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Revista de Folklore número

490



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Mirar, escuchar, leer el cartel de feria: un espectáculo para el pueblo

BOTREL, Jean-François

Publicado en el año 2022 en la Revista de Folklore número 490 - sumario >



Espectáculos públicos al aire libre que, para fines de edificación, información o entretenimiento, asociaran de manera más o menos completa, en una misma performance, unos elementos visuales, sonoros y escritos o impresos, los ha habido desde tiempos muy remotos y en muchos países: desde la caroca medieval[1] y los retablos –algunos abiertos hacia el exterior– y los taolennou bretones[2] , hasta Le chanteur de complaintes de Nicolas Antoine Taunay[3] o Le violoneux de Wateau (1785)[4], el c’haner de Olivier Perrin[5], algún ballad singer neerlandés[6], los Bankelsänger (cantores de banco) y Schildersänger (cantores de carteles) alemanes[7], el cantastoria[8], ciarlatano o canta in bancho italiano[9] o, en España, de manera cada vez más residual, hasta los años 1980[10], el cartel de feria.

El cartel de feria o cartelón (también denominado cartelón «de imágenes», «de ciegos» o «de los crímenes» y maltraña en Galicia[11]) es, en su versión arquetípica, un pedazo de lienzo colgado de un palo, como un estandarte o pendón, y pintado con escenas alusivas a una historia narrada en público por un ciego acompañado con alguna música. La originalidad del cartelón está en que da pie para un efímero espectáculo ambulante, con la intervención de un «chanteur d’images» (Besson, 2020) y la venta de un impreso en el cual tiene su origen el propio cartelón.

A este cartel de feria, documentado al menos desde mediados del siglo xix, no se le ha prestado mucha atención y fue más bien cuando ya estaba desapareciendo[12]. De ahí que no abunden las representaciones ni los testimonios[13], y que, hasta ahora, no se haya encontrado huella material alguna[14].

Así y todo, como un componente más de la cultura popular española, se le puede intentar caracterizar y situar dentro de las prácticas culturales callejeras del pueblo en España, destacando las relaciones de intermedialidad que, como compuesto de escripturalidad, oralidad y performance, mantiene con otros géneros como la literatura de cordel (los romances de ciegos, los pliegos de aleluyas), el teatro itinerante o la prensa, sensacionalista o no[15].

El cartel de feria como espectáculo

De lo que era el espectáculo a que daba lugar el cartel de feria nos dan una idea más o menos completa tres testimonios.

El primero (Ilust. 1) es un cuadro al óleo (Les ménestrels) del pintor belga Alfred Cluysenaar (1837-1902), pintado durante una estancia en Sevilla a principios de los años 1860. Según la Ilustración Ibérica donde, en 1887, se reproduce una versión grabada del cuadro (107x176 cm) con el título «Cantadores españoles», «échase de ver que el asunto está tomado d’après nature, y bien tomado. Trátase de unos ciegos que al compás de la guitarra refieren al selecto auditorio el espantable crimen cometido en la ciudad de tal, cuidando de poner a la vista de la gente un pintorreado cartelón en que parecen trazados, por pintor de brocha gorda, las escenas culminantes, el espectáculo que ha copiado el pintor» (AC).

Años después, en 1897, un periodista de El Oriente de Asturias cuenta cómo, en la feria de Carreña, oyó «los quejumbrosos sones de un violín que rascaba un ciego, el cual, rodeado de una turbamulta de chiquillos y de otros que lo fueron, cantaba a grito pelado las proezas del héroe Chascorro[16], a quien una mano pecadora había pintado en un cartel monumental» (OA).

En cuanto a Francisco Flores García (1846-1917), autor en su juventud de romances de ciegos por cuenta de un impresor y editor madrileño, al pasar una tarde por la Plaza de la Cebada (en Madrid), se encuentra con la siguiente escena: «en medio de un grupo numeroso de gente del pueblo, un ciego cantaba un romance, ilustrado con un gran cartelón, sembrado de viñetas emocionantes, que tremolaba a modo de estandarte». Así lo cuenta a los lectores de la revista gráfica Por esos mundos en diciembre de 1907 (FG).

De estos tres encuentros con un cartel de feria, en tres fechas y lugares distintos, y de alguna que otra información complementaria se pueden deducir algunas peculiaridades del espectáculo que propicia.

Se trata de un espectáculo viviente, callejero y gratuito. Es itinerante y se ofreció en toda España (en Murcia, Sevilla, Madrid, Sigüenza, Peñaranda, Galicia, Asturias, la Montaña, etc.), sin lugar ni calendario fijos. Se da preferentemente, en las plazas, en las ferias y romerías, cerca de los mercados (Ilust. 2), de una taberna, en alguna esquina, en la calle de Alcalá, cerca del Arco de Cuchilleros (GS5), unos espacios no específicamente dedicados a los espectáculos.

Su componente fundamental es un «enorme» cartelón (Z) o sea: un lienzo a guisa de pendón o estandarte en el que se han pintado un motivo o varios motivos, una «pintura historiada» (Besson, 2020). Sujeto en dos varas horizontales, se puede enrollar y desenrollar, y, mediante un cordel, se suele colgar de un palo o asta a unos 2.50 m de altura, tremolando. Como una pantalla. Suele apoyarse contra algún muro (Est. 1, V), pero también pudo sujetarse y ser presentado alzado (AC, EC).

De las fotos, cuadros o dibujos disponibles, se deduce que podía ser apaisado (100x150 cm) (Est2), cuadrado (160x160 cm), (Est1 Ilust. 3) o alargado (120x60 cm) (AC, GS1 Ilust. 1 y 3). Su superficie (entre 0.70 y 2.5 metros cuadrados) suele dividirse en un número variable de cuadros o cuarteles de 6 (AC) a 13 (GS1), de variables dimensiones incluso dentro de un mismo cartelón (30x40 cm o 50x50 cm). Estos cuadros suelen estar yuxtapuestos, separados por líneas divisorias negras o filetes. Como en los libros ilustrados y en la prensa de la época, puede incluirse algún medallón o círculo para los retratos (GS5).

Pero puede constar de una imagen única (PB3) y, en la escena 4ª de la Zapatera prodigiosa (GL), el cartelón del zapatero titiritero es de dimensiones más reducidas (lo lleva, enrollado, en la espalda y lo deja sobre una mesa de la taberna donde se da la función); está dividido en pequeños cuadros que se acercarían más a las viñetas de los pliegos de aleluyas, y puede ser contemplado desde más cerca por los presentes.

Pudieron aprovecharse ambos lados del cartelón para pintar historias distintas: un crimen y la Corupia (PB3), los crímenes de Landrú y «cuando se le da la vuelta», el Niño degollado (GS4), el crimen del capitán Sánchez y la «sangrienta semana de Barcelona» (GS6), etc.

Este pendón pintado es lo que ante todo y desde lejos llamaría la atención de los transeúntes como un anuncio y una prefiguración del espectáculo, con todo el poder de atracción de la imagen de que da fe, por ejemplo, La Esperanza de 12 de abril de 1848, cuando señala que «está llamando la atención en estos días las miradas del público hacia una de las esquinas de la Puerta del Sol un cartelón portátil en que al paso que el anuncio de cierta histórica novela titulada El tigre del maestrazgo se ve pintada con toscos colores una señora con hijos en el acto de ser fusilada[17]».

Los que exhiben el cartelón suelen ser ciegos itinerantes con ayudantes (lazarillos) pero también personas videntes que «explican» las imágenes cantando o recitando el relato correspondiente al cartelón que luego venden bajo forma impresa. Según Julio Caro Baroja (1969, 18), se trata de «recitaciones ilustradas».

