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Revista de Folklore número

509



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Apuntando hacia el cielo. La sacralidad de las montañas (I)

SANZ ELORZA, Mario

Publicado en el año 2024 en la Revista de Folklore número 509 - sumario >



Las montañas ocupan un lugar preeminente en la geografía simbólica de la mayoría de las tradiciones religiosas del mundo, aunque con significados diferentes según la variabilidad cultural[1]. Algunas protagonizan un papel esencial en la creación del mundo, otras son lugares de revelación o de visión, otras son la morada de deidades, en otras se siente la manifestación de lo numinoso (hierofanías), etc. La montaña cósmica como centro sagrado del mundo, base del orden y la estabilidad del cosmos, tiene uno de sus ejemplos más paradigmáticos en el monte Kailash (6.638 m), tanto para hinduistas, budistas, jainistas y bonpos. Para el hinduismo, los continentes con la forma de una flor de loto de cuatro pétalos, se extienden desde el Kailash; más allá están los mares, que forman siete círculos, y los continentes circulares del universo más ancho. Otro ejemplo de montaña considerada como el centro del cosmos es el Hará Berezaiti, que ocupa un lugar central en la antigua cosmología zoroástrica, ya que fue la primera montaña de la Tierra y sus raíces son el origen de las restantes montañas de Irán. También es el eje a cuyo derredor giran el sol y las estrellas, y el origen de aguas divinas. A pesar de aparecer citado en los textos zoroástricos, su identificación con alguna montaña real ha sido objeto de diversas hipótesis. La más plausible sería la del monte Damāvand (5.610 m), situado en la cordillera de Elburz, a unos 70 km al norte de Teherán, separando la meseta de Irán del mar Caspio. Otros ejemplos serían la cordillera del Atlas, denominada «La Columna del Cielo» por los bereberes, o la «Montaña Cerrada» para los navajos de Norteamérica, alrededor de la que se erigen cuatro cimas identificas con otras tantas direcciones y colores. También en las religiones primitivas precristianas se rendía culto a deidades relacionadas con las montañas. Podemos citar, entre otros, el monte Teleno (2.188 m), máxima cota de los Montes de León. En la localidad de Quintana del Marco, al pie de esta montaña, se halló una plaquita de plata con la inscripción Marti/Tileno en letras de oro incrustadas. La asociación del dios Marte con el nombre de una montaña se ha interpretado teniendo en cuenta el carácter astral del Marte celta[2]. El Teleno fue, por tanto, un monte sagrado para los pueblos celtas que habitaron el noroeste de la Península Ibérica, que como muchos otros, después el cristianismo se apropió para la eliminación de cualquier reminiscencia pagana, tal y como queda patente por el elevado número de ermitas levantadas en su entorno. Casi todas la religiones parten de un eje vertical en el cual el cielo o el estado análogo se encuentra arriba, y lo opuesto está abajo. Por lo tanto, ascender es fundamentalmente acercarse a la divinidad.

Advirtamos, de entrada, que las primeras civilizaciones humanas se asentaron en las llanuras, a orillas fluviales o marítimas, donde el comercio y los intercambios de todo tipo eran más fáciles. De allí partió la interpretación de la naturaleza, incluidas las montañas y la altura como símbolo, en lo que parece un universal cultural. De hecho, las catedrales medievales son las montañas humanizadas de la fe. El alma humana se eleva hacia el cielo, que es sinónimo de paraíso, mientras en las profundidades se encuentra el infierno. Para ciertas tradiciones religiosas orientales, la montaña no es solo morada de los dioses, sino que ella misma se hace divinidad. El Everest (8.848 m), techo de la Tierra, para los tibetanos es Chomolungma, «la diosa madre del mundo», y para los nepalíes Sagarmāthā, «la madre del universo».

También las montañas, por nacer de sus entrañas los ríos y manantiales, han sido consideradas como dispensadoras de vida y de fertilidad. Así se explicita, por ejemplo, en el sintoísmo japonés, mediante la relación entre los kami de la montaña y los del arrozal. Según un mito bereber, en la vertiente meridional del Atlas los frutos crecen espontáneamente. En el mítico Kailash, los árboles divinos producen frutos del tamaño de elefantes, que se abren en ríos de néctar cuando caen maduros, e irrigan la tierra con agua divina. A la vez que fuentes de vida, algunas montañas se han considerado la morada de los muertos, como ocurre con las montañas Teton, situadas en las estribaciones orientales de las Montañas Rocosas de Norteamérica, consideradas por los shoshones de Wyoming el peligroso lugar en el que habitaban los muertos, creencias compartidas por otras etnias de América del Norte, como los comanches y los arapahoes, que enterraban a sus muertos en montañas.

La naturaleza sagrada de ciertas montañas constituye un elemento central en la teología de numerosas religiones, ya sea por la celebración de ritos y cultos en torno a ellas, o por considerarlas sagradas en sí mismas, como ocurrió con el monte Olimpo (2.917 m) para la religión de los antiguos griegos. Otras veces, han sido el escenario de leyendas o eventos decisivos para determinados credos. Este sería el caso, por ejemplo, del monte Sinaí (2.285 m) para las tres religiones abrahámicas. En otras ocasiones, la sacralidad es puramente mítica, como ocurre de nuevo con el monte Kailash en el Tíbet, considerado la morada del dios Shiva para el hinduismo. Tal vez el aspecto simbólico más destacado de la montaña sea su proyección hacia las alturas, lo que sustenta la sensación de su cercanía al cielo. Para los poetas chinos Xie Lingyun (iv-v. d.C.) y Han Shan (viii-ix d.C.), fascinados por la grandeza de las montañas, sus cumbres conducían no solo hacia las nubes, sino hacia el propio cielo. No obstante, la percepción simbólica que se tenía en Occidente de las montañas no ha sido siempre positiva. Para Lutero y otros, los grandes relieves orográficos habían surgido sobre la superficie de la tierra después del diluvio, ya que antes era llana, y el cambio en su morfología no era sino la consecuencia de la caída y decadencia de la naturaleza, los símbolos del caos y de la creación rota. Sin embargo, a partir de finales del siglo xvii, las montañas recuperaron su estima como lugares capaces de elevar la mente humana hacia Dios.

Un caso particular de montañas con fuerte poder hierofánico han sido los volcanes. Así el Etna (3.357 m) era considerado el hogar de Vulcano, dios romano del fuego y de la forja, y el Popocatépetl (5.400 m) el hogar de la princesa tlaxcalteca Itzaccíhuatl, protagonista de una leyenda precolombina. El mismo Popocatépetl, y el Teide (3.718 m), en la isla de Tenerife, eran considerados lugares de acceso al infierno. El volcán canario, máxima altitud de España, era una montaña sagrada para los guanches, como los fue el monte Olimpo para los antiguos griegos. Según la leyenda, el demonio Guayota secuestró a Magec, dios de la luz y del sol, y lo mantuvo prisionero en el interior del Teide, sumiendo al mundo en las tinieblas. Los guanches pidieron clemencia a su dios supremo Achamán. Éste accedió a ayudarles, derrotando en la lucha a Guayota y liberando a Magec. Al demonio lo encerró en el interior del volcán, taponando el cráter para evitar su salida. Se dijo que, desde entonces, Guayota ha permanecido dentro de la montaña. Cuando el volcán entraba en erupción, era costumbre entre los guanches encender hogueras para asustar a Guayota, al que solían representar como un perro negro acompañado por una horda de demonios (Tibicenas). Los guanches también creían que el Teide sostenía al cielo. En la montaña se han encontrado restos de herramientas de piedra y de cerámica, interpretados como depósitos rituales destinados a contener la ira de los espíritus malignos, de modo análogo a como lo hacían los bereberes de la Kabila norteafricana, pues como hemos señalado, para los guanches esta montaña era el hogar de las fuerzas del mal y de su más poderoso servidor, Guayota. De esta deidad maléfica existen otros dioses vicarios, como Pele, que según la mitología hawaiana habita en el volcán Kīlauea (1.247 m) y además era el responsable de las erupciones.

