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Revista de Folklore número

505



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De nuevo sobre una versión navarra de Polifemo

GARCIA ARMENDARIZ, José-Ignacio

Publicado en el año 2024 en la Revista de Folklore número 505 - sumario >



Lo que sigue no se habría escrito sin el estímulo y la ayuda de Xaverio Ballester, de la Universidad de Valencia; sin la generosidad de José Manuel Pedrosa, de la de Alcalá; sin el asesoramiento de M.ª Pilar Cuartero, de la de Zaragoza. Quisiera mencionar también la amabilidad y eficiencia de las personas que me atendieron en las bibliotecas de Mendavia (Navarra) y de Etniker Bizkaia, así como en la revista Cuadernos de Etnología y Etnografía de Navarra. A todos ellos, mi más sincero agradecimiento. Para el lector, anotaré que la variación que podrá advertir en algunas voces éuscaras se debe a que he respetado las diversas grafías según el uso de los autores que cito.



— 1 —

Conocemos de un modo preciso el mito del Polifemo montañés: el Ojancanu; a las variantes vascofrancesas de Tartaro o Tartalo y Basojaun, recogidas por Cerquand y W. Webster, de que ya usó Hackman, hay que añadir las muy curiosas vascoespañolas, recogidas sobre todo por Barandiarán (…) Creo que en Galicia y Asturias también se han recogido varias, así como en Cataluña. Pero falta, como siempre, la exposición sistemática de todas ellas.

Estas palabras de Caro Baroja (19743: 85-86) dan idea del punto en que se hallaban las pesquisas sobre el tema del cíclope en el folclore español, y sus aledaños vascofranceses, hace medio siglo. Por fortuna, la última frase hoy no se escribiría, pues al fin contamos con la exposición sistemática que don Julio echaba de menos. Las variantes españolas del mito del cíclope están ahora reunidas gracias a la labor iniciada por Julio Camarena y Maxime Chevalier, continuada luego y finalmente culminada por sus albaceas intelectuales, con José Manuel Pedrosa al frente. El deseo de Caro Baroja se vería seguramente satisfecho ante el volumen V del Catálogo tipológico del cuento folklórico hispánico –o CTCFH: nótese que en los volúmenes anteriores el adjetivo final era español–, dedicado a los cuentos del ogro tonto. En sus páginas 221–225 se recoge lo relativo al conocido como Tipo 1137, esto es, el tema del ogro cegado (de acuerdo con la clasificación usual, la de Aarne & Thompson 1961: 362), que tiene en el cíclope con quien tropezara Ulises su más ilustre ejemplo. Se da ahí noticia de las versiones conocidas por los redactores, distribuidas en varios grupos que corresponden a las distintas lenguas de nuestra península, añadiéndose sendos epígrafes para las registradas en América y en la diáspora sefardí. No hace falta ponderar la utilidad del libro para quienes nos hemos interesado en algún momento por el tema del cíclope–ojanco. Sin ir más lejos, en lo que concierne al presente ensayo, me va a permitir entrar en harina sin mayor preámbulo: de esas páginas tomaré lo que convenga a mi propósito, que no es sino volver a examinar el cuento que publiqué en 1985 en los Cuadernos de Etnología y Etnografía de Navarra. Y puesto que de ese relato va a tratarse, lo primero será reproducirlo, para tenerlo aquí bien a mano.

Los ojancos

Eran dos frailes que habían salido del convento una tarde. Caminaron un rato por el bosque y, cuando quisieron volver, se dieron cuenta de que se habían perdido. Empezaba a oscurecer y, para colmo, densos nubarrones anunciaban tormenta. Uno de los frailes era grande y miedoso; el otro, pequeño y valiente.

Vieron una luz que brillaba en la lejanía. Señalándola con el dedo, el fraile menudo, que la había visto primero, dijo a su compañero:

–Allá a lo lejos se ve una luz. ¿Iremos…o no iremos?

Respondió el grande, caviloso:

–¡Pero nos matarán!

Volvió a preguntar el frailillo:

–¿Iremos…o no iremos?

Y de nuevo, el mayor:

–¡Pero nos matarán!

Fueron por fin hacia la luz. Al acercarse, pudieron distinguir el edificio donde se encontraba: era una casona enorme, con un imponente portón de hierro. Dieron en él un golpe, que resonó gravemente:

–Poom, poom, pooom…

No tardó mucho en abrirse el portón, con estrépito. En la entrada apareció un gigante terrorífico. ¡Tenía un solo ojo, de cristal, en medio de la frente!

Resultó ser el Ojanco Mayor, que les dijo:

–¡Entren, entren…y entren!

Los frailes respondieron con voz miedosa:

–Ya vamos a entrar ahooraaa…

Entraron. Vieron que de los techos colgaban piernas, brazos, asaduras humanas. Mostrándoles unos escalones junto a la pared, ordenó el gigante:

–¡Suuban, suuban…y suuban!

Y ellos, azorados:

–Ya vamos a subir ahooraa…

–¡Suuban, suuban…y suuban!

Así que subieron, siguiendo los pasos del gigante. Una vez arriba, entraron en una sala grande donde cenaban todos los ojancos. Allí estaba también un hombre –lo llamaban el abuelito– que se encargaba de llevar a pacer el rebaño de los ojancos. Descomunales gatos merodeaban buscando algún despojo o trozo de carne. Ordenó el Ojanco:

–¡ Ceenen, ceenen …y ceenen!

A lo que respondieron:

–Ya hemos cenado ahooraa…

No querían hacerlo, porque estaban seguros de que la cena se componía de carne humana. Pero tuvieron que fingir que comían, para no enfadarlos. Con disimulo, echaban la carne a los gatos que había bajo la mesa. Oyeron que el Ojanco Mayor decía a los otros:

–Mañana nos comeremos a estos dos frailes para almorzar.

Quedaron muertos de miedo, pero el pequeño ideó enseguida un plan para salvarse.

Cuando terminó la cena, dijo el Ojanco Mayor:

–Ya es hora de ir a dormir.

–Sí –asintió el abuelito–, ya es hora de ir a dormir, que mañana hay que echar el rebañito al monte.

Así que los ojancos fueron a acostarse, y en la casona se hizo el silencio. Los frailes esperaron un buen rato; luego, entraron en la cocina y calentaron un hierro hasta ponerlo rusiente. El Ojanco Mayor roncaba. Se acercaron con mucho cuidado y el frailillo, sin vacilar, clavó el hierro en su único ojo. El gigante gritó, retorciéndose de dolor. Ellos corrieron a esconderse entre el rebaño, que estaba abajo, en la cuadra.