Este espectáculo abierto accesible, fortuito (casi furtivo), efímero y precario se da delante de un público casual formando un corro que se deshace nada más acabada la función.

La articulación de todos estos elementos es lo que constituye el espectáculo.

Veámoslos más detalladamente, uno por uno.

La ilustración de la historia

Del cartelón y del pregón o recitación no se sabe de fijo cuál fue el que primero llamó la atención del transeúnte. Lo que sí consta es que cronológicamente la historia preexistió a su plasmación gráfica: el cartelón es la ilustración de una historia preexistente; las escenas pintadas solo se encargan de «completar la ilusión» del relato (GS3 224).

Según Baroja (PB3, 21), en las historias para carteles de feria predominaron los romances de hechos recientes o que se dan por recientes y de actualidad: son escenas de crímenes más o menos «truculentos»: el crimen de la calle de Fuencarral (1888) (Est3), el crimen de Don Benito (1902) (PB3), el crimen del capitán Sánchez (1913) (GS6), los crímenes de Landrú (1921-1922) (GS4), el Niño degollado por su padre en la vereda de Postas de Tetuán de las Victorias (GS4), los crímenes de Tierzo (GS3), el Hijo malvado de Gerona (Est1), etc. En 1901, en la plaza de Sigüenza, Pío Baroja vio a un hombre que «con un gran cartelón explicaba las escenas de la vida de un criminal desde que empezó por la desobediencia a sus padres hasta que concluyó en el patíbulo para satisfacción de todos» (PB1). En 1907, Francisco Flores García (FG) se sorprende con «los crímenes horribles de un sanguinario bandolero andaluz, creación de (su) acalorada fantasía» y Emilio Carrere (EC) cita «El crimen de don Nilo» y «Los restos del Jalón» (EC), no se sabe si imaginarios. De ahí las denominaciones que se les da en los años 1930: «cartelón del crimen» (Est1); «cartelón tremendo de los crímenes» (Est2).

Pero también pueden ser «de hechos corrientes» (PB3), más o menos exagerados, de fieras que mataban niños o pastores como el Lobo de Peñarroya o el Oso de Urbión que se escapó comiendo la cadena con la que lo llevaba atado un bohemio» (PB3, 24) o de sucesos/sucedidos más bien sensacionalistas como Los niños robados en Barcelona (Est1), sacado de la prensa; de «catástrofes naturales, inundaciones, rayos, pedriscos y otras calamidades públicas»(PB3), como la Catástrofe de la Martinica (posiblemente la erupción del volcán de la Montagne Pelée en 1902 y la destrucción de la ciudad de Saint-Pierre con unos 30.000 muertos).

En cuanto a los de asuntos «políticos», están documentados unos cartelones sobre la sublevación republicana de Villacampa (el 19-9-1886) (Urrutia, 1987, 180), el Submarino Peral (1888-1890) (PB3, 22), el cerco de Cascorro y Eloy González (1896) (OA), la Guerra del Rif (1909) (NM) y la Semana trágica de Barcelona y la ejecución de Ferrer (1909) (GS6),

Recuerda Baroja (PB3), que también podían tratar los cartelones de fenómenos cósmicos o atmosféricos (un eclipse, una aurora boreal), de la figura de algún nigromántico y de historias «donde interviene en parte lo sobrenatural», muy especialmente monstruos y fieras, como la Corrupia, la Maltrana o la Crupecia o Curpecia.

Todo con más o menos directas y evidentes correspondencias con las relaciones, coplas y romances de cordel en los que se inspiran y de que son, a su vez, ilustraciones.

Están por identificar físicamente la mayor parte de estas historias[18] pero de algunas se sabe que venían de atrás como las de la Corupia, Crupecia o Curpecia o la del brigadier Villacampa, el Bonito tango dedicado al difunto brigadier Villacampa (Imps. Hospital 19, «El Abanico») del que se pudieron entresacar las 14 coplas (224 versos) que hicieran al caso. Es sabido que existieron escritores profesionales o aficionados de versos para ciegos, como Francisco Flores García, nacido en 1846, que cobraba (después de 1870) 19 reales (un napoleón) y «a veces una pesetilla más» por cada romance, o Juan Molledo de la Pinta quien empezó a escribir con el crimen de Higinia Balaguer: «Me llamó la atención mucho el asunto, le declara al periodista de Estampa, y, poco a poco, lo puse en verso venderlo y lo llevé a la imprenta y me fui por los pueblos explicándolo con un cartel que me costó 55 pesetas, pero era una obra muy buena. A un ciego se lo compré» (Est3). Sobre la manera de aportar nuevas historias al repertorio de los cartelones de feria informa Francisca Oliria: «Elijo un argumento de los periódicos o de un sucedido, se lo cuento a una señora que yo sé y es muy buena «poetista» y esta lo pone en verso», le cuenta a Martínez Corbalán (Est1).

Sin saber a ciencia cierta si la fuente para el cartelón de El nuevo Barba-Azul. Los crímenes del ingeniero Landrú, el famoso conquistador calvo y de barba negra, descrito por Solana (GS4), fue el pliego de cordel publicado por la imprenta Aldana, 12 de Barcelona, con fotografías de Landrú y de su esposa y de las ocho víctimas a ambos lados de la primera plana, y el detalle en el pie con nombres y año (Ilust. 5), se puede observar cómo, en este pliego, abundan los rasgos de oralidad registrados en la propia ortografía del texto y suponer que las muy «caóticas[19]» octavas (catorce en total) que tratan muy puntualmente y con rigurosa cronología de las ocho víctimas, con sus nombres y principales circunstancias, pudieron dar lugar a una exposición oral acompañada de imágenes. En la cuarta plana, una «Explicación de los crímenes de Landrú» en prosa ofrece, con estilo más periodístico, una síntesis de la historia de los crímenes, del proceso con la argumentación del abogado defensor, y el fallo final: «Landrú ha sido condenado a muerte».

Desde luego, el pliego se queda en poco comparado con la descripción que ofrece Solana de algunos cuadros del cartelón de los crímenes del ingeniero Landrú visto en la madrileña plaza de la Cebada, después de la ejecución del criminal en febrero de 1922 (GS4, 561):

En esta pintura hay un hombre con barba, en camisa y tirantes, algo calvo, arrodillado ante una mujer muerta –cuyo sombrero está tirado en el suelo– a la que le está quitando las sortijas, pulseras y pendientes y guardándoselas en el bolsillo del pantalón; a su lado hay un hacha ensangrentada.

En otro cuadro (GS4, 562),

Cuando el feroz asesino aparece en la cocina de su casa entre cabezas cortadas a hachazos de varias de sus víctimas, los cuerpos, medio desnudos, muestran la camisa llena de manchones sangrientos; en los baldosines se ven broches de ligas y blusas de seda desgarradas, con los botones arrancados por la lucha, mientras el asesino, tranquilamente, calcina los huesos de sus víctimas por medio de un soplete de gas, hasta el último cuadro, donde Landrú expía sus crímenes en la guillotina.

Puesta en verso la historia, se envía a la imprenta para una edición de los correspondientes pliegos sueltos de cuatro páginas o una cuartilla, al mismo tiempo que se comunica a un pintor para la realización del correspondiente cartelón, para que luego se pueda enseñar. Un trabajo de imaginatura (Díaz, 2012), supeditado a la trama de la historia.

Pinturas y pintores «de brocha gorda»

Los pintores de los cartelones son pintores calificados por GS de «pintores zapateros» o de brocha gorda. Los carteles de Francisca Oliria (Est.1), se los pinta el marido de la «poetista», Ángel R. Vilanova, por lo cual le cobra más o menos quince duros (75 pesetas), una cantidad que al periodista le parece elevada y hasta fantasiosa: es lo que en aquellas fechas un obrero de la industria tardaría 10 días en ganar (Est1).