La Historia ha puesto de manifiesto también el papel de algunas montañas en la construcción simbólica de la identidad de los pueblos, ya sea como hitos de su cosmogonía, por ser la cuna de sus ancestros, o por constituir elementos irrenunciablemente ligados a la cultura propia, como sería de caso del monte Ararat (5.137 m) para los armenios.

También algunas montañas han sido, y son, importantes centros de peregrinación como el ya citado monte Kailash, al que acuden peregrinos de cuatro religiones (budismo, hinduismo, jainismo y bön), o la tradicional subida al monte Gorbea (1.482 m), situado entre las provincias de Álava y Vizcaya, el último y primer día de cada año, juntándose en la ascensión cientos de personas que brindan con champán, cava o sidra en la cruz situada en su cima. En el marco de las religiones chamánicas centroasiáticas encontramos las peregrinaciones al monte Burkhan Khaldum (2.445 m), en Mongolia, donde la tradición emplaza el lugar de nacimiento y de sepultura de Gengis Kan. El camino de los peregrinos sigue una ruta única y perfectamente marcada, pasando por determinados hitos («el Pináculo del Cielo», «Los Tres Recintos Prohibidos», «Los Tres Árboles de la Entrada», «El Umbral de Entrada al Cielo», «El Más Bajo»). En ellos, los chamanes realizan rituales votivos.

Muchas de las tradiciones que han hecho sagradas a numerosas montañas, y que aún perduran, tienen que ver con mitos y cultos superpuestos. La casuística es innumerable, pero a pesar de todo, se puede decir que la montaña persiste como centro sagrado, aunque los ritos y las tradiciones cambien. Así, el Monte Sion (765 m) o monte del Templo de Jerusalén, fue primero lugar sagrado cananeo, donde tenían lugar las ofrendas de la cosecha. De acuerdo con la tradición hebraica, Abraham se dirigió a dicho lugar para sacrificar a Isaac. También fue allí donde Salomón construyó el Gran Templo, que Nehemías reconstruyó después del exilio babilónico. Posteriormente, la tradición islámica localiza en el mismo lugar el ascenso de Mahoma hacia el cielo, en un mítico viaje nocturno al encuentro del trono de Dios. Significativo, por su amplitud geográfica y por el elevado número de casos, ha sido el empeño del cristianismo por transformar los lugares sagrados de las antiguas religiones en santuarios para su propio culto, conforme a una premeditada campaña de tenaz aculturación. Entre estos lugares, no faltan montañas. Por ejemplo, en México, Tepeyac, la colina de la diosa azteca Tonantzin, se reconvirtió en lugar de aparición de la Virgen de Guadalupe, cuando la tradición católica suplantó a las antiguas religiones indígenas.

El poder hierofánico de las montañas sagradas ha revestido a muchas de ellas de riguroso respeto, y ha sido motivo de sobrecogedora veneración. Por ello, su acceso puede estar sometido a restricciones. Las más rigurosas llegan incluso a prohibir su ascensión, lo que no siempre ha sido respetado. Otras veces sí, al menos de facto, como ocurrió con la primera ascensión al Kanchenjunga (8.586 m), la tercera montaña más alta del mundo, el 25 de mayo de 1955. Los británicos George Band y Joe Brown fueron los primeros en lograrlo. Por consideración a las creencias de los Sikkim, para quienes la cumbre es sagrada, detuvieron su ascenso unos metros antes de la cima, actitud que se ha venido observando por la mayor parte de las expediciones posteriores. La montaña más alta de Bután es el Gangkhar Puensum (7.570 m), que es además la más alta del mundo que nunca ha sido escalada. Las autoridades de este país han prohibido escalar montañas que superen los 6.000 m para no molestar a los dioses ni a los espíritus que habitan las alturas.

El carácter sagrado y mágico de las montañas no siempre presenta una cara amable y benéfica. En oposición a la altura como dimensión sagrada, la legendaria torre de Babel, infame monumento del orgullo humano destinado a llegar hasta el cielo, fue la materialización de una blasfemia. Las laderas empinadas, las cumbres rocosas, la presencia de hielo y nieve y la verticalidad, hacen a las montañas a menudo inaccesibles. Por ello, desde la ancestralidad de los tiempos, se las ha temido, responsabilizando de su muerte a quienes perdieron la vida en el intento de escalarlas. Como si de una inversión de las geografías del más allá se tratara, también han sido habitación de demonios y espíritus malignos. Se ha dicho que atraen a las tormentas, que a modo de oráculos anuncian desgracias según el color que toman sus cimas o según la forma que adoptan las nubes en sus cercanías. También que el mismo Diablo salía del infierno por sus fisuras y oquedades, convocando en la cima a sus servidoras las brujas para entregarse a su culto. En nuestro país conocemos varios ejemplos de montañas donde la superstición ha situado puntos de reunión de brujas. Uno de estos enclaves de tradición brujeril es Peña Ubiña (2.417 m), montaña de la Cordillera Cantábrica, con una vertiente leonesa que desciende hacia la legendaria comarca de Babia, y otra asturiana que lo hace hacia el valle del Huerna. Se decía por aquellos lugares que la cumbre de Peña Ubiña era punto de encuentro de brujas, y que desde allí volaban hacia los páramos burgaleses de Cernégula, o incluso mucho más lejos, hasta Sevilla[3]. Otra montaña de la que se decía que era centro de reunión de brujas es el monte Turbón (2.492 m), localizado en la comarca de la Ribagorza, en la provincia de Huesca[4]. En las antiguas creencias de los habitantes de la zona, todo aquello que no tenía explicación racional o lógica era atribuido a la intercesión de las brujas, cuyo aquelarre tenía lugar en las noches de plenilunio en la cima del Turbón[5]. Sin animo de ser exhaustivos, también han sido lugares de celebración de aquelarres, atribuidos por la tradición, el pico Cotiella (2.912 m) en el Pirineo aragonés, Pedraforca (2.506 m), en la Sierra del Cadí, Prepirineo catalán, el Montseny (1.707 m) en Barcelona, el Canigó (2.784 m) en el Pirineo francés (Rosellón), o el Puig de Galatzó (1.027 m) en la isla de Mallorca. Lejos de nuestro entorno cultural, son igualmente numerosos las montañas vinculadas con el mal, como es el caso del Monte San Cristóbal (1.470 m), estrato volcán situado en la isla de Luzón, considerado la montaña del diablo en el folklore filipino, alter ego del sagrado Monte Banahaw (2.158 m), cuyas aguas nacientes se consideran benditas.

La noción de sagrado se aplicó en la antigüedad a ciertos lugares separados, aunque no se trate de heterotopías en el sentido de Michel Foucault[6], pues se toman no tanto como lugares de reclusión para superar un tiempo de crisis, de desviación o de otredad. Son espacios delimitados y protegidos para evitar su profanación, una vez que la divinidad se había manifestado en ellos. La inviolabilidad luego se convierte en venerabilidad. A la hierofanía o teofanía, el ser humano responde con un culto explicitado por ritos. Para el Homo religiosus, los lugares y los tiempos no son todos iguales. Los hay dotados de particular relevancia porque en ellos se reveló la presencia de la divinidad o de lo sobrenatural, y también porque en ellos se vive la experiencia religiosa. Si bien cualquier lugar puede inducir una vivencia religiosa, existen algunos con mayor capacidad para estimular sentimientos trascendentes y dar lugar a experiencias de este tipo. Aquellos lugares donde la naturaleza muestra toda su grandeza resultan ser los más propicios. Entre ellos se encuentran las montañas, y también las cuevas, las selvas y los bosques, los desiertos, los astros, los ríos, las fuentes, etc. En estos santuarios naturales, a menudo el ser humano construye después templos o ermitas destinados a la morada de la divinidad. Como apuntaba Mircea Eliade[7], el santuario en lo alto de una montaña o en el interior de una cueva, es el lugar donde se ha manifestado la divinidad y desde el que el humano puede comunicarse con ella. En torno a él se genera un microcosmos en el que el creyente coloca su centro simbólico. No solo desde una perspectiva religiosa, las montañas y sus entornos han hecho volar la imaginación de artistas, en la búsqueda de escenarios donde tiene lugar la sublimación de la belleza y el encuentro de la paz. Un ejemplo paradigmático es la novela de James Hilton Horizontes perdidos, basada en la utopía de Tomás Moro. Posiblemente, la estancia del escritor en el valle de Hunza, situado en el norte de Pakistán, y la experiencia mística vivida en este fértil lugar donde la gente alcanza edades muy elevadas, le marcó hasta tal punto que le sirvió de inspiración para situar en el Himalaya el mítico lugar de Shangri-La, donde sus habitantes viven al margen del tiempo y no envejecen nunca. Otros sostienen que todo es fruto de una geografía imaginaria inventada por el autor, que nunca viajó por China ni por el Tíbet[8]. En 1937, el director de cine Frank Capra realizó una notable versión cinematográfica de esta novela, que hasta ahora no ha sido superada por ninguna de sus posteriores imitaciones[9]. Con posterioridad, varias ciudades tibetanas se han disputado el título de ser el lugar exacto de inspiración de Hilton a la hora de imaginar este paraíso terrenal, hasta el punto de que una de ellas, Zhongdian, dio un golpe de efecto, auspiciado por el gobierno chino, cambiando su nombre por el de Shangri-La.

Al referirnos a la montaña inspiradora de artistas no podemos olvidarnos de los poetas, y entre ellos de Jacinto Verdaguer, sacerdote y figura imprescindible del movimiento literario catalán conocido como «Renaixença». Su mejor y mas conocida obra lleva el nombre de una montaña del Pirineo, Canigó (2.784 m), leyenda romántica en la que ensalzó los orígenes cristianos de Cataluña. En ella, se cuentan las aventuras de Gentil, hijo del legendario conde Tallaferro, quien seducido por Flordeneu, reina de las hadas que simbolizaban el mundo demoniaco de los infieles musulmanes, voló por los aires descubriendo la belleza de los Pirineos. Finalmente, los cristianos acabaron expulsando del Canigó a las hadas, liberando a Gentil del maleficio al que estaba sometido. Establecidas las fronteras entre Francia y España en el Tratado de los Pirineos de 1659, esta montaña tan simbólica para los catalanes, quedó en el lado francés, dominando la llanura del Rosellón. Jacinto Verdaguer ostenta, además, el honor de estar considerado el primer español en ascender a la cumbre del Aneto (3.404 m), techo de los Pirineos. En 1336, el poeta Petrarca llevó a cabo una ascensión al Mont Ventoux (1.909 m), conocido como el «Gigante de la Provenza», acompañado de su hermano Gherardo, de la que dejó noticia en una hermosa y larga carta dirigida al Padre Dionisio de Borgo San Sepolcro. En ella, expresa magistralmente eso tan difícil de definir y que podemos nominar como la metafísica de la altitud, donde se entrecruzan la propia ascensión física con la ascensión moral que imprime un valor ético a la primera. Convirtió la experiencia de la subida al Mount Ventoux en una alegoría religiosa. Por esta obra, se considera a Petrarca el padre del alpinismo. Mas adelante, el Romanticismo aportó a la figuración de la altitud un nuevo elemento atractivo, pues subir garantizaba recibir iluminación, experimentar una epifanía espiritual o artística[10]. Por ejemplo, la fuerza creativa de los Alpes inspiró a Wagner, tal y como él mismo declaró, en la inclusión de unas trompas alpinas en la partitura de Tristán e Isolda, mientras contemplaba la hermosura de las montañas suizas.

Más que la altitud, lo que ha determinado la mistificación de las montañas ha sido su prominencia en el paisaje. No siempre las montañas más altas han concentrado el fervor religioso y las supersticiones. Por ejemplo, el Moncayo (2.315 m), frontera histórica entre Castilla y Aragón, ofrece, tanto desde la meseta soriana como desde el valle del Ebro, un destacado referente visual. Quizá por ello, desde tiempo inmemorial, esta montaña se ha manifestado como un espacio numinoso para los habitantes de su entorno. Altura y aislamiento ejercieron singular atractivo sobre ciertas almas, donde la soledad ejerce su magia. Es la metafísica de la altitud, que alumbra la espiritualidad del ser humano. La misma que inspiró a San Benito de Nursia en el siglo vi a elegir una montaña de los Apeninos, el Monte Cassino (520 m), para establecer la casa-madre de la orden benedictina. La vida religiosa en la montaña fue floreciendo en los siglos posteriores, con la fundación de monasterios en los Alpes y en otras montañas de la cristiandad, como la abadía de San Martín del Canigó en los Pirineos a finales del siglo xi, consagrada a San Martín de Tours. A lo largo de los tiempos, la montaña no ha sido solo lugar de soledad y meditación. También ha constituido un refugio natural. Así, en 1244, los cátaros o albigenses concentraron su ultima resistencia ante la cruzada emprendida contra ellos por Simón de Montfort en la abrupta peña de Montsegur (1.207 m), situada en el sur de Francia, muy cerca de la frontera con España.

Las montañas en las religiones de la antigüedad

El monte Olimpo (2.917 m), además de ser el pico más alto de Grecia, fue la montaña sagrada por excelencia para la religión de los antiguos griegos, pues se consideraba la morada de los dioses del panteón helenístico. También tuvo lugar en esta montaña la guerra de los titanes, en la que Zeus y sus hermanos salieron victoriosos. Precisamente, en otra montaña situada en el centro de Grecia, el monte Othrys (1.726 m), tenían su base Cronos y el resto de los titanes durante los diez años de guerra que libraron contra los dioses del Olimpo. Fue también el lugar de nacimiento de los dioses mayores Hestia, Deméter, Hera, Hades y Poseidón. El monte Othrys fue asaltado por Zeus, hijo de Cronos, al que derrocó, convirtiéndose en el dominador del cielo y de la tierra. Con el nombre de Ida se conocen dos montañas sagradas de la Antigua Grecia. Una de ellas se sitúa en Creta, y con sus 2.456 m es la máxima altitud de la isla. Según la mitología griega, en una cueva situada en su vertiente norte nació Zeus, y en la misma cueva lo ocultó su madre Rea para evitar que su padre Cronos lo encontrara, pues éste devoraba a sus hijos. El otro monte Ida es una cadena montañosa localizada en el noroeste de Turquía, cuyo punto culminante alcanza 1.774 m de altura. Por su cercanía a la antigua Troya, la mitología griega y los textos homéricos lo hicieron escenario de numerosas leyendas: lugar donde fue criado el príncipe troyano Ganimedes, donde Afrodita sedujo al mortal Anquises, donde fue expuesto Paris al nacer, donde encontró a su futura esposa, la ninfa Enone, donde tuvo lugar su juicio y donde se instalaron los dioses olímpicos para observar el desarrollo de la guerra de Troya. Fue también el santuario de Hera y Cibeles. En la religión griega no hay ninguna verdad revelada ni ningún libro sagrado. Es simplemente producto de la fantasía de sus poetas y por este motivo de cada uno de sus mitos existe un repertorio de versiones. Los dioses griegos fueron creados a imagen y semejanza de los humanos, y no al revés, con todos sus defectos y pasiones.

Con respecto a la mitología romana, el monte Vesubio (1.281 m), estratovolcán situado en el golfo de Nápoles, aparece con reiteración en la tradición literaria. En los tiempos de la erupción que destruyó la ciudad de Pompeya en el año 79 d.C., Vesubius estaba considerado una divinidad menor, representada con forma de serpiente en los frescos decorativos de numerosos altares domésticos que sobrevivieron a la catástrofe. Se le veneraba también como uno de los poderes de Júpiter y se le respetaba consagrado a Hércules. Según el historiador Diodorus Siculus, Hércules, en el ejercicio de sus quehaceres camino de Sicilia, pasó cerca de un lugar llamado «la planicie de fuego» debido a existencia de una montaña que antiguamente vomitaba fuego, y que ahora se llama Vesubius. Se encontraba habitado por unos bandidos conocidos como «los hijos de la Tierra», y que resultaron ser gigantes. Con la ayuda de los dioses, Hércules pacificó el lugar, para luego marcharse. Mas allá de la tradición, es posible que la cercana ciudad de Herculano recibiera su nombre de estos hechos mitológicos. El siciliano volcán Etna (3.357 m) también fue un escenario mitológico para los griegos, pues era la cabeza de Tifón, el más horrible de los monstruos, hijo de Gea y descrito con los atributos de los titanes. Fue derrotado por Zeus tras una terrible lucha, tan despiada, que el combate produjo terribles terremotos y tsunamis. Tifón no murió, pero fue condenado a vivir debajo de Sicilia, soportando el peso de la isla, boca arriba, y con la cabeza levantada en lo que es el cono del volcán. Cuando el Etna entraba en erupción, era porque Tifón se estaba removiendo bajo Sicilia, lamiéndose las heridas. Dice la Odisea que hasta el Etna llegó Ulises, donde combatió con el gigante Polifemo. Otra leyenda refiere que el filósofo Empédocles se suicidó arrojándose a uno de los cráteres del volcán, dando a entender que la muerte en el fuego del Etna era el acto más grande de unión con la naturaleza, pues consumiéndose en el magma, se elevaba al cielo en forma de humo. Una de las primeras ascensiones documentadas a esta montaña fue la realizada en el año 128 por el emperador romano Adriano. Parece que subió simplemente por placer, tratándose, tal vez, del primer deportista montañero de la historia.

El monte Jebel Aqra (1.717 m), localizado en la frontera entre Siria y Turquía, también protagoniza una larga historia de sacralidad. Para los hurritas, pueblo que habitó el valle del río Khabur, en lo que hoy comprende territorios del sudeste de Turquía, del norte de Siria e Irak y del noroeste de Irán, desde el Neolítico hasta la época romana, esta montaña era el hogar de Teshub, dios de las tormentas. Esta tradición religiosa fue continuada por los hititas, que se apropiaron de ella como garante divino de sus tratados, celebrando ritos en su honor. En las escrituras hebreas aparece con el nombre de Monte Zaphon. Para los antiguos cananeos, la montaña era el hogar de todos sus dioses. El culto continuó en la época greco-romana, recibiendo el nombre latino de Monte Casius. Reyes y emperadores ascendían a su cima a modo de penitencia. Juliano, el último emperador romano pagano, vivió en sus alturas una visión epifánica del dios de la montaña. Con la legalización del cristianismo en el Imperio Romano tras el edicto de Constantino, la montaña fue hogar de eremitas y anacoretas. Barlaam di Seminara desafió a sus demonios fundando un monasterio en la ladera oriental, y Simón el Estilita permaneció durante cuarenta años subido a una columna situada cerca del lado norte del Jebel Aqra, hasta su muerte en el año 592.

El Ceahlău (1.907 m) es una montaña situada en la parte oriental de la cordillera de los Cárpatos, en Rumanía, sagrada para los antiguos dacios, pues de modo similar a lo que el monte Olimpo representaba para los griegos, esta montaña era la habitación de sus dioses. A la postre, la religión de los dacios estaba bastante influenciada por la religión helenística, concibiendo también su panteón de divinidades con relación a la naturaleza.

Las montañas en el cristianismo

Ya sea por su propia nominación en la Biblia, como por apropiación aculturadora de antiguos cultos paganos, la presencia de la montaña en la tradición cristiana es prácticamente ubicua.

En el Antiguo Testamento, y consecuentemente también en la Torá, el Monte Sinaí (2.285 m) es el lugar donde Moisés recibió de Dios los Diez Mandamientos. Una vez descendió de la montaña, Moisés hizo construir un arca para contener las tablas de la ley que Dios le había entregado, conforme a las instrucciones recibidas: «harás un arca de madera de acacia y la revestirás de oro puro por dentro y por fuera. En el arca pondrás mi testimonio». Se trata del Arca de la Alianza, uno de los objetos más venerados y legendarios de la cristiandad. A los pies de la montaña se encuentra el Monasterio de Santa Catalina, fundado por Santa Elena, madre del emperador romano Constantino, y completado dos siglos después por Justiniano. En la actualidad, alberga a una comunidad de monjes ortodoxos griegos, tratándose, posiblemente, de uno de los monasterios cristianos más antiguos del mundo. En su interior, se conserva una mata de la que se dice que es la zarza ardiente que le reveló a Moisés la identidad de Yahvé. En la cima se encuentra una ermita ortodoxa griega construida en 1934 sobre las ruinas de una iglesia anterior del siglo xvi. El templo alberga en su interior la roca de la que se dice procedían las Tablas de la Ley. También en su cúspide se halla la cueva de Moisés, donde la tradición refiere que estuvo esperando para recibir los mandamientos.

El monte Ararat, situado actualmente en el noreste de Turquía, pero en territorio de la Armenia histórica, es el lugar identificado como el punto donde, según el Génesis, quedó varada el arca de Noé tras el descenso de las aguas una vez concluido el diluvio universal. En realidad, el texto bíblico habla de las «Montañas de Ararat» por lo que la atribución del mítico lugar a este monte no deja de ser una especulación. Se trata de una de las montañas más prominentes de la tierra (3.611 m de prominencia), claramente visible desde Ereván, la capital de Armenia, y desde buena parte del país. De hecho, es uno de los símbolos nacionales del pueblo armenio, reiteradamente nombrado en la literatura armenia y en el arte. Por avatares de la Historia, el monte Ararat se localiza actualmente en territorio turco, lo que unido a la herida dejada por el genocidio armenio perpetrado por los otomanos entre 1915 y 1923, en el que un millón y medio de seres humanos fueron exterminados, han convertido a esta montaña en un icono del irredentismo armenio. A los pies del monte Ararat, y a escasos metros de la frontera turca, se encuentra el monasterio Khor Virap, cuna del cristianismo armenio[11]. Según cuenta la tradición, allá por el siglo iii d.C. el rey Tiridates III de Armenia tenía como asistente a un cristiano de nombre Gregorio, quien predicaba por el reino la religión de Cristo. Al ser Tiridates pagano, no le agradaba tener como consejero a alguien que profesara otra religión. Al enterarse además de que el padre de Gregorio, Anac el Parto, había sido el responsable de la muerte de su padre Cosroes II, ordenó encerrar y torturar a Gregorio en un oscuro pozo, excavado donde se encuentra hoy el monasterio de Khor Virap, a unos 8 km al sur de la ciudad de Artashat, hasta que muriera. Durante el cautiverio, Tiridates III emprendió guerras y persecuciones contra las minorías cristianas. Gracias a la ayuda de una viuda cristiana, iluminada por un extraño sueño, Gregorio sobrevivió durante doce años al cautiverio, alimentado con un pedazo de pan recién cocido. Simultáneamente a estos hechos, el emperador romano Diocleciano se enamoró de una joven llamada Ripsime, que al tener noticias de tales pretensiones huyó a Armenia. Se organizó una persecución infructuosa en su búsqueda. Sin embargo, Tiridates sí localizó a la fugada y ordenó llevarla a su presencia para, por medio de agasajes y dádivas, obtener su beneplácito nupcial, lo que no pudo conseguir. Preso de la ira, intensificó la persecución y asesinato de cristianos, entre ellos de la propia Ripsime. Enloquecido de arrepentimiento, fue entonces cuando su hermana Khosvoridhukt tuvo una visión nocturna en la que un ángel le dijo que el cautivo Gregorio podía acabar con sus tormentos. Sacado del pozo en un estado lamentable fue llevado ante el rey. Gregorio curó al rey de sus heridas físicas y espirituales. Arrepentido de las atrocidades cometidas, pidió perdón a Gregorio por todos sus pecados, convirtiéndose al cristianismo, que además proclamó religión oficial en su reino en el año 301 d.C. De este modo, Armenia fue el primer país cristiano del mundo, entre la Persia zoroástrica y el imperio romano pagano. Desde entonces, Gregorio pasó a ser San Gregorio el Iluminador, patrón de Armenia. En el lugar donde se situaba la mazmorra, en el año 642 se erigió una capilla dedica al santo. A lo largo de los siglos, se fue ampliando hasta convertirse en monasterio, y en 1662 se levantó una iglesia bajo la advocación de Santa Astvatsatsin (Santa Madre de Dios), en la que se sigue celebrando culto.

Otra montaña que aparece en el Antiguo Testamento, concretamente en el Primer Libro de los Reyes, es el Monte Carmelo (525 m), situado próximo a la ciudad de Haifa, en Israel. Allí fue donde el profeta Elías proclamó que Yahvé es el dios verdadero. La orden religiosa católica de los Carmelitas fue fundada en el Monte Carmelo en el siglo xii por un grupo de ermitaños o cruzados, pues no es está del todo claro el asunto, que, inspirados por Elías, se retiraron al monte para vivir en soledad. En el año 1209, San Alberto, patriarca de Jerusalén, les entregó una regla donde se recogía el ideario del Carmelo: vida contemplativa, meditación en la Sagrada Escritura y trabajo. La propia tradición carmelita habla de la presencia de anacoretas judíos en esta montaña en los tiempos del profeta Elías. Otro de los lugares más sagrados de Tierra Santa es el Monte de los Olivos (826 m), situado en el valle de Cedrón, muy próximo a Jerusalén. En él se encuentran las iglesias de Getsemaní, Pater Noster y Dominus Flevit, así como los Jardines de Getsemaní, donde se hospedó Jesús en Jerusalén. Según el Nuevo Testamento, aquí tuvieron lugar muchos acontecimientos de la vida de Jesús, como su apresamiento o el lugar donde se retiraba para sus oraciones. En los Hechos de los Apóstoles se menciona como el lugar desde el que Jesús ascendió al cielo. También en Israel se encuentra el Monte Tabor (575 m) o Monte de la Transfiguración, donde la tradición señala la ocurrencia del milagro del mismo nombre, narrado en los evangelios de Mateo, Marcos y Lucas. Estando Jesús acompañado de tres de sus discípulos, Pedro, Santiago y Juan, en una montaña para orar, el maestro comenzó a refulgir con rayos de luz, apareciendo a su lado Moisés y Elías, y una voz del cielo procedente del Padre que le llamó «Hijo». La identificación de esta montaña como el lugar de los hechos evangélicos surge a partir del siglo III. Puesto que en ninguno de los relatos bíblicos aparece explicitado, la identificación no ha estado libre de controversias. El Monte Tabor ha sido lugar de peregrinación, y en él se encuentra la Basílica de la Transfiguración, regentada por los franciscanos. A pesar de su modesta altitud, su prominencia de 400 m lo convierte en un accidente orográfico muy destacado visto desde la lejanía. Cerca del exterior de las murallas de Jerusalén se encontraba el Monte Calvario o Gólgota, donde según los evangelios fue crucificado Jesús. En los textos griegos de Mateo, Marcos y Juan, Gólgota se ha traducido como «lugar de la calavera», en latín Calvarie Locus, de donde deriva el nombre español de Calvario. En el evangelio de Lucas, simplemente se nombra como «lugar de la calavera». Otra tradición cristiana sitúa aquí el sitio donde Sem y Melquisedec enterraron el cráneo de Adán, guiados por ángeles, una vez que lo recuperaron en el lugar donde se encontraba el Arca de Noé. También se ha sugerido que el nombre de este enclave se debe a la morfología con forma de calavera del propio terreno. La ubicación real del Gólgota no se conoce con certeza, siendo la más aceptada la atribuida al paraje donde Santa Elena situó la crucifixión de Jesús. En sus proximidades, la madre de Constantino identificó el sepulcro de Jesús y dijo haber encontrado los restos de la verdadera cruz. El emperador construyó en ese entorno la Iglesia del Santo Sepulcro. Antes de la cristianización del lugar por el hallazgo de Santa Elena, existía allí un templo dedicado a la diosa Afrodita. Otra localización alternativa es la que propuso en 1842 el teólogo y estudioso de temas bíblicos alemán Otto Thenius. Para este erudito, el Gólgota de los evangelios es una loma rocosa situada a las afueras de la Puerta de Damasco de Jerusalén, basándose en la caprichosa forma del roquedo, que en su parte inferior presenta dos agujeros que recuerdan las cuencas oculares de un cráneo. Otra prueba a su favor es la existencia en sus aledaños de una antigua tumba excavada en la roca, conocida como la «Tumba del Jardín», que pudo haber sido el sepulcro de Jesús. Una tercera posible ubicación es la sugerida por otro clérigo germano, Rodger Dusatko, para quien el Gólgota se encuentra frente a la Puerta del León. Se basa en un dato que aparece en los evangelios de Mateo, Marcos y Lucas. Concretamente del hecho de que el velo de entrada al templo de Jerusalén se rasgó tras la crucifixión. Al estar el edificio orientado hacia el este, el velo tendría que haber estado a la vista de los presentes en el Monte Calvario, pues de lo contrario no habrían podido dar testimonio del milagroso fenómeno. Desde este punto de vista, la ubicación señalada encaja bien con los hechos.

El cristianismo ortodoxo tiene como principal montaña sagrada al Monte Athos (2.033 m), situado en una península en el noreste de Grecia, a orillas del mar Egeo. En sus estribaciones se encuentran veinte monasterios, exclusivamente masculinos, correspondientes a las principales iglesias ortodoxas (griegos, rusos, serbios, georgianos, búlgaros y rumanos). Toda el área circundante a este monte constituye un territorio autónomo dentro de Grecia, en el que está prohibida la entrada a las mujeres. Su nombre griego, Ágion Óros, significa «montaña sagrada». Según la tradición cristiana católica y ortodoxa, tras la Ascensión de Cristo, la Virgen María descendió al Monte Athos, donde se encontró con un monasterio pagano, convirtiéndose al cristianismo sus moradores. La Virgen bendijo el lugar y lo proclamó bajo su protección. Antes de su cristianización, el Monte Athos ya era lugar de emplazamiento de acontecimientos legendarios de la mitología clásica. Athos fue el gigante tracio que se batió con Poseidón, dios del mar, en los combates librados entre los titanes y los dioses. Arrojó una enorme piedra a Poseidón, que cayó en el mar Egeo y se convirtió en la península actual. El rey persa Jerjes I mandó construir un canal a su través para evitar bordear la península, empresa en la que su padre Darío I perdió 20.000 hombres y 300 naves en la primera Guerra Médica. Años después, la montaña quedó ligada a la figura de Alejandro Magno, pues según cuenta la historiografía grecolatina, un arquitecto de nombre Dinócrates propuso tallar en la montaña la efigie de Alejandro Magno a modo de estatua gigante.

La montaña sagrada de los católicos irlandeses es el Croagh Patrick (764 m), que significa «Monte de San Patricio». Situado en el condado de Mayo, en el oeste de Irlanda, es un importante lugar de peregrinación, al que se asciende descalzo todos los últimos domingos del mes de julio. Ya en tempos precristianos, se ha constatado su carácter sagrado para los pueblos paganos que habitaron esta zona de Irlanda, pues etimológicamente su nombre actual se cree que puede proceder de Crom Cruach, deidad de la Irlanda precristiana. El origen de la peregrinación también se supone precristiano, derivando, por apropiación, de un antiguo ritual gaélico asociado al dios Lug. Al igual que ocurre en otras vías de peregrinación, como el camino de Santiago, era costumbre en época medieval que los peregrinos portaran piedras que luego eran arrojadas en un punto concreto formando un montículo, como acto propiciatorio de la buena suerte. La capilla actual que se encuentra en su cumbre fue inaugurada en 1905, aunque la existencia de un pequeño santuario cristiano se remonta, al menos, al siglo v.

La cristianización de las montañas se consumó de diversas maneras. Una de ellas fue la construcción de ermitas y santuarios en los accidentes orográficos venerados en las religiones anteriores a la llegada del cristianismo. Una estrategia sacralizadora reiterada fue asociar la montaña a la aparición de una imagen de la Virgen. En el caso de la Montaña de Montserrat (1.236 m) la tradición sitúa en el año 880 la visión por unos pastores de una intensa luz en la montaña acompañada de una hermosa melodía, en una tarde de sábado. El fenómeno se repitió los cuatro sábados siguientes, por lo que el obispo organizó una visita al lugar dando como resultado el hallazgo de la imagen de la Virgen de Montserrat en el interior de una cueva. El obispo dispuso el traslado de la imagen a Manresa, pero al intentar levantarla, su peso era tal, que se interpretó como el deseo de la Virgen de permanecer en el lugar, por lo que se ordenó levantar allí mismo una capilla. Posteriormente, el carácter sagrado del lugar fue adquiriendo las dimensiones grandiosas con que las que ha llegado hasta la actualidad. Otro caso paradigmático es el de la Peña de Francia (1.727 m), situada en el sur de la provincia de. Según la tradición, en el año 1434 un peregrino francés llamado Simón Vela encontró una imagen de la Virgen en lo alto de la Peña. Haciéndose eco del hallazgo, dos años después, en 1436, el rey Juan II de Castilla intervino para que se hicieran cargo de la imagen los dominicos, comenzando en 1445 la construcción del convento y la ampliación de la primitiva ermita. El conjunto fue posteriormente reformado en los siglos xvi, xvii y xviii, hasta adquirir la magnificencia con la que lo conocemos hoy. Otra forma de cristianizar las montañas ha sido renombrarlas asignándoles nombres relacionados con la religión de Cristo, de tal guisa que nuestra geografía está salpicada de cimas con nombres de santos. Pongamos como ejemplos las cotas más elevadas de las provincias de Burgos y de La Rioja, en la Sierra de la Demanda, que son los picos San Millán (2.131 m) y San Lorenzo (2.262 m) respectivamente. También podemos sacar a colación otros casos como San Mamede (1.618 m) en el Macizo Galaico, Sant Jeroni (1.236 m) en la ya citada Sierra de Montserrat, la Muela de San Felipe (1.838 m) en la Serranía de Cuenca, la Muela de San Juan (1.841 m) en los turolenses Montes Universales, el Calar de Santa Bárbara (2.269 m) en la granadina Sierra de Baza, o la Peña Santa de Castilla (2.596 m) en el macizo occidental de los Picos de Europa.

