciar se conocían las virtudes y el sentido mágico de las fases de la luna" (20). El mismo investigador del mundo de las creencias religiosas nos indica, basándose en Schraeder y en Schultz, que la raíz indoeuropea más antigua para designar un astro es la de la Luna: la raíz "me", que da en sánscrito "mami" ("yo mido"). La Luna es el instrumento de medida universal, y toda la terminología relacionada con la Luna en las lenguas indoeuropeas deriva de dicha raíz: "mas" (sánscrito), "mah" (avéstico), "mah" (antiguo prusiano), "menu" (lituano), "mena" (gótico), "méne" (griego), "mensis" (latín), y hemos visto cómo los celtas y los germanos medían el tiempo según un cómputo lunar.
Por último, es preciso llamar la atención sobre la existencia en el Monasterio de Las Huelgas, en Burgos, de una pequeña estela discoidea altomedieval muy curiosa. El señor José Atienza Prado, que nos dio noticia de ella, percibió el notable parecido de su simbología con la de las grandes estelas cántabras. En efecto, en el centro de esta pequeña estela hay un símbolo casi idéntico al de las cuatro medias lunas, que en este caso aparecen unidas en sus puntas e inscritas en círculos. En el interior de uno de estos círculos concéntricos se conserva una decoración en puntas quebradas que recuerda a la cenefa dentada de triángulos. A nuestro entender, la estela de Las Huelgas podría ser una interesantísima pervivencia medieval de las antiguas estelas cántabras. Aunque junto a ella aparecieron otras estelas claramente cristianas, y aun cuando la que comentamos hubiese tenido el mismo carácter funerario que aquéllas, no deja de ser sorprendente el paralelismo de su simbología con la de las estelas de Barros, Lombera y Zurita. Probablemente procedería de los núcleos de población cántabra que desde finales del siglo VIII comenzaron la repoblación de Castilla, los llamados "foramontanos", que estarían recién convertidos al cristianismo y que a lo largo del siglo siguiente irían conformando aquella entidad histórica. En la anterior época visigótica se aludía al culto a la Luna entre la población rural en diversos documentos, como el canon LXXII del Concilio II de Bracara Augusta, que se celebró en el año 572, y sabemos que en aquel período era costumbre fijarse en la posición de la Luna a la hora de construir una casa, sembrar, casarse, etc. (21). Isidoro de Sevilla menciona la costumbre pagana de llevar amuletos en forma de Luna (22). Por su parte, Beato de Liébana, a finales del siglo VIII, entre otras creencias y prácticas paganas de los cántabros, indica la de "...que se fijan en la Luna y el día para sembrar..." (23), lo que no sería sino una reminiscencia de aquellos cultos pre-romanos al Sol y a la Luna a los que estaban unidas las estelas. De aquí que no sea demasiado aventurado suponer que los cántabros hubiesen conservado memoria de su simbología hasta los primeros momentos de la Reconquista, como parece evidenciar la estela de Las Huelgas.
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(1) Juan GOMEZ ORTIZ: Dos estelas discoideas de Cantabria. Asociación española para el progreso de las ciencias. Santander, 1938.
(2) Jesús CARBALLO: Las estelas gigantes de Cantabria, págs. 23-24. Santander, 1949.
(3) Cf. Irma KILIAN-DIRLMEIER: Die hallstattzeitichen Gürtelbleche und Blechgürtel Mitelleuropas. Prähistorische Bronzefunde. Abteilung XII, 1 Band. Munich, 1972.
(4) Cf. Nils ABERG: Bronzezeitliche und früheisenzeitliche chronologie, vol. I, Italia, págs. 110-111. Kungl. Vitterhets historie och antikvitets Akademien. Estocolmo, 1930.
(5) Cf. J. DECHELETTE: Manuel d'Archeologie prehistorique, céltique et gallo-romame, vol. IV, pág. 818. París, 1924.
(6) J. GONZALFZ ECHEGARAY: Los cántabros, pág. 63.. Guadarrama. Madrid, 1966.
(7) J. CESAR: De bello gallico VI, 21, 2.
(8) TACiTO: Germanía XI.
(9) ESTRABON: Geografia III, 4, 16.
(10) J. M. BLAZQUEZ: La religiosidad de los pueblos vista por los autores griegos y latinos, Emérita XXVI, págs. 95-96. Madrid, 1958.
(11) J. M. BLAZQUEZ: Religiones prerromanas, Ed. Cristiandad, págs. 269-270. Madrid, 1983.
(12) F. CUMONT: Recherches sur le symbolisme funéraire des Romains. París, 1966. Sobre la estela encontrada en Pannonia, pág. 230.
(13) J. J. HATT: Les croyances funéraires des gallo-romains d'apres la declaration des tombes, Revue Archéologique de l'Est et du Centre-Est nº XXI, págs. 65-66, 1970.
(14) C. KOOY: Le croissant lunaire sur les monuments funéraires gallo-romains, Gallia nº 39, págs. 45-62, 1981.
(15) Mircea ELIADE: Tratado de historia de las religiones. Morfología y dinámica de lo sagrado, págs. 170-197: cap. IV, La Luna y la mística lunar, Ed. Cristiandad. Madrid, 1980.
(16) ESTRABON: Geografía IV, 4, 4.
(17) PLUTARCO: De facie in orbe lunae.
(18) J. CESAR: De bello gallico VI, 14.
(19) J. M. IGLESIAS GIL: Epigrafia cántabra. Estereometría, decoración y onomástica, Institución Cultural de Cantabria, pág. 99. Santander, 1976.
(20) Mircea ELIADE: Op. cit., pág. 170.
(21) Señalado por J. M. BLAZQUEZ en Religiones prerromanas, pág. 275.
(22) ISIDORO DE SEVILLA: Etimologías XIX, 31, 7.
(23) BEATO DE LIEBANA: Commentarii in Apocalypsin, Ed. de H. Flórez, págs. 120-121. Madrid, 1770.