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Primero fue el sonido, como si hubiese existido la resonancia de una voz superior desde antes de que comenzara nuestra vida y nuestro tiempo; como si nos llegara un eco de existencia desde otro lugar del Cosmos. Así lo reflejan descriptivamente los libros sagrados. El Evangelio de San Juan se inicia haciendo su autor una confesión importante:
En el principio ya existía la Palabra, y la Palabra estaba junto a Dios, y la Palabra era Dios. La Palabra en el principio estaba junto a Dios. Por medio de la Palabra se hizo todo, y sin ella no se hubiese hecho nada de lo que se ha hecho. En la Palabra había vida, y la vida era la luz de los hombres.
Parece que el papel de «la Palabra» en el libro de los libros es estar al lado de Dios, vigilando o ayudando en la formación de todo lo que se va a crear. Después, el ser humano trató de ir añadiendo a su corto y casi ininteligible vocabulario, palabras que simulasen algunos sonidos, sobre todo si éstos eran peculiares. La onomatopeya, es decir el hecho de dar un nombre que imitase la cualidad de ese sonido para ayudar a reconocerlo, vino finalmente. Estrabón hablaba en su Geografía, al tratar de ejemplificar un caso similar, de cómo en un principio la «palabra bárbaro se pronunció onomatopéyicamente haciendo referencia a aquellas personas que se comunicaban de forma primaria».
En el interesante trabajo de investigación que encabeza el presente número de la Revista, Loris Niero nos revela de qué modo tan sencillo se genera la denominación del tambor de cuerdas en la Edad Media europea, con la simple imitación de su sonido: tun tun. Sin embargo, al hacer referencia a los nombres específicamente locales que toma ese instrumento en la península italiana, va más allá de la percepción acústica y nos informa de cómo el público que contemplaba y escuchaba expectante a los primeros intérpretes de flauta acompañada de un instrumento de percusión, se fijaba no sólo en el sonido sino en la manera en que éste se producía. Y esa manera sugería y recordaba, tanto el acto de sacar chispas con un pedernal, como el golpeo artesanal sobre un objeto para ajustarlo o darle forma. Y esa forma, ese modelo, recordémoslo con las palabras del arcipreste para definir en nuestra lengua al salterio, era «más alto que la mota», que es como nosotros nos imaginamos que el tambor de cuerdas semejaba cuando –en compañía del rabé gritador, de la rota o de la vihuela de péndola–, hombres y mujeres, animales y flores salieron el día de Pascua a recibir al Amor, según nos lo describe el detallista Juan Ruiz. Él mismo sugiere en uno de sus versos, que los espectadores ya muestran preferencias estéticas: al mencionar a los pájaros que entonan cantos placenteros y de dulces sabores, producen más alegría los que mejor lo hacen. Del mismo modo, ese «pueblo llano italiano del Renacimiento», que escuchaba entre sorprendido y embelesado un nuevo instrumento en manos de un expresivo músico, tuvo el acierto de bautizarlo especificando el sonido que hacía y la forma en que se conseguía ese sonido sobre una larga y distintiva caja encordada.