En 1899 el papa León XIII llamó a levantar cruces en todas las cimas de los montes más altos de la cristiandad, para sacralizar de este modo la entrada al nuevo siglo xx. El llamamiento fue obedecido por el catolicismo español, y así las cumbres de muchos de nuestros más célebres picos se encuentran rematadas por una cruz. Solo por citar algunos ejemplos, las cruces erigidas en el Aneto (3.404 m), en la Pica d’Estats (3.143 m) o la que estuvo en el Almanzor (2.591 m), aunque elementos añadidos, han devenido en signos indisociablemente ligados a la propia montaña.

Las montañas en el judaísmo y en el islam

Varias de las montañas situadas en Oriente Próximo, sagradas para la tradición cristiana, lo son también para la tradición hebrea. De tal guisa, tenemos el Monte Sinaí, el Ararat o el Monte Carmelo. En la propia Jerusalén, extramuros de la ciudad vieja, se eleva una colina conocida como Monte Sion (765 m), término usado en la Biblia hebrea para referirse a la Ciudad de David. Posteriormente fue el Monte del Templo de Jerusalén, y en los tiempos modernos, el término Sion se emplea, como sinécdoque, para referirse a toda la Tierra Prometida. Dentro de la ciudad vieja de Jerusalén se encuentra el llamado Monte del Templo (743 m), lugar sagrado para el judaísmo y para el islam. Actualmente es una plaza amurallada, conteniendo entre sus tramos el Muro de las Lamentaciones, construido en tiempos de Herodes el Grande, como ampliación del Segundo Templo. Para los judíos, fue aquí donde ocurrió el sacrificio de Isaac, y también el lugar elegido por el rey David para levantar un santuario que albergara el Arca de la Alianza, el más sagrado objeto del judaísmo. La ejecución de las obras fue culminada por su hijo Salomón, conociéndose como Primer Templo o Templo de Salomón, profanado y destruido por Nabucodonosor II en el año 586 a.C., dando inicio al exilio de los judíos a Babilonia. En el mismo lugar se construyó después el Segundo Templo, destruido por el emperador romano Tito en el año 70 d.C. y del que solo perdura el ya citado Muro de las Lamentaciones. También señala la tradición judía que en este lugar se deberá construir el tercer y último templo.

Para los musulmanes, el Monte del Templo recibe el nombre de Explanada de las Mezquitas. Se trata del tercer lugar más sagrado para el islam, tras La Meca y Medina, pues en él se encuentran varios de sus edificios religiosos más importantes, como la Mezquita de Al-Aqsa y la Cúpula de la Roca. La segunda debe su nombre a que alberga en su interior la piedra sobre la que Abraham se dispuso a sacrificar, de acuerdo con el Corán, a su primogénito Ismael, y también por considerarse el lugar desde el que Mahoma fue elevado al cielo. En la actualidad, este pequeño enclave sagrado es uno de los territorios más disputados del mundo. En la montaña llamada Jabal al-Nour (642 m), localizada a poco más de tres kilómetros de La Meca, dentro de la actual Arabia Saudí, se encuentra la cueva de Hira, donde la tradición islámica sitúa el lugar exacto donde Mahoma recibió su primera revelación del Corán, de parte del arcángel Gabriel. Para acceder a su cima, lugar turístico y de peregrinación muy popular en La Meca, hay que superar 1750 escalones. En cuanto a la cueva, se encuentra situada a 270 m de altitud, y a ella acudió Mahoma buscando un lugar de reclusión y meditación, donde practicar el anacoretismo durante un mes cada año. La visita a la cueva de Hira, aunque realizada por muchos musulmanes, no es preceptiva, y su consideración como lugar de culto no se contempla en las interpretaciones salafista del ritual islámico. También muy cercano a La Meca se halla el monte Jabal Thawr (750 m), sagrado para el islam por encontrarse en él otra cueva, llamada la cueva de Sawr, esta vez relacionada con un lugar donde Mahoma se refugió durante su migración a Medina (Hégira). El Monte Sinaí también tiene carácter sagrado para los musulmanes, pues el Corán lo identifica, lo mismo que la Torá y el Antiguo Testamento, como el lugar donde Alá se identifica como el dios único ante Moisés, de ahí el nombre árabe de Jabal Musa o «Monte Moisés». En su cumbre se levantó una pequeña mezquita. Digamos que también existe otra montaña con el mismo nombre en las proximidades de Ceuta, que conforma, junto con el Peñón de Gibraltar las legendarias Columnas de Hércules de la antigüedad. El Monte Sinaí es, por tanto, sagrado para las tres religiones abrahámicas.

El islam, junto con el judaísmo y el cristianismo, es la tercera de las religiones denominadas «del libro» o «abrahámicas». La palabra islam significa «sumisión», a la voluntad de Dios, y todo aquel que «se somete» a ella se llama «musulmán». Dicha voluntad fue revelada al profeta Muhammad o Mahoma (570/580-632 d.C.) por el arcángel Gabriel en el año 610 y fue recogida en el libro sagrado de esta religión, el Corán. También dice el Corán que la palabra de Dios ya había sido expresada a través de otros profetas, reconocidos también por judíos y cristianos, pero que con el tiempo había sido distorsionada. La comunidad moral que agrupa a todos los musulmanes es conocida como la umma. El camino recto de las observancias rituales exigidas a todos los musulmanes, componente visible de la práctica religiosa, es lo que se conoce con el nombre de sharía o ley islámica. Tras la muerte del profeta tuvo lugar el gran cisma del islam, al producirse una controversia acerca de quien era el heredero legítimo de Muhammad y líder, por tanto, del mundo musulmán. Para el 90 % de los musulmanes, los llamados sunníes, el sucesor (califa) puede ser cualquier creyente excepto en materia de profecía, mientras que para el 10 % restante, los chiíes, la sucesión corresponde por derecho a los descendientes de Muhammad a través de su hija Fátima y su yerno Alí. No obstante, con respecto a esta dicotomía básica existen muchas variantes y numerosas minorías[12], como los ultraortodoxos wahabíes de la península arábiga, los sanusíes de los desiertos del nordeste de África, los más heterodoxos jariyíes también norteafricanos, los ismailíes que son una rama chiita muy influenciada por el neoplatonismo, etc. La base del islam se concreta en los llamados cinco pilares, que son: la declaración de la fe (no hay más dios que Alá y Muhammad su mensajero), la realización de las cinco plegarias rituales diarias (al alba, al mediodía, a media tarde, al atardecer y al anochecer) mirando hacia La Meca convocadas por los muecines de las mezquitas, la limosna, el ayuno practicado cada año lunar durante el mes del Ramadán y la peregrinación a La Meca obligatoria al menos una vez en la vida para todo musulmán que pueda sufragarla económicamente y soportarla físicamente[13]. A estos cinco pilares, hay que añadir un mandato general de luchar en nombre de Alá (jihad), que podía tener un significado amplio o bien más preciso: la lucha para la expansión de las fronteras del islam[14]. La búsqueda del cocimiento religioso, ‘ilm, se inició en los albores del islam y gradualmente se fue desarrollando un cuerpo de eruditos sabios y responsables, los ulemas. Los lideres de las comunidades islámicas reciben el nombre de imanes. Además del Corán como libro sagrado, están las «tradiciones» (hadiz), que recogen el comportamiento habitual del Profeta (sunna), el modo en que tomaban las decisiones los primeros califas y cuál es la forma correcta de actuar. Ello dio lugar al surgimiento de otra rama de la teología islámica, la de la crítica de los hadiz. Las escuelas donde se imparten las enseñanzas religiosas coránicas reciben el nombre de madrasas.

La versión mística del islam es el sufismo. Se trata de un modo de vida que busca la presencia de dios a través del amor, del conocimiento basado en la experiencia y de la ascesis. En cuanto a su origen, los mismos textos sufíes revelan la influencia del ascetismo de los primeros anacoretas cristianos, los padres del desierto seguidores de San Antonio Abad, y de las ideas neoplatónicas y herméticas que circulaban por entonces. No obstante, sus verdaderos fundamentos hay que buscarlos en el Corán, pues el sufismo empezó con Mahoma, quien, en virtud de su intima relación con Alá, de su revelación, de su ascensión a los cielos y de su condición superior entre las criaturas, es considerado por los sufíes como uno de los suyos. Un elemento central de la práctica sufí es la relación existente entre maestro y discípulo, basada en el poder absoluto del primero sobre el segundo. Los maestros más apreciados y admirados, llamados morabitos, pueden incluso llegar a ser considerados santos y, en estos casos, su influencia benéfica perdurará aun después de su muerte, convirtiéndose su tumba en lugar de peregrinación. A partir del siglo viii, algunos grupos de discípulos comenzaron a congregarse alrededor de grandes maestros, iniciándose la formación de las llamadas cofradías sufíes, que al igual que las órdenes monásticas cristianas, disponían de reglas propias. No obstante, el sufismo ha sido objeto de anatema por parte de las corrientes más ortodoxas del islam debido a que la veneración de santos se puede interpretar como un panteísmo herético, contrario al primero de los pilares del islam[15].

Dentro de nuestra geografía, la longeva presencia musulmana en Al Ándalus, también dejó su huella en forma de montañas dotadas de sacralidad. Así, tenemos el monte Mulhacén (3.479 m), máxima cota de la Península Ibérica, donde según cuenta una leyenda Muley Hacén, penúltimo rey nazarí de Granada, fue enterrado en la cumbre de la montaña que lleva su nombre, empero no se ha encontrado ningún indicio arqueológico que lo avale. Otra leyenda procedente de la España musulmana es la que da nombre al pico Almanzor (2.592 m), máxima altura de la Sierra de Gredos y del Sistema Central. Cuenta que el caudillo musulmán Al-Mansur-bi-Allah («el victorioso de Alá»), castellanizado como Almanzor, azote de los reinos cristianos del siglo x, regresando a Córdoba tras una de sus campañas por el norte de la Península Ibérica, acampó con su séquito junto a Laguna Grande de Gredos. Para contemplar desde la altura el alcance de sus conquistas, subió a la cumbre de Gredos a lomos de su caballo. Teniendo en cuenta la enorme pendiente de la montaña y la verticalidad de su tramo sumital, se antoja imposible semejante suceso.

En la Sierra Tejeda, que separa las provincias de Granada y Málaga, se localiza La Maroma (2.065 m), punto culminante de la provincia de Málaga. En una de sus laderas, se encuentra la Cueva de la Rábita de Canillas de Aceituno, habitada por varios morabitos en los tiempos de la España musulmana, de ahí que sea conocida también como la Cueva de los Santones. Todavía hoy en día sigue siendo lugar de culto para musulmanes sufíes. La cueva realmente tiene un origen artificial, ya que se trata de una mina explotada desde tiempos de los fenicios y de los griegos. Tras la llegada de los sarracenos, fue hogar de tres santones o morabitos que se establecieron en el pueblo de Canillas de Aceituno y la convirtieron en centro de enseñanza del sufismo y de peregrinación para los practicantes de esta corriente del islam, prolongado incluso en época morisca. La leyenda posterior sitúa en el interior de esta cueva el lugar de enterramiento de los tres santones. Recientemente, el Ayuntamiento de Canillas de Aceituno junto con diversas asociaciones islámicas de España, han dispuesto la adecuación de la cueva y de sus accesos para que pueda ser visitada y utilizada por los sufíes residentes en nuestro país[16].




NOTAS

[1] ELIADE, M.; COULIANO, I.P. 2022. Diccionario de los símbolos. Fragmenta editorial. Barcelona S.L.U., pp.645-650.

[2] BLÁZQUEZ MARTÍNEZ, J.M. 1962. Religiones Primitivas de Hispania I. Fuentes literarias y epigráficas. Consejo Superior de Investigaciones Científicas. Madrid, pp. 126.

[3] ATIENZA, J.G. 2000. Montes y simas sagrados de España. Editorial EDAF S.A. Madrid, pp. 131-134.

[4] PALLARUELO, S. 1984. Viaje por los Pirineos misteriosos de Aragón. Edición del autor. Zaragoza, pp. 98-99.

[5] ANÓNIMO. 2008. El Frontón de las Brujas. En: Las Brujas de Aragón. Historias y leyendas. Los Libros del «Cuentamiedos». Pamplona, pp. 84-86.

[6] FOUCAULT, M. 1967. Des espaces autres (conference au Cercle d’Études Architecturales, 14 mars 1967. Architecture, Mouvement, Continuité, 5: 46-49.

[7] ELIADE, M. 1955. Imágenes y símbolos. Ensayos sobre simbolismo mágico-religioso. Taurus. Madrid, pp. 41-61.

[8] MARTÍNEZ DE PISÓN, E.; TOMÁS, R. 2012. Más allá del Everest. Las montañas escondidas de Asia. Ediciones Desnivel S.L. Madrid, pp. 83-84.

[9] MARTÍNEZ DE PISÓN, E.; ÁLVARO, S. 2014. El sentimiento de la montaña. Doscientos años de soledad. 3ª edición ampliada. Ediciones Desnivel S.L. Madrid, pp. 201-202.

[10] MACFARLANE, R. 2022. Las montañas de la mente. Penguin Random House Grupo Editorial S.A.U. Barcelona, pp. 168.

[11] ARTZRUNÍ, A. 2010. Historia del pueblo armenio. Sirar Ediciones. Barcelona, pp. 102-107.

[12] PLANHOL, X. 2002. Minorías en el islam. Una geografía en la pluralidad. Ediciones Bellatera S.L. Barcelona, pp. 53-57.

[13] EICKELMAN, D.F. 2003. Antropología del Mundo Islámico. Ediciones Bellaterra S.L. Barcelona, pp. 351-364.

[14] HOURANI, A. 1991. Historia de los puebles árabes. Círculo de Lectores S.A. Barcelona, pp. 99.

[15] ELIADE, M.; COULIANO, I.P. 2007. Diccionario de las religiones. Editorial Planeta S.A. Barcelona, pp. 223-226.

[16] FRÍAS, J.M. 2014. Málaga misteriosa. 2ª edición. Editorial Almuzara S.L. Córdoba, pp. 104-111



Apuntando hacia el cielo. La sacralidad de las montañas (I)

SANZ ELORZA, Mario

Publicado en el año 2024 en la Revista de Folklore número 509.

Revista de Folklore

Fundación Joaquín Díaz