Como temían que el Ojanco Mayor fuera a buscarlos allí, mataron dos carneros y se cubrieron con sus pieles, para que no los reconociera al ir palpando las reses. El fraile grande, muerto de miedo, llevaba un cencerro que sonaba dolón–dolón, como diciendo que no–que no; en cambio, la esquila del pequeño y más osado hacía dilín–dilín, o sea, que sí–que sí. Los ojancos, enfurecidos, registraron la casa sin encontrarlos.

Al amanecer, el abuelito pensó:

–Ya es hora de echar el rebañito al monte.

Y bajó a la cuadra para sacar el ganado y llevarlo a pastar. Al darse cuenta de que salía el rebaño, el Ojanco Mayor se colocó en la puerta a anchagarras. Entre sus piernas iban pasando las ovejas y él las tentaba, una a una, pero no pudo tocar otra cosa que lana.

Cuando los frailes, una vez en el monte, se sintieron a salvo, a grandes voces zaherían a los ojancos:

–¡Ya no sus tenemos miedooo…!

Y ellos, rabiosos al verse burlados, les tiraban con piedras como casas.

— 2 —

Cómo nos ha llegado

Escuché el cuento por primera vez, de labios de uno de mis abuelos, en torno a 1960; debí de oírlo varias veces, siempre de sus labios, a lo largo de mi infancia. Tomé conciencia del parecido con el episodio del cíclope al conocer la Odisea, ya fuera al leerla o quizá al ver la película dirigida por Mario Camerini, con Kirk Douglas como protagonista (Ulisse, 1954). Trasladé el cuento al papel y no tardé en redactar un primer esbozo de estudio comparativo que sometí al juicio de uno de mis profesores de bachillerato. Luego volvería a elaborarlo, ampliándolo mucho, para una asignatura de Filología Clásica, en la Universidad de Barcelona; finalmente, salió impreso dentro de un artículo publicado en 1985. Lo califiqué entonces como cuento de pastores, etiqueta que puede mantenerse en razón del contenido, claro está, pero también porque la familia de mi abuelo era y es conocida en la comarca por su oficio de esquiladores, en íntimo trato con la pastoría. En mis apuntes iniciales consta que el abuelo había oído el cuento a un abuelo suyo cuando alboreaba el siglo xx. Desde el abuelo de mi abuelo hasta mí, el cuento fue (re)contado en la villa de Mendavia, en su núcleo urbano y también, probablemente, en alguna majada de su término. Mendavia se encuentra al suroeste de Navarra, muy próxima a tierras de Álava y Rioja. En su momento, yo fui un destinatario más de la narración, dentro del público menudo al que solía contarse; mi curiosidad haría años después el resto, comparándola con otras y ahondando en su significado. A pesar del tiempo trascurrido, queda todavía algo de aquella huella impresa en mi mente infantil, un rescoldo que se aviva fácilmente.

— 3 —

Si esta es, o no, copia fiel

Hace casi un siglo que Milman Parry grabó en Yugoslavia una buena cantidad de cantos épicos. El procedimiento de grabar a un informante sigue siendo hoy considerado –por razones obvias– la forma más fiable de recoger los testimonios de la tradición oral. Está en la base de la encomiable labor de Julio Camarena, por ejemplo, o de Alfredo Asiáin, cuya edición de narraciones folclóricas navarras (2006) incluye algunos archivos de sonido. En nuestros días disponemos de medios accesibles que facilitan mucho la operación de grabar, no solo la voz sino también la imagen; lo difícil ahora es encontrar personas que hayan conservado algún relato recibido de sus mayores. Con todo, llegado el caso, y tanto si media registro magnetofónico como si no, lo usual es que se ponga por escrito lo narrado, a veces incluso de forma múltiple. La redacción de una versión moderna puede incluir todo tipo de acotaciones y llamadas que remiten a recursos expresivos complementarios de la mera literalidad, tales como inflexiones de la voz, chasquidos o gestos; lo cual no excluye que, además, se ofrezca una redacción paralela horra de esos complementos, a la que se denomina de lectura fácil o seguida, que suele implicar la elaboración, por exigua que esta sea, de la versión proporcionada por el informante.

En el paso de la oralidad a la escritura, lo normal es que se produzca algún retoque: el primer receptor del relato puede apuntar fielmente lo que escucha, casi como un magnetófono, pero en el papel es probable que algún rasgo propio de la lengua hablada quede preterido. Téngase presente que ni siquiera el mismo informante cuenta dos veces el relato de manera idéntica, esto es, con términos calcados e iguales recursos de expresión. Por lo demás, los cambios se producen –o así debería ser- en número y entidad inversamente proporcional al valor que cada elemento, formal o de contenido, tenga para la inteligibilidad y eficiencia de la narración. Un oyente conocedor de la historia podría corregir al narrador si cree que la está deformando; y, en sentido contrario, el narrador puede adecuar el cuento a quien tiene delante, eligiendo determinadas palabras –un eufemismo, por ejemplo– y no otras, o cambiando el tono. Claro es que en un relato existen partes del contenido que no cabe alterar si se quiere preservar la integridad funcional del relato, y esta inviolabilidad se extiende a la forma allí donde la expresión es formular, fija, de algún modo lexicalizada. Aun así, la transmisión acarrea en ocasiones la pérdida o adulteración de aspectos importantes del cuento; si tal sucede, habremos de advertir que este ha sufrido deturpación o deterioro.

Consideración particular, por la dificultad que entraña su valoración como documento etnográfico, merecen las creaciones literarias que echan mano de temas y motivos de la tradición oral. Ha sido moneda corriente usar esas historias sin dueño conocido en relatos de nuevo cuño que se sirven de ellas libremente; y si bien en el producto final es posible identificar esos materiales, suele resultar más difícil dilucidar de dónde proceden y cómo se han utilizado. Es lo que ocurre con las famosas leyendas de Bécquer, o en las Tradiciones peruanas de Ricardo Palma, por poner dos ejemplos distantes geográficamente. Si miramos más cerca, también la narrativa de los románticos vascos o navarros –como Goizueta, Trueba, Iturralde y otros– contiene no pocas trazas folclóricas, adaptadas al cristal de cada autor y más o menos cargadas de oropel decimonónico. El lector curioso puede acudir a los libros de Jon Juaristi (1986, 1987) dedicados a dilucidar la imbricación de literatura (oral o escrita) e ideología en esas obras. Ya dije que no siempre somos capaces de determinar la procedencia, culta o popular, del núcleo de la historia, así como el alcance de la (re)elaboración; pero es que, ciñéndonos a la pura labor etnográfica, incluso el simple colector letrado que recoge cuentos o leyendas, tenga o no pujos de escritor, puede ir más allá de regularizar o pulir un poco su expresión, llegando a apropiarse del relato y hasta a desfigurarlo.

Estos inconvenientes se evitan en buena medida, claro es, cuando se dispone de grabación; mas, en ausencia de registro magnetofónico del texto –tal es el caso de Los ojancos-, habremos de tener en cuenta las consideraciones que vengo haciendo y establecer, hasta donde sea posible, el carácter más o menos popular del relato según nos ha llegado. Es más, convencido como estoy de que resulta tan difícil como necesario el acercarse cuanto uno pueda al justiprecio de cada versión, ni siquiera cuando se dispone de grabación me parece ocioso analizar y valorar la naturaleza de lo grabado. Estimar por igual todos los materiales recogidos podrá parecer equitativo y contentar a algunos, pero así es difícil avanzar más allá del mero inventario, por primoroso que este sea. Respecto a nuestro cuento, la que ofrezco aquí es una trascripción muy semejante a la de 1985, encasillable en las denominadas de lectura fácil (Asiáin 2006: 40, 53), que conserva lo esencial (elementos y estructura del cuento; lenguaje formular, rasgos expresivos) al tiempo que incorpora retoques que buscan, sobre todo, suplir recursos no verbales y mantener el hilo narrativo. Ciertamente, nada es comparable a la autenticidad de la narración en vivo; pero no creo que mi abuelo pusiera reparos a la versión que doy escrita, puesto que ni altera la historia ni merma la fuerza del cuento, conservando sus expresiones fijas características. El hecho de no partir de un registro magnetofónico no le resta valor ni fiabilidad.

— 4 —

Las hechuras del cuento

Como muestra del Tipo 1137, el CTCFH copia (pp. 221–222) un cuento recogido en su día por Julio Camarena en la provincia de Ciudad Real, titulado El Ojanco, y propone enseguida una valiosa y pertinente caracterización del tipo, según la cual «coexisten tres formas del cuento en España», que detalla a continuación. Tanto el cuento de Ciudad Real como el de Mendavia pertenecen a la primera de esas formas: «Dos frailes, definidos con caracteres opuestos (blanco/negro, valiente/cobarde, grande/pequeño), caen en poder de un pastor gigante que tiene un solo ojo en la frente… Escapa [el héroe] bajo la piel de un carnero. Hay versiones de Guadalajara, Navarra [la nuestra] y los Abruzos [región italiana]». De las otras dos formas, nos interesa la segunda (la tercera «es solo un episodio más dentro del ciclo de Pedro Urdemalas»), en la cual aparece el motivo del anillo mágico delator que revela al gigante, ya cegado, dónde se encuentra el héroe o protagonista. Para escapar, este ha de cortarse el dedo que lleva el anillo y arrojarlo. Esta segunda es la forma predominante en las versiones vascas (incluida alguna del norte de Navarra, como veremos), aunque también se encuentra en Asturias y Cataluña. Tal bipartición básica –dos tipos o formas del cuento según aparezca en él, o no, el motivo del anillo– ya venía siendo señalada por los recopiladores. Julio Camarena (1992: 424–425) se había referido a ella en estos términos:

En cuanto a los cuentos considerados de héroe, hay uno del que las versiones vascas presentan llamativas y unánimes variantes: es el del ogro cegado. Su trama nos es bien familiar por la literatura clásica: es la misma de la fábula de Ulises y Polifemo (…) Por ser generalmente conocida, prescindiremos de hacer ningún resumen de ella y, al margen de lo que más adelante se dirá, fijaremos nuestra atención en uno de los motivos de dichas versiones, excepcionalmente raro, aunque conocido desde el siglo xii en el ámbito románico y actualmente conservado al menos en el italiano: el del anillo mágico puesto por el gigante en el dedo del héroe (…)

Y en nota al pie hacía el elenco de los editores de esas versiones (Azkue, Barandiarán, Estornés, Etxebarria, Satrústegui), nombrando expresamente acto seguido la nuestra como diferente a ellas y «…homologable en cierta forma a las gallegas, asturianas, castellanas y catalanas, aunque no cabe ver en estas un bloque único» (Camarena 1992: 424). Las palabras de Camarena resultaban bastante ciertas en aquel momento; hoy, en cambio, tras haberse recogido unas cuantas versiones más, estamos en condiciones de hacer alguna precisión que, sin dar un vuelco a nuestra perspectiva, proporciona una idea más compleja. Volveremos sobre ello en el siguiente apartado, donde nuestra atención se centrará en los cuentos recogidos en Navarra y en regiones vecinas, como Aragón y País Vasco. Ahora me propongo analizar, siquiera someramente, la estructura y medios expresivos de la versión oída a mi abuelo, y para ello empezaré por compararla con la ofrecida como ejemplo en el volumen V del Catálogo. Recordaré que este clasifica las versiones del Tipo 1137 en tres formas y que tanto nuestro cuento como el manchego pertenecen a la primera, cuyos rasgos esenciales comparten. Si, con el fin de aquilatar mejor nuestra valoración, nos preguntamos en qué aspectos difieren, no faltan divergencias entre uno y otro, que pueden resumirse en los siguientes puntos.

Primero: en el navarro, el Ojanco (Mayor) no vive solo sino en compañía de otros, en una casona donde vive también el abuelito. Del papel de este, que representa al propio narrador introducido en el cuento, ya me ocupé al publicarlo (García Armendáriz 1985: 99): actúa como válvula de escape que alivia la truculencia del relato, pues se trata de alguien cercano y querido por los niños. Al mismo tiempo, la figura del abuelo real se ve realzada al mostrar familiaridad con mundos y seres misteriosos. Verdad que puede llamar nuestra atención que el Ojanco Mayor, que sí es ayudado por los otros ojancos, no recurra a él para vengarse de quien lo ha cegado, pero no recuerdo que el auditorio infantil se fijara en ese detalle. Se diría que la humanidad del abuelito hace que, aun viviendo entre ogros, esté en espíritu más cerca de los frailes.

Segundo: el cuento manchego presenta el canibalismo del ojanco de forma abrupta y sin tapujos, mediante una pregunta cruda y directa –«¿A cuál de los dos me comeré primero?»– que se hace realidad inmediatamente, al matar y devorar a uno de ellos. No así el navarro, donde la antropofagia de los ojancos se deduce de ciertos indicios; bien palmarios, eso sí: los miembros humanos colgados del techo, la cena de carne humana y la amenaza, en fin, del Ojanco Mayor, oída al soslayo por los frailes, de comérselos al día siguiente. De ese modo, con notable eficacia narrativa, la angustia va creciendo en el ánimo del oyente.

Y tercero: la treta de cubrirse con la piel del carnero no aparece en el cuento ciudadrealeño, produciéndose a cambio el sinsentido de que el frailecito superviviente se entretiene en comerse un trozo del carnero que ha matado –¿solo por hambre?–, pero huye saltando sin más una tapia, y la piel del carnero le sirve únicamente para burlarse del ogro. No hace falta subrayar la importancia que, para la huida del héroe, tiene la estratagema aquí preterida. El final del relato manchego parece deformado, mientras el navarro se habría conservado mejor y sería más cercano a la Odisea (que, en el poema homérico, Ulises y los otros supervivientes escapen sujetos al vientre de las reses es diferencia curiosa, pero no decisiva).

Así pues, en conjunto puede afirmarse que el cuento de Mendavia se muestra más completo y trabado en la secuencia de los hechos, evidenciando un paralelo notable con el episodio odiseico, aun careciendo aquel del arbitrio del nombre falaz.

En cuanto a la expresión, lo primero es decir que el adjetivo oral referido a lenguaje o estilo (el del cuento) no equivale necesariamente a desmañado, improvisado o pobre. Cierto que en este asunto importan bastante las dotes del narrador o de sucesivos narradores, que pueden realzar o, al contrario, disminuir la fuerza expresiva del cuento, llegando incluso a desvirtuarlo, en el peor de los casos. No sucedía así, desde luego, con la historia contada por mi abuelo, que mantenía la estructura y la fuerza del relato, potenciadas por el talento del narrador. Había en él un don innato, según creo, aunque perfeccionado gracias a la pura práctica de escuchar y contar, en un medio tan propicio para la convivencia como fue la España rural de los dos primeros tercios del siglo xx. Su bagaje escolar apenas excedía las primeras letras, pero el abuelo nos encandilaba, igual que seducía a los adultos al contarles cualquier historia, sacada de un repertorio desde luego abundante. Estaba claro que las contaba con fruición, y en el auditorio atisbaba un disfrute que seguramente le recompensaba, reafirmando su buena disposición como narrador. En todo caso, junto al carisma personal del cuentista, imposible de prever, debemos considerar los propios recursos del relato; esto es, los procedimientos de expresión que, en principio, se mantienen y pasan de un narrador a otro, y a los que pueden añadirse además aportaciones individuales que tal vez perduren, incorporándose al caudal común.

Es bien conocido el papel desempeñado en la poesía homérica por expedientes tales como el epíteto fijo o epitheton ornans, herencia de la composición oral, en la que servía de muleta o tierra firme para la memoria del aedo. En nuestro cuento, las herramientas de la narración son bien visibles, y no se alejan del recurso mnemotécnico, pues la expresividad se asienta sobre todo en la repetición y las fórmulas (trimembres). Una parte sustancial de la dicción se hace fija, y su propia extraña fijeza –acompañada del tono de voz adecuado: otro recurso esencial– está cargada de connotaciones: misterio, horror, amenaza. Es el conminatorio «Suban, suban y suban» del Ojanco; o su contrapunto, el quejumbroso «Ya hemos cenado ahora» de los frailes. Es la inserción, en lugares determinados, de fórmulas invariables, expresiones como a anchagarras o como casas, frases enteras –«¡Ya no sus tenemos miedo!»– que anclan el lenguaje en lo coloquial, pero también corroboran imágenes: la visión del gigante palpando las reses o lanzando peñascos. Al mismo tiempo, en sentido contrario al tono familiar que acabo de mencionar, se aprecia en el cuento un formalismo estilístico que le confiere un sabor peculiar y exclusivo. Pues, además de los recursos expresivos señalados, encontramos en él rasgos de lengua tales como el valor diferenciado de los diminutivos –abuelito y rebañito frente a frailillo; los dos primeros, cargados de afectividad, connotados, mientras el segundo responde al uso normal del habla de Mendavia– o una marcada forma culta como ahora (la dicción vulgar sería aura), o bien la tercera persona del presente de subjuntivo («Cenen, cenen y cenen») en lugar del imperativo, en fórmulas que se pronuncian con tono grave y solemne, para subrayar el ambiente ominoso… Todo lo cual contribuye a codificar el lenguaje y a crear una particular atmósfera: quienes escuchan, sean niños o no, lo hacen inmersos en una dimensión especial, comparable a la onírica o a la imaginación del mito.

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Otros cuentos, navarros y foranos

Basta una ojeada a las páginas dedicadas al Tipo 1137 en el volumen V del CTCFH para hacerse una idea de su notable difusión en el ámbito hispánico. El presente apartado habrá de ser, por tanto, especialmente incompleto y provisional, pues solo voy a poder tomar en consideración una pequeña muestra de esas versiones. La integrarán unos pocos relatos cercanos geográficamente al de Mendavia: cotejados con él, ayudarán a definirlo, sea por contraste o por similitud. Empezaré retomando el hilo de lo dicho en el apartado anterior acerca de las dos formas principales con que el cuento aparece, según contenga o no el motivo del anillo mágico delator. Como vimos, Julio Camarena había ya aludido, en 1992, a esa bipartición, y había adscrito nuestro cuento a la forma más difundida en el repertorio peninsular (la que no incluye dicho motivo), frente a la otra, que al parecer dominaba por entero la cuentística vasca. En este punto pueden y deben hacerse algunas precisiones. Para ello, voy a ocuparme en primer lugar de los cuentos navarros.

Es sabido que el actual territorio de Navarra incluye dos áreas lingüísticas cuya extensión viene manteniéndose con poca diferencia en los últimos tiempos: en una ha pervivido el uso del vascuence, mientras en la otra se habla solo español. Claro está que existen zonas de transición, y enclaves peculiares en el uso de una y otra lengua, además de un porcentaje variable, según las hablas locales, de léxico y modismos que atestiguan un influjo mutuo. Mendavia, en la Ribera del Ebro, es, salvo esa influencia, monolingüe; no hay rastro de vascuence en Los Ojancos. Dicho esto, fijémonos ahora en los otros dos cuentos del ogro cegado que, hasta donde yo sé, han sido recogidos en Navarra. Uno, procedente del valle de Roncal, lo publicó Estornés Lasa (1980: 112–115; y 1974: 93), titulándolo El Tártaro, y fue estudiado por M.ª Teresa Navarro Salazar (1982). Otro, recogido en Gastiáin, valle de Lana, lleva el número 53 y el título de Ojarancón en las Narraciones folclóricas navarras de Asiáin (2006: 161–162). Ambos lugares (Gastiáin y Roncal) están situados más al norte que Mendavia: el valle pirenaico de Roncal, en el extremo noreste, vecino a Huesca; Gastiáin, en la Navarra media occidental, en tierras lindantes con Álava. Conviene señalar que la versión publicada por Estornés incluye el motivo del anillo y, en general, presenta gran afinidad con las versiones vascas. Por la forma como está redactada, no le iría mal el calificativo de literaria o, mejor, literaturizada, dado su considerable artificio, si bien los diálogos parecen más fidedignos e incluyen frases en vascuence, lengua casi extinta en el Roncal de hace un siglo. Esta presencia del vascuence, unida al motivo del anillo, hace que pueda considerarse una más de las versiones en esa lengua. Muy de otra manera, el Ojarancón de Gastiáin, que es trascripción fiel de lo dicho, en castellano, por el informante, no solo no presenta tal motivo, sino que consiste en una versión tan reducida que Asiáin (2006: 60) la califica de deturpada.

En cuanto a la Navarra del noroeste, frontera con lo que hoy es Francia y Guipúzcoa, se podría esperar, en principio, que diera nuevas versiones; no en vano son bastantes las recogidas en la parte gala, así como en los valles guipuzcoanos. Las francesas comenzaron a recopilarse ya en el siglo xix, y en la parte española el gran impulso se debió, en el primer tercio del xx, primero a Azkue y luego a Barandiarán y su equipo de colaboradores. Vinculado al segundo, si bien en fecha más tardía, encontramos a José María Satrústegui, también sacerdote y etnógrafo. Satrústegui procedía de Arruazu, en La Barranca o Burunda, muy cerca de Guipúzcoa. A propósito de los cuentos de su comarca, escribe: «Los relatos de la Burunda [sobre Tártalo = Polifemo] son fragmentarios y dependientes de la tradición de Cegama [ya en Guipúzcoa], dada la proximidad geográfica de los dos valles. Nos fijaremos, por tanto, en la versión guipuzcoana». (Satrústegui 1980: 152) Acto seguido, trascribe, traducido, el «texto facilitado en vasco por don Pío Berasategui, natural de Cegama y residente en Madrid (7.9.1975)» (ibidem). La narración, muy literaturizada, presenta a los cíclopes como asimilados a los gentiles o Jentilak y, a diferencia de otras muchas versiones vascas, no incluye el motivo del anillo. De las palabras de Satrústegui copiadas arriba se deduce que existían en La Barranca relatos parecidos, en vascuence, si bien «fragmentarios y dependientes de la tradición de Cegama»; pero no sabemos si incluían el motivo del anillo. No lo incluye una versión del pueblo guipuzcoano de Motrico (Estornés Lasa 1974: 90–93), recogida en 1920. Otra de Ceberio (Vizcaya) publicada por Etxebarria, lo presenta de modo postizo, al final de uno de los cuentos en serie cuyo protagonista se llama Perucho; el narrador lo ensarta como puede y la costura queda bien a la vista (Etxebarria Ayesta 1992 [1981]: 56).

En efecto, la unanimidad que Camarena (1992: 424–425) parece atribuir a los cuentos vascos del cíclope hay que descartarla si de ese motivo se trata; aunque quizá el gran etnógrafo manchego está aludiendo ahí a otra tipología –en verdad unánime– que a mí no se me alcanza. O bien, y esta podría ser la opción más plausible, simplemente quiere llamar nuestra atención sobre ese motivo «excepcionalmente raro» (Camarena 1992: 424), el del anillo mágico, que, sin ser unánime, pues no siempre aparece en los cuentos euscaldunes, es excepcionalmente abundante en ellos, mientras que resulta excepcionalmente raro fuera del ámbito vasco. Ya Barandiarán había observado (1960: 41) que «dicha leyenda [la de Tártalo–Polifemo] se halla, en general, asociada a diversos temas, siendo uno de los más repetidos el del anillo misterioso». Y M.ª Teresa Navarro Salazar (1982), probablemente sorprendida por que ambas compartieran el motivo del anillo, estudió una versión roncalesa comparándola con otra italiana. Recordemos, en fin, que, de acuerdo con la caracterización del tipo establecida por el CTCFH, la del anillo «es la forma preponderante en las versiones vascas», si bien –añade– «también ha sido localizada en Cataluña y Asturias» (p. 222). Diríamos que, según van conociéndose nuevas versiones, la rareza del motivo disminuye. Yo mismo sumaré ahora una más a la cuenta de versiones con el tema del anillo no transmitidas en vascuence, en este caso de procedencia aragonesa. La encuentro recogida –no al pie de la letra sino en resumen al parecer copiado de otra fuente– por González Sanz (2010: 17), con el título de Ome Granizo: tal es el nombre de un gigante que personifica a los montes más elevados, propio de la mitología pirenaica y equivalente a nuestro Ojanco, o al Tártalo vasco. Es leyenda proveniente de Graus (Huesca), asociada a la geografía de la comarca, pues Ome Granizo vive en la peña Grustán y el muchacho que escapa de él arroja el dedo con su anillo al río Ésera.

No me extrañaría que, a pesar de que el tiempo corre en contra, fueran localizándose más versiones de este tenor –es decir, con el motivo del anillo–; y aun es presumible que estén ya recogidas, en otras regiones. Sea como fuere, en lo que ahora nos interesa, seguirán en su limbo por mor de los límites razonables en que nos movemos.

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Dos libros recientes

De entre la abundante bibliografía sobre el cíclope, me limitaré a comentar dos libros publicados hace pocos años: en parte coincidentes (por el tema que tratan), difieren sin embargo grandemente en punto a perspectiva e intereses de sus respectivos autores. Comenzaré por el de Julien d’Huy, conocido antropólogo e incansable rastreador de la prehistoria de los mitos. Titulado Cosmogonies (2020), concede al relato de Polifemo –entiéndase: a su esquema esencial, correspondiente al tipo 1137 de nuestros Catálogos– un papel destacado en su particular aplicación de enunciados y métodos propios de la biología (en concreto, de la filogénesis) al estudio de la mitología comparada y la literatura oral. A lo largo de bastantes páginas (52 y siguientes), el autor enumera varios precedentes intelectuales que conectan esos dos campos de estudio, e invoca una supuesta analogía entre narraciones y seres vivos. La similitud parece admisible, y hasta seductora, pero dudo que sirva de eficaz andamiaje teórico para lo que sigue; como dudo que lo que sigue –con árboles de Polifemo en la página 71 que, más adelante (p. 78), se transforman en redes– nos ilumine sobre cómo se difundieron y multiplicaron los relatos. Retengamos, en fin, la idea central defendida por D’Huy, a partir de investigaciones ajenas y propias, la del origen paleolítico del mito del cíclope: en tiempos de glaciación, cuando todavía era posible pasar de Eurasia a Norteamérica, gentes emigradas de uno a otro continente habrían llevado allí una versión temprana del relato (p. 49).

El autor trata luego de la variabilidad de las versiones, asunto en el que el sólido trabajo de Hackman (1904), dedicado a las europeas, sigue siendo de rigor. Puesto que las versiones se agrupan en distintas variantes de distribución específica, se defiende una evolución diversificada del mito, a través de los llamados ecotipos. Así, en el oeste de Europa sería frecuente el que recoge el episodio o motivo del anillo delator, tantas veces citado aquí. Tal diferenciación progresiva del relato justificaría la elaboración de árboles filogenéticos, y D’Huy nos muestra los de Polifemo (2020: 70–74), obtenidos a partir de repetidas pesquisas sobre varios corpus cada vez más extensos. Tengo la impresión, sin embargo, de que en ellos siguen faltando (casi) todas las versiones hispanas, y sospecho que el marbete Pays Basque se refiere únicamente a las vascofrancesas tenidas en cuenta por Hackman. D’Huy coincide con él al situar el origen de las versiones de Eurasia recientes (del Neolítico en adelante, por ser el pastoreo elemento central de la historia), que son las de nuestro cíclope, «en las orillas del Mediterráneo» (2020: 73), desde donde se habrían difundido por Europa mediante, al menos, dos olas o movimientos migratorios distintos. Del primero, coincidente con el comienzo de la ganadería, habría indicios en relatos del Cáucaso, y en el oeste y norte europeos (Pirineo occidental, Gran Bretaña, Laponia). Una segunda ola de migraciones y relatos se constata en otros lugares, pudiendo fecharse en torno al siglo VIII a. C., y a ella correspondería el episodio homérico, convertido luego en rama propia, con versiones que provienen de él.

Por lo demás, D’Huy no deja de reconocer (2020: 79) las limitaciones de la representación filogenética, derivadas del carácter mismo de la transmisión oral y sus circunstancias, de manera que, con las versiones y los datos disponibles en cada caso, solo cabe obtener una imagen simplificada e incompleta de lo que hubo de ser la difusión real. Con todo, para el mito de Polifemo cree posible corroborar la tesis defendida por los rusos Korotayev y Khaltourina en 2011 (aplicable también a otros mitemas), en el sentido de hacer remontar la historia del cíclope hasta el Paleolítico, explicando su difusión mediante las migraciones de población desde Eurasia a Norteamérica (2020: 80). Pero se impone la cautela: esta explicación de coincidencias entre relatos conservados a ambos lados del estrecho de Bering queda sujeta a verificación mediante la ampliación continuada del corpus de estudio y el cotejo con otros grupos de elementos míticos (2020: 81). Dentro de este esquema, parece razonable pensar que el advenimiento de la ganadería y la agricultura en el Neolítico resulta determinante a la hora de diferenciar los relatos europeos (frente a los conservados en el Nuevo Mundo), que dan al animal domesticado (antes salvaje) un papel primordial en la trama y el significado de la historia (2020: 89 y 92). Llegamos así a las páginas finales del capítulo dedicado a Polifemo (2020: 94–98), donde se resume lo dicho acerca de la diversificación y dispersión del mito, confirmándose nuevamente, en lo sustancial, la tesis (más que centenaria) de Hackman para los relatos europeos. D’Huy incluye (2020: 95) una reconstrucción esencial del relato neolítico europeo. La doy traducida a continuación, pues puede servir de contraste y como referente a la hora de estudiar los relatos de nuestro ámbito geográfico. He recogido entre corchetes las variaciones con menor grado de recurrencia o probabilidad, según se deduce de anteriores estudios del investigador francés.

El enemigo es una figura completamente solitaria, un gigante con un solo ojo en la frente, al que el héroe se enfrenta solo. Un ser humano [ve a lo lejos una luz, sin saber a quién va a encontrarse]. Entra en la casa del monstruo. El monstruo es dueño de un rebaño de animales domésticos (ovejas, carneros). [Deja encerrado al hombre, junto con los animales, sirviéndose de una ancha puerta que este no es capaz de mover.] Luego sucumbe al sueño y se produce la venganza del hombre, que utiliza el fuego. El monstruo espera cerca de la entrada que el hombre salga, para matarlo. [Para escaparse, el héroe se sujeta agarrándose a un animal vivo.]

Este relato–matriz sería posterior a la domesticación del carnero, la cual se cree que tuvo lugar en Mesopotamia hace unos nueve o diez mil años. La nueva versión, surgida en la región mediterránea lato sensu, habría sustituido casi del todo a la precedente, protagonizada por cazadores–recolectores (de ella solo quedarían trazas en cierto relato suizo). A decir verdad, la sustitución generalizada del primitivo relato no deja de causar extrañeza: incluso contando con la usual adaptación de cualquier historia a nuevos contextos, uno se pregunta por qué no han subsistido más indicios del tipo anterior. Supuestamente, la causa habría sido la fuerza transformadora de la revolución neolítica, si bien Polifemo es todavía pastor, no agricultor, y representaría el estadio atrasado, enfrentado a una humanidad más civilizada, la que encarna el astuto Odiseo. D’Huy remite, en apoyo de tal explicación, a los estudios del antropólogo y helenista Claude Calame, los cuales –es de suponer– subsumen la monografía de Gabriel Germain, que tuvo bastante eco en su momento (1954), pero que es del todo preterida en el libro que estoy comentando. Otro silencio que nos choca es el referido a la antropofagia; salvo error u omisión por mi parte, nada se dice, a lo largo del capítulo dedicado al cíclope, de su presencia o no en los relatos, de su función y sentido. Por eso mismo es más llamativo que D’Huy ponga como pórtico de dicho capítulo, dotándola así de particular relevancia, una versión del Cáucaso que sí incluye el canibalismo del ogro, igual que lo incluyen el episodio homérico y otras muchas versiones.

Publicado también en 2020, Cyclops. The Myth and its Cultural History, de Mercedes Aguirre y Richard Buxton, recorre la historia y las diversas formas del mito del cíclope, desde los orígenes hasta la época actual, en artes y letras. El libro comprende dos secciones bien diferenciadas, tratando la primera y más extensa del estudio del mito en la Antigüedad, mientras la segunda recoge la recepción posterior (su historia cultural, según reza el título). Dedicado a la prehistoria de los relatos relacionados con el cíclope, el capítulo 2 de la Primera Parte (titulado Seven Ways to Approach a Cyclops) incluye un apartado, que ocupa las páginas 8–14, sobre los cuentos populares o Folktales. En esas páginas se aborda la cuestión de los orígenes y la filiación de los relatos pasando revista a las principales publicaciones sobre el tema, comenzando por la que se considera la primera de ellas, la del diplomático prusiano H. F. von Diez, quien en 1815 señaló el evidente paralelismo entre la historia de Basat, héroe mítico de cierta tribu turca, y el episodio de Polifemo. Los autores destacan luego la aportación capital de Hackman, que juzgan aún no superada: «Since Hackman, others have added more tales to his dossier, though no subsequent treatment has replaced his account, published as long ago as 1904» (2020: 9). Y añaden que, mediado el siglo xx, existía cierto consenso en torno a tres puntos básicos: 1) Homero (sea este quien o quienes se quiera) habría ideado la historia de Polifemo sobre un trasfondo de cuentos extendidos por varios continentes; 2) esos cuentos presentaban una serie de elementos comunes que ayudan a establecer probables prototipos y variantes; 3) la versión homérica sería fruto de una reelaboración (ideológica, literaria) a cuya luz se explican sus peculiaridades y su mayor complejidad (2020: 11).

En cambio, surgieron discrepancias respecto a cómo valorar las características de los relatos, acerca de cuáles eran significativas (necesarias para la tipificación) y cuáles irrelevantes. Por ejemplo, en el caso de considerar imprescindibles tanto la antropofagia como el cegamiento del ogro, muchas versiones tenidas en cuenta por Hackman quedaban excluidas. En sentido contrario, si la esencia del relato se reduce a la confrontación entre un ogro y un oponente más débil, el número de tipos y versiones se multiplica. Todo lo cual vendría a evidenciar una cierta dosis de arbitrariedad que Aguirre y Buxton perciben asimismo en el análisis de W. Burkert (1979). Este enfatiza el papel del gigante como señor de los animales y retrotrae al Paleolítico el contexto en que habría nacido la historia: de ahí que determinados detalles de la misma –como la estaca de madera de que se sirve el héroe y el hecho de que el fugitivo o los fugitivos se cubra(n) con pieles de animales– adquieran un sentido preciso (2020: 13). Obiter dicta: en las tesis de D’Huy reseñadas antes me ha parecido hallar coincidencias significativas con las de Burkert, no siempre reconocidas. Como conclusión, Aguirre y Buxton se ciñen a constatar los elementos comunes, innegables, existentes entre el Polifemo homérico «and many European, Middle Eastern, North African, and other tales». Nótese que no nombran los relatos americanos –quizá porque los autores restringen su interés a la versión neolítica del mito–, aunque ese vago y prudente other puede darles cabida. A su juicio, incluso si (todas) esas narraciones se documentan con posterioridad a la Odisea, resulta indiscutible que «the concerns explored in that episode [el de Polifemo] are echoed by the imaginations of numerous other historically, geographically, and culturally diverse peoples» (2020: 14). Comedida conclusión, que no admite réplica.

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Abierto final

Haré, para terminar, una breve recapitulación, a la que seguirán algunas reflexiones, referidas sobre todo al amplio y rico panorama abierto ante nosotros. Al planear este ensayo, era mi propósito poner al día el tema del cíclope, al tiempo que fijaba de nuevo la atención en la versión de Polifemo que yo mismo escuché y publiqué. Tras reproducir el relato de Los Ojancos y explicar cómo se nos ha transmitido, lo analizo y valoro en tres pasos o aspectos: primero, por qué considero mi versión copia fiel de lo narrado; segundo, cuál es su estructura, cuáles los procedimientos de expresión y en qué coincide o se distingue de parecidas narraciones, incluido el episodio odiseico; y tercero, cómo se nos aparece en su contexto geográfico (el de Navarra y las regiones próximas). En pos de la actualización bibliográfica, he añadido la reseña de dos libros recientes: ajenos casi por completo a los hechos hispánicos, sirven de contrapunto y complemento a todo lo anterior.

El lector perspicaz, y paciente, habrá advertido a lo largo de estas páginas dos focos de interés. A saber: la relación o no de los cuentos navarros con los ricos materiales del folclore vasco y la presencia continua, como telón de fondo o en primer plano, del canto IX de la Odisea. Acordes ambos con mis querencias, se confunden en el único afán de escudriñar ese episodio memorable cotejándolo con la tradición oral paralela. Por lo regular, me he limitado a hacer o hacerme preguntas, a seguir o señalar hijuelas que valdría la pena explorar, a proponer a veces una posible explicación. Si acaso, estas páginas tienen la singularidad de haber sido escritas por quien, siendo niño, escuchó el cuento de los ojancos en su propia casa. Quiere decirse que, en mi aprendizaje, el Ojanco Mayor precedió a Polifemo; lo oral y popular, a lo culto y escrito. Luego supe que la persona de mi abuelo encarnaba, de la forma más natural, una tradición milenaria; y que esa tradición también había impreso su huella en una obra fundacional de nuestra literatura. Fui muy afortunado.

Los Ojancos sigue siendo para mí un cuento de pastores. Al cuentista que era mi abuelo le bastaban sus dotes de narrador, su despejado ingenio, para que una historia de hechura tan simple nos encandilara. Y eso que su cuento no tenía el motivo del anillo delator, el de las versiones vascas; ni el truco, tan inocente, del nombre que se niega a sí mismo. Por lo demás, es notable, y lo he subrayado, el gran paralelismo estructural existente entre el cuento de Los Ojancos y el episodio odiseico, mayor –en lo que conozco– que el que se da con otras versiones, y no creo que en tal apreciación haya influido mi devoción por el poema homérico. En cuanto a este, su complejidad es tal que sigue valiendo la pena examinarlo a fondo para afinar su valoración, incluso después de tantos siglos de sesuda exégesis, con la consiguiente montaña de publicaciones (resulta imprescindible separar el grano de la paja, en especial en la bibliografía más reciente). Así, la iconografía de la historia del cíclope en la cerámica del período arcaico griego (siglo VII a. C.) –tres vasos griegos y uno etrusco han merecido particular atención– muestra indicios de una tradición que incluye variaciones ajenas al relato homérico (cf. Aguirre & Buxton 2020: 20): habrá que profundizar en esa vía de estudio teniendo en cuenta hallazgos arqueológicos, o museológicos, que puedan aportar nuevos datos. O bien –esta sería otra propuesta–, dentro de la interpretación usual que contrapone el salvajismo arcaico de los cíclopes a la civilidad adelantada de Ulises y los suyos (naturaleza frente a cultura), no me consta que se haya aducido como eco o prueba indirecta de tal visión el Certamen o Agón de Homero y Hesíodo. Atribuido al rétor sofista Alcidamante, aunque con ampliaciones sucesivas en siglos posteriores, narra el público concurso entre Homero y Hesíodo: cómo, en contra del clamor popular a favor del primero, se da la palma al poeta geórgico, por preferirse los beneficios de la agricultura al coraje del héroe. Quienes se han ocupado del opúsculo no dejan de sorprenderse con el desenlace: «al final el árbitro del certamen, curiosamente, concede el premio a Hesíodo por lo instructivo y pacifista de su mensaje», dice Fernández Delgado (2014: XV). No resulta difícil, sin embargo, intuir ahí una visión o sensibilidad similar a la que seguramente contribuyó a la elaboración del episodio de Polifemo en la Odisea, donde el núcleo de la historia (el mito o cuento del cíclope) se amplía con aditamentos ideológicos bien visibles. Recordemos que Polifemo, como pastor que es, transita ya entre Paleolítico y Neolítico (la domesticación de los animales parece datar del primer Neolítico), aunque sin alcanzar el estadio avanzado de la agricultura, que sí conoce Ulises.