Lo corriente es que se pinte primero arriba del todo, en una cartela, el título del cartelón como consta en el cuadro de Solana (GS1) o en el cartelón de la Romería de la Esclavitud donde solo se llega a leer el principio: «Horrendo… (Est2).

A continuación, puede pintarse una imagen única como las de la Corupia que tenía «forma de dragón rojo, con siete cabezas, siete cuernos y unos candeleros con velas en cada cabeza», de la Maltrana,«dragón de tres cabezas y garras de usurero» que «venía a la tierra a castigar a las familias que no daban una educación cristiana a sus hijos») o de la Crupecia o Curpecia «monstruo femenino con cuatro cuernos, alas de murciélago, dos patas y dos garras suplementarias a cada lado», según las descripciones suministradas por Baroja (PB3, 22).

Pero lo más corriente es que el pintor escoja los momentos más relevantes de la historia y los traduzca o interprete gráficamente en un número variable de cuadros, cuarteles o divisiones, con una verdadera pero imperfecta narración gráfica como resultado.

En el cartelón del «Horroroso crimen de Sebastiana del Castillo» fotografiado en 1920 (Ilust. 6; Torres/Mas, 2011, 150), se puede observar cómo alrededor de la figura central –y marcial– de «la» Sebastiana a caballo, con una escopeta en la mano derecha y las cuatro cabezas cortadas a sus dos hermanos y a sus compañeros colgando, queda gráficamente narrada y escenificada la trama de una historia más bien atemporal, a base de 7 cuadros, hasta el suplicio en el «patíbulo»[20].

Estas pinturas y narraciones gráficas, parece ser que no se han conservado y de ellas casi solo nos podemos enterar gracias a las más o menos precisas descripciones que de ellos hicieron algunos periodistas y escritores.

De un cartelón, recuerda por ejemplo Baroja (PB3) que «a un lado se representaba el crimen de don Benito, en varias escenas, con el trágico fin en el patíbulo de los dos criminales importantes: García de Paredes, hijo de una familia noble de Extremadura, y el amigo y compinche suyo, tipo shakespeariano, llamado Castejón». En otro, «se veían los personajes de un crimen, el asesino que mataba a una mujer o a sus propios hijos, y volvía después tranquilamente a su casa y luego se le veía preso en la cárcel, y al último aparecía sentado en el banquillo fatal, donde le habían dado garrote».

Una escena parecida se puede encontrar en un cartelón descrito por Zamacois, «el momento en que el criminal despacha á sus victimas, su captura por la Guardia civil, su comparecencia ante los jueces, su estancia en la capilla, y por último, su ejecución a manos del verdugo» (Z).

Pero el que más atención ha prestado a estas pinturas es Solana, «supremo testigo de una cincuentena de años», cuyas «cabales descripciones» son un «ejemplo de un más allá de la retina» (Gómez de la Serna, 1961) y dan al lector de hoy la sensación de estar viendo los ausentes cartelones.

Valga como ejemplo la descripción de los primeros cuadros del «horrendo crimen» del Niño degollado por su padre en la vereda de Postas de Tetuán de las Victorias (GS4). Dice así:

Encabeza el cartel de este crimen el retrato del criminal, que es algo chato, con la frente muy estrecha, la cabeza algo de la forma de un pepino y el bigote caído, y la madre que es un tipo vulgar y de cara de buena persona, con su pañuelo al cuello y el moño muy tieso en medio de la cabeza; entre estos dos retratos, el de la víctima, cuyo cuerpo, desnudo, cubierto con un sudario, yace sobre el mármol de la mesa de autopsias, y su cabeza, levantada, descansa sobre una almohada de hule negro; tiene una venda en la frente; los ojos, muy abiertos, parecen de cristal, y la cabeza está casi separada del tronco.

En el primer cuadro se ve, en pleno campo, sentado tranquilamente en unos desmontes que parecen collados de paisaje bíblico al criminal que con una navaja está degollando y llenando de heridas el tierno cuerpo de la criatura; a lo lejos se ven los tejados de las casas del pueblo de Tetuán. En esta soledad, el desalmado consuma su crimen, del que sólo son testigos el cielo y la tierra, y sin que estos gritos que lanza su hijo sean oídos por nadie.

En otro cuadro, un albañil que va al trabajo, con el saquito del almuerzo en la mano, descubre el crimen: el niño degollado está sobre un barranco, con las ropas ensangrentadas y con los brazos en cruz, y parece que vemos en su cabeza la corona de martirio, como las que vuelan al cielo en espíritu mientras quedan sus cuerpos en la tierra deshechos por las piedras que les tiraron sus verdugos.

De lo pintado en el último cuadro nos enteraremos más abajo.

Sobre la manera de pintar, no da muchas informaciones Solana y escasean las imágenes auténticas que puedan dar cuenta de las técnicas empleadas[21]: de hecho, por ahora, son nueve; las de las tres historias del cartelón de Francisca Oliria fotografiadas en Estampa (Est1).

En ellas se puede apreciar, como en las descripciones de Solana, la acumulación de informaciones que en la Catástrofe de la Martinica convergen para dar cuenta de la catástrofe: «árboles arrancados, edificios hundidos, rayos y aguas desbordadas» (Ilust. 7), con una escena final en la que caben hasta 18 personas, arrodilladas las más para expresar su agradecimiento a una ya ausente Virgen protectora. Para El hijo malvado de Gerona los tres cuadros ofrecen una representación minimalista pero coherente del interior de una casa, de los personajes y del paisaje, bastante inferior a la que los pintores Cluysenaar y Solana atribuyen a los cartelones pintados en sus respectivos cuadros. No obstante, se puede observar que, a los personajes, a través de la gestual, se intenta atribuirles alguna intención y que la acumulación final de cadáveres en medio de una gran charca de sangre no deja lugar a ninguna duda sobre lo malvado que era el hijo (Ilust. 8). En cuanto a Los niños robados en Barcelona (Ilust. 9), se entiende que el primer cuadro evoca el rapto de los dos niños, que, en el segundo, unos ciclistas los encuentran en medio de un paisaje rural y que en el tercero –que es el del desenlace– se devuelven a su madre en presencia de una nutrida asistencia (como en el teatro en las escenas finales) y con telón de fondo urbano.

La finalidad principal parece ser atribuir una corporeidad a los personajes de la historia con una elemental delineación de su figura, para su correcta identificación, con una mínima expresión del movimiento y de la gestual. Parece que no importa mucho crear la ilusión óptica como en los telones de teatro. Lo importante es que se vea lo pintado a distancia para conseguir un impacto inmediato, a base de trazos elementales y acentuados. Desde luego, poco tienen que ver estas pinturas con la pintura de historia o la de teatro o de estudio fotográfico, y no siempre se les coge la intención, como en el cartel que, en 1881, en Murcia anuncia unos romances «patibularios» «en el que con toda clase de tiznajos se ha querido pintar tres ahorcados, y según parece un barco pirata que boga por el mar» (DM).

