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No sería arriesgado afirmar que tanto los primeros habitantes del Madrid prehistórico, como los romanos que alfombraron sus villae con fastuosos mosaicos en Carabanchel, como aquellos visigodos que encerraron a la Almudena nel cubo de la muralla, como los árabes que refinaron el lugar con baños y estudios... que todos ellos se protegieron y protegieron sus casas, sembrados y animales con amuletos de todo tipo, alejados y opuestos casi siempre a la religión oficial que cada grupo profesaba e impuso al preexistente. Sin ánimo de sondear en aquellas remotas edades, y huyendo de afirmaciones inseguras por tajantes, diré que en el medio natural donde hoy se asienta la Villa y Corte con los pueblos que la rodean encontraron los primeros madrileños materias con que fabricar los preciosos amuletos que ahuyentaran de sí la fascinación del ojo y el dolor de la enfermedad. Cuando Gil González Dávila, a comienzos del siglo xvii, describía el paisaje que rodeaba entonces a la corte, comentaba entre otras cosas:
[...] y en sus contornos se hallan algunas piedras preciosas; Celidonias, que tienen claro y blanco, en que se esculpen Camafeos de singular apariencia: Cristales, piedras Nicles, que son negras y con vnas betas pardas y blancas; Cornerinas, que tienen virtud de restañar la sangre; y Turquesas1.
Dejando a un lado las nigromancias que don Enrique de Villena seguramente realizó en los Madriles antes de morir y ser enterrado aquí en 1434, centraré el tiempo de este ensayo en la Edad Moderna basándonos para ello en las fuentes literarias que los autores del Siglo de Oro y los viajeros por España nos dejaron al respecto. Repasaremos también los inventarios; las dotes e hijuelas que ante el peritaje de los tasadores levantaron los escribanos hasta el siglo xx; las noticias que los diarios publicaban con las pérdidas y hallazgos de objetos primorosamente descritos; y escucharemos por último de viva voz el testimonio de quienes aún nos transmitieron sus saberes en lo que llamamos los etnógrafos trabajo de campo.
Gran parte de los amuletos que vamos a revisar neste breve trabajo prestaron su poder apotropaico a los niños, y especialmente a las criