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El término «neofolklore», como es bien sabido, se utilizó en el ámbito musical. Pero también se emplea en el terreno de la etnografía, como lo demuestran algunas interesantes publicaciones[1]. Por ello lo usaremos en el presente artículo, estimándolo de utilidad para nuestra reflexión.
Nuestras consideraciones tendrán, en la presente ocasión, como base algunas ideas expuestas por una gran figura de la cultura española de la segunda mitad del siglo xx, D. José María Valverde. Catedrático de Estética, traductor, poeta, pensador, cristiano y progresista, «tan sensible y lúcido ante toda realidad»[2], su destacada producción hace que sea innecesaria su presentación, lo que no obsta para que lamentemos que, en nuestra opinión, no sea tenida suficientemente en cuenta su obra en la actualidad, a pesar de su elevada calidad.
En la presente ocasión, en concreto, nos fijaremos en un pequeño libro, titulado Cartas a un cura escéptico en materia de arte moderno[3], algunas de cuyas ideas las pondremos en relación con ciertas novedades que se han ido produciendo en una vieja tradición, con claro interés desde el punto de vista etnográfico: las procesiones de Semana Santa. En este ámbito se ha experimentado durante las últimas décadas, al menos en algunas ciudades españolas, un aumento del número de cofradías, con un incremento de las imágenes.
Esto se ha producido paralelamente al proceso de secularización de nuestra sociedad, con descenso de la práctica religiosa, evidente no solo analizando las estadísticas al respecto sino, incluso, «a simple vista»: iglesias semivacías, comunidades religiosas sin relevo generacional, seminarios con poquísimos alumnos… Es más: resulta curioso el aumento de cofrades en algunos lugares si recordamos que, ya hace treinta años, «sólo uno de cada veinticinco jóvenes de la Encuesta de la Juventud de 1994, de la Fundación Santa María, mencionan la Iglesia como fuente de ideas sobre la vida»[4].
Nuestra reflexión va a tener un enfoque etnográfico, no eclesiológico ni teológico, pero lo cierto es que no podemos negar que hay una clara disimetría entre las dos realidades que acabamos de mencionar: más imágenes religiosas y menos religiosidad. D. José María Valverde escribió, hace ya seis décadas y media:
Dentro de la vida religiosa, se fue produciendo concomitantemente una crisis de la imagen, que perdía su auténtico sentido cristiano de recordar la encarnación humana de Dios para quedarse en fetiche popular o en recurso de exaltación sentimental[5].
No nos cabe duda de que dentro de quienes participan en las cofradías que procesionan imágenes hay personas a quienes estas les sirven para desarrollar sus creencias religiosas; pero también parece difícil negar la evidencia de que para otra parte lo principal no es lo religioso, pues no son creyentes[6], sino otros factores, como, por citar solo dos, la socialización asociada a la participación en una actividad grupal o la práctica musical en las bandas de tambores y cornetas.
En uno de sus libros Umberto Eco reflexionaba sobre un texto del pensador franciscano inglés Guillermo de Occam, relativo una estatua de Hércules:
[…] el filósofo afirma no sólo que, ante la estatua de Hércules, si no comparo la estatua con el original, no puedo decir si se le parece (lo que sería una observación de puro sentido común), sino también que la estatua no me permite saber cómo es Hércules si antes no he conocido a Hércules (es decir, si no poseo ya una noticia mental)[7].
Aplicando esto a nuestro análisis, dejando a un lado las cuestiones estéticas, la función de las imágenes procesionadas y el efecto perceptivo de las mismas no pueden ser los mismos en los siglos xvi o xvii que en el siglo xxi. En una sociedad secularizada la relación referencial Jesús-imagen de Jesús (o imagen religiosa en general) difícilmente va a coincidir con la que existía en el momento de creación, otrora, de una cofradía o de inicio de una tradicional procesión[8].
El análisis etnográfico nos lleva a tener en consideración el concepto de tradición. Sin lugar a dudas, en el caso de las cofradías procesionales es un aspecto fundamental. D. José María Valverde ha escrito:
[…] no hay que desdeñar orgullosamente el asidero de la costumbre y el impulso de la tradición si de veras ayudan a la costumbre de rezar. Pero en muchos casos tales recursos pueden ser inútiles y aun perjudiciales[9].
Si esta reflexión era acertada a finales de la década de los cincuenta del siglo pasado, hoy adquiere una plenitud difícil de imaginar entonces: cuando más imágenes se desarrollan y procesionan, menos religiosidad parece vivenciarse. No hay, obviamente, una relación causa-efecto entre lo primero y lo segundo, pero sí resulta paradójico que se produzca, como irónico consideramos que un aspecto de la sociedad secularizada sea el incremento de la imaginería religiosa.
Cuestión aparte es que, al menos, una parte significativa de las nuevas imágenes presentan características estéticas propias de tiempos pretéritos lo que, por cierto, no es algo precisamente nuevo; D. José María Valverde escribió en su citado libro algo que podría ser aplicable a lo que estamos analizando:
[…] tú ya sabes que éste es el punctum dolens del cristiano de hoy, que envuelve a su Cristo en antiguallas para él muy queridas, sin que a veces se sepa si lo que se apega a conservar es «el santo o la peana»[10].
Y también:
Un viejo hábito, aumentado cuando hay razones ceremoniales y de tradición sacralizada, ha producido en muchas épocas de la historia lo que yo llamo «ley del arcaísmo formal»[11].