En estos realistas cartelones no habrá faltado cierto dramatismo y hasta tremendismo, por ejemplo, en la representación «con hopas y bonetes» de unos reos –«Y es tal la realidad, que parece que gimen», escribe Emilio Carrere (EC)– o en la reiterada presencia un amenazador y seguramente mortífero palo en las viñetas 4 y 5 y de reos agarrotados en el cartelón pintado por Solana en su cuadro El cartel del crimen (GS1, Ilust. 4). Como observa Caro Baroja (1969, 410), «el fin moralizador y religioso de la imagen puesto de relieve por el sínodo de Arras (1025), es un fin sensacionalista en el cartelón», caracterizado este por «su calidad más tremendista y horrible que la aleluya, el azulejo o la malla». En las descripciones de los cartelones por Solana se encontrarán sobrados ejemplos de lo que parece ser una fascinación por lo más sensacionalista y horrendo: «los conventos de frailes y de monjas incendiados, saliendo desnudos y descolgándose por las ventanas, y las iglesias saqueadas y llenas de bombas y dinamita sus altares» durante la Sangrienta semana de Barcelona (para los historiadores, la Semana trágica de 1909) (GS6, 344), un niño degollado sobre un barranco, con las ropas ensangrentadas y con los brazos en cruz (GS4) o este otro al que se «le hace una incisión con un cuchillo en la garganta, por donde brota (un) caño de sangre que recoge (una) mujer, cómplice, en un puchero, y se le da de beber a (una) mujer pálida, que llevan en brazos (unas) vecinas; los feroces criminales sacan las mantecas a la tierna criatura, le desabrochan la chambra a la enferma y se la colocan en los pechos para que sane» (GS5, 214), etc. ¿Puede hablarse de una poética y casi phanopeia sensacionalista propia del cartel de feria, con una delectación por los aspectos más morbosos y, más que realistas, espeluznantes, perceptibles en la manera de dar la muerte o en las manifestaciones de crueldad y ensañamiento de que rebosan las pinturas (Botrel, 2016, 29)?

En cuanto a la utilización del color como elemento expresivo (algo muy importante en tiempos en que el color en el espacio público es aún algo excepcional), los únicos documentos analizables son los cartelones pintados en los cuadros al óleo de Cluysenaar (Ilust. 1) y Solana (Ilust. 4). En Cluysenaar contrasta la tonalidad luminosa y coloreada, pero no chillona, del ilegible cartelón con los colores pardos de la indumentaria de los actores y circunstantes en el primer plano[22]. El pintor da a ver y sentir el contraste entre lo tosco de la pintura del telón y la muy elaborada expresión pictórica de su cuadro costumbrista. En su cuadro El cartelón del crimen (GS1), Gutiérrez Solana, a la hora de representar el cartelón, privilegia los colores oscuros, menos la tonalidad muy roja que le da a uno de los cuadros dedicados a los protagonistas de la historia. Pero no es difícil imaginar que a las «sangrientas imágenes» vistas por Mabille (AM) corresponde el color rojo[23]: «quiero que os fijéis en los colores de la sangre que, como veréis, está muy propia y parece de verdad», les dice a los espectadores el dueño del carro de vistas (GS6, 214), y en las demás notaciones cromáticas está claro que predominan el bermellón y el almazarrón (EC, GL), al lado del negro de los trazos que estructuran los cuadros, con fuertes contrastes, colores primarios y violentos y pocos matices, pues, como en las láminas de las novelas por entregas. No obstante, en la representación de una aurora boreal se podían ver «los colores del arco iris» (PB3).

Los que se han fijado en este aspecto de los carteles de feria parecen unánimes en calificarlos de «malos» o de «horriblemente pintados» (PB3), de «chafarrinones» (Z), de «pintorreados estandartes» (NM), de «tiznajos» (DM), o pintados por una mano «pecadora» (FG).

Pero por muy malas que fueran dichas pinturas, se ve que no han dejado de impresionar a los que aún los recuerdan años después, con algo de condescendencia, eso sí. De «viñetas emocionantes» habla Flores García (FG) y lo que expresa Zamacois a propósito de una escena de patíbulo (Z) no es de descartar que lo compartieran los espectadores.

De algunos de estos cartelones se sabe que pudieron servir para varias historias como el dibujo de la fiera Curpecia que, según Pío Baroja sirvió para representar «el fenómeno del Pez-Mujer» o «La maldición de una madre»; que también se compraban de lance como lo hizo Juan Molledo con uno de Higinia Balaguer (Est3) y que la proclamación de la República en 1931 tuvo por consecuencia para la dueña del cartelón en que venía la catástrofe de la Martinica que tuviera que reformarlo: donde estaba la Virgen y unas campanas, le ha puesto unos rayos de sol, porque «con todos estos líos no faltaba quien me decía que si era monárquica. Yo lo quité todo. las campanas y la Virgen. Hay que llevarle la corriente a todo el mundo», concluye Francisca Oliria (Est1).

Con respecto al sistema de ilustración del libro o a la prensa, donde prevalece la contigüidad entre la imagen y el texto en la página o la plana, el cartelón con sus sucesivos cuadros disociados del texto permite, pues, una primera lectura exclusivamente gráfica que se ha de completar a raíz de una performance.

La performance y su público

A partir del cartelón debidamente instalado y del correspondiente relato, se arma el espectáculo a cargo del que los contemporáneos denominan «romancero», «coplero», «explicador», «vendedor de romances», o «trovador callejero», pero también «el hombre de los crímenes»[24] a quien le corresponde explicar la historia gráfica, o sea: aclarar todo lo que en ella resulta enigmático o no se entiende bien, a base de un texto generalmente versificado, cantándolo o recitándolo en voz alta.

De los profesionales que actuaban con los carteles de feria se suele decir que eran ciegos. Cuando de acompañar con un instrumento y de cantar el romance parece ser que sí actuaron ciegos (cf. AC, GS1, Est2.), pero obviamente tenían que contar con la ayuda de alguna persona de vista para colocar, quitar y trasportar el cartelón y enseñar las viñetas adecuadas. En las fotos de 1907 (Ilust. 2) y 1910 (Ilust. 10), el romancero o explicador que lleva una gorra de visera rígida, se ve que se maneja por sí solo con su carro de mulas. Lo mismo pasa con el del «carro de las vistas» (GS5), y la entrevistada en Estampa tampoco es ciega ni lo era su difunto marido.

Por su indumentaria, menos el explicador de Leganés y el de Valladolid, no parece que los profesionales o actores se hayan distinguido mucho de su público: las mujeres gastan pañuelos en pico, atado a la frente o por detrás de la cabeza y mantones, algunos con flecos; los hombres, boinas, y en el grupo fotografiado en la Romería de la Esclavitud, al lado de la ciega con chandal bastante gastado que «rasca» el violín, está un hombre con terno y boina[25]. Se les ve, según, con una guitarra o un violín, con la vara, o también con romances en la mano y en el caso de Francisca Oliria, con la bolsa donde los guarda.

Se trata de una actividad unipersonal o familiar (marido y mujer) que requiere una mínima capacidad de inversión (lo que cuesta un cartelón y la compra o impresión de los pliegos), pero no parece de mucha rentabilidad: «No llega a duro», lo que, en 1932, gana Francisca Oliria, se entiende que por cada función[26] (Est1). Es una situación precaria por tratarse de una actividad callejera, controlada o prohibida por la policía urbana[27], e itinerante (Est1): como los antiguos bululús y cómicos de la legua, Francisca Oliria corrió con su marido «tierras y más tierras en tren y sobre una bestia. Toda España de Extremadura a la Sierra de Alcaraz, de Cádiz a las Vascongadas. Más veinte mil leguas» (Est1).

Si, según Caro Baroja (1969, 410), a principios del siglo xx «pululaban en Madrid» los ciegos y no ciegos con cartelones de feria, en 1932, quedaban ya pocos romanceros de cartelón: Francisca Oliria no conoce más que otro, pero parece ser que en Galicia siguieron existiendo maltrañas por más tiempo[28].

En la explicación que acompaña la presentación del cartelón a cargo del romancero que desempeña un papel parecido al del trujamán en el Retablo de las maravillas, entran varios componentes.

Lo primero tal vez sea la voz, apta para el canto, la recitación o la salmodia al aire libre, sin ninguna clase de altavoz: después del cartelón o al mismo tiempo, es lo que se perciben los oídos de los futuros espectadores, a no ser que el romancero, como el hombre del carro de vistas o el titiritero de la Zapatera prodigiosa, haya anunciado la función con un toque de trompeta («floreado y comiquísimo», en el caso del titiritero de Lorca). No parece que se hayan conservado grabaciones originales; solo existen unas verosímiles reconstituciones como las de Carandell o Joaquín Díaz. Esta voz que había de ser potente y tal vez algo extremada, con necesidad de «desgañitarse» (GL), la califican los contemporáneos de «voz bronca de bandido» (GS4), de «voz de melodrama» (EC), de «voz hueca de actor malo» (EC) o de «voz lastimera» (PB3). Una voz que, por necesidad, se convertiría en una voz de falsete (vs de pecho), desgastada por un uso permanente en un espacio abierto –de ahí, tal vez, el «ganguea» utilizado por Carrere (EC) o el «deje gangoso» del ciego recordado por Iribarren (I, 20).

En cuanto al romance con que se relata la historia, como unas partes de obra teatral, se aprende de memoria para poder decorarlo[29].

A la hora de cantarlo o recitarlo, parece ser que no se prescindía de los habituales prolegómenos, propios de los romances «de ciegos», con invocaciones y advertencias: al menos tanto Baroja como Gutiérrez Solana los reproducen cuando toca: «Todo el mundo me esté atento/alargando las orejas/de manera que los hombres/mulos manchegos parezcan», así empieza su explicación del cartel del crimen sucedido en Calatayud el dueño del carro de vistas (GS5).

El romance se suele cantar o salmodiar: de los dos cantadores escuchados en Palencia se acuerda Mabille y el marido de Francisca Oliria cantaba con «voz preciosa» (Est1). Pero esta ya se contenta con recitar, se entiende que, de manera bastante mecánica, debido a la repetición de las funciones. Lo sugiere el periodista de Estampa (Est1): «con la fuerza de la costumbre termina un capítulo y comienza otro, arrastrada por el cuadriculado horror de su cartel»: «Ahora van a oír el verdadero relato de los niños robados por un mendigo: «Sagrada Virgen María/madre del divino Siervo/Echadle toda bendición/a todo niño pequeño»… y «recita su cantinela» (Est1) del que el periodista intenta dar alguna idea, al recitar ella, el romance del «desnaturalizado hijo» de Gerona: «¿qué has hecho, hijo malvado/ con la madre de tu alma?/ Pues lo mismo voy a hacer/ con usted y mis tres hermanas./ Y apuntándole con un revolver/cuatro tiros disparaba/ contra el autor de sus días/ y sus tres desdichadas hermanas./ Y el malvado loco y enfurecido/ al campo se marchaba/ adonde fue detenido por la guardia/ y atado, codo con codo/ a la cárcel lo llevaban».

Bastante codificadas resultaban, por necesidad funcional, las explicaciones de los cartelones, pero tampoco se pueden excluir, por parte del «experto en emociones» que, según Joaquín Díaz (2011), era el narrador popular, algunas licencias o la intervención de cierto arte dramático, con inflexiones de la voz en los diálogos y comentarios gestuales. Como el titiritero de García Lorca que se expresa «en tono lúgubre» o «muy dramático y cruzando las manos» o el explicador del Crimen de Don Benito al recitar un romance del que Baroja no recuerda más que dos versos, puestos en la boca del asesino y dirigido a la víctima, que se ve que le impactaron: «Entrégate, Inés María/Que tu madre ya murió…».

Conforme va cantando, recitando o salmodiando los versos (de romance), con una vara, puntero o palo, va señalando en el cartelón los cuadros aludidos en el romance (Est1). En la Zapatera prodigiosa, Lorca insiste mucho en esta invitación a ver y a mirar: «Ved cómo la acortejaban», «Miren ustedes la fiera:/burlando al débil marido/con los ojos y la lengua» («Está pintada en el cartel una mujer que mira de manera infantil y cansina», dice la didascalia)». La vara o el puntero sirve para explicar gráficamente los episodios más salientes de la guerra (NM), lo que se está narrando (GS4).

Esta mostración del cartel queda perfectamente evocada por Solana cuando trascribe las palabras del explicador del carro de vistas invitando a los espectadores a que sigan con los ojos la punta del palo con el que señala, con un derroche de deícticos las ocho o nueve divisiones del cartel de un crimen «bárbaro e inhumano»:

[...] estos tres nacieron en Calatayud, tienen pañuelos atados a la cabeza, llevan faja, calzón corto y medias de pelo, como se gasta en su tierra; en este círculo está el retrato de la víctima, un chico de seis años; en este cuadro caminan con él los criminales; en esta otra división le llevan engañados a los cerros, llenos de casas abiertas en la peña y enterradas bajo tierra, donde vive la gente como los topos; aquí, donde señalo, es el cerro y castillo llamado del «Reloj Tonto»; en este le han puesto en cueros; mirar sus ropas en el suelo; luego le amarraron a una estaca de forma de cruz y le han cortado los pies y las manos; uno le hace una incisión con un cuchillo en la garganta, por donde brota este caño de sangre que recoge esta mujer, cómplice, en un puchero, y se le da de beber a esta mujer pálida, que llevan en brazos esta vecinas; los feroces criminales sacan las mantecas a la tierna criatura, le desabrochan la chambra a la enferma y se la colocan en los pechos para que sane (GS5, 214).

Según Solana en los diferentes cuadros del cartelón de Landrú (GS4, 562), la gente va siguiendo con gran curiosidad la vara del explicador que la para en las escenas más culminantes. Interesa observar esta doble afirmación de autoridad: la de la imagen asociada con la materialidad y efectividad de lo que se ve y la autoridad propia de un maestro de escuela que, con la palabra y la vara –también castigadora–, enseña (insignare es dar a ver) lo que se ha de remarcar, para alguna enseñanza o entretenimiento.

Puede acompañarse el recitado, canto o salmodia, con algún instrumento: en los documentos analizados, una guitarra (AC, GS1-2) o un violín que «rasca» (AM, Est2) algún ciego o alguna ciega. Excepto lo de «rascar» el violín, no se sabe nada de la técnica instrumental de los músicos ni de las melodías utilizadas. Es de suponer que no serían muy distintas de las de los «filarmónicos», según Arconada (1928), ciegos de las coplas, caracterizadas por Joaquín Díaz (1996, 17-21) y perpetuadas hasta los años 1980 por «o cego dos Vilares», el Sr. Florencio[30].

Para su actuación, el explicador puede subirse a algún taburete o poyo, pero en las fotos disponibles (NM; Est1, Est.2, V) parece ser que está situado al mismo nivel que el público.

La función dura los que se tarda en recitar un romance de 300-350 versos, unos 10-15 minutos con dos partes, si hace al caso. Pero con los cartelones de dos caras, pudieron empalmarse dos sesiones y hasta tres en el caso del cartelón de Francisca Oliria (Est1). Se trata de un espectáculo fugaz y efímero (apenas ha dejado rastros), pero acabada la función, puede repetirse en el mismo lugar, congregando a un nuevo público, o ir con el cartel a otra parte.

No parece que se hayan explotado varios cartelones por un mismo romancero; más bien se explotaría un cartelón único ad libitum hasta agotarlo y cambiarlo por otro, pero sabemos que un mismo cartelón pudo servir para varias historias.

Dejemos para más adelante el tratar de las características del espectáculo y de sus públicos, de su manera de leer imágenes «alargando las orejas» y de apropiarse el relato, de sus reacciones y emociones.

El cartel de feria en la intermedialidad

Observemos, por ahora, que el cartelón no existe aislado; tanto en su génesis como en su recepción y apropiación, vive en una situación de intermedialidad y de competencia con otros medios con los que incluso pudo compartir un mismo lenguaje. Esta situación en gran parte explica su peculiaridad, pero también su decadencia.

Por ejemplo, conviene relacionar el cartel de feria con los llamados romances de ciegos, preexistentes u originales, que son el principio y el fin del espectáculo de cartelón. Y observar que por muy tremendo y truculento que fuera el crimen o el caso narrado, a la hora de imprimirlo con la tradicional viñeta frontispicial, nunca llega esta al grado de obscenidad observada en las pinturas de los cartelones.

Dichos relatos se inspiran cada vez más en fuentes periodísticas que, como se ha visto, vienen a ser como un aval para la veracidad de lo relatado. Como observaba Nuevo Mundo, en su interpretación gráfica, los cartelones son «precursores de los modernos periódicos ilustrados: sus coplas son los artículos y sueltos de hoy y sus pintorreados estandartes desempeñaban el papel de información fotográfica» (NM). A la prensa ilustrada o gráfica y al fotoperiodismo no les costará mucho desbancar estas formas primitivas mucho menos eficaces en cuanto a difusión.

Pero los cartelones también compartían recursos con otras formas de expresión gráfica, como los pliegos de aleluyas que también llegaron a tratar temas de actualidad valiéndose de viñetas generalmente comentadas, al pie, por sendos dísticos de cuño oral y memorizados (Botrel, 2002), o algún ventall, por ejemplo, Enfermedad de la época, editado por Miguel Sala, que contiene once pequeñas escenas secuenciadas y enmarcadas en otros tantos recuadros de distinto tamaño, con un comentario en versos donde unos números remiten consecutivamente a cada cuadro (Martínez, 2014, 49). Se emplea el mismo sistema de referencia a la imagen en los pies explicativos de alguna estampa, como en la Noticia histórica de Gibraltar publicada en el reverso de la Cansó den Barceló (Botrel, 2019, 411).

Como lo hizo Schwartz (1999) para París, convendría documentar la presencia en Madrid y demás ciudades, pero también en la España rural, de otros espectáculos de este tipo, gratuitos o de pago. Unos sucesivos cortes sincrónicos en el consumo cultural de los años 1880, 1900 y 1920, permitirían situar mejor tal o cual modalidad de consumo, el cartelón entre otros. Porque el cartelón como espectáculo se ha de situar dentro de un amplio abanico de espectáculos de feria o callejeros: algunos venían de muy atrás como los bululús, los titiriteros ambulantes[31], los cómicos de la legua[32] o el teatro itinerante y luego portátil[33]; otros más recientes como los panoramas y dioramas, los cosmoramas o tutilimundi[34], las cajas de vistas estereoscópicas iban siendo superados por los cuadros disolventes[35] y, a finales del siglo xix, por el cine de feria. Las mismas exposiciones de figuras de cera en las barracas de feria, también atentas a la actualidad y de mucho efectismo, se acompañaban con comentarios a cargo de un explicador[36]. Conste que la prensa con la creciente presencia de fotografías en sus planas vino a ser todo un espectáculo ofrecido a la vista de todos en los kioscos[37] o por los voceadores, sin que se acentuara de manera notoria la propensión de los periódicos por llenar sus columnas con relatos de crímenes otrora denunciada por Galdós.

Sin embargo, la mayor competencia para el cartelón posiblemente haya sido, además de la masificación del impreso, la proliferación de las imágenes industriales, incluso en color, en el ámbito público y privado.

Con la introducción de la cromolitografía en los años 1880 (sobre papel o sobre metal) y la multiplicación de carteles que dejan de ser únicos (carteles de toros, de fiestas, de anuncios de entregas, etc.) y de los envases, etiquetas y envoltorios para la comercialización de los bienes de consumo se va a cromatizar más aún el entorno visual de los españoles de las ciudades, Incluso en los suburbios y en el campo, los muros se van coloreando, como, por ejemplo, con las placas de hierro esmaltado y pintado con el lema «Abonad con nitrato de Chile».

En la escuela, los maestros, con la vara en mano, ya explican a sus alumnos unos cuadros y mapas murales de colores. La propia enseñanza de la doctrina cristiana o de la historia sagrada que, en España, no parece se haya valido del medium de los cartelones, se apoya en imágenes murales cromolitografiadas, modernos retablos de amplia difusión. Las láminas de las novelas por entregas ofrecen un acceso al color barato pero tenido por un lujo (Botrel, 2019b), y los cromos y cajas de cerillas, previa colección y ordenamiento, también pueden llegar a contar, con otros códigos visuales, los sucesos de actualidad (Botrel, 2005, 2013). Los propios pliegos de aleluyas no pueden resistir el embate de los primeros tebeos a partir de 1915 y la generalización de la literatura infantil ilustrada en los años 1920 (cf. González, 2011).

Así las cosas, los primitivos pero impactantes colores de la plástica de los cartelones bastante parecidos a los que caracterizaban las muestras descritas por Solana en los puestos del mercado de la plaza de la Cebada (GS4, 560), pronto parecerían cosa de otro tiempo y llamarían menos la atención de los espectadores habituales.

En cuanto al comentario oral que acompaña el cartelón, sigue siendo consubstancial de las primeras proyecciones de cine mudo en las ferias, con su explicador[38] , hasta que los letreros y la sonorización («¡Ay Teodoro llévame al cine sonoro!», se cantaba ya en los años 1930) hagan que los personajes hablen sin la mediación de nadie, con superior capacidad expresiva y narrativa, y acaben con la función y el oficio. La palabra y la música grabada ya se pueden escuchar en las «máquinas parlantes» y pronto en la radio. Se va estableciendo otro tipo de relación con la imagen y la palabra oral.

¿Habrá incidido en la decadencia del cartel de feria la creciente alfabetización y capacidad lectora de la sociedad española acelerada a partir de principios del siglo xx, con la consiguiente evolución hacia una mayor autonomía y un consumo cultural más individual? Se observará que esta tendencia de que se beneficiaron menos las clases populares y la España rural (en 1931, casi seis millones de españoles mayores de 6 años siguen siendo analfabetos[39]), no fue rémora para que siguiera teniendo cierta vigencia la literatura de cordel con la que el cartel de feria mantiene tantas relaciones.

Más cauto será buscar las causas de tal decadencia en la conjunción de todos estos factores que hacen que, en los años 1930, el espectáculo del cartelón aparezca ya como casi arcaico y residual, hasta folklorizarse después de la Guerra civil.

Revival y folklorización del cartel de feria

Si, en 1937, al hacerse eco desde su exilio argentino del asesinato de F. García Lorca, el artista gallego Luis Seoane opta por la representación de un ciego delante de un poético y expresivo cartelón colgado de un vigoroso árbol, dándole una dimensión poética y popular (Rodríguez Fer, 1998), en 1952, al adaptar al cine, en La laguna negra, el poema La tierra de Alvargonzález de Antonio Machado, Arturo Ruiz Castillo, utiliza el cartelón que aparece en una de las escenas iniciales como un marcador histórico de la España profunda, claramente asociado con el crimen, y todavía inteligible por los espectadores[40]. Lo mismo había hecho Edgar Neville, en 1946, en su película El crimen de la calle de Bordadores[41], y también se puede comprobar en El crimen de Cuenca de Pilar Miró (1979) donde, en la Plaza del ayuntamiento de Borox, se escenifica una función de cartelón de feria con un cartelón apócrifo, y un ciego que vende coplas del Crimen de Cuenca: las compra un lector del que se da a entender que no sabe leer[42]. En 1973, en la primera viñeta del pliego de aleluyas que Alfredo Alcaín dibuja para el Romance de «El Lute[43]» de Luis Carandell, se acentúa la dimensión nostálgico-folklórica al representar al propio Carandell explicando con vara en la mano un cartelón de su propio romance[44] (Ilust. 12).

