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Hoy es incuestionable ya la existencia, con características y vida propias, de una poesía lírica popular, en la que -sin duda- hay que incluir la poesía de tradición infantil, aunque esto no sea para muchos tan incuestionable. Hasta ese hoy -iniciado el siglo XIX-, la crítica, pertinazmente, había negado la existencia de esa lírica, reconociendo sólo como poesía popular las manifestaciones épicas, adscribiendo sistemáticamente la poesía lírica a la corriente culta. En España, iniciales estudios de Menéndez y Pelayo fueron descubriendo, no sin sorpresa, que eso no era realmente así, y que sí existía una "poesía lírica popular", en la que, como antes apuntaba, incluimos la infantil; las semejanzas de ritmo y de estructura, la coincidencia en brevedad, sencillez y ligereza, el apoyo inicial de la segunda en la primera, obligan a ello:
"Es también el siglo pasado -se ha referido antes al XIX como la Edad de Oro de la literatura infantil- cuando se produce la recuperación del folklore tras la revalorización que de él habían hecho los románticos. Los hermanos Grimm en Alemania, Afanásiev y Tolstoi en Rusia, Fernán Caballero en España, se dedican a la recolección de cuentos populares por pueblos y aldeas, y fijan por escrito una importante rama de la literatura que al haberse desarrollado mucho antes de la invención de la imprenta pertenecía al dominio de los narradores rurales, en la gran tradición de literatura oral. Y esta literatura popular, en la que también entran los cuentos maravillosos y de hadas, formará la gran base de lo que empezará a denominarse literatura infantil" (1).
Ahora bien, la lírica popular de tradición infantil, por lo tanto folklórica, necesita un tratamiento particular, en la dirección que nos ocupa, ya que se apoya en una base muy amplia, constituida por diversos elementos con los que el mundo infantil muestra sus propias particularidades: desde complicadas fórmulas mágicas y rituales hasta los más elementales juegos mimados, pasando por escenificaciones que acompañan obligatoriamente a determinadas canciones, o por expresiones lingüísticas nada frecuentes que llegan a convertirse también, y por su. parte, en fórmulas hechas: retahílas, sinsentidos, calambures y retruécanos, pleonasmos, incongruencias...
"El folklore infantil es un manantial impresionante de gracia y espontaneidad y con el cual el niño crea y recrea, para su gozo y divertimento, y para la añorante evocación de todos los que dejaron de ser niños. Deliciosos ritmos en donde lo reiterativo, lo inocente, lo disparatado a veces, y donde la belleza siempre, empapan de alegría verdadera las esquinas ciertas de nuestras calles y plazas" (2).
Pero históricamente -al menos en determinados, que. no pocos, períodos- los teóricos, y más tarde también los críticos de la literatura, diferenciaron -no sé si consciente o inconscientemente, da igual- una doble manifestación literaria, también poética -claro-, de distinto rango, colocando siempre en el más bajo a la poesía de tradición popular, posiblemente porque la respuesta que, en cada caso, se daba a la realidad no era la más esperable de acuerdo a las más teóricas convenciones literarias. El tiempo quitó la razón a quienes así opinaron, porque como dice Bousoño: "El gran cambio que introduce la poesía, el arte, en general, de nuestro tiempo, en una de sus vetas esenciales, consiste en volver del revés esta proposición -se refiere al convencimiento anterior de que la emoción artística era resultado de que previamente el lector se hacía cargo de la significación lógica-, pues, ahora, en esa veta de que hablo, primero nos emocionamos, y luego, si acaso, "entendemos" (cosa que, por otra parte, es desde el punto de vista estrictamente estético, innecesaria por completo). Dicho de otro modo: si "entendemos", entendemos porque nos hemos emocionado, y no al contrario (...") (3).
No se trata de negar la significación en favor de la emoción en cualquier proceso de comunicación literaria; se trata, muy al contrario, de reconocer que el abanico de respuestas que desde la literatura, desde la poesía, se pueden dar a la realidad es múltiple, y que sin ocultar componentes sociales, políticos, económicos, ideológicos, espirituales o culturales, hay otros que -unidos o no a algunos de los citados- condicionan y/o determinan respuestas artísticas a parcelas de la realidad. Esos componentes, de carácter emocional, sentimental, afectivo o, sencillamente, festivo, también aportan una carga de significado capaz de cumplir con la función que, convencionalmente, se asignaba en exclusiva a los citados en primer lugar. y esto no es algo nuevo; es parte esencial de una tradición popular que, además, es universal :
"Es universal por los sentimientos que la mueven, el espíritu que informa sus expresiones, las creencias que la sustancian y los ritos que renuevan las fiestas del espíritu" (4).
Pero no sólo es eso, sino que -también los elementos que aporta el folklore son imprescindibles para comprender, en su plenitud, la realidad concreta de cada período histórico:;
"Ninguna ciencia humana, ni la etnografía, ni la historia, ni la lingüística, ni la historia de la literatura, puede prescindir de los materiales y de las investigaciones folklóricas" (5).
Lo sorprendente del folklore, de cualquier hecho folklórico, es que, como dice Jacobson, no inicia su existencia en el mismo momento de su creación, sino cuando ha sido aceptado por una comunidad determinada: "(...) IL n'existe pas jusquá que la comunité s'est appropié" (6).