No nos interesa aquí el paradójico hecho de que mientras el Concilio Vaticano II establecía el mantenimiento del uso de las imágenes pero indicando que en los templos hubiese un número limitado (la Constitución Sacrosanctum Concilium dice, literalmente, en su redacción original latina, «moderato numero»)[12], se observe que algún que otro obispo en España no objete nada al mencionado aumento del número de estas, estando una parte de ellas albergadas en iglesias. Tampoco si el aumento de procesiones y cofradías es más beneficioso para la promoción del turismo que para el fomento o profundización de la vivencia cristiana. Ni siquiera si la creación de una imagen sacra tiene, o no, que ver con la experiencia religiosa[13]. Son cuestiones estas que no afectan a nuestro análisis. Pero sí resulta nuclear a nuestra reflexión preguntar si la creación de cofradías, la realización de abundantes imágenes religiosas para ser procesionadas y la aparición de procesiones nuevas son parte de la tradición existente o algo distinto, que podríamos denominar «neofolklore». ¿Estamos ante el desarrollo, revivificación y/o actualización de una costumbre tradicional o, por el contrario, todo esto es algo añadido artificialmente en el contexto de una sociedad con características significativamente distintas a las existentes cuando aquella nació? ¿Es un crecimiento orgánico y natural, como la rama que surge del tronco de un árbol, o una especie de prótesis extemporánea? ¿O, directamente, una realidad de nuevo significado revestida de apariencia añeja? Si se entendiese que fuese neofolklore, ¿podría aplicarse al mismo el adjetivo «religioso»? No pretendemos dar respuestas: solo planteamos, humilde y respetuosamente, las cuestiones para que, puestas sobre la mesa de la reflexión etnográfica, se realice un análisis más profundo, lo cual, por cierto, servirá para aquilatar, de modo actualizado, un aspecto de la tradición cultural. Parte de lo que hemos expresado podría aplicarse a otros temas, como, por ejemplo, el Camino de Santiago, pero en este, obviamente, no tiene la misma dimensión lo referido a las imágenes, aspecto en el que nos han sido de utilidad las consideraciones que a finales de los años cincuenta del siglo pasado realizó D. José María Valverde.
NOTAS
[1] Sirvan, a modo de ejemplo, las siguientes:
-XOSÉ MANUEL GONZÁLEZ REBOREDO, «Folklore rural e neofolklore urbano»: Raigame, 27 (2007) 54-59.
-JAUME AYATS, «Tradicions altra vegada reinventades i neofolklore»; Caramella, 25 (2011) 4-6.
[2] PEDRO LAÍN ENTRALGO, Más de cien españoles, Barcelona 1981, p. 329.
[3] JOSÉ M.ª VALVERDE, Cartas a un cura escéptico en materia de arte moderno, Barcelona 1959.
Con independencia de estar más o menos de acuerdo con las ideas expresadas en este libro por D. José María Valverde, lo cierto es que resultó ser un ensayo de gran importancia; como en una reseña del mismo escribió D. Alfonso Roig : «Hacía falta que ciertas cosas aparecieran en letras de molde» (reseña publicada en Arbor, 168 (1959) 258-259).
[4] JUAN GONZÁLEZ ANLEO, «La religiosidad española: presente y futuro»: OLEGARIO GONZÁLEZ DE CARDEDAL (ED.), La Iglesia en España 1950-2000, Madrid 1999, 9-57, concretamente p. 51.
[5] JOSÉ M.ª VALVERDE, o. c., p. 98.
[6] No hemos olvidado la vieja frase De internis, neque Ecclesia iudicat. Se trata, sencillamente, de constatar una realidad: en Internet, por ejemplo, aparecen variados testimonios de cofrades que manifiestan abiertamente que no tienen creencias religiosas.
[7] UMBERTO ECO, Kant y el ornitorrinco, Barcelona 1999, p. 441.
[8] Es más, nos preguntamos: ¿le daría igual a una persona sin creencias religiosas cristianas procesionar una imagen, por ejemplo, del citado Hércules en vez de una de Jesús? En realidad, el proceso de pérdida de contenido religioso de imágenes ya se vivió, pero a la inversa. El cristianismo en sus primeros siglos destruía imágenes de los dioses mitológicos grecorromanos pero, cuando ya nadie creía en, verbigracia, Neptuno o Cibeles, se hacían estatuas de estas divinidades (como en la Antigüedad) y se situaban en lugares públicos: se apreciaba su interés cultural cuando ya habían perdido su valor en cuanto a las creencias.
[9] JOSÉ M.ª VALVERDE, o. c., p. 13.
[10]Ibid., pp. 13-14.
[11]Ibid., pp. 50-52.
[12] D. José María Valverde, años antes del Concilio Vaticano II, ya lo defendía: entendía que «para una iglesia normal, erigida en una ciudad española» había que «buscar sin miedo una arquitectura funcional, tener cuidado en la decoración y escatimar al máximo las imágenes propiamente dichas» (o. c., p. 110). Hay que reconocer, en justicia, que no faltan ejemplos en los que se cumplen estas características.
[13] D. José María Valverde nos recordaba (o. c., p. 30): «muchas veces una buena iglesia nos la hará mejor un arquitecto agnóstico que otro piadoso. Y, allá en lo antiguo, recordemos la gran pintura religiosa del malvado y ateo Pinturrichio.» Esto parece contrastar, por ejemplo, con lo que escribió el gran teólogo alemán Romano Guardini (por cierto, traducido al castellano por D. José María Valverde): «La imagen de culto, sin embargo, está en un sentido especial bajo la dirección del Espíritu: sirve a su obra en la Iglesia; de modo análogo a como le sirve el pensamiento cuando hace teología» (ROMANO GUARDINI, Europa: realidad y tarea. El ocaso de la Edad Moderna. El poder. La esencia de la obra de arte, Madrid 1981, p. 345 –dentro del ensayo «Imagen de culto e imagen de devoción. Carta a un historiador de arte»-).