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Revista de Folklore número

492



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El cumpleaños de don Goyo. Notas etnográficas de una subida al volcán Popocatépetl

LORENTE FERNANDEZ, David

Publicado en el año 2023 en la Revista de Folklore número 492 - sumario >



A Julio Glockner

Tuve oportunidad, en 2007, de visitar, varias veces, la casa de don Antonio Analco, el conocido tiempero de Santiago Xalitzintla, la población más cercana al cráter del volcán Popocatépetl, situada a tan sólo 12 km. En sus calles se percibe, cada cierto tiempo, un tenue estremecimiento subterráneo, y en el horizonte, móviles, las blanquecinas fumarolas[1]. En aquella época, don Antonio continuaba siendo el especialista ritual de Xalitzintla encargado de determinar el tipo de ofrendas que se le destinarían al volcán Popocatépetl (designado popularmente Don Goyo) y el responsable de depositarlas, en nombre de la comunidad, en los enclaves rituales apropiados de la montaña.

Era el mes de febrero y mi visita respondía a los preparativos de la subida que el tiempero tenía prevista para marzo, específicamente para el día 12, San Gregorio, cuando se celebraba el «cumpleaños» del volcán. La cercanía de la fecha se prestaba a la conversación en torno a las ofrendas y el tratamiento ceremonial que el volcán recibía ese día. Con espontaneidad, don Antonio trató el asunto desde distintas perspectivas, sin preguntarle explícitamente[2]. Comenzó con una anécdota que ponía de manifiesto la vigencia que el culto del volcán revestía en la región. El pasado marzo había aparecido un hombre en su vivienda llevando con consigo a su hija de alrededor de 15 años. Su propósito, dijo, era que don Antonio la entregara como «ofrenda» al volcán, dirigiéndola hasta la cima y arrojándola en el interior del cráter. El hombre, de edad avanzada, enfatizaba que la muchacha era virgen y que de ese modo el volcán «dejaría de echar fumarolas». Anunció que «se la regalaba». Don Antonio, públicamente –el ofrecimiento había tenido lugar frente a otros vecinos– aprovechó la presencia de gente del pueblo para regañar al hombre delante de todos. Le espetó que él «trabajaba con Dios» –no con el Diablo, quería dar a entender– y que no eran los seres humanos sino los volcanes Popocatépetl e Iztaccíhuatl quienes le indicaban sus deseos y requerimientos. La insinuación de sacrificio humano había colocado circunstancialmente a don Antonio ante la encrucijada de la definición pública de su estatus de intercesor, y el tiempero había aprovechado la situación para establecer claramente su papel ritual y la orientación moral benéfica de sus prácticas, vinculando el culto a Don Goyo con el Dios católico y distanciándolas de cualquier insinuación de intereses particulares asimilables a la brujería. Aunque quiso imprimirle un tono humorístico a su relato, bromeando con el episodio del sacrificio, el comentario ponía de manifiesto la concepción de que el cráter del Popocatépetl constituía un lugar de «encanto» donde un ser humano podía efectuar el tránsito al mundo-otro interior gobernado por Don Goyo.

En su cumpleaños, al volcán se le entregaba un tipo de ofrenda que incluían alimentos, ropa y objetos a veces lujosos. Era el volcán quien decidía el contenido de la ofrenda; el tiempero era el encargado de «soñarlo» y transmitírselo a la comunidad o al grupo de vecinos que lo acompañaban. Los objetos eran conducidos por una comitiva presidida por el tiempero a lugares precisos del Popocatépetl. Allí se depositaba la gran ofrenda colectiva, en la que se alternaban los alimentos con las prendas de ropa masculinas destinadas al volcán. Don Gregorio Popocatépetl era concebido a la manera de un hombre anciano al que en ocasiones se veía por las laderas, que vestía al estilo tradicional, con gabán, sombrero y huaraches (sandalias). El volcán humanizado gustaba asimismo de regalos pertenecientes al mundo de los seres humanos, a menudo pequeños objetos lujosos o confeccionados con materiales valiosos. Estos regalos, aclaró don Antonio, no pertenecían a la ofrenda comunitaria, sino que representaban ofrendas de carácter personal entregadas por los vecinos o asistentes que acudían a la ceremonia. Los regalos personales permanecían a menudo en secreto; nadie debía saber lo que le estaba regalando cada quien al volcán, como en un cumpleaños, precisó, en el que los invitados no deben preguntar por los regalos de los demás. Para evitar los hurtos, don Antonio «presentaba» primero estos regalos en privado a Don Goyo, haciendo el ofrecimiento y destinándoselos al volcán. Después, el 3 de mayo, día de la Santa Cruz, al ascender a la volcana Iztaccíhuatl, el volcán de carácter femenino compañero de Gregorio Popocatépetl[3], las depositaba en la cueva que se abre tras la cascada, donde nadie las podía ver ni subir después a buscar. Los regalos personales se entregaban a Don Goyo durante la gran ofrenda comunitaria que se ofrecía en las laderas del volcán, e incluían también, en un segundo momento, a su compañera de sexo femenino, integrando una secuencia ordenada de visitas sucesivas, que vinculaban a los volcanes tanto desde la temporalidad ritual del calendario como de ciertos objetos ofrecidos.

Don Antonio añadió que la volcana Iztaccíhuatl tenía su cumpleaños varios meses después, a fines de agosto. El 30, día de Santa Rosa de Lima, don Antonio le llevaba una ofrenda cuyo contenido difería del ofrecido al volcán. Aunque incluía alimentos, el atuendo variaba. Doña Rosita solicitaba objetos acordes con su género. El tiempero ofrecía ropa femenina como la que usaban, dijo, las novias al casarse. Acompañado por un grupo de personas, ascendía al paraje ritual de la volcana: una cavidad rocosa, profunda y vertical, que se insinuaba tras una cascada de amplio velo, formada por el agua del deshielo, a unos 4.300 metros de altitud, entre la aspersión de gotas y el vapor de la caída de agua. Únicamente el tiempero se encontraba acreditado para acceder a la cueva, identificada, sugirió, con las entrañas húmedas de la volcana, a la manera de la matriz femenina de la montaña (aunque ahora, precisó, entraban otras personas). Ya sorteada la cascada, rezaba invocando la presencia de Doña Rosita, solicitando humildemente que recibiera los «regalos» que le llevaba. Tenía lugar entonces (tras ofrecer la comida y enflorar tres cruces) la entrega de las prendas femeninas: ropa interior de mujer, un par de «zapatillas» –zapatos de tacón como los que calza una novia en la boda–, aretes, collares, a veces rebozos, y un vestido blanco, largo, de matrimonio. La ofrenda era sahumada con copal o incienso. Se trataba –podía inferirse de los comentarios del tiempero– de un ritual que identificaba la relación de intercesión ceremonial entre el especialista y la volcana con un acto de matrimonio, una alianza matrimonial entre el tiempero y Doña Rosita dirigida a propiciar la entrega de dones, fertilidad, agua y prosperidad a los vecinos de las comunidades aledañas, en particular, Xalitzintla.

