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Noviazgo y matrimonio en Extremadura (I)
Noviazgo y matrimonio en Extremadura (II)
Noviazgo y matrimonio en Extremadura (y III)
Introducción
Antaño, en Extremadura, como en otras comarcas españolas, cuando las muchachas salían de la escuela a los catorce años, si es que no salían antes por motivos familiares o de trabajo, urgía que comenzaran su preparación para el matrimonio. Al no tener otra perspectiva vital en su horizonte —muy pocas mujeres estudiaban entonces—, era muy importante que cuando hubiera trascendido el paso de niña a mujer pensara en tener novio, tanto por su propio bien —se decía que con el matrimonio tenía ya su vida resuelta— como el de sus padres, pues si ningún mozo la pretendía, hacían acto de presencia las murmuraciones y burlas populares, achacándole algún defecto o algún pecado que la mantendría soltera y sola de por vida, máculas que recaían igualmente sobre los mismos progenitores. El noviazgo era, pues, un rito de paso que se iniciaba con la confección del ajuar y otras docencias, tales como los secretos de la cocina, que la madre, o en su defecto un familiar femenino, iban inculcándole poco a poco, de modo que cuando llegase el momento de formar su propia familia estuviese preparada adecuadamente.
Y, para empezar, en Extremadura, como en otras comunidades españolas, eran numerosas las industrias o fórmulas prenupciales a las que recurrían las mocitas casaderas, o los mocitos de tal guisa, pues también ellos o sus familias usaban, aunque menos, de esos ardides adivinatorios para conocer su futuro amoroso —¿quién no ha recurrido alguna vez al «me quiere, no me quiere», deshojando margaritas?—. Una de estas recetas proféticas se basaba en el canto del cuco, pues numerosos pueblos y ciudades de nuestra comunidad tenían fe ciega en este animal, por creerlo el pájaro más sabio de la creación. Así, en Caminomorisco, Santa Cruz de Paniagua y Descargamaría, pueblos cacereños todos, las mozas recurrían a él para saber cuántos años faltaban para que contrajesen matrimonio. La manceba en cuestión salía al campo las tardes de primavera y, cuando oía su canto, le formulaba la pregunta:
Cuquinu del rey,
patinas d’alambri…
¿cuántus años me quean
para casalmi?
El número de cucús escuchados era la respuesta a su consulta. Y las mozas decían que el cálculo era cabal. La falta de respuesta era tenida como que el matrimonio iba a celebrarse el mismo año. Por eso, en Pozuelo de Zarzón (CC), «cuando una moza iba a casarse se le decía que ya no le cantaba el cuco, lo que equivalía a señalar que su boda se celebraría después de la primavera». Y cuando una joven se veía obligada a contraer matrimonio a causa de un embarazo, se oía decir en Torrejoncillo (CC) «que a la tal el cucu ja le jizu el últimu cucú» (Domínguez Moreno, Culto a la fertilidad en Extremadura, pp. 19-21). Sin embargo, en Malpartida, Arroyo de la Luz, Cañaveral, Zorita, Hervás, Sierra de Fuentes y Aldea de Trujillo, pueblos cacereños igualmente, consideraban que si el cuclillo no respondía a la demanda de la moza casadera era señal de que iba a quedarse soltera. «La misma idea sobre la anunciada soltería —añade Domínguez Moreno— se da en unos versos de cierta loa o auto popular que se escenificaba en Ahigal a primeros de siglo. Patricia, la vieja ermitaña de Santa Marina, soltera y nunca pretendida, dice a un galán:
Cuando al cuco pregunté
y no l’escuché su canto,
bien sabía que quedaba
pa vestil a tos los santos.
En otros lugares se procedía a sembrar ciertas semillas en determinados lugares o fechas del año para conocer cómo sería el futuro novio o la futura novia; el usar una aguja de una recién casada o saltar las hogueras de San Juan o bailar junto a ellas para favorecer los noviazgos; el recurrir a los santos casamenteros, como el san Cristóbal de la ermita de Belén, a quien las mozas zafrenses, solicitantes de novio, sobaban las piernas en su romería en demanda de novio. Aunque el santo casamentero más recurrido, tanto en Extremadura como en el resto de España, es y fue san Antonio de Padua, a quien las mocitas en edad de merecer recurrieron siempre con súplicas y cumplidos. Claro que, si el santo paduano hacía caso omiso a tales requerimientos, las había que no dudaban en hundir su imagen en las aguas de pilares, charcas o pozos, como antaño se hacía en ríos con algunas diosas benefactoras de la fertilidad, como Cibeles o Atenea. Esta pagana y supersticiosa costumbre quedó reflejada en la siguiente copla, conocida a lo largo y ancho de nuestra comunidad con ligeras variantes, especialmente en el partido de Llerena (BA):
Tú fuiste la que metiste
a san Antonio en el pozo,
y le diste zambuyías
pa que te saliera novio.
Antiguamente, en Olivenza (BA) las mozas casaderas ejecutaban una danza ritual ante san Francisco Solano, abogado de las enfermedades relacionadas con la malaria y el paludismo. Al término de la procesión en honor de este santo, las mancebas besaban su imagen y le cortaban el hábito en trocitos, que guardaban como reliquias en el ánimo de conseguir novio. «Esta antigua danza se ha perdido (aunque algunos quieran ver su continuidad en la danza conocida como el paspallón), desplazándose posteriormente hacia San Juan y San Antonio las peticiones de las mozas casaderas para lograr pareja» (Raíces, tomo I, p. 44). En el claustro del monasterio de Guadalupe (CC) se encuentra la estatua yacente de fray Gonzalo de Illescas. Pues bien, si quienes visitan el lugar se fijan, podrán apreciar que su nariz casi ha desaparecido. Motivo: el continuado sobeo al que ha sido sometido su apéndice nasal por parte de las mozas casaderas, ya que era creencia arraigada que tal fricción propiciaba el matrimonio. En Montehermoso (CC) se conseguía novio pasando por debajo de las andas del santo que estuviese dispuesto en la iglesia para salir en procesión. Por su parte, las féminas de Portaje (CC) lograban su príncipe azul comiendo su merienda a la vera de la ermita de la Virgen del Casar el día de su romería. En Montánchez (CC) lograban ennoviarse dentro del año aquellas zagalas que daban tres vueltas completas en torno a la piedra bamboleante, también conocida como el cancho que se menea, situado en el pico llamado de la Cogolla, a unos cuatro kilómetros de la localidad, rezando al mismo tiempo un avemaría.
En otras localidades cacereñas, la luna era el oráculo al que se imploraba en demanda de novio. Así, en Granadilla y su tierra, las mozuelas se dirigían al astro de la noche, con esta letanía:
Luna llena,
luna llena,
dame un novio
que me quiera.
Igualmente, en Ahigal, las muchachas se reunían las noches de luna llena y formaban un corro asidas de la mano y, mientras giraban, iban entonando esta canción:
Luna, luna, lunera,
dalmi un noviu aragoné:
No m’importa quesea mancu
ni que miri del revé,
y que no tenga narices
ni qu’esté coju d’un pie,
ni que andi por la noche
por encima las parés.
¿Onda está esi mi noviu?
¿Onda está?, que lo veré.
A la una, a las dos
y a las tres.
En ese momento, las mozas se soltaban y levantaban los brazos mientras miraban a la luna y así permanecían unos momentos, en silencio, hasta que bajaban de nuevo los brazos y se agarraban otra vez. Volvían a girar y la ceremonia finalizaba con esta cantinela:
Al mi noviu l’encontrau,
al mi noviu l’oncontré.
A la luna, luna, luna,
la luna, luna, oré.
Al mi noviu l’oncontré
y prontu me casaré.
Las mozas aseguraban que el sortilegio surtía efecto y que terminaban casándose con el mozo que habían imaginado con el embrujo de la luna.
En Cilleros (CC) escuché hace bastante tiempo a una vecina que el Lucero del Alba —es decir, el planeta Venus —era una moza enamorada que se levantaba de amanecida para saludar y despedir a su amado, que partía al trabajo con los demás jornaleros. Como no había tenido tiempo para desayunar, las mocitas cilleranas casaderas ponían en sus ventanas algo de pan, leche y fruta para que la cándida enamorada pudiera saciar su hambre. Esta, a cambio, decían, les obsequiaba con un novio tan trabajador como el suyo. Igual costumbre se mantuvo en otras localidades de la sierra de Gata hasta no hace muchos años.