Mi impresión acerca del estado actual de los estudios homéricos es ambivalente. En nuestros días no faltan aportaciones serias, como la de Lucarini (2019), que intenta reconstruir la génesis de Ilíada y Odisea –tal y como nos han llegado, con sus hilvanes y zurcidos– desde la filología más solvente. Mas Homero suscita también divagaciones que poco de provecho aportan, cuando no incurren en frívolos abusos interpretativos, como puede verse en el libro de Perpinyà (2008). Pues una cosa es entender y disfrutar los textos como son, y otra bien distinta es que cualquier lector metido a hermeneuta pretenda vendernos su capricho. Hablo de filología y, subsidiariamente, de crítica literaria, no de creación. Al escritor, desde que es soberano, le está permitido hacer un sayo de su capa, y no ha de rendir cuentas al autor primero por inspirarse en él para su propia obra: libérrimamente escribe Joyce. Ahora bien, si lo que se quiere es leer la Odisea procurando entenderla como es, necesitamos conocimientos previos no escasos –una buena traducción (no hablemos de edición) procurará suplirlos mediante introducción y notas– para adaptar nuestra lente a tiempos y lugares remotos, con sus lenguas, costumbres y creencias; y siempre quedarán incógnitas, aspectos oscuros que reclamarán nuestro esfuerzo indagatorio (al filólogo se le suponen las ganas de saber más de ese otro mundo).

De entre los estudios sobre esa realidad que tan esquiva se muestra a veces, he fijado mi atención en dos libros –ambos de 2020– que ilustran el tema del cíclope. Uno de ellos, la monografía titulada Cyclops, se debe a dos helenistas que se han repartido, a lo que parece, el campo de estudio: mientras Mercedes Aguirre se ocupa de la pervivencia o historia cultural, Richard Buxton ha elaborado una síntesis de lo relativo a la Antigüedad. De la autora esperaríamos otra cosa, pero en el libro apenas hay bibliografía en lenguas distintas del inglés: algo que, por habitual, ya no sorprende, aunque sea injustificable. El lector español echa en falta, en el capítulo sobre Folktales, la mención de Caro Baroja o de Barandiarán; tampoco se cita ahí a Ballester (2017, 2018, 2020a, 2020b, 2021) ni, por supuesto, a otros autores que solo ocasionalmente se han ocupado del asunto. En cuanto al libro de Julien d’Huy, escrito desde la francophonie, merece igual reproche; con el agravante de que la mención de Ballester, sustancialmente de acuerdo con sus tesis sobre la prehistoria de los mitos, le habría supuesto un buen apoyo. D’Huy solo parece acercarse a los datos hispánicos cuando tiene en cuenta las versiones vascofrancesas estudiadas por Hackman. Ni siquiera nombra los catálogos aparecidos en las últimas décadas, y apenas si alude a Barandiarán, en parte traducido al francés. Decepciona asimismo la escasa atención prestada a la filología clásica, con ausencias clamorosas como la ya señalada de Germain; también la de West, de quien solo se cita, una sola vez, su Indo–european Poetry and Myth (2007), pero no The Making of the Odyssey (2014). Por lo demás, respecto a la hipótesis paleolítica de D’Huy, vale la pena recoger aquí el juicio sobre ella de Aguirre & Buxton. En referencia a su Polyphemus: A Palaeolithic Tale? (2015), la describen como «a recent attempt to use phylogenetic software in order to generate branching diagrams or ‘trees’ depicting the lineage of the Polyphemus tale and its antecedents» y la califican de likely, sin más, inhibiéndose de valorarla: «we freely admit that we are not competent to evaluate the particular software employed in d’Huy’s investigation» (Aguirre & Buxton 2020: 14). Prudentes palabras que uno está tentado de suscribir. Debo decir que, según me adentraba en el centenar de páginas dedicadas a Polifemo en el libro de D’Huy, la exposición se me hacía más ajena y abstrusa; el autor parecía enfrascado en una suerte de empresa autosuficiente, como arrastrado por su propia, caudalosa, argumentación. Ni sus asertos eran siempre claros o evidentes ni las cataratas de datos dejaban de suscitar dudas, pues encubrían lagunas considerables o escasa ponderación a la hora de valorar hechos diversos. Fueran o no válidas las hipótesis propuestas, el método parecía a trechos arbitrario y falto de rigor.

Por mi parte, tiendo a tomar en consideración la calidad de las narraciones –su contenido, sus recursos–, poniéndola por encima de l’approche statistique (el puro dato cuantificable). Sin que ello signifique encerrarse en un espacio reducido, pues, por muy cualitativo y hacia dentro que se haga, el análisis suele plantearse como comparación entre relatos, y habrá de dar cabida a cuanto sea pertinente, también en el contexto. Así, si pretendemos aclarar el significado originario del tema del cíclope, junto con su permanencia en el folclore y los cambios sufridos, debemos situarnos –y situar el episodio homérico– dentro de un vasto marco de referencias, geográficas y culturales en el sentido más amplio. Del Mediterráneo, con su orilla africana (Germain), al Oriente mesopotámico y más allá (Burkert, West). O bien el horizonte más próximo, aunque puesto en relación con ese otro más lejano, como en el libro de Pedrosa et alii (2008), donde el insospechado paralelo vasco de Gilgamesh, Prometeo o Ulises es nada menos que san Martín. Especial atractivo presenta el estudio en profundidad de los riquísimos materiales de la tradición etnográfica vasca, cuya conservación tanto debe a hombres preclaros como Azkue, Barandiarán y sus epígonos; las variadas reflexiones de Caro Baroja están pidiendo continuidad, y reconsideración a la luz de nuevas ideas y perspectivas. Por aludir al caso que nos ocupa: si bien el folclore vasco parece equiparar a Polifemo con Tartalo (De Barandiarán 2014: 78–79), no es raro que se confunda con los Gentilak (los paganos o gentiles: ibid. 73) o con el Baxajaun (el señor del bosque, ibid. 76–77). El cíclope vive unas veces solo, aislado; otras, en compañía de uno o más semejantes; conoce o no el pastoreo, etc. Y mientras el motivo del anillo delator suele estar presente, no lo está el del nombre engañoso («Nadie», en la Odisea); no obstante, existen relatos vascos con un recurso parecido (el de «Yo mismo»). Hay, en fin, multitud de variaciones y procedimientos –en Vasconia et alibi– que requieren ser explicados o reconsiderados. Ese es el camino que yo veo, tras haberme limitado aquí a un esbozo de lo que puede hacerse. La conexión de la rica literatura oral de los vascos y otros pueblos del norte peninsular con mitos y ritos, con cuentos y leyendas, con el saber gnómico; su contacto e implicación con formas de civilidad como la romana, y luego la cristiana, que ponen las bases de nuestro ser histórico…, todo eso aguarda que se le preste una atención renovada.




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De nuevo sobre una versión navarra de Polifemo

GARCIA ARMENDARIZ, José-Ignacio

Publicado en el año 2024 en la Revista de Folklore número 505.

Revista de Folklore

Fundación Joaquín Díaz