Don Antonio cerró su digresión relativa al cumpleaños de la volcana, que había hecho a raíz de la entrega de regalos personales en el Popocatépetl. Sus comentarios llevaban a pensar que tanto en el caso de Don Goyo como en el de la volcana Iztaccíhuatl la relación con los volcanes era descrita en términos de un vínculo matrimonial. Esta imagen, explícita en el caso de la ofrenda entregada a Doña Rosita, y materializada en el atuendo que presentaba a la Iztaccíhuatl como una joven casadera, emergía también en el relato de Don Antonio acerca de la doncella virgen que un hombre le había entregado como «regalo» para el volcán Popocatépetl, en el entendido de que, arrojada al cráter y tomada por el cerro humeante, pasaría a transformarse en compañera femenina del volcán. En ambos casos, la intercesión era pensada como el establecimiento de un vínculo entre un ser humano de sexo opuesto al del volcán respectivo: el tiempero, en el caso de Doña Rosita Iztaccíhuatl; la doncella virgen, en el caso de Don Gregorio Popocatépetl. De manera significativa, la lógica ritual involucrada en cada caso difería: mientras el tiempero jugaba un papel de «cónyuge» ceremonial, la muchacha virgen era «entregada» de manera física al volcán (esto es, en un acto de sacrificio).

Don Antonio regresó a hablar del volcán y precisó que Xalitzintla se encontraba directamente bajo su cuidado. Don Goyo era un anciano benevolente que cuidaba y protegía a los vecinos de los temblores y erupciones volcánicas, que no dañarían, dijo, nunca a los pobladores, y los cuidaba dispensándoles el «agua preciosa» requerida para las cosechas y el crecimiento de las milpas a cambio de la atención y el respeto que aquéllos le procuraban mediante las ofrendas entregadas por intercesión del tiempero.

Agregó acerca de su «trabajo» que él se ocupaba de la «temporada de aguas», es decir, de la estación húmeda, marcada por el ciclo de las lluvias, que comprendía la mitad del año y abarcaba desde el cumpleaños del Popocatépetl[4] y la fiesta de la Santa Cruz (con el inicio de las lluvias un poco después) a la festividad de Doña Rosita (a finales de agosto, considerando que las lluvias concluían luego, antes de la temporada de muertos).[5] Su «trabajo» quedaba enmarcado por las festividades –los cumpleaños– de ambos volcanes: el tiempo de lluvias que propiciaba las cosechas. En este sentido, no dejaba de ser significativo la presencia, en el cuarto de la casa que don Antonio reservaba para su altar, de un canasto colmado de la cosecha anterior: un amontonamiento de mazorcas de maíz rojo, secas, y en proceso de quitarles las hojas y ser desgranadas, presidiendo, en el suelo, justo delante, la mesa del altar donde se distinguía un conjunto de ofrendas destinadas el volcán (velas, entre otras) y, en un rincón, el largo mástil de madera envuelto en cintas de colores destinado al baile de los listones, practicado como parte del culto a los volcanes. Don Antonio dijo que se le conocía como tiempero o temporalero, término que se asociaba con la noción de temporal, de ciclo y temporada de lluvias, que permitía la abundancia agrícola[6]. Ése era el «servicio» que daba a su comunidad[7].

Don Antonio dijo que también realizaba otras actividades vinculadas con la temporada de aguas: ahuyentaba las tempestades de granizo que amenazaban los sembradíos con una palma bendita de Domingo de Ramos; solicitaba la lluvia si ésta escaseaba o se retrasaba por la sequía; curaba de «aire» a los que lo contraían en el monte o la milpa, o en algún paraje peligroso (algo que realizaba en la cascada de la Iztaccíhuatl, lo que parecía vincular la dimensión terapéutica con el culto de los volcanes), sanaba de «susto» y de golpe de rayo o centella[8] y brindaba tratamiento a las mujeres que no podían tener hijos. La labor del tiempero parecía comprender así un ámbito asociado al mismo tiempo con la fertilidad vegetal y humana, con el hecho de propiciar la vida en distintos ámbitos (comunitaria, personal, reproductiva). No quiso especificar de qué más curaba (antes, dijo, tenía que venir la persona aquejada de una enfermedad), ni el dinero que les cobraba a aquellas personas que le solicitaban ceremonias individuales y ofrendas privadas en los volcanes (ni cuál era el propósito de este tipo de ceremonias).

Don Antonio dijo que tenía siete hijos, de los cuales dos estaban trabajando en la Ciudad de México. No sabía si uno de ellos iba a heredar el don. Él lo «había traído» de nacimiento (no le había caído el rayo, precisó; nació con él). Su padre, Pedro Analco, también había sido tiempero de Xalitzintla, pero él no llegó a conocerlo. Cuando don Antonio era joven había comenzado a soñar con el volcán, de improviso, y así llegó a la conclusión de que tenía el don. Don Goyo se le aparecía como un anciano y conversaba con él durante el sueño; un día le dijo que debía trabajar como tiempero y colocar una cruz de madera en el campo, por mandato de Dios. Le pregunté entonces por las cruces visibles en las laderas del volcán, y respondió, vaga pero significativamente, comparándolas con las cruces que nos ponen en la frente al bautizarnos, cuando «nos registran», precisó. Quizá insinuaba una semejanza entre la cruz y la noción de «registrarse»: como tiempero al servicio del volcán, por un lado, y como miembro de la Iglesia católica, por otro. La cruz marcaba la pertenencia del tiempero a esa región, y su servicio al volcán. Su trabajo implicaba «soñar»: recibir las indicaciones del volcán y transmitírselas a la comunidad. Actuaba como portavoz de Don Goyo en el ámbito del pueblo. Esta iniciativa comunicativa partía del Popocatépetl: era Don Goyo quién solicitaba atención, quien anunciaba «lo que necesitaba o quería tener». La ofrenda se adquiría gracias a la cooperación de los vecinos, fuera en dinero o en especie (velas, bebida, alimentos).

De acuerdo con Don Antonio, el servicio al volcán había tenido momentos de poca participación, pero aún así lograban juntar la ofrenda para «mantener contento» a Don Gregorio, y cada año se celebraba su cumpleaños. Pregunté, a propósito de su comentario, que qué opinaba el cura del pueblo de su trabajo, a lo que don Antonio contestó diciendo que no interfería, «no se metía»; «el cura hacía su trabajo y él el suyo, y no tenía por qué decir nada». Ellos iban a la iglesia como el resto de los vecinos y nunca se les había ocurrido que les pudiera decir nada (podría traerse a colación, quizá, el significativo énfasis de don Antonio al aclarar a sus vecinos que él «trabajaba con Dios»).

Aproveché para preguntarle a doña Inés si los tiemperos de Buenaventura Nealtican, una de las comunidades vecinas, seguían subiendo a ofrendar al volcán. Apuntó, algo cortante, que de allí ya no subían, que el tiempero de Nealtican había muerto hacía años y no se llevaba bien con don Antonio porque él subía «a hacer el mal»[9]. (Destacaba, ahora ya con claridad, la distinción, de corte católico, en la orientación e inclinaciones morales de las prácticas de los tiemperos, que éstos utilizaban, al parecer, para legitimarse y desacreditar a los adversarios: «trabajar con Dios» vs. «hacer el mal»).

Al hilo de este comentario alusivo a las rivalidades, doña Inés añadió que en Xalitzintla «había mucha envidia» hacia ellos debido a las habladurías de que don Antonio les cobraba a los «gringos» y extranjeros que acudían a investigar o filmar documentales relacionados con el volcán. Decía un rumor que la tienda de abarrotes que don Antonio y doña Inés habían instalado junto a su casa «se la habían venido a poner los gringos». Los hijos de don Antonio y doña Inés se habían molestado mucho al enterarse, porque era, decían, con el dinero que les habían mandado ambos desde la Ciudad de México con el que se había instalado la tienda.

Antes de llegar a la vivienda de don Antonio, había tenido oportunidad de escuchar en la calle un comentario significativo en el contexto de suspicacias y tensiones que parecía vivir el pueblo. Los vecinos de Xalitzintla estaban organizando una mayordomía con el fin de brindar servicio directamente a Don Goyo, sin requerir la intercesión exclusiva de don Antonio; parte de la comunidad parecía estar queriendo gestionar conjuntamente una función que, hasta el momento, había sido ejercida únicamente por un especialista ritual. Parte de la comunidad[10] quería hacerse cargo del culto al volcán arrogándose la función mediadora, en una nueva forma de organización que situaba en el centro a una colectividad desprovista de «don» o de iniciación, aglutinada socialmente con el propósito de suplantar en su actividad a un individuo que, consideraban, estaba inclinando la actuación hacia sus propios intereses. No pude tratar este delicado asunto con don Antonio, que remitía a una crisis de legitimidad. El tiempero concluyó que, pese algunas desavenencias, él ejercía con gran compromiso su servicio. En ese momento él tenía 56 años y alternaba este «trabajo» con todas las faenas del campo –doña Inés estaba en aquel momento desgranando mazorcas de maíz «pintas» (azules, rojas y amarillas) y echando los granos en tres cestos diferentes según su color.

Cuando terminamos de conversar, don Antonio se fue a su tienda a hablar con un vecino que estaba allí bebiendo, y aproveché para subir al tejado plano de la casa, una superficie de cemento donde había una suerte de troje para alojar las mazorcas, una serie de incensarios colocados boca abajo, uno de ellos color azul celeste con flores rojas (doña Inés dijo que lo había comprado en el mercado que instalan en el pueblo el Día de Muertos y que «había ido con ella a la Iztaccíhualt») y una bolsa de plástico llena de pequeñas bombas (esferas de lava de unos 10 cm) del volcán. Otras estaban diseminadas por el suelo. Las habían traído de allí en alguna ocasión. Me llamó la atención que el Popocatépetl era perfectamente visible desde la casa de don Antonio, de manera que no tenía que salir de ella para comprobar si había nubes en su cima o liberaba fumarolas.

En el patio había varios guajolotes grandes, uno de ellos de 8 kilos, instalados en tres corrales diferentes, uno de ellos con media docena de pequeñas hembras blancas. El guajolote mayor estaba destinado al volcán, como una de las ofrendas principales en su cumpleaños.

La señora Inés se quedó haciendo tortillas con el maíz azul que había ido minutos antes al molino a moler.

* * *

El día 12 de marzo, tras dormir en uno de los cuartos de la vivienda del tiempero, rodeado de implementos rituales, entre ellos la larga palma conjuratoria de Domingo de Ramos que don Antonio empleaba para ahuyentar las tempestades, salí, a las seis de la mañana, junto a una comitiva, a bordo de una camioneta, sentado en la caja abierta del vehículo. Una hora después se detuvo frente al cono del volcán, junto al control del ejército, en el límite para el transporte rodado. Detrás venían seis vehículos más, con acompañantes y miembros de otras comunidades. Descendimos y echamos a andar a través de un bosque de pinos por el que resultaba muy difícil caminar cargados con las bolsas de las ofrendas.

En el trayecto a bordo de la camioneta nos informaron de que no íbamos a ascender al paraje ritual conocido como «El Ombligo», donde con más frecuencia se deposita la ofrenda dirigida al volcán Popocatépetl en su cumpleaños, sino a un lugar denominado «La Mesa». Ésta se halla emplazada más cerca del cráter, a unos 4.600 metros de altitud. Recordé que los principales investigadores que habían estudiado el culto a los volcanes, y que habían acudido a los rituales en honor del Popocatépetl, no mencionaban información acerca de este paraje, que, de acuerdo con lo que yo conocía, no había sido documentado con anterioridad en la literatura etnográfica. «La Mesa» se utilizaba sólo en el cumpleaños de Don Goyo, el 12 de marzo, y no el 2 de mayo, cuando se subía al volcán con motivo de la fiesta de la Santa Cruz.[11] Un hombre de Atlixco que venía junto a mí en la camioneta, en compañía de algunos parientes del tiempero, dijo que el lugar lo anunciaba don Antonio en función de lo que había soñado que le indicaba Don Goyo. Era, así, el volcán quien elegía, en su cumpleaños, el sitio para depositar la ofrenda.

Después del bosque de pinos tuvimos que atravesar una barranca de arena, ancha y poblada de matorrales de zacate, que conducía a otra región de las faldas del volcán. El suelo estaba húmedo y resultaba algo más fácil caminar de lo que hubiera sido estando la arena completamente seca. Luego el terreno se abrió ante nosotros: asomó la cumbre del Popocatépetl y grandes extensiones de zacatonal alpino emergían entre manchas de arena oscura; se apreciaban excrementos de teporingos o conejos de los volcanes, que, a juzgar por su regularidad, abundaban en la zona. Detrás, mientras caminábamos, se veía un paisaje abierto poblado de pinos y con cerros menores que se elevaban a nuestra altura en la distancia. Continuamos subiendo por el terreno en planos superpuestos hasta llegar a una nueva región en la que el zacate disminuía y predominaban manchas de líquenes verdes, de un color casi amarillento, con un diámetro cercano al metro y espaciados por varios metros de distancia entre ellos. Se veía la larga fila ascendiendo en la distancia hacia el paraje ritual con las bolsas a la espalda, formando una hilera multicolor. Irrumpió, de pronto, un sonido sordo, semejante al descenso lejano de una catarata; anunciaron que se trababa de la fumarola que en aquel momento estaba exhalando el volcán. Como la cumbre estaba llena de nubes y niebla, no se podía ver, pero el sonido atronaba como una gran cascada en la distancia: parecía proceder de un enorme ser vivo. Surgió entonces, en la distancia próxima, una enorme piedra cuadrangular en medio de las extensiones de arena negra, a la que fuimos llegando, muy lentamente, tanto, que parecía que se iba alejando poco a poco a medida que nos acercábamos, efecto de ralentización al caminar, hundiéndose los pies, con el aire enrarecido, sobre la pendiente de arena. Detrás de la piedra surgía una extensión de arena y pequeñas piedras con varios restos del metal de una avioneta que se había estrellado en la cumbre hacía varias décadas, y que las corrientes de agua superficiales habían llevado hasta allí. El terreno continuaba hasta alcanzar un pequeño río petrificado de piedra pómez, que se resquebrajaba al pisarse, pese a tener las piedras unos 30 cm de largo. Subía luego una pendiente llena de basaltos rojos que daba acceso a la meseta en la que estaba el lugar en el que don Antonio ya había empezado los preparativos de colocación de la ofrenda, como indicaba la detonación de cohetes que percibíamos desde abajo. Una creciente mancha de niebla avanzaba hacia nosotros y pensé que nos cubriría por completo impidiéndonos encontrar el camino de subida a la planicie, pero allí delante se desdibujaba a gran velocidad. Cuando iniciamos el ascenso de este terraplén –se veía ya «La Mesa»– eran las doce y media del mediodía.

Comenzaron a caer del cielo copos blancos, lo que coincidió con la colocación de la ofrenda. Don Antonio se había encaramado en la roca rectangular, maciza e inclinada, de una sola pieza y de unos 5 metros de lado, que era «La Mesa» –cuya parte elevada parecía dirigirse hacia el cráter del volcán, visible en la distancia– y estaba empezando a disponer, por orden, los distintos elementos.

  1. Extendió un mantel de 1,5 metros de lado y fijó cuatro piedras en las esquinas.
  2. Un muchacho que ejercía de ayudante de don Antonio, y compadre suyo, que había accedido con él a la superficie de la roca –eran las únicas personas sobre «La Mesa»– le pasaba el contenido de las bolsas. El tiempero puso claveles rojos fuera del mantel, en los laterales, amontonados en ramos, y distribuyó rocas de lava en el contorno del mantel, de forma que la ofrenda quedara contenida en el interior. En el límite inferior de la ofrenda sobresalían matas de gramíneas, y don Antonio no tuvo que disponer piedras para completar la delimitación. (Al parecer, se trataba de dos delimitaciones o circunscripciones espaciales de la ofrenda: el mantel, como base, y el contorno que encerraba los elementos).
  3. Don Antonio comenzó a depositar la fruta: puso sobre el mantel dos melones cortados por la mitad en zigzag, y dos papayas de la misma forma. Al colocar estas frutas en dos parejas, a un lado y a otro de la ofrenda, pareció definirse un eje vertical de ordenamiento, que el tiempero siguió al disponer, a ambos lados, manzanas amarillas y rojas, un racimo de uvas y otro de plátanos. La «línea de ordenamiento» se dirigía hacía el cráter del volcán (a la derecha de la roca), y cortaba «La Mesa» de manera oblicua, de tal modo que, para quien observara desde abajo la ofrenda, ésta podría parecerle torcida o ladeada. La ofrenda, pues, no parecía ajustarse a la inclinación o configuración de «La Mesa» sino a la ubicación espacial de la montaña: la «cabeza» de la ofrenda se dirigía hacia esta dirección (esta «cabeza» se vería significativamente completada, más adelante, mediante la colocación del sombrero de varón destinado al Popocatépetl, en el extremo de la ofrenda más cercano al volcán).
  4. Siguiendo el eje vertical invisible, don Antonio colocó tres piezas de pan a un lado, y un montoncito de pan al otro.
  5. Fijó dos botellas de tequila, una a cada lado, en la parte inferior.
  6. Y dos latas de cerveza, una a cada lado del eje.
  7. En la zona inferior dispuso un sahumador negro, con carbones y copal.
  8. En la parte superior izquierda colocó una bolsa de plástico transparente llena de semillas de amaranto.
  9. En el límite inferior derecho, en contacto con las gramíneas, puso tres bolsas de plástico que contenían, separadamente: elotes verdes, vainas de tamarindo y frijoles negros. Encima dejó un haz de vainas con semillas de guaje, atadas con una cinta.
  10. Le alcanzaron al tiempero un cirio de cerca de un metro de largo, blanco, con el extremo superior e inferior rojos y una cruz roja en el lateral. Arrodillado, levantó con ambas manos y verticalmente el cirio, ofreciéndolo a Don Goyo. Después lo depositó, acostado, en el centro de la tela.
  11. Después, arrodillado, levantó un sombrero –blanco, de fibra, de varón– sobre la palma de las manos, ofreciéndoselo al volcán, antes de depositarlo en el extremo superior de la ofrenda, en la «cabeza» referida, fuera del mantel, directamente sobre la lava negra de «La Mesa» y en el punto más cercano al volcán visible en el horizonte.
  12. Le dieron una gran cazuela de barro que albergaba un guiso de guajolote en mole, del que asomaba la cuchara de madera para servirlo. Don Antonio se lo ofreció al volcán, esta vez de pie, y lo dejó en el centro de la ofrenda.
  13. Puso cuatro platos de cerámica, de interior azul, unos sobre otros. Sobre el primero apiló una torre de grandes tortillas de maíz.
  14. El tiempero cambio la dinámica y extendió, con la mano, una jícara roja[12] a un grupo de los presentes, para que pusieran en ella los regalos personales destinados al volcán. Hubo un murmullo de sorpresa, quizá por ser algo inesperado o una fase del ritual poco conocida. En la jícara introdujeron un estuche alargado con dos plumas o bolígrafos, un envoltorio azul de regalo que albergaba una cajita de joyería con una pulsera de plata, y un pequeño dosificador –un gotero– cuyo contenido parecía ser sangre[13].
  15. El tiempero presentó y ofreció los obsequios (invisibles para los presentes, sólo las envolturas asomaban de la jícara) a Don Gregorio, levantando la jícara y pronunciando unas palabras inaudibles; sólo sus labios se movían. Su actitud –un movimiento muy pausado– era de gran seriedad y entrega, solemne, y parecía suscitar una mezcla de respeto y admiración en los presentes.
  16. Terminada la ofrenda, don Antonio comenzó a tocar una campanilla de metal, moviéndola con la mano arriba y abajo, mientras caminaba, junto a su asistente, y en sentido anti-horario, alrededor de la ofrenda.

La nieve caía abundantemente y, ante «La Mesa», entonaba cantos un grupo de cuatro concheros, dos hombres y dos mujeres, bailando al son de un teponaztle que percutía uno de ellos. La danza y la actividad de don Antonio en «La Mesa» transcurrían paralelas, sin interferir en ningún momento, como dos procesos completamente autónomos. Los asistentes miraban en silencio mientras don Antonio acomodaba algunos objetos.

Al terminar, don Antonio descendió de la roca, y se dejaron transcurrir los minutos necesarios para que, se dijo, el espíritu de Don Gregorio-Popocatépetl retirase el aroma de la comida; inesperadamente dejó de nevar y surgió una luz de sol indirecta entre las nubes. La nieve se fundió rápidamente y era difícil creer que hubiéramos estado mojados momentos antes. La coincidencia fue señalada con un rumor de asombro por los presentes.

La mujer del tiempero, doña Inés, recogía copos de nieve en una jícara roja[14] idéntica a la que había contenido los regalos para el volcán. Los recogía y comía; al tomarle una fotografía, exclamó: «¡come!» Comí unos cuantos copos, duros como granizo, y una anciana –que era la madre de don Antonio o de doña Inés– dijo que «los daba don Goyito»… Doña Inés ofrecía la nieve de la jícara a algunas personas. Luego tiró la sobrante al suelo. La anciana repitió que lo daba Don Goyo; luego, cuando fui a buscar algo de comida donde doña Inés cocinaba tacos de papa con chile y tortillas grandes, la anciana dijo que del «arroz» no podíamos alimentarnos, que no nos nutría, que lo que alimentaba era el maíz… no lo dijo explícitamente pero aludía a las tortillas que doña Inés preparaba en el fuego. Luego reparé en que el «arroz» era la nieve que enviaba el Popo o Don Gregorio, y que la anciana –que reaccionaba a la ceremonia llorando con sentimiento y observando muy atenta, como seguramente era la manera adecuada de hacerlo en el pasado– veía la identificación entre ambos elementos de manera espontánea. Lo que dijo no me lo dijo a mí; lo enunció como hablando para sí misma. Resultaba claro que la anciana asociaba la nieve con «arroz» y que era «comida», pero de una clase que no servía ni nutría a los seres humanos. Establecía una comparación entre el maíz de las tortillas tostándose al fuego y la nieve-arroz: ambas constituían «comidas», pero la segunda no alimentaba o «llenaba» a los hombres.

Reparé entonces en la importancia de la nieve recogida por doña Inés: parecía representar para ella una confirmación de la aceptación y buena recepción de la ofrenda comunitaria por el volcán Popocatépetl –constatación de la fertilidad en forma de alimento y agua vivificante que aquél proporcionaría a los cultivos como contraparte del «servicio» y de los alimentos que los hombres le dispensaban–. Tal vez, una prefiguración de las donaciones de lluvia. (Y cabría preguntarse, siguiendo esta misma lógica: ¿Constituía la nieve una suerte de alimento para los campos así como el maíz representa el ingrediente principal de la nutrición humana?). El acto de comensalidad-comunión en torno a la nieve distribuida entre los presentes, como elemento favorable donado por el volcán, se sumaba al ciclo de alimentos y bebidas que eran distribuidas, por mujeres y hombres, entre los presentes[15].

Con la ofrenda dispuesta sobre «La Mesa», el tiempero abajo y dándole a ésta la espalda, como indicando su voluntad de no participar en el banquete que, se asumía, estaba teniendo lugar entonces sobre la roca, el resto de los asistentes se retiraron a comer dejando, fuera de su atención, el espacio ritual. Todos comieron tacos de papa con chile, tortillas grandes de maíz, algunos sandwiches de jamón con mayonesa y pan de molde, y un señor, que me había acompañado en el ascenso, pasó de grupo en grupo repartiendo tequila en vasitos de plástico, que le eran después entregados para que pudiera repartirlos nuevamente y bebiera más gente. Una «comida humana» estaba teniendo lugar «abajo» y a un lado de «La Mesa», mientras «arriba», sobre la roca, la ofrenda alimenticia estaba siendo recibida por Don Gregorio-Popocatépetl. Todos los presentes parecieron olvidar u omitir, siguiendo la actitud del tiempero, en aquellos momentos la presencia de los objetos que minutos antes habían observado con tanta atención.

Observé que doña Inés, que había reunido varias bombas volcánicas de unos 8 cm de diámetro en su camino de ascenso, las guardaba ahora en una bolsa, y vi también a distintas personas buscando bombas en los alrededores de «La Mesa»; y observé, merodeando, que en dos lugares alrededor de «La Mesa» –en una oquedad situada en el extremo opuesto al lugar donde estaban preparando la comida en un fuego de ramas que habían recogido a la subida, y en la parte frontal derecha de la roca– había restos de veladoras e incensarios rotos. En este último lugar destacaban restos de platos, tazas, veladoras, botellas y una cazuela con un asa rota. Eran dos depósitos de restos o residuos de las ofrendas anteriores, situados en el extremo opuesto al lugar de «La Mesa» donde se había instalado la ofrenda.

En la comida, don Antonio hablaba con la gente de temas administrativos y asuntos de la comunidad; por la manera de expresarse, se diría que buscaba algún tipo de apoyo. Cuando llegó el momento de volver a la ofrenda, poco antes de marcharnos, se hizo un gran silencio y todo el mundo rodeó «La Mesa» en un acto de recogimiento. Don Antonio subió de nuevo, fijó, en la parte superior de roca, y con una piedra para que no se lo llevara el aire, el sombrero de fibra blanca que había ofrecido antes al volcán; colocó las veladoras que yo le había traído, y que parecieron resultarle adecuadas para la ofrenda a juzgar por su expresión; retiró la jícara con los regalos, que devolvió a quienes los habían entregado para que los llevaran consigo de nuevo el 3 de mayo y él los «entregara» entonces en la volcana Iztaccíhuatl, ahora que ya los había «presentado» a Don Goyo. Todo el mundo estuvo en silencio y se santiguó. Los concheros volvieron a bailar y a tocar. Don Antonio dejó dispuesta en «La Mesa» la ofrenda con todo; sólo retiró una botella de tequila que entregó a alguien. La gente se fue alejando lentamente de la roca hasta marcharse, y allí quedaron apoyados, clavados en la arena negra, tres bastones, usados por algunos asistentes para subir, suerte de ofrenda personal, ofrecida cerca de «La Mesa», en el lugar donde había estado la gente comiendo resguardada del frío y de la nieve. Ésta, por cierto, había vuelto a caer por segunda vez, antes de que don Antonio regresara a la ofrenda. No hubo –lo hicieron notar algunos presentes, aludiendo a ocasiones anteriores– música de instrumentos de viento ni «Mañanitas» para Don Goyo.

Al alejarnos del lugar, permaneció el fuego, medio extinto, con el plástico y la basura de los envoltorios de la ofrenda. Descendimos por un camino bastante más empinado que el de la subida, por el que resultaba sencillo deslizarse debido a la humedad de la arena. Alcanzamos una pendiente muy inclinada, salpicada de árboles quemados por rayos –casi todos los que se veían alrededor, deshechos en extrañas formas, con la hierba intacta en su base– y bajamos hasta un bosque desde el que se dominaba una amplia, extensa vista, a nuestros pies, como en los paisajes africanos cubiertos de árboles espaciados. Ya en el bosque, tuvimos que atravesar dos barrancas para alcanzar el lugar inicial del que habíamos partido. Algunos acompañantes recogían la resina natural como copal que exudaban los pinos; una de las danzantes de los concheros guardaba en una bolsa pedazos de ocote que un hombre cortaba de los troncos de los pinos con su machete.

La camioneta en la que habíamos llegado estaba encharcada; tuvieron que quitar la lona goteante y poner otra. Regresamos tarde a casa de don Antonio en Xalitzintla: en torno a la larga mesa del salón y las bancas laterales, todos cenaban platos con carne de res en caldo y frijoles. En una bolsa estaba la jícara y los regalos ofrecidos al volcán. Agotado hasta la extenuación, me despedí y fui a dormir a Cholula. Regresé a la Ciudad de México al día siguiente, habiendo adquirido antes en el mercado cholulteca una jícara roja como la utilizada en la ofrenda, importante objeto en su doble dimensión de recipiente de ofrendas personales y de receptáculo para alojar la nieve que servía de confirmación –augurio de reciprocidad–[16] de la recepción y aceptación de la ofrenda por parte del volcán. Significativamente, en otros rituales dedicados a los volcanes don Antonio empleaba también la jícara a manera de recipiente para asperjar el agua en las cuatro dicrecciones y pedir las precipitaciones pluviales de un buen temporal simulando la lluvia.

Apuntes comparativos a partir del análisis del material registrado: alimentos, ofrenda y comensalidad

La etnografía de la ofrenda destinada a Don Gregorio Popocatépetl con motivo de su cumpleaños permite un análisis que se abre a las perspectivas comparativas con ciertas modalidades rituales emparentadas, presentes tanto en el contexto mesoamericano como en otras regiones americanas, como el área andina. Esbozaremos a continuación algunas reflexiones sobre estas dimensiones de la actividad ritual y de la ofrenda que se prestan a la comparación.

En primer lugar, hay que destacar que se trata de una ofrenda de petición de lluvia, llevada a cabo sobre un accidente topográfico de la geografía del volcán que remite en su misma designación y configuración a un altar natural; el término de «La Mesa» denota al mismo tiempo una suerte de superficie para depositar las ofrendas (como ocurre, por ejemplo, durante el Día de Muertos) y un espacio donde los comensales-invitados, los destinatarios de la ofrenda, pueden consumirla, generalmente con exclusividad. Los componentes de esta ofrenda integran tres categorías de elementos principales: alimenticios, como se ha dicho, pero también de uso común para la entidad receptora de la ofrenda, como el atuendo personal del sombrero, y otros objetos: enseres para consumir el alimento, platos, cucharas; y bienes suntuarios (obsequios lujosos).

Toda la disposición espacial de la ofrenda, así como su estructuración, enfatiza la forma cuadrangular: «La Mesa», el mantel, la delimitación con rocas de lava y plantas de gramínea, los claveles rojos. Una superposición de formas cuadrangulares o reforzamiento de los lados de una figura cuadrangular, dividida además en dos mitades iguales por un eje vertical, que define en el conjunto general de la ofrenda una simetría bilateral (con algunos objetos distribuidos de manera irregular en su interior, como las bolsas con los vegetales y semillas). Destaca además un enclave central, un centro, donde se colocan ciertos objetos principales: el cirio, la cazuela con el guiso de guajolote, y la jícara con los regalos personales (que fueron originalmente colocados en esta región, aunque, al ser acomodados, se inclinaron más hacia un lado u otro de la organización en dos mitades).

A su vez, en la disposición de los ingredientes –frutas y bebidas– domina una numerología centrada en el número 2 y en la entrega de productos formando parejas (uno a cada lado del eje). La parte izquierda y la parte derecha de la ofrenda son «equilibradas» mediante este procedimiento. Tenemos así un espacio cuadrado dividido por la mitad que recibe cantidades y elementos en gran medida equivalentes, y en el que se reconoce un espacio central destinado a los dones principales.

Por otro lado, la totalidad de la ofrenda nutricia es concebida como un banquete otorgado a un ser cuyo régimen alimenticio coincide en gran parte con el de los seres humanos,[17] un ser tutelar que aparece además antropomorfizado (se lo caracteriza por el uso del sombrero). Este ser consume «alimentos humanos», crudos o cocinados, e ingiere las mismas bebidas (nótese que la ofrenda no incluye sangre, carne cruda de animales sacrificados, o sustancias no aptas para el consumo humano, como aquellas que en ocasiones se ofrendan a los seres-otros). Los utensilios para alimentarse son igualmente «humanos», de tamaño natural, como los que se emplean en las viviendas locales: platos, tazas, cucharas. Las semillas ofrendadas incluyen: maíz (elotes verdes), vainas de tamarindo, frijoles negros, semillas de guaje y semillas de amaranto, que, además de a su dimensión alimenticia, remiten probablemente también a la fertilidad agrícola y a las cosechas que se espera obtener. En este contexto, el elemento alimenticio principal lo constituye el guiso de guajolote en mole, que se corresponde con la ofrenda más valorada entregada en el ámbito humano a los compadres, como un acto de «respeto». El volcán recibe en este sentido un alimento ceremonial «tomado» de la vida social local y propio de relaciones jerárquicas y de un contexto de peticiones ceremoniales. Ofrendar un guiso de guajolote permite iniciar una relación de reciprocidad, vehicula una petición, y revela un tratamiento respetuoso y de deferencia hacia la entidad convocada y destinataria de la ofrenda. Es importante destacar que este guajolote fue criado en casa del especialista y que cohabitó en la vivienda del tiempero durante el tiempo previo a su entrega como ofrenda al volcán. Significativamente, se trata del único alimento cocinado, entre las frutas (consideradas acuosas) y las semillas, y aquél al que se le hace acompañar de platos, cuchara y tortillas para ser consumido.

En cuanto a las ofrendas-atuendo destinadas al volcán, llama la atención la reducción de toda la indumentaria al sombrero, cuando en otras ofrendas semejantes se entregan distintas prendas de ropa (pantalón, gabán, bufanda) o incluso un traje completo. El sombrero pareciera ejercer aquí como metonimia eficaz del resto de las prendas faltantes. Es el único elemento que remite y tal vez hace presente en la misma ofrenda a su destinatario, y que establece el carácter antropomorfo y humanizado de la entidad tutelar y, en cierto modo, insinúa que éste pertenece a una «cultura» análoga a la de los oferentes que entregan la ofrenda. También es el único que se encuentra «fuera» de la delimitación cuadrangular del mantel y la ofrenda alimenticia, pues aparece depositado directamente sobre la superficie de lava negra de «La Mesa», indicando de este modo su naturaleza de categoría distinta dentro de la misma ofrenda.

A su vez, puede mencionarse la ofrenda individual de bastones con los que algunas personas ascendieron hasta «La Mesa», y que parecieran ofrecer el «esfuerzo» invertido en la subida.

Finalmente, es importante enfatizar aquí que, frente a ciertos contextos ceremoniales, tanto mesoamericanos como andinos, por ejemplo, la ofrenda destinada al volcán no se encuentra «estereotipada» o «estandarizada», una ofrenda cuyos elementos se repiten en cada ocasión, sino que resultan ajustados a un momento temporal específico y determinados por las cambiantes preferencias del volcán (transmitidas al especialista ritual).

En cuanto al destinatario de la ofrenda alimenticia, ésta se dirige únicamente al volcán Popocatépetl, y no se hace partícipe de la misma a otras entidades tutelares vecinas de la geografía ritual; es una ofrenda exclusiva y restringida a un único destinatario[18] (en contraste con tantas otras ofrendas en las que se «comparten» los dones con una serie de interlocutores asociados o coexistentes con la entidad principal). Además, este ser-destinatario debe consumir la ofrenda en un acto disociado del consumo que de otros alimentos hacen, en ese mismo momento, los seres humanos. No puede darse en modo alguno un acto de comensalidad, ni siquiera con el especialista ritual, que abandonado el banquete a la entidad tutelar, se incorpora él mismo a la comida humana, que transcurre de manera separada y paralela. Los participantes en el ritual, procedentes de la comunidad de Xalitzintla, otros pueblos vecinos y lugares lejanos, establecen una comensalidad entre sí mediante los alimentos y bebidas que circulan en el ámbito humano, y se mantienen además físicamente distanciados de «La Mesa», mientras que el volcán Don Gregorio Popocatépetl, como ocurre en otras ocasiones rituales, «come» en su propia mesa, con sus utensilios y sin ser molestado, y sin que los restos de su comida sean perturbados después por los seres humanos, hasta ser retirados los objetos utilizados en la siguiente visita ceremonial.

Síntesis etnográfica de las particularidades del ritual colectivo consagrado al volcán Popocatépetl el 12 de marzo de 2007 («Cumpleaños» de Don Goyo)

Registro y elaboración: David Lorente

Especialista ritual

Don Antonio Analco Sevilla (acompañado de su mujer, Inés Campos Hernández)

Denominación:

Tiempero, temporalero, trabajador del tiempo

Procedencia:

Santiago Xalitzintla (Puebla)

Fecha del ritual: 12 de marzo

Celebración del cumpleaños de Don Gregorio Popocatépetl

Ritual propiciatorio: petición de lluvia

Coincide con el inicio del cultivo en las parcelas del pueblo

Paraje ritual

«La Mesa»: una gran roca inclinada y cuadrangular, de lava negra, enclavada a unos 4.600 metros de altitud (según información de participantes)

Lugar transmitido al tiempero en sueños por Don Goyo

Destaca frente a la costumbre de ofrendar al volcán Popocatépetl en su cumpleaños en el paraje denominado «El Ombligo»

Acompañantes

Personas de la comunidad y pueblos vecinos, visitantes de la Ciudad de México, grupo de concheros. Personas de mediana edad, algunos ancianos, no asistieron niños

Disposición de la ofrenda

Instalada sobre un mantel de tela, ribeteada de piedras de lava y ramos de clavel rojo

Se aprovecharon las matas de gramíneas que sobresalían de «La Mesa» para formar el límite inferior de la ofrenda

Ofrenda colectiva de alimentos (comida y bebida destinada al volcán) y objetos

Alimentos:

Guajolote en mole

Tortillas de maíz

Pan

Papaya

Melón

Manzanas amarillas y rojas

Uvas

Plátanos

Verduras en tres bolsas transparentes: elotes verdes,

vainas de tamarindo, frijoles negros.

Un haz de vainas de semillas de guaje.