Otra cosa es, en la misma época (1970-1985), el explícito, aunque fallido, intento de Isaac Díaz Pardo de resucitar el cartelón, con fines entre militantes y didácticos. Para las Edicions Castro de Sargadelos dibujó cinco carteis de cego, donde, en soportes de papel de 86 x 128 cm desplegables, se narran sendas historias, valiéndose de un lenguaje escripto-visual. Se utiliza un número variables de cuadros o viñetas en blanco y negro a las que acompañan, como en los pliegos de aleluyas, al pie, unos comentarios en versos, en lengua gallega, extraídos del correspondiente romance. Son las historias de Paco Pixiñas. Historia dun desleigado contada por il mesmo (Ilust. 13), con versos de Celso Emilio Ferreiro alias Aristides Silveira, y A nave espacial (1970), O marqués de Sagardelos (1970), O crimen de Londres (1977), basado en un hecho real, y Castelao (1985), con versos del propio Díaz Pardo (DP). Interesa notar que para la prevista performance en mercados y ferias acompañaba una música (transcrita en la publicación) de Isidro B. Maiztegui o Ramiro Cartelle. No consta que dichos carteles llegaran a presentarse según las modalidades de marras, pero sí se sabe del experimento de un cego-robot[45]: el que las propias autoridades franquistas posiblemente fascinadas por la tecnología aplicada a algo tenido ya por folklórico no se dieran por enterados de la carga política de Paco Pixiñas hizo que sus conceptores y promotores lo retiraran[46] (Rodríguez Fer, 1998).

Años después, en 1998, en formatos intermedios entre el pliego de aleluyas y el cartel y en tiempos de cómic boyante, se publicarán dos carteles dibujados por Sabelas Arias para la Hestoria d’un crime (O cego de Xestosa) de Xavier Prado (Lameiro) y Copla do casamento por sorpresa[47].

Un paso definitivo hacia la folklorización puede observarse en la puesta en escena callejera, en 1999, de unos Cantares y sones de ciegu nasturies por un grupo de diez «ciegos» en el que no falta el explicador de un cartelón realizado ex profeso[48].

Lo que nos dice el cartel de feria

El cartel de feria, dicho sea con las muy certeras palabras de Claudio Rodríguez Fer (1998), «fue históricamente un medio de comunicación de masas verdaderamente integral». Invita a prestarle atención sin prejuicios –y desde luego sin la excluyente etiqueta a priori de «popular»–, relacionándolo con otras modalidades de producción y consumo cultural con las que comparte características para procurar situarlo sin aislarlo: la fascinación humanamente compartida por la representación de lo más horrible, novedoso o extraordinario y el discurso que lo acompaña no ha cejado, aunque, como ya observaba Julio Caro Baroja (1969), su expresión va ahora por otros cauces.

Situarlo como un momento, pues, que, dentro de unos años, tal vez caigamos en la cuenta que compartía más características mediáticas y tecnológicas de lo que parece con los espectáculos de diapositivas del carrusel de marras o el mirífico y up to date power point de hoy.

Jean-François Botrel
Université Rennes 2



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Torres Domènech, Joan, Josep M. Mas Gispert, Fotògrafs de Riudoms en el primer terç del segle XX, Riudoms, Associació Cultural Amics de l’Om, 2011 (Rivoumorum. Col.lecció de separates d’estudis riudomencs, núm. 8).

Urrutia, Louis, «Pío Baroja y Julio Caro Baroja frente a la literatura de cordel», en Volksbuch-Spiegel seiner Zeit? Herausgegeben von Angela Birner, Salzburg Abakus Verlag, 1987, pp. 173-185. (Romanisches Volsbuch, Band 7).




NOTAS

[1] «Ese cartelón que mostraba fuera de las iglesias alguna historia cristiana digna de admirar» (Díaz, 2011).

[2] Los taolennou o tableaux de mission que, desde el siglo xvi sirvieron en Bretaña para la predicación y la edificación religiosa, incluso en las romerías y ferias (cf. Roudaut, Croix, Broudic, 1988).

[3]gallica.bnf.fr/ark:/12148/btv1b84313237

[4] Heintzen, 2022, p. 123. Véase en este mismo libro pp. 49, 120-121, 124, 140, 252, 640, 654-5, 662, 665, más representaciones de escenas con cartelones.

[5] Cf. https://fr.wikipedia.org/wiki/Chanson_bretonne

[6] Como el representado por I.T. van der Vooren cerca de la estatua de Erasmo en Rotterdam a finales del siglo xviii (circa 1790) (cf. Salman, 2014, 74)

[7] Cf. Cheesman (1994).

[8] Véase, por ejemplo, la «cantastoria della Madonna del Carmine» (Eichler/Wynen, 1975, 90).

[9] Véase el «ciarlatano in Piazza» representado por Bartolomeo Pinelli (http://www.arthistory.upenn.edu/ashmolean/Pinelli/Pinelli_image.html). Agradezco la información a Laura Carnelos quien en su Con libri alla mano (2012) documenta, p. 226, un «canta in bancho», un tal Jacopo Modenese, quien, en 1545, anuncia sus impresos con un estandarte en el que viene pintada una «donna nuda con nella mano sinistra una lingua mozatta e un coltello nella destra, simbolo della bugia punita».

[10] En Clemente/Pedrosa (2017, 42), se reproduce el testimonio de Wenceslao Fuente Sánchez quien recuerda que, entre 1945 y 1952, en Castellar de Santiago (Ciudad Real), «el tío de los romances […] en una vieja cartela con escenas dibujadas en colorines iba señalando las diversas escenas sobre las que se desarrollaba la trama del romance» y, según Luisa Chaparro, hasta los años 1965 o 1966 que fue cuando llegó la televisión, venía a Castellar un titirisero que «tenía un cartel con 4 o 5 figuras e iba con una vara señalando lo que pasaba» (Clemente/Pedrosa, El ocaso de las coplas de ciego…, por publicar). En Salamanca, a principios de los años 1980, mi colega Luc Torres presenció una escena similar.

[11] Cf. Iglesias (2018, 272) y https://gl.wikipedia.org/wiki/Canto_de_cego

[12] En 1927, Fernando Villalón, «quizá recordando el libro Carteles de Ernesto Giménez Caballero» (hipótesis de Adriano del Valle), quiso bautizar Cartel de feria la revista que, al final, iba a ser Papel de aleluyas (Issorel, 2007, 17).

[13] De los documentos encontrados hasta ahora (fotografías, cuadros, artículos de prensa y testimonios literarios) se da el detalle al final y se reproducen algunos de ellos. A dichos documentos se remite por un sistema de abreviaturas cuya clave consta en la bibliografía. Es de esperar que se pueda ir completando la documentación, muy especialmente con fuentes policiales.

[14] «Hubiera sido interesante, para la curiosidad popular y folklórica, fotografiar y guardar las relaciones que los comentaban», observaba Pío Baroja cuando los carteles de feria ya habían desparecido (PB3, 22). Joaquín Díaz estuvo a punto de comprar un cartelón a un anticuario de Sepúlveda, pero le pareció muy caro entonces: «ahora lo hubiese adquirido aun quitándomelo de la comida», me comenta (mensaje a JFB de 2-4-2020).

[15] Agradezco su ayuda a Laura Carnelos, Inmaculada Casas-Delgado, Joaquín Díaz, Serge Salaün, Alison Sinclair y Ramón Villares.