También existía en algunas localidades cacereñas la costumbre de mirar al cielo durante los meses de estío, especialmente en julio y agosto, para contar un número determinado de estrellas, marcado por la tradición. En las comarcas del valle del Alagón y la sierra de Gata, y en las proximidades con la frontera portuguesa, el cómputo era de nueve y nueve los días seguidos que la moza debía efectuar el recuento. En otros municipios cacereños, la computación se iniciaba con nueve, número que se iba reduciendo hasta llegar al uno. Si por alguna circunstancia —olvido, nublado…— la joven en cuestión dejaba un día de cumplir con el ritual, debía comenzar nuevamente. Pero, de ningún modo, podía mirar al cielo una vez lo concluyera. Si todo lo cumplía como era debido, la última noche soñaría con el joven que la llevaría al altar. El mismo afortunado sueño con el futuro novio lo conseguía la moza que colocaba durante tres noches seguidas un espejo bajo la almohada, intentando que su cabeza descansara en el centro del espejo.
Una de las fechas más propicias para este tipo de adivinaciones, augurios o sortilegios era la mágica noche de San Juan o su víspera. Así, para ver la cara del futuro marido, o de la futura mujer, al dar las doce de la noche, víspera de tal fiesta, se rompía un huevo en un baño o vaso con agua, mientras se tenía en la mano un espejo. Mirando atentamente al huevo y al espejo, se veía reflejado en el cristal el rostro del futuro esposo o esposa. En otros lugares había que esperar a la semana siguiente para ver las figuras que la yema y la clara del huevo formaron sobre el agua. Con ello se deducía el oficio del futuro consorte. También para conocer el oficio del ulterior marido, a las doce en punto de ese día, se fundía un poco de plomo en una sartén y luego se echaba en un baño con agua fría. Al caer el plomo derretido en el agua, se formaba cualquier figura rara. El mayor o menor parecido de esta con los oficios entonces conocidos daría la pista para adivinarlo.
Este rito del huevo y el agua era seguido prácticamente por todas las localidades de la Alta Extremadura, aunque algunas sustituían el huevo por harina o salvado, o por plomo o cera derretidos. En todos los casos se tenían en cuenta las figuras que se creaban en la superficie del agua. En las localidades cacereñas de Alía, Zarza la Mayor y Eljas, y en la badajocense de Benquerencia de la Serena, ponían bajo su almohada un espejo la noche de San Juan para ver reflejado en el cristal el rostro de su amado.
En Mirabel, Serradilla y Casas del Monte, municipios cacereños todos, la costumbre consistía en que la mocita casadera debía asomarse a la ventana antes de que saliera el sol. El primer hombre que viese pasar bajo ella, ya fuese soltero o viudo, acabaría desposándola. En otras localidades y «prácticamente en toda la provincia, la moza aguardaba atenta para oír la primera voz que sonara, ya que esa correspondería a la primera letra del futuro esposo» (Domínguez Moreno, Culto a la fertilidad en Extremadura, p. 21).
En la comarca de Trujillo (CC), la noche de San Juan las mocitas casaderas escribían en distintos papeles los nombres de los mozos que desearían como maridos y los dejaban a la intemperie. Y al día siguiente, antes de que saliera el sol, enrollaban todos los papeles y los ponían en un recipiente con agua. El nombre escrito en el primer papel que se desdoblase indicaría quién sería su futuro marido.
Publio Hurtado (Supersticiones extremeñas, p. 119) escribe que otra costumbre no menos extendida entre las mocitas casaderas era la de cortar al anochecer tantos cardos en capullo cuantos eran sus pretendientes. Después de quemarles los tallos, ataban cada uno de estos con una cinta de distinto color, siendo requisito en unos lugares, como en Mérida (BA), que fuese de alpaca; en otros, como Benquerencia (BA), de lana; en Montehermoso (CC), las ligas de la consultante; en Galisteo (CC), los ataderos del moño… Luego los colocaban debajo de la cama, y el que por la mañana hubiese florecido indicaría cuál de los mozos sorteados había de ser «el inevitable cónyuge».
Y Hurtado se pregunta con cierta sorna: «¿Y las que no tienen galán?... ¡Pobrecitas! Esas buscan por los campos nueve flores diferentes, entre las que es indispensable la llamada “corazoncillo” y, haciendo con ellas un ramillete, métenlo debajo de la almohada al acostarse. ¿Para qué?... Para soñar. ¡Piden al sueño las plácidas quimeras que el mundo real se empeña en no brindarles!».
En otras ocasiones, en el pretendido intento de conocer el futuro que el destino deparaba a la pareja, llevaba a que fuesen ambos, él y ella en comandita, quienes participasen del ritual adivinatorio, donde no podían faltar las supersticiones. Así, en Trujillo (CC) —cuenta Hurtado— los enamorados echaban en una taza de vinagre siete pelos de cabra negra, y por la mañana los observaban. Si se habían vuelto colorados, era señal evidente de que uno de los dos prometidos podía morir antes de terminar el año en que se hacía la consulta… y, por si acaso, se aplazaba la boda hasta el año siguiente. ¿Y si el color no se alteraba? «¡A la iglesia, que se pierde tiempo!».
Igualmente, en Trujillo, otros «consultores matrimoniales» —también en compañía— iban a la fuente de la Olalla y preguntaban a la señora —¿cristiana o mora?—, que supuestamente estaba allí encantada, si las nupcias tendrían lugar durante el año en curso. Esta pregunta había de hacerse a las once y media de la noche, aunque los amantes debían esperar aún media hora antes de que dos pizarras que había junto a la fuente se abrieran para que surgiese de ellas un carnero negro. «Si este se limita a dar un respingo en la pradera, la cosa no va formal, pero si da tres topetadas en las pizarras antes de volverse a su encantada prisión, la boda será un hecho» (Hurtado, pp. 119-120).
Si un soltero soñaba con tórtolas, significaba que pronto cambiaría de estado. Por el contrario, la presencia en una casa de un aromo —árbol perteneciente al género acacia, de la familia de las leguminosas— alejaba a los novios, dejando solteras a las mozas que en ella moraban. Al menos esa era una creencia muy extendida en la Alta Extremadura.
Cuenta también Publio Hurtado —p. 166— que, para saber si un amor era pasajero o duradero, tanto mozos como mozas usaban una forma tan peregrina como la siguiente: arrancaban una espiga de su tallo, la cortaban por la mitad y volvían a colocar la parte superior sobre la inferior, en la misma forma en que estaba antes de cortarla; la colocaban entre los dedos índice y anular de la mano izquierda sujeta por el tallo, teniendo esta tendida y con la palma hacia arriba, y con la mano derecha se daba un golpe sobre la palma de la mano izquierda o sobre el antebrazo del mismo lado. Si la parte superior de la espiga caía al suelo, el amor del galán o de la dama era intenso y duradero; mas, si permanecía en la espiga como intacta, el amor era liviano y pasajero.
Igualmente, la mocita que quisiera conocer a su futuro marido debía encerrarse en una habitación y quedarse completamente desnuda ante el espejo, con los pies metidos en una jofaina con agua y con una vela encendida en la mano. De este modo vería en el espejo a aquel con quien habría de casarse.
En Talavera la Real (BA), para que una mocita viera la cara de su futuro consorte no tenía más que asomarse a un pozo al dar las doce de la noche la víspera de San Juan.
También en Talavera la Real cogían alcachofas silvestres y las pasaban por la llama. Si la consultante deseaba saber quién iba a ser su marido entre los pretendientes que tenía a la vista, ponía a cada alcachofa el nombre de cada uno de ellos, fijándose bien para retenerlos en la memoria y no cambiarlos después. Hecho esto, arrojaba enseguida las alcachofas bajo su cama y se acostaba, esperando los acontecimientos. Al otro día sacaba los alcauciles para ver si entre ellos había alguno florecido. De no haber ninguno, seguramente es que el nombre de su futuro marido no estaba entre sus adoradores conocidos, o que se quedaría soltera. «Ignoramos cómo se interpreta cuando florece más de una alcachofa. ¿Se casará dos veces la consultante? ¿Habrá pelea? ¡Vaya usted a saber!» (Gallardo de Álvarez, El día de San Juan. Un capítulo para el Fol-klore fronterizo, p. 94).
Las mozas de la sierra de Gata, entre otras, a las doce en punto en igual víspera, ponían debajo de la cama una patata sin pelar, otra pelada a medias y una tercera mondada totalmente. A la mañana siguiente y, como en casos semejantes, antes de que el sol saliera, la joven, que obligatoriamente debía levantarse poniendo el pie derecho en el suelo, sacaba, sin mirar, una de las patatas. Si extraía la que estaba sin pelar, significaba que su futuro novio sería rico; si era la medio pelada, de clase media, y si sacaba la totalmente mondada, de condición pobre. En el valle del Alagón y en las tierras de Granadilla, lo que las mozas casaderas colocaban era una tijera abierta bajo su almohada. La orientación de las puntas indicaría al día siguiente el camino por el que habría de venir su pretendiente.
En Valencia del Mombuey (BA) se utilizaba el método de las habas. Por cada moza consultante había que coger tres habas del tiempo. Una se dejaba entera, a otra se le quitaba la corona o cejilla y a la tercera la mondaban completamente. A la moza que quería saber su suerte, se le escondían las tres habas bajo la almohada de su cama. Ella, al dar las doce de la noche, víspera de San Juan, tenía que acercarse a la cama y sacar una de las habas, que no estarían juntas. Si sacaba la entera, viviría en la abundancia, casada con hombre rico; si cogía la medio pelada, disfrutaría solo de una mediana posición cuando se casase, y si acertaba a coger la que estaba pelada totalmente, así se vería ella cuando se casase con un pobre.
Otra forma: la curiosa que quisiera saber el nombre de su futuro consorte debía subir a la azotea o a la ventana más alta de su casa y a las doce en punto del día de San Juan arrojar un cubo de agua a la calle. Al primer hombre que la pisase tenía que preguntarle su nombre, pues este sería el que tendría su marido.
La que deseaba conocer si sería casada o se quedaría para vestir imágenes, o santos —o «irse de poyetón», como decían en Mérida (BA) y comarca— tiraba un zapato por alto el día de San Juan. Si el zapato caía bocarriba se casaría y si caía bocabajo no habría boda. Otro método era que la consultante cogiese una llave la noche víspera de San Pedro, se subiese a la torre del pueblo o al sitio más alto que encontrase y, alzando la mano con la llave, dijese mirando al cielo: «Señor San Pedro, tus llaves tengo. ¿Me caso o no me caso?». Al día siguiente, a las doce en punto de la mañana, debía asomarse a un pozo para ver en el agua la imagen de su futuro marido si había de ser casada; si no veía nada, era señal de que iba a quedarse soltera.
Y si tales prácticas no surtían efecto, en último caso, la recurrencia al empleo de sortilegios y filtros amorosos por parte de las más desesperadas era notoria; filtros amorosos que —como escribe Domínguez Moreno, Culto a la fertilidad en Extremadura, p. 23— «en Extremadura estuvieron muy en boga y acerca de los cuales existe abundante literatura». Entre tales filtros fueron muy conocidos los que preparaba en Arroyo de la Luz (CC) una tal Inés la Picha, cuya ciencia alcanzaba —según Publio Hurtado, p. 160— «no sólo a embrujar a sus semejantes, sino a desembrujar a los que gimiesen esclavos de ajenos maleficios». Pues bien: esta «dama del aquelarre» —como la moteja Hurtado— era perita en preparar los «polvos del querer». Para fabricarlos, la Picha cogía un lagarto, lo emperraba y, aún vivo, lo pinchaba con una tarama y, una vez muerto, lo dejaba al sol hasta que estuviera totalmente seco. Luego lo reducía a polvo, mientras murmuraba ciertas oraciones, conjuros o encantamientos. Estos polvos, restregados en las manos de un hombre o mujer, lograban que cuantas personas del sexo opuesto que las tocaran quedaran a su merced, yéndose tras él o tras ella, según el caso. Además, para alejar a una novia o a un novio inconvenientes o no deseados, la Picha fabricaba y distribuía otros polvos: los del aborrecer. La compasión y la aplicación eran las mismas que las de sus parientes del querer; solo variaban las oraciones o conjuros murmurados mientras se procedía a la molienda del emperrado lagarto.
También con la gamonita —el asfódelo, su nombre culto— se elaboraba antiguamente «un filtro amoroso irresistible».
«Y no digo nada de la aguja pasada tres veces por entre cuerno y carne de un difunto —escribe Publio Hurtado, p. 177—. Según el ex brujo san Cipriano (a quien se lo reveló un espíritu pitónico), habrá pocos objetos con virtudes mágicas tan sorprendentes. Con sólo tres puntadas que deis con ella en el vestido de la persona que deseéis que os ame y os siga a todas partes, la tendréis loca de amor y persiguiéndoos como perro faldero. Y si se os antoja repetir la suerte con otra y con otra, concluiréis por llevar tras vosotros un rebaño de enamorados».
Por su parte, Domínguez Moreno cuenta —Culto a la fertilidad en Extremadura, pp. 22-23— que en Logrosán (CC) los mozos se fabricaban pulseras de torvisco y se las ponían en la mano derecha. Tocando con ellas a las mozas de su agrado, aquellas perdían la voluntad, «como si estuvieran endrogás», de tal modo que si iba con mala fe «se las podían llevar al catre, sin decir qu’esta boca es mía». Por el contrario, «en Cabezuela (CC) eran las jóvenes quienes acudían a las malas artes». Recogían el trigo que se arrojaba a los recién casados, los molían y hacían un bollo, que en el momento más inesperado daban a probar a los muchachos que deseaban. «De esta manera lograban que los catadores se les convirtieran en perros falderos de por vida».
Actualmente, las costumbres para favorecer los noviazgos no dejan de presentar ciertas concomitancias supersticiosas de magia simpática. Las más comunes son tocar el vestido de una novia el día de su boda, coger una flor del ramo de la recién desposada o todo él lanzado al aire, conseguir un alfiler de su velo… Los tiempos cambian, pero las costumbres, a pesar de que vivamos en una sociedad tan pragmática y progresista como la actual, permanecen.
Pedir el piso
Una particularidad propia de algunas sociedades, especialmente campesinas, fue la tendencia endogámica que las caracterizó, tendente muchas veces a reunir fincas o acumular dinero. Según esta práctica, el miembro de una comunidad, tribu o unidad social debía contraer matrimonio con otra persona de la misma colectividad. Hasta tal punto, que en algunas de estas sociedades estaba totalmente prohibido a sus miembros casarse fuera del propio grupo comunal. Y los pueblos extremeños no fueron ajenos a esta tendencia. Hasta hace algunas décadas la endogamia fue la tónica dominante en Extremadura. Los forasteros, sobre todo los de los pueblos limítrofes, eran mirados con recelo, rechazados sistemáticamente por las jóvenes y alejados por los mozos, puesto que veían en ellos algo muy distinto a simples rivales en cuestiones de amoríos. Según Domínguez Moreno —Cuadernos populares, p. 27—, ellos eran los causantes de los males que cada poco tiempo habían de soportar los lugareños e, incluso, eran los representantes de todo cuanto significaba muerte y miseria. No era de extrañar, por consiguiente, que tuvieran vedada su entrada en los términos cercanos y que, en el caso de que traspasaran la línea de demarcación, se encontraran con la oposición de los habitantes del otro lado, que no repararían en recibirlos con lluvias de piedras. Y concluye diciendo que se parte de la base de que este tipo de peleas se desarrollaban en primavera, no podía dejarse de ver aquí «la expulsión de la esterilidad, de la miseria o del invierno, representados en los jóvenes que son alejados, y la instauración dentro del término de la vida primaveral y del renacer de la Naturaleza».
Igualmente, Félix Barroso —Algunos ritos prematrimoniales del norte cacereño, p. 25— dice que los mozos de un lugar o de una aldea no podían permitir que una persona foránea, ajena a su comunidad, pretendiera llevarse cierta parte de esa misma comunidad, ya que la mocita o novia de ese forastero era tenida como parte consustancial —«como cualquier nacido dentro de los límites de esa comunidad» —de ese lugar y, por ello, un miembro productor y reproductor —la mujer pare nuevos miembros para la colectividad—, imprescindible para el mismo. Por ello, nadie podía «“pisar” el definido territorio de una comunidad determinada sin pagar un canon», exigiendo al forastero un buen precio por esa «venta».
De ahí que esta tendencia endogámica se intentase reforzar con una serie de acciones destinadas a dificultar los planes matrimoniales de toda persona ajena al núcleo local; costumbre que en sociedades más primitivas y arcaicas consistió en la entrega de cantidades estipuladas (bien monetarias, bien en especie) a los progenitores de la joven solicitada, estipendios que fueron variando hasta convertirse en la costumbre que hasta no hace mucho se exigía —o se exige aún— a los foráneos en algunas localidades extremeñas. Costumbre que era —o es— conocida con diferentes nombres y cuyo contenido variaba según los lugares.
Así, esta reclamación era conocida como pedir o como pagar el piso en Garrovillas (CC), Montehermoso (CC) y Las Hurdes (CC), con la salvedad de que en esta comarca cacereña, cuando el pretendiente era de una alquería distinta, pero perteneciente a un mismo concejo, se denominaba media o cobrar la entrada; como pagar el vino en Descargamaría (CC); como echar el piso en Torremejía; como ronda en las localidades cacereñas de Campo Arañuelo, o como pedir la patente en Cilleros (CC), la cántara en Hernán Pérez y Las Hurdes (CC)…
La patente fue en un principio el impuesto, comida o refresco que los estudiantes más antiguos exigían a los novatos que llegaban por primera vez a una posada o colegio mayor, para admitirlos entre ellos. Esta costumbre —común a las universidades españolas y que recogen los clásicos como Quevedo en El Buscón y en algunas de sus jácaras o Solórzano en las Aventuras del bachiller Trapaza— acabó por extenderse a los pueblos —implantado por los estudiantes de la localidad— como impuesto para el forastero enamoradizo que pretendía llevarse a una moza del terruño...
Así, cuando un muchacho forastero cortejaba a una moza, los quintos del año, o los mozos más decididos —en Las Hurdes el alcalde de mozos, el soltero de más edad y de mayor ascendencia sobre los demás mozos— se acercaban al pretendiente y le pedían algo —vino, dinero, una comida…— según la posición económico-social de la chica que se llevaba, pues una vez desposada debía irse, por lo común, a vivir al pueblo del marido. En Las Hurdes, por lo general, el precio consistía en una media cuartilla de vino, por lo que el piso recibía también el nombre de media, y solía servir para que los mozos celebrasen un festejo o para contratar los servicios de un tamborilero en sus salidas de ronda. Si el demandado no ponía resistencia y cumplía lo estipulado, sumándose incluso él mismo al ágape, se le consideraba uno más del pueblo y era bien recibido en los bares, el baile o las fiestas locales. Cuando el novio era de clase trabajadora, él mismo iba a la taberna y pagaba el convite y desde allí le acompañaban todos, en las rondas por las calles y le iban a despedir a las afueras cuando se iba del pueblo. Si, por el contrario, era de clase pudiente, se limitaba a dar la cantidad que le solicitaban, sin más. En caso de no acceder al pago establecido, se le recomendaba por las buenas no volver más al pueblo, y, si desobedecía, estaba expuesto a que le moliesen a palos o a terminar en un abrevadero, remojándose. Incluso, se aconsejaba a la novia que rompiese sus relaciones con él, a lo que ella no solía oponerse. Y si, a pesar de todo, la boda llegaba a celebrarse, la animadversión popular se mostraba con una sonora cencerrada o chucallada el día de los esponsales.
En Montehermoso (CC), el pago del piso era cobrado por los quintos, que se gastaban el dinero recibido alternando por todos los bares del pueblo, aunque a veces podía ser el forastero mismo quien abonaba directamente la cantidad de vino a beber en cada establecimiento.
En otras ocasiones —como escribe Abundio Pulido, Memoria de costumbres y tradiciones perdidas en Montehermoso, p. 212—, el foráneo se resistía a aceptar las condiciones que le imponían los mozos, o le parecían excesivas, y esto traía consigo algunas discrepancias, que daban lugar a discusiones e incluso a la ruptura de la pareja. Aunque «cuando los padres de la pareja en cuestión estaban conformes con la elección de su hija, solían mediar entre los mozos o los quintos, para que no exigieran tanto, pero si había alguno que tuviera intención de declararse a la moza y se adelantaba el forastero, entonces la exigencia era mayor».
Félix Barroso —Algunos ritos prematrimoniales del norte cacereño, pp. 25-26— menciona otra costumbre muy extendida por algunos pueblos situados en la antesala de Las Hurdes, que guardan igual significado ritual que el piso: la de dal de bálago a loh forahteruh. Según dice, solía llevarse a cabo cuando hacían aparición en el baile algunos mozos forasteros, muy peripuestos y presuntuosos que, en ocasiones, «se traían de calle» a las muchachas del lugar. Los mozos viejos o los quintos aguantaban las chulerías un día, pero no dos. Por eso, cuando la situación se repetía, aparecían en el baile dos o tres haces de bálago, que los mozos naturales se repartían, y les prendían fuego. «Con estas teas —añade Barroso—, se acercaban donde los forasteros y se las arrimaban a la culera o a la cara, indicando con ello que ya podían ir abandonando el baile y marcharse a sus respectivos pueblos. A veces, el rito se saldó con serias quemaduras».
Dictados tópicos
Otra prueba palpable de los mecanismos destinados a mantener la endogamia local fueron los dictados tópicos destinados a ensalzar las virtudes de los mozos y las mozas locales y a mostrar repulsa o menosprecio cualitativo hacia los de localidades ajenas a la propia. Valgan algunos ejemplos referidos a las mozas:
Malpartida, Malpartida,
bien te puedes alabar,
que tienes mejores mozas
que el Arroyo y el Casar.
Guijo de Coria bonito,
bien te puedes alabar,
que tienes mejores mozas
que Coria con ser ciudad.
De Abertura,
ni mujer ni burra;
y si puede ser,
burra mejor que mujer.
Logrosán tiene la fama
de mocitas generosas,
Cañamero de borrachas
y Berzocana de hermosas.
Las mocitas alcuesqueñas
tienen mucha fantasía,
to se les vuelve enguaparse
y la barriga vacía.
Buenas mozas tiene Coria,
mejor las tiene Casillas.
Para cantar y bailar
las de Guijo (de Coria) y Calzadilla.
En Jaraíz hay buen vino;
en Garganta, buena planta,
y en Pasarón, buenas mozas,
si no fueran tan borrachas.
Madrigalejo alegre,
aguas del Ruecas,
que crían las mozas
patirrecuertas.
Y de los mozos:
Jarandilla, Aldeanueva,
Garganta y Cuacos,
son los cuatro lugares
de los borrachos.
En Ceclavín, vino tinto;
en el Acebo, limones,
y en la Zarza, buenos mozos,
si no fueran fanfarrones.
Villanueva y Don Benito,
tierra de muchos rateros;
ayer pasé por allí
y me quitaron el sombrero.
Montánchez, corral de cabras;
Valdefuentes, de cochinos,
y el que quiera ver pendones
que vaya a Arroyomolinos.
Aunque algunas veces estos mecanismos defensivos no lograron su propósito, esto es, convencer a los jóvenes que tenían puestos sus ojos en alguna moza forastera de que les convenía buscar sus amores entre las jóvenes locales. Como ejemplo, cuentan el caso de un muchacho de Logrosán (CC) que, aburrido de escuchar improperios e injurias contra las mozas de ese lugar, de donde era su novia, contratacó poniendo como hojas de perejil a las chicas del suyo propio, dedicándoles esta copla:
A Logrosán yo me voy
a por una logrosana,
que las mozas de este pueblo
parecen yeguas serranas.
Algunos ritos de emparejamiento
También se utilizaban otros tipos de actuaciones conducentes a lograr el emparejamiento entre los jóvenes de una misma localidad. Caben destacar los jueves de compadres y de comadres, los casorios, las enramás, los estrechos —Pinofranqueado, Valle del Ibor— o los retozos de Las Hurdes.