Una bolsa con semillas de amaranto

Flores rojas de clavel

Bebidas:

Tequila

Cerveza

Objetos:

Sahumador negro

Cirio pascual

Veladoras en vasos

Platos

Cuchara de madera

Indumentaria masculina ofrendada al volcán

Sombrero

Cabe pensar que la presencia única de esta prenda actúa como metonimia de las demás, ausentes de la ofrenda: pantalón, gabán, guaraches, bufanda (que se ofrendan en otras ocasiones durante la festividad del cumpleaños)

Regalos personales entregados por algunos de los asistentes al ritual (y presentados por el tiempero en una jícara)

Dos plumas o bolígrafos en un estuche de papelería;

una cajita de joyería con una pulsera de plata, dentro de un envoltorio de papel azul;

y un pequeño dosificador –un gotero– cuyo contenido parecía ser sangre

Ofrecidos al volcán Gregorio Popocatépetl por algunos asistentes. Fueron «presentados» a Don Goyo en su cumpleaños para ser entregados, el 3 de mayo, en la cueva de la volcana Iztaccíhuatl

Objetos «valiosos» que el tiempero mantiene ocultos a la mirada de los asistentes

Orientación y estructura de la ofrenda

Ofrenda orientada hacia el volcán en el horizonte, el sombrero ofrecido actúa como «cabeza» y apunta en esta dirección

Colocada oblicuamente sobre la roca de «La Mesa», con el fin de dirigirla hacia el volcán en la distancia

Una línea vertical divide en dos mitades la ofrenda e incide en la colocación de los objetos por duplicado o en parejas a ambos lados

Nieve caída durante la colocación de la ofrenda

Descrita como «arroz» desde la perspectiva del volcán

Es alimento, pero no nutre a los seres humanos. La colecta y reparte entre los asistentes, para su consumo, la mujer del tiempero

Posible elemento que confirma la correcta recepción y aceptación de la ofrenda por parte del volcán Popocatépetl

Jícara roja

(Se emplean dos iguales en el ritual: el interior presenta dos árboles junto a un fondo azul, y una franja o cenefa azul paralela al borde superior)

Alberga, ocultos, los regalos personales otorgados al volcán. Se deposita en la ofrenda durante la recepción por Don Goyo y después es retirada

Sirve para albergar la nieve caída que es repartida para que la consuman los presentes

En otros rituales a los volcanes, es el recipiente con el que se imita la caída de lluvia asperjando agua hacia las cuatro direcciones

Música

No hay música de instrumentos de viento ni «Mañanitas» para Don Goyo

Los asistentes señalan este aspecto al final de la ceremonia

Residuos anteriores (depositados en oquedades inferiores del enclave ritual)

Una cazuela de barro de las que se emplean para ofrendar el guajolote en mole, fragmentos de platos, tazas y vasos de veladoras

Revelan la frecuentación previa de «La Mesa» en otras ocasiones rituales

Disposición ordenada y cuidadosa de los objetos, usando la cazuela como referente central




NOTAS

[1] Santiago Xalitzintla es la comunidad con mayor riesgo ante una erupción volcánica, al poder ser alcanzada por flujos piroclásticos producidos por el derretimiento de los glaciares que coronan la cumbre. Aunque en crisis álgidas de actividad volcánica ha requerido desplazar a su población, sus habitantes rehúyen la evacuación organizada por las autoridades debido a la confianza en la protección que asumen les es brindada por el volcán.

[2] Este artículo constituye la elaboración de las notas etnográficas de mi diario de campo (con descripciones de lugares y contextos rituales junto a los testimonios de mis principales interlocutores), correspondientes, casi por entero, a los días del 17 de febrero y 12 de marzo de 2007.

[3] Del náhuatl: Popocatépetl, «cerro humeante», Iztaccíhuatl, «mujer blanca»; emplazados en el Altiplano Central de México, alcanzan respectivamente elevaciones de 5.426 y 5.230 metros sobre el nivel del mar.

[4] Cuando se empezaba a cultivar en las parcelas de Xalitzintla.

[5] La fiesta de la Santa Cruz, celebrada en la volcana Iztaccíhuatl, equivale a una petición de lluvias; el cumpleaños de Doña Rosita, a finales de agosto, se corresponde con un agradecimiento por el temporal.

[6] A estas denominaciones se les unía la de conocedor del tiempo, haciendo alusión principalmente a la época de lluvias y las precipitaciones pluviales.

[7] La labor de tiempero era descrita por don Antonio como un «servicio» vinculado principalmente con la fertilidad desencadenada por las lluvias, unidas a las aguas terrenales, dispensadas por los volcanes. Celebrar los cumpleaños de la pareja de montañas masculina y femenina equivalía a «subir a pedir la lluvia»; el tiempero añadía con naturalidad: «porque son los volcanes los que nos dan el agua para que crezcan bien las cosechas».

[8] Lo que efectuaba ofrendando al volcán para recuperar el espíritu del enfermo.

[9] Se considera que los tiemperos «malos», antes que realizar peticiones de lluvia, se dedican a convocar ritualmente los elementos atmosféricos adversos como el granizo –que imitan para llamarlo y atraerlo– con el fin de dañar las cosechas.

[10] Específicamente, algunos mayordomos de las fiestas religiosas.

[11] Esta segunda visita al volcán Popocatépelt tenía lugar un día antes de que se visitase la volcana Iztaccíhuatl, el 3 de mayo.

[12] Este objeto ritual es un recipiente semiesférico hecho de guaje o fruto de la cucurbitácea Lagenaria siceraria, pintado de rojo, azul y blanco; los que venden en el mercado de Cholula, semejantes a las que emplea el tiempero, proceden del estado de Michoacán.

[13] No me resultó posible indagar más acerca del contenido, denso y color rojo oscuro, de este gotero, ni sobre cuál podía ser su propósito como ofrenda al volcán contenida en la jícara. ¿Sangre sacrificial? ¿Elemento asociado con la fertilidad? ¿Recurso terapéutico que buscaba la salud del oferente?

[14] Esta jícara tiene, en el centro, la imagen de dos árboles verdes, emplazados de forma paralela al borde del recipiente; sobre ellos corre una franja azulada con inscripciones de trazos blancos, pintada unos centímetros por debajo del borde. En el fondo se distingue una extensión circular (agua) de color azul.

[15] A la comida comunitaria preparada por las mujeres y que compartían el tiempero y los asistentes se unía, así, la comensalidad de un alimento no humano concedido por el volcán.

[16] No puede dejar de señalarse que la jícara posee un claro simbolismo acuático, remite al agua y, en este contexto ritual, probablemente también a las donaciones de lluvia esperadas por parte del volcán.

[17] Aunque el «espíritu» de Don Gregorio, se explica, se alimenta de los «aromas» de la ofrenda; aunque esto no afecta a la naturaleza de los alimentos, homólogos a aquellos que consumen los seres humanos.

[18] Los dones personales de objetos valiosos son entregados después, como se vio, en la Iztaccíhuatl, pero la propiedad de estos dones se atribuye, en primera instancia, a Don Gregorio.



El cumpleaños de don Goyo. Notas etnográficas de una subida al volcán Popocatépetl

LORENTE FERNANDEZ, David

Publicado en el año 2023 en la Revista de Folklore número 492.

Revista de Folklore

Fundación Joaquín Díaz