[16] El héroe del cerco de Cascorro, Eloy González, durante la guerra hispano-cubana, en 1896.

[17]La Esperanza, 12 de abril de 1848.

[18] Es de esperar que la base de datos «Mapping Pliegos» (http://biblioteca.cchs.csic.es/MappingPliegos/) pronto pueda ayudar a ubicarlas.

[19] Diagnóstico de Serge Salaün en un mensaje a JFB de 4-11-1920.

[20] El último propietario del penó o cartelón fue Josep Tell Rovira quien lo heredó de su tío político, el romancer Enric Ferré (en el centro de la foto con una guitarra). Según el autor de un arículo publicado en L’Om en junio de 1984, últimamente, el penó «sortia quan es muntava una gatzara o s’organitzaven uns esquellots, mitjançant els quals es donava un concert de bon humor al vidu o al conco que era a punt d’entrar en matrimoni». Desgraciadamente, la hija de Josep Tell, Montserrat Tell, no sabe dónde está el penó (gracias a Elena y a la xarxa d’informació de Riudoms).

[21] Compárese con los muy numerosos ejemplos suministrados en Eichler/Wynen (1975), con reproducciones de cartelones en color, obra algunos de pintores casi especializados y desde luego no anónimos, como Adam Hölbing (1855-1929).

[22] Véase: http://www.artnet.com/artists/jean-andre-alfred-cluysenaar/les-mnestrels-6u3DEDilzTMkGPLNHPk-XA2 (consultado el 15-10-2022).

[23] «Siendo mocete, he llegado a ver y oír a un ciego de sombrerón y capa que, con deje gangoso, explicaba las fases de un crimen sobre los cuadros de un cartel en que los chafarrinones de rojo se prodigaban espeluznantes», recuerda José Ma Iribarren (I, 20).

[24]Según el libretista Ernesto Polo (Mi vida entera para ustedes, Madrid, J. G. Saro, 1956, citado por Ceballos (2021, 33).

[25] En la foto «La ciega rasca su violín ante el cartelón tremendo de los crímenes» (R. A., «La romería de la Esclavitud en tierras de Santiago», n° 243, Estampa, 3-9-1932).

[26] Equivalente al precio de 10-14 panes de 700 gramos según las provincias, menos que el sueldo medio de un jornalero. Supondría la venta de 50 pliegos a 10 céntimos.

[27] Francisca Oliria, por ejemplo (Est1), se queja de «los guardias que vienen a echar[la] de las esquinas».

[28] No se encuentran en España, como en Alemania, verdaderas dinastías de profesionales como los Schäff, Damm o Rosemanndedicados a enseñar sus carteles en las ferias, con verdaderos muros de imágenes (cf. por ejemplo, Eichler/Wynen, 1975, 12-13).

[29] «¡Hagan el favor de no interrumpirme! ¡Cómo se conoce que no tienen que decirlo de memoria!», se exclama el titiritero que recita las «Aleluyas del zapatero mansurrón y la Fierabrás de Alejandría» en La zapatera prodigiosa (GL 236). En Los cuernos de don Friolera, el «Romance del ciego», compuesto por Valle-Inclán y recitado al final, da una idea de lo que sería la relación entre lo visto y lo oído.

[30] Cf. las grabaciones que acompañan el libro de Iglesias/Dobarrio (1998-1999).

[31] Véase el cuadro de Luis Menéndez Pidal, Guiñol en la aldea (1913), reproducido en Ea Señores Usías (Ilust. 11), los fantoches del compadre Fidel en Los cuernos de don Friolera de Valle-Inclán y, por supuesto, los cristobicas andaluces recordados por Lorca (García Lorca, Federico, Obra completa III. Teatro, 1, Madrid, Akal, 2008, p. 38).

[32] Véase la película de Mario Camus, Los farsantes (1963) y la Fernando Fernán Gómez, El viaje a ninguna parte (1986), inspirada en La carpa de Daniel Sueiro,

[33] Antes y después de la Barraca y del Teatro del pueblo de Alejandro Casona. Cf. Montijano Ruiz, Juan José, De la carreta a la carpa. Apuntes sobre los teatros ambulantes de variedades en España, Vigo, Academia del Hispanismo, 2011 y Botrel (2014a).

[34] Véanse la ilustración de Lizcano para los Episodios Nacionales Ilustrados de Galdós o la de Ortego (El Museo Universal, 28-7-1861).

[35] En 1882, por ejemplo, pretende Fermín Berastegui y Pagola instalar en las azoteas de la Puerta del Sol, una caseta de madera para la colocación de cuadros disolventes anunciadores (JFB, en prensa 2).

[36]Véase, por ejemplo, la figura del explicador («un viejo con chaquet, botines y peluca postiza, con mucho acento francés») en Gutiérrez Solana, José, La España negra (Obra literaria, Madrid, Taurus, 1961, p. 319).

[37] Como el kiosco de periódicos descrito por Solana (GS4, 557): «tras sus cristales vemos, entre los periódicos, pliegos de aleluyas, de soldados, amarillentos por el tiempo y el sol; hay también romances de ciego: la historia de Luis Candelas, las hazañas del valiente gallego Mamed Casanova, la partida de la Mano negra, etc.».

[38] Cf. Javier Barreiro, «El ruidoso cine mudo» (2012) https://javierbarreiro.wordpress.com/2012/05/22/el-ruidoso-cine-mudo/

[39] En España el número de alfabetizados fue multiplicado por 3 entre 1860 y 1920 pero con grandes disparidades (unos 20 puntos) entre la España urbana y la España rural y, en 1930, casi 6 millones de españoles mayores de 10 años analfabetos o semianalfabetos.

[40] Véase una secuencia con un cartelón con seis cuadros colgado de un palo sujetado por un chaval joven ayudante del recitador quien pregona y reparte pliegos coplas https://www.youtube.com/watch?v=etcE2682RbM (cf. Inma Casas, 2017, 226).

[41] «... cuyo comienzo presenta a un hombre en la Puerta del Sol vendiendo aleluyas con otro cartelón de nueve cuadros (que) da cuenta de un crimen pasional» (Álvarez Barrientos, 2002, 11).

[42] . (cf. You tube https://www.youtube.com/watch?v=1y6QB66_h90 (cf. Casas, 2017, p. 226).

[43] «El bandido de más fama/de los que en tiempo modernos/pisan la tierra de España», o sea: Eleuterio Sánchez Rodríguez, nacido en 1942.

[44] Carandell, Luis, Los romances de Carandell, Madrid, Videosistemas SA, 1973.

[45] Un ciego autómata robotizado, presentado en la Feria de muestras de La Coruña en 1971, que movía los labios y los brazos, tocaba el violín y cantaba el romance (grabado en una cinta magnética) mientras por trasparencia se iban mostrando las viñetas del cartel.

[46] Una producción similar, de 1973, es el cartel ¡Encagez-vous! (DL M 21 306-1973, A. G. Luis Pérez, S. Bernardo 82, Madrid 8), obra del CCCV (Colectivo de creación de la Casa de Velázquez, compuesto de Michel Brugerolles, Serge Salaün y Jean-François Botrel).

[47] Insertos en Rivas/Iglesias (1998-1999).

[48] Cf. la foto correspondiente en el libreto que acompaña el CD: Ea Señores Usías. Cantares y sones de ciegu nasturies, Fono Astur, 1999, DL AS-3307/99).



Mirar, escuchar, leer el cartel de feria: un espectáculo para el pueblo

BOTREL, Jean-François

Publicado en el año 2022 en la Revista de Folklore número 490.

Revista de Folklore

Fundación Joaquín Díaz