Los jueves de compadres y de comadres eran unas fiestas muy típicas de la comunidad extremeña. En Salorino (CC) eran reuniones de chicos y chicas en el domicilio de una de ellas, donde jugaban a las prendas y hacían juegos de manos. En esos mismos días se elaboraban unas papeletas individuales con el nombre de las jóvenes asistentes y se depositaban en un sombrero las de ellas y en otro distinto las de ellos. Los más jóvenes de uno y otro sexo iban extrayéndolas, consiguiendo así emparejamientos de compadres y comadres que duraban todo el año, y que en más de una ocasión terminaban en noviazgo y en boda. Festejo parecido tenía lugar en Cilleros (CC), con bailes y reuniones que el jueves de compadres sufragaban los mozos y el de comadres las féminas. Igualmente, durante los días de Semana Santa, en que estaban vetados los bailes y holganzas análogos, se realizaban reuniones domiciliarias donde los juegos de mesa eran la única diversión.
En Almendral (BA) y otros pueblos de la comarca badajocense de Olivenza, los jueves de comadres y de compadres se celebraban con el nombre de enramá y tenían lugar los jueves anteriores al carnaval, comenzando por el de compadres. Se escribían en pequeños papeles los nombres de los jóvenes de ambos sexos y los introducían en bolsas separadas. Las muchachas sacaban el nombre de los muchachos y ellos los de las chicas, para emparejarse. Y así iban al campo ambos jueves a comer un chorizo pequeño que se hizo a propósito durante la matanza. Y terminaban practicando determinados juegos donde los escarceos amorosos entre los componentes de las parejas eran casi preceptivos. En Valverde de Leganés (BA), un jueves antes del carnaval se preparaban las papeletas para los emparejamientos de los nuevos compadres y comadres de ese año, para luego salir a comer al campo en parejas. En Navezuelas (CC) este emparejamiento tenía lugar el 31 de diciembre, celebración que se conocía como la noche de los añojos.
Los retozos —retozus en dialecto hurdano— eran juegos eróticos que pretendían conseguir el contacto físico entre los jóvenes de ambos sexos. Cuenta Barroso Gutiérrez —Algunos ritos prematrimoniales del norte cacereño, p. 24— que al llegar la Cuaresma, al no haber baile los días festivos, mozos y mozas salían a las afueras del pueblo. Como era época de finales de invierno o principios de primavera, el campo presentaba «un maravilloso dosel, tremendamente atractivo para tirarse indolentemente sobre él».
«Casi siempre era el mozo el que rompía el hielo del ritual. Y a la voz de “¡ámuh a retozal!”, las cuadrillas corrían hacia alguna era o prado, comenzando allí un jolgorio desenfadado pero con unas claras connotaciones sexuales». Los «zagalones» cogían entonces a las mozas y las abrazaban, las besaban en la cara y las agarraban por los pechos. «Y ellas, por su parte, devolvían las caricias cogiéndoles a los mozos por los testículos. Unos y otras, en verdadero amasijo, rodaban por la pradera».
Este divertimiento, según declaraciones de diversos informantes, no era en sí libidinoso, pues según algunos de los mayores que habían participado en él se hacía sin malicia, llegándose a dar el caso de que algún mozo que intentó sobrepasarse recibió de la moza un tortazo que le dejó en evidencia ante los demás. «La segunda parte del “retozu” —añade Barroso Gutiérrez— se centraba en el juego del escondite. En el momento de esconderse entre el matorral, algunas parejas aprovechaban la ocasión para hacerlo juntos y, así, poder emitir sus arrullos amorosos».
Las enramadas eran fiestas populares que, con más o menos variantes, aún se siguen celebrando en numerosas localidades extremeñas, y que estaban destinadas a conseguir, como las de compadres y comadres, emparejamientos temporales de mozos y mozas con vistas a posibles noviazgos endogámicos. La frecuencia de los compromisos formales alcanzados y una numerosa finalización en boda daban muestra del éxito de estos emparejamientos. Matrimonios que habían empezado con el «¡hola, novio!», «¡hola, novia!» con que se saludaban durante el año en que fueron novios de mentirijillas.
En Hernán Pérez (CC), la noche de San Juan se celebraba la fiesta de la enramá debajo de un álamo que había en la plaza. Se colocaban los dos mozos solteros de más edad con dos sombreros antiguos. Dentro de cada uno metían papeletas con los nombres de los jóvenes solteros y de las solteras. Cada uno iba sacando un papel del sombrero procurando así los emparejamientos. Si entre el muchacho y la muchacha no existía inconveniente —por ejemplo, que fueran hermanos o parientes próximos—, se decía: «Va bien», y el pueblo respondía de igual forma, a la vez que aplaudía. Así se iban formando las parejas independientemente de la edad de uno y otro, comprometiéndose él a ir el día de San Juan a casa de la moza que le había correspondido en suerte. Entonces, ella le cosía un ramillete floral en la chaqueta y él invitaba a dulces y vino. Él, por la tarde, la llevaba de paseo y la invitaba a bailar. En la actualidad, el sorteo reúne a todos los vecinos en la plaza Mayor. Los nombres de todos los mozos y mozas solteros inscritos en el padrón municipal son introducidos en un bombo y se procede al emparejamiento; emparejamiento que no implica una aceptación obligatoria. Después, y durante dos días, ella regala un ramo silvestre al mozo que le haya tocado en suerte y él la acompaña a todos los actos de la fiesta como si de novios formales se tratase.
En el municipio hurdano de Pinofranqueado (CC), la fiesta tiene lugar el 24 de agosto, fecha en que se celebra al santo Bartolomé, también conocido por estos pagos y otros del valle del Alagón, como san Bertol o san Bertolo. Ese día se reúnen los mozos y mozas solteros que han querido participar, de quienes se han introducido sus nombres en sendas bolsas. Luego, el encargado de sacar las papeletas para los emparejamientos se sube al campanario o a un tablado preparado al efecto en la plaza del pueblo, y en alta voz, dice: «Comienza el sorteo». E introduce su mano en la bolsa de los varones, mientras apunta: «¿Con quién digo?». Y pronuncia el nombre correspondiente. Luego, saca otra papeleta de la bolsa de las féminas y manifiesta el nombre de la favorecida. Y así hasta que todos quedan emparejados. Sigue a continuación la ronda, en que las parejas, agarradas «del bracileti», recorren las calles del pueblo acompañados por la música del tamborilero, que también ha presenciado el acto. «Al día siguiente, las mozas preparan “La Enramá”, manojo de flores que colocarán en la solapa de la chaqueta de su novio. Por la tarde, se dirigen a la plaza mayor y cada pareja tiene que bailar una pieza. Luego todos en conjunto bailan la curiosa danza del Arco» (Barroso Gutiérrez. Enramá. Gran Enciclopedia Extremeña, tomo IV, p. 174). En otras zonas de Las Hurdes era costumbre, asimismo, la noche de la enramá, que los mozos colocasen ramas o guirnaldas de flores en las puertas y ventanas de sus novias, o de aquellas a las que pretendían.
En Garbayuela (CC), la enramá tenía lugar el Sábado de Gloria, como una ceremonia más de la Semana Santa. Ese día, a las doce de la noche, se reunían los mozos solteros presididos por los más viejos y confeccionaban una lista con todas las mozas casaderas que hubiese en el pueblo. Luego se procedía a efectuar una subasta pública de las jóvenes a partir de un precio prefijado. El remate tenía que pagarse en el momento de la adjudicación. Y una vez terminada la subasta, los mozos debían adornar la ventana o el balcón de la que iba a ser su pareja con ramas, cintas de colores, rosas, claveles… Y si se daba el caso de que un joven se había dejado quitar en la puja la chica que pretendía, o la que ya era su novia, el rematante o los mozos más viejos adornaban la reja de la joven con ortigas para escarnio del pretendiente y vergüenza de la muchacha. Al día siguiente —Domingo de Resurrección— las parejas asistían a la misa mayor y luego se iban de gira al campo, acompañándose de cantares como estos:
Por esta calle que voy
dicen que no hay salida,
y la tengo que encontrar
aunque me cueste la vida.
En mi vida he visto yo
lo que he visto esta mañana:
una gallina con pollos
repicando las campanas.
Debajo de tu mandil
hace la perdiz un nido,
y yo como un perdigón
a su reclamo he venido.
No creas que por ti voy
a beber agua del chorro;
mi madre me dijo anoche
que me dejara de novios.
Anda diciendo tu madre
de mi honra no sé qué.
Para qué enturbiar el agua,
si la tienes que beber.
Igualmente, en Santa Cruz de Paniagua (CC) se celebra el Domingo de Resurrección la costumbre del sorteo o boleteu de los que han de ser novios durante el año, mientras que en Cachorrilla (CC) los mozos enramaban las puertas y ventanas de las mozas la noche del Sábado de Gloria, tal vez como recuerdo de un pagano culto al árbol, o en Cilleros (CC), donde antaño el mozo ofrecía a la moza de sus amores una enrama echándosela al balcón. Aún perdura en el recuerdo de los mayores del lugar la enramá envenenada que un despechado mozo echó a su esquiva dama, después de cantarle:
Mariquita fuera yo
si no te la enfariñara
a la sombra del candil
mientras tu madre masaba.
En Orellana de la Sierra (BA) y pueblos limítrofes, después de adornar la reja de la novia con todo el arte posible, poniendo en el trabajo sus cinco sentidos, se quedaba el enamorado en vela toda la noche guardando la enramada de la dueña de sus pensamientos. Esta se levantaba temprano para acariciar el delicado obsequio y dar las gracias al mozo, que no andaba lejos, aunque no fuera nada más que con una tierna mirada si el joven era de su agrado. En caso contrario, la volvía a cerrar como si nada viera, marchándose él triste y cabizbajo.
En Burguillos del Cerro (BA), la noche de San Juan los enamorados adornaban igualmente las ventanas de sus novias con ramas de árboles. A esta costumbre alude el cantar:
Mañanita de San Juan
madruga, niña, temprano,
para darle el corazón
al galán que puso el ramo.
Aunque en ocasiones había enamorados impacientes que ponían la enramada la víspera de la Cruz de Mayo.
El día de la Cruz echan
enramá los alentados
y en el día de San Juan
los firmes enamorados.
Cuenta Gallardo de Álvarez —El día de San Juan. Un capítulo para el Fol-klore fronterizo, p. 88— que en la Fuente del Maestre (BA) los mozos enamorados ataban a las ventanas o puertas de sus enamoradas ramos de flores o de frutas y algunos colgaban también cestas con huevos, quedándose allí de guardia toda la noche. Por la mañana, al sentir que abrían la puerta o ventana de sus cuidados, se apartaba el guardián a prudente distancia, no tanta que perdiese de vista a quien la abría ni tan poca que se le «entrase por los ojos». Le bastaba con ser visto y que se dieran cuenta de quién era el galán, con ver lo que hacían con su obsequio y con oír los comentarios que hiciesen para comprender si era o no era admitido en sus pretensiones. Si los padres de la dama estaban conformes con el mozo —o si la misma pretendida veía primero el agasajo, lo que ocurría raras veces— y aceptaban el presente, lo elogiaban, si se trataba de frutas; aspiraban su perfume, si eran flores, o lo tomaban risueñamente en la mano siendo huevos. Por el contrario, si les desagradaba el muchacho, arrojaban su ofrenda en medio de la calle. Ya se vio correr esta suerte a más de una cesta de huevos, estrellados en el arroyo, por las iras de una fracasada suegra.
«Mas no todo eran idealidades y delicadezas en cuestión de enramadas allí —continúa Gallardo de Álvarez—. Se dieron casos de graciosos que pretendiendo burlarse de alguna familia lo consiguieron, poniendo en caricatura la costumbre de las enramadas de San Juan. En cierta noche, víspera del Santo Bautista, atravesaron unos guasones un palo, atado por fuera a la aldaba del postigo de una puerta. Al día siguiente, cuando su dueño quiso abrirla, no pudo conseguirlo. Tuvo que llamar por las tapias de su corral a un vecino para que viera lo que le pasaba a su puerta. —¿Qué le pasa a tu puerta? ¿Qué le va a pasar… hombre? ¡Que te han atravesao en ella el tentemozo de un carro!».
La Sra. de Álvarez —p. 89— cuenta también que un galán, que había sido despreciado por la madre de su pretendida, ideó una brutal venganza la noche de San Juan: cuando todos dormían, apoyó sobre la puerta de la aborrecida mujer un arado y cuando, a la mañana siguiente, la desprevenida mujer abrió la puerta, la herramienta agrícola se vino sobre ella y por poco la mata. Menos mal que fue rápida de reflejos y únicamente le señaló la frente… de por vida.
Gallardo de Álvarez continúa diciendo que en Villanueva de la Serena (BA), más positivistas, eran la enramada algo práctica y grata al paladar cuando no tenían reminiscencias judaicas. Mientras los enamorados discurrían por cuenta propia, los regalos se limitaban a una navajilla de poco precio regalada por el novio a la novia, unas almendras confitadas o de Marañón, turrón de Castuera en las bullangueras fiestas de Santiaguito y de Santa Ana o algún historiado moquero que ofrecía la novia a su mozo cuando entraba en quinta y que él paseaba, atado al cuello, por las calles de la ciudad, cantando alegremente y bebiendo en todas las tabernas. Pero cuando ya estaban las familias interesadas en el noviazgo, la futura suegra mandaba a la novia, con sus vecinas o parientas, la obligada enramada, que seguiría mandando todos los años por San Juan o San Pedro hasta que se casasen los prometidos. La enramada consistía en una o más fuentes con pestiños, perrunillas, magdalenas, etc., y una o varias cestas con frutas tempranas: ciruelitas de San Antonio, cermeñas (que eran unas peritas pequeñitas y agradables), racimos de uvas llamadas «mollar blanca», que solían estar aún algo fuertes, y las más hermosas brevas de las viñas, maduradas artificialmente por procedimientos poco limpios. Prescindiendo de flores, que para nada práctico servían, les llevaban antaño con los dulces y frutas pañuelos de raso brochado. Luego, cuando se empezaron a lucir las pantorrillas, les ofrecieron algún par de medias o un abanico. Pero lo que no podía faltar, sin perjuicio de desbaratar el noviazgo, era una cantidad en dinero contante y sonante de acuerdo con las posibilidades de la familia del galán, o de la imposibilidad, que de todo había. Más de un idilio fracasó por hacérsele poco a la novia o a sus familiares lo que el novio le ofrecía. «¿Interesados? Algo de eso y mucha vanidad».
«¿Con que… a la Fulanita, que vale menos que yo, la echaron diez duros y me vienen a mí con cinco? ¿Quién lo ha dicho? ¡Anda y que pasee su hijo la calle, a ver si la desempiedra!». La indignada novia no volvía a hablar con el mozo hasta que se le pasaba el enfado, o nunca, si había quien influyese en su ánimo para no hacer la boca con gentes tan roñosas.
Cuando trataban de formalizar un casamiento, ofrecían a la novia cierta cantidad en una casa o finca, ofrecimiento que, las más de las veces, no se cumplía, pero había que darle en dinero algo en cuenta. Este interés monetario de la familia hizo correr más de una coplilla alusiva a ese carecer práctico de los villanovenses, como esta recogida por Cascales Muñoz en un manuscrito —Usos y costumbres de la región extremeña, inédito aún en 1942— que Gallardo de Álvarez recoge en su trabajo:
Las mozas de Villanueva
se venden como los burros,
que no se quieren casar
menos de los treinta duros.
O esta otra versión oída por ella misma:
Las mozas de Villanueva
se venden como los burros,
ninguna se quié vender
menos de los treinta duros.
A continuación, la Sra. de Álvarez menciona otras enramadas «menos onerosas para los galanes», que ella consideraba de reminiscencia judía. Dice que en Villanueva de la Serena, como en el resto de España, vivirían antaño los judíos en barrio aparte. Y hasta hacía poco —recuérdese que ella escribía esto en 1942—, las mujeres campesinas y de los arrabales blanqueaban esmeradamente las fachadas de sus casas al aproximarse las fiestas de San Juan y San Pedro como para hacer más visibles las rociadas de pintura que en las noches, vísperas de estos santos, arrojaban los mozos sobre los blancos muros, considerándose desairada la moza cuya fachada no recibía ni siquiera las salpicaduras y enorgulleciéndose, por el contrario, aquellas que podían ostentarla más manchada de bermellón.
Al levantarse en la mañana de San Juan, o de San Pedro si San Juan no les fue propicio, lo primero que hacían era abrir sigilosamente la puerta y echar una ojeada a la fachada de su casa. Si la veían sin mácula la cerraban enseguida, evitando el asomarse más, pero sí la veían manchada con el ansiado churrete la abrían de par en par, recreándose en ello. A veces, el trazo rojo simulaba una gran pluma, pero otras resultaba un manchón infame que no se comprende cómo gustaba a nadie, de no ser por la satisfacción de una vanidad extravagante. Más de una vez Gallardo de Álvarez oyó decir a las comadres, viendo llena de rociones la fachada de una joven vecina: «¡Hija…! ¡Qué suerte! ¡En tu puerta han volcao jasta el tiesto!».
Igualmente, la Sra. de Álvarez —p. 92— anota que, al parecer, en Maguilla (BA) era costumbre que también las mozas echasen enramadas a los mozos, según se desprende de la siguiente copla:
Echaste la enramada
y luego dijiste:
«Levántate, María,
no te la quiten».
Echaste la enramada
de albaricoques.
Ojalá me la echaras
todas las noches.
Echaste la enramada
de peras verdes;
déjalas que maduren,
que aquí las tienes.
Por San Juan veremos
quiénes son las niñas,
aquellas que te echaron
las clavellinas.
Por San Juan veremos
cuáles son las damas,
aquellas que te echaron
las enramadas.
En Cabeza del Buey (BA), entre el día de San Juan y de San Pedro, además de participar en frecuentes rondas nocturnas, los mozos tenían por costumbre blanquear con cal o con puche —gachas— las puertas de sus enamoradas, bromas que servían para recordarles a las mozas las intenciones amorosas de sus pretendientes. Aunque había algunos, sin embargo, «que con mala uva, más aún si estaban dolidos por ciertos desaires, hacían el enjalbiego con grasas o pintura. Para disuadir estas conductas, las viejas solían montar guardia hasta altas horas de la noche» (Raíces, tomo II, p. 421).
Algo semejante tenía lugar en Castilblanco (BA), donde en las madrugadas de la víspera de San Juan los mozos recorrían las calles de la localidad escribiendo en las fachadas de las mozas versos amorosos, que ilustraban con macetas floridas. Estas pintadas se hacían con una mezcla de agua y cemento, lo que hacía fácil su limpieza.
La fiesta de Las muñecas de San Juan (Raíces, tomo I, 1995: 36) canalizaba una doble significación amorosa y festiva en Olivenza (BA). Comenzaba la noche del 23 de junio, cuando los mozos se reunían en la Quinta de San Juan, próxima a la localidad, para presentarle al santo sus peticiones de noviazgo, besando e incluso mordiendo después de la solicitud las grandes rejas que daban al altar para, de este modo, sellar el petitorio. En esa noche se ejecutaba el cortejo, que era prolongado en los bailes que se sucedían alrededor de muñecas de trapo de tamaño natural rellenas de paja, aserrín o trozos de tela que, pinchadas en altos palos, adornadas con guirnaldas, cintas y ramas, se confeccionaban para la ocasión. Y aunque la colocación de estos monigotes podía tener su razón en la consecución de futuros noviazgos por parte de la mocedad, el motivo más común solía ser el burlesco-satírico. Igualmente, también la danza desempeñaba un papel fundamental en el desarrollo de los actos, siendo común la interpretación de canciones y bailes amorosos y de desafío, mediante los cuales se incorporaban mozos y mozas en grupos diferenciados, exponiéndose públicamente y al amparo del grupo las preferencias de cada cual cantando cuadras como estas:
De San Juan quiero la palma;
de San Francisco, el cordón;
de San Antonio, su niño,
de mi amante, el corazón.
En la actualidad, se ha perdido el talante amoroso que tenía esta fiesta.
Primeros acercamientos. El cortejo
Así pues, una vez que el mozo fijaba sus ojos en una zagala venía el cortejo, que daría paso a la declaración amorosa posterior; ritual que, a pesar de los tiempos transcurridos, no difiere en sustancia del que ejecutaban nuestros mayores. Si ahora son la playa, los viajes, las discotecas o el trabajo, entonces eran las bodas, los encuentros camino de la fuente o del lavadero, los paseos públicos, las fiestas, las reuniones de juventud, las enramadas, la recolección…
En Montehermoso (CC), las apañadoras o aceituneras se dejaban tocar las manos por su pretendiente para que este comprobase lo frías que las tenía. Y ella era a la primera que el mozo le pasaba el marro o la piedra caliente para templarle los dedos. Igualmente, recibiría de buen grado la banderilla que el pretendiente arrancó al toro de la capea cuando este agonizaba. También, cuando un mozo quería salir con una chica para formalizar relaciones, empezaba a quitarle en el baile de modo reiterativo el pañuelo que la joven llevaba atado a la cintura (Pulido Rubio, 2007: 228). Con anterioridad (p. 197), Rubio había escrito que, si un mozo quería empezar a salir con una joven, acostumbraba a pasear su calle cantando con los amigos y algunas veces se atrevía a acercarse a su casa y llamar con el pretexto de pedir un poco de agua. De ese modo, la madre de la chica comprendía que el mozo en cuestión se interesaba por su hija… y si era de su agrado, accedía a su petición; en caso contrario solía contestarle: «En la laguna hay mucha agua, si quieres beber». Con ello, el pretendiente comprendía que su acercamiento a la joven iba a resultarle harto difícil…
Como queda dicho, un sitio clave para iniciar una relación formal era el baile, pues, como escribe Rodríguez Pastor —Bailes y rondas en Valdecaballeros (Badajoz), p. 64—, hasta hace diez o quince años este se presentaba como una de «las escasas ocasiones de que gozaban los jóvenes para iniciar o mantener unas relaciones encaminadas, generalmente, hacia el matrimonio». Así dice la canción:
Todoh loh enamoradoh
s’enamoran en el baile
y yo m’enamoré de ti
yendo a por agua una tarde.
En efecto, los bailes del domingo eran ese lugar idóneo. En Cilleros (CC) se decía que cuando un mozo bailaba más de dos piezas seguidas con la misma chica —en Arroyo de la Luz (CC) se pensaba lo mismo si se bailaba más de una, la llamada pieza permitida en Arroyo de San Serván (BA)— era señal de que le gustaba. En La Zarza (BA) tampoco levantaba sospechas que una pareja ejecutase seguidas una pieza y su repetición. Y ya en Las Hurdes cacereñas, si una pareja bailaba el primer baile y el último de la noche, era señal de que entre ellos había algo más que amistad. Aunque, a veces, tanto en un pueblo como en otro, resultaba difícil acercarse a una joven por estar casi siempre acompañada de una persona mayor: madre, hermana, tía, vecina de confianza… persona que, por regla general, también se hallaba al cuidado de las amigas de la joven. Igualmente, era costumbre en muchos pueblos extremeños que las mozas sin compromiso bailasen juntas, hasta que alguna pareja masculina se acercaba a ellas a cortarlas, es decir, a solicitarles que se separasen para seguir la pieza con ellos. Si estos eran de su agrado, aceptaban. Pero si alguna, o ambas, estaban esperando a los mozos de su gusto, o no se sentían atraídas por los solicitantes, se negaban. Y, en caso de insistencia, las jóvenes aceleraban el ritmo de la danza y se alejaban, dejándolos avergonzados ante el resto de parejas. A este tenor, si una joven que estaba esperando que el joven de sus pensamientos le solicitase el baile se veía defraudada, podía suceder que aceptase al primero que llegaba con tal de darle celos.
También podía suceder que un mozo de la clase media o alta solicitase un baile a una joven campesina o de menor rango que él, bien por no quedarse de plantón mientras sus compañeros bailoteaban, bien porque decían que aquella chica se dejaba apretujar o que consentía que le hicieran alguna caricia durante el baile. Por lo común, estos merodeadores eran rechazados de plano, o, si lograban bailar, la moza en cuestión ponía el brazo de forma tal que al susodicho le resultase imposible achucharla, como habría sido su propósito. Este tipo de intentos se llevaba a cabo también con las jóvenes forasteras que llegaban a un pueblo invitadas por alguna amiga; amiga que no tardaba en aleccionar a la recién llegada sobre las intenciones de los mozos locales…
En Las Hurdes, cuenta Félix Barroso —Algunos ritos prematrimoniales del norte cacereño, pp. 21-22—, en caso de que el galán estuviera bailando con la moza y se presentara otro con la intención de cortar la pareja y con la consabida frase de «jal favol» —haz el favor—, decía aquel: «No, no se corta». Y añade: «Si el advenedizo se ponía gallito, la moza, en el supuesto de querer seguir con su pareja, reafirmaba la respuesta: “No, no se corta”. Y, así, quedaba rotundamente claro que aquellos dos “palomitos” pretendían formalizar su noviazgo. Ya nadie los volvería a molestar». Por cierto: en Casares de Las Hurdes las mozas eran las encargadas de iluminar el salón del baile con candiles de aceite de oliva, y si este faltaba, con lucerina[1]. Los mozos, por su parte, eran los encargados de contratar al tamborilero.