El doble carácter, oral y anónimo, de esta lírica de que hablamos es -quizá- lo que primero y más intensamente la acerca, hasta entroncarla, con el mundo infantil. Lo explica muy bien Ana Pelegrín:
"Podemos formular la hipótesis de que la literatura oral es una forma básica, un modo literario esencial en la vida del niño pequeño, porque la palabra está impregnada de afectividad. El cuento, el romance, la lírica, construyen el mundo auditivo-literario del niño, le incorporan vivencialmente a una cultura que le pertenece, le hacen partícipe de una creación colectiva, le otorgan signos de identidad (...). Esta literatura vivida graba una huella mnémica; esto es, la memoria almacena las imágenes afectivas junto con estructuras y formas de lo oral, cantada y decantada por la memoria colectiva, que retiene ciencias, costumbres, rituales, danzas, en su folklore, y cuentos, cuentecillos, leyendas, romances, coplas..., en el folklore literario o literatura oral" {7).
En España han sido bastantes los esfuerzos realizados para recoger y ordenar este caudal riquísimo de composiciones líricas populares de tradición infantil: Rodrigo Caro, Fernán Caballero, García Gutiérrez, Lafuente Alcántara, Rodríguez Marín, Machado y Alvarez, Gabriel Celaya, Arturo Medina, Bravo Villasante, Hidalgo Montoya, Castro Guisasola, Bonifacio Gil, Ana Pelegrín... Los trabajos de todos ellos -incluso de alguno más- son necesarios, cada uno con sus objetivos previos y en mayor o menor medida, para realizar un acercamiento lo más completo posible al Cancionero Popular Infantil. Pero, pese a eso, los intentos de clasificarlo han sido todavía insuficientes, porque, en primer lugar, algunos opinan que ese Cancionero no es reductible a apartados diferenciados, y en segundo -creo yo-, porque la abundancia, diversidad y -a menudo- confluencia de géneros, así como las edades en que algunos de ellos se muestran como exclusivos, dificulta tremendamente los intentos que persiguen una clasificación total que facilite su estudio.
No es mi intención exponer aquí ningún modelo de clasificación, pero sí quiero -al menos- dejar constancia de un hecho para mí incuestionable: que en la poesía de tradición infantil hay dos momentos precisamente diferenciados, en los que las diversas composiciones se caracterizan por contenidos y valores distintos, aunque se apoyen en la misma base. Veamos.
En un primer estadio, la lírica popular de tradición infantil es más que nada un juego sensorial en el que destacan determinadas construcciones lingüísticas y concretísimos valores de estilo. Correspondería este momento a las edades que van desde el mismo nacimiento del niño hasta que empieza a balbucear sus primeras e incompletas expresiones. El niño es, por tanto, sólo receptor -en el más avanzado de los casos, repetidor- de estas composiciones: pequeñas cantinelas destinadas a ejercitar con él movimientos de balanceo ("Aserrín, aserrán..."), caricias con las manos en las mejillas "
El emisor de las composiciones que forman este inicial estadio es siempre el adulto, aunque no podemos olvidar el papel que desempeña el propio niño en su perpetuación y transmisión, precisamente por aquella huella de que hablaba Ana Pelegrín y que citamos anteriormente, que es la que se va grabando.
En un segundo y definitivo estadio, esta lírica se va estructurando por contenidos, períodos de tiempo, finalidades, incluso fórmulas de juego, y surgen así los ensalmos, conjuros y suertes; las canciones de corro, comba y rueda; las adivinanzas, las oraciones, las canciones de estación... En bastantes casos, esta poesía no es exclusiva del mundo infantil: o bien se comparte el patrimonio folklórico, o bien se ha producido una intensificación en su uso y transmisión por parte de los niños y jóvenes, atestiguada por la existencia de múltiples variantes de una misma canción y por el frecuente intercambio de elementos y personajes que tiene lugar entre varias de esas modalidades o géneros.
En este segundo estadio, el niño es el emisor, y casi siempre, también, el destinatario de las composiciones, en las que, de nuevo, encontramos la repetición como principal soporte estructural: estribillos, rima, aliteración, onomatopeya, anáfora, paralelismo, bilateralidad sintáctica, gradación...
Todo este caudal de folklore, patrimonio cultural del niño, frecuentemente escamoteado, existe como tal, facilitada su pervivencia por el mismo carácter oral de su transmisión, ya que no hay barreras naturales que se interpongan entre ello y el muchacho. Aceptarlo primero, potenciarlo después y aprovecharlo, finalmente, sería el camino más esperable, porque es muy grave la responsabilidad histórica que supone la ruptura de una cadena tan viva y tan rica, a través de la que se ha conservado buena parte de la memoria colectiva de muchas comunidades. y para ello, y desde hace bastantes años, el estudio -riguroso y científico-- de esta lírica popular de tradición infantil es, cada vez, más necesario.
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(1) ORQUIN, F. : "Nuevas corrientes de la literatura para niños", en Literatura Infantil. Papeles de Acción Educativa. Madrid, 1983, pág. 9.
(2) MEDINA, Arturo: El silbo del aire. Barcelona. Vicens Vives, 1965, pág. 9.
(3) BOUSOÑO, C. : El irracionalismo poético. Madrid. Gredos, 1981, 2ª Ed. rev., pág. 23.
(4) SCIACCA, G. Mª: "La tradición popular", en El folklore y el niño. Buenos Aires. Eudeba, 1965. pág. 123.
(5) PROPP, W.: Edipo a la luz del folklore. Madrid. Fundamento, 1982, 2ª ed., pág. 143.
(6) JAKOBSON, R. : "El folklore, forme spécifique de création", en Questions de poetique. Seuil, 1973. Traducción del alemán de Jean Claude Duport, pág. 60.
7) PELEGRIN, A.: La aventura de oír. Madrid. Cincel, 1982,,págs. 11 y ]2.