En Montehermoso (CC) se acostumbraba también a cortar parejas mixtas. «Si una moza estaba bailando con un mozo y no eran novios, se daba el caso de que se acercaba otro mozo a la pareja y decía: “¿Me haces el favor?”. Entonces, si la moza aceptaba, el bailón se retiraba y la moza seguía bailando con el nuevo solicitante» (Abundio Pulido, Memoria de costumbres y tradiciones perdidas en Montehermoso, p. 143). Esto, como es de suponer, a veces ocasionaba discusiones entre los jóvenes.
Y después del baile, tenía lugar el palreo, o declaración de intenciones del mozo montehermoseño, palreo que este remataba con el rejincho, un grito o chillido prolongado que se hace más o menos como «¡oóoojujujujuuuu!», que se consideraba entre los folkloristas como un grito de guerra céltico, aunque dicho grito no solo debía de ser celta, pues se registraba igualmente en las provincias del Mediterráneo peninsular, por lo cual pudo deberse también a los iberos. Aunque, con el devenir de los tiempos, el grito habría perdido su significado primitivo y ancestral, guerrero, para convertirse en una exaltación de alegría al final de los cantos y danzas de parecido significado; o, como en el caso de Montehermoso, como reafirmación de un requiebro amoroso, que tenía su consecuencia al día siguiente cuando la moza receptora del palreo se encontraba con las amigas y les dijera: «Ya me lo palró el Juan. Ya lo vi, ya lo vi, ya lo vi». Y añadía: «Que sí, que sí… ji, ji, ji, ji…».
Sin embargo, en los pueblos extremeños solía usarse como señal de desafío durante las rondas nocturnas contra aquel que intentaba rondar a la misma moza que el emisor del rejincho. Si el contrincante respondía al primer galán, los gritos de reto se sucedían ininterrumpidamente hasta aproximarse los rivales, que se enzarzaban en feroz riña, provocando muertes en más de una ocasión. En Cilleros ocurrió un suceso semejante en la encrucijada conocida como El Cantón, donde, según las noticias, tuvo lugar el enfrentamiento entre un padre viudo y un hijo que, al parecer, rondaban a la misma moza. Ambos contendientes no se conocieron por la escasa iluminación del lugar y solo cuando se había consumado el hecho pudo saberse la identidad del muerto. Una cruz grabada en una de las esquinas recuerda aquel suceso.
Por otra parte, la presencia de forasteros en estos bailes era mirada con desconfianza por los mozos locales, no solo en Las Hurdes, como se dijo, sino, por lo general, en la mayoría de los pueblos cacereños, prevención que provocó riñas y también enemistades y recelos entre los mozos de pueblos vecinos que aún persisten en el recuerdo de sus protagonistas.
Otro lugar propicio para el acercamiento amoroso era el paseo en la carretera principal o en la plaza lugareña. Cuando la pandilla de amigos era mixta, resultaba indistinto con quién se hablara o pasease, a no ser que hubiera marcada ya alguna preferencia dentro del grupo. Pero, por lo general, las mozas iban en pandilla y, cuando se acercaban al lugar donde esperaban los mozos, se dividían en parejas y, cogidas del brazo, iniciaban su paseo en solitario. Era el momento que aprovechaban los mozos que estaban interesados en algunas de ellas para acercárseles y pedirles permiso para acompañarlas. Si la solicitada aceptaba, continuaban hablando y paseando durante varias tardes seguidas y bailando juntos los domingos y días festivos. Así, hasta que el joven decidía declararse.
En el caso concreto de Torremejía (BA), la moza alegaba al galán que tenía que consultarlo con la almohada, contestación que obligaba al mozo a preguntarle al día siguiente cuál era su decisión. Entonces, ella le hacía la siguiente advertencia: «Pero te digo que no vendrás de cachondeo». «Yo soy un hombre, y siempre cumplo mi palabra», respondía él.
«Desde ese momento ya eran novios formales ante todo el pueblo… Entonces los amigos de él le decían: ¡A ver cuándo os echáis el piso! Esto quería decir que tenía que convidarse con algo para celebrar la conquista, normalmente unas copas de vino» (Lavado Barrero, Torremejía, mi pueblo y mis cosas, pp. 86-87). Y desde entonces seguían viéndose cada día, paseaban los dos solos para conocerse mejor y empezaba a acompañarla hasta cerca de su casa cuando se recogían por las noches.
En Arroyo de San Serván (BA), después de haber bailado más de una pieza con la moza de sus anhelos, el muchacho procedía a una declaración de intenciones. Sin embargo, ella debía aparentar primero indiferencia, pues mostrar excesivo interés podría estar mal visto incluso para el mismo joven. Más tarde le daría una respuesta concreta, «previa autorización paterna» (Aparicio Moreno e Infante Sánchez, Ritos de paso en Cáceres y Arroyo de la Luz, p. 160).
Así pues, tanto el baile como el paseo eran los principales mecanismos que antaño propiciaban el acercamiento de los jóvenes extremeños deseosos de entablar una amistad que, en la mayoría de los casos, concluía en matrimonio. Pero, a la par, había otras industrias o modos utilizados por los mozos de antaño tendentes a despertar o afianzar hacia ellos el interés o la atención de las jóvenes lugareñas. Así, en Valencia de Alcántara (CC), al atardecer del día de la víspera de la festividad de San Vicente Mártir, patrón de la localidad, tenía lugar el tradicional Mascarrón, que hoy persiste, consistente en untarse la cara unos a otros con trozos de corcho quemados. Según cuentan los vecinos, el origen de esta práctica se halla en el hecho «de que, antiguamente, era así como declaraba el amor el chico a la chica» (Raíces, tomo I, 1995: 372).
En Torremocha (CC), durante la romería de la Pica, el mozo que pretendía a una joven la perseguía llevando en sus manos dos huevos cocidos. Si ella aceptaba chocar los suyos con los de él, significaba que aceptaba sus galanteos. Sobraban, pues, las palabras.
En Fresnedoso de Ibor (CC) es costumbre que, durante la procesión de San Antonio Abad, los escopeteros acompañen a su patrón lanzando salvas de fogueo, circunstancia que aprovechaban los mozos enamoriscados para echar algunas en nombre de sus novias. Si por defecto de la pólvora o por otra causa la explosión era pequeña, le decían con sarcasmo a su prometida: «Como pa tó sea lo mismo…» (Raíces, tomo II, 1995: 363-364).
Otro de los curiosos rituales que acompañaban en Feria (BA) a la festividad de las Candelas consistía en confeccionar pequeños barrilitos de cera y huevos vaciados que llenaban de sorpresas. «En la tarde de la fiesta y en el lugar del paseo, los mozos y las mozas se los arrojaban unos a otros con ciertas intenciones amorosas entre las parejas, que daban a entender el inicio de un romance, sobre todo cuando estos “barrilillos” se llenaban con perfumes» (Raíces, tomo II, 1995: 50).
Otra forma de galanteo y acercamiento amoroso eran las rondas nocturnas con que los mozos obsequiaban a sus amadas o pretendidas. Así, en Garrovillas (CC), la noche de los sábados y días festivos, grupos de jóvenes, provistos de guitarras y panderos, recorrían el pueblo a altas horas de la noche, para «dar música» a las mozas de sus pensamientos, acompañándolas de trovas que ellos mismos ajustaban.
NOTAS
[1] Según me confirma Félix Barroso, en Las Hurdes se daba el nombre de lucerina a unos candiles antiguos que se hacían con un tipo de piedra que se trabajaba muy bien, que era como fofa, parecida a la que se saca del famoso paraje denominado El Volcán, en la alquería de El Gasco. Luego, más modernamente, dieron en llamar lucerina a un líquido que se compraba y que era la materia prima de unos candiles modernos. También me dijo que, por la parte de La Rivera (concejo de Ladrillar), algunos llaman lucerinas a las luciérnagas. Para tu conocimiento, en otros pueblos hurdanos a las luciérnagas las nombran como cuculuseas y «cocos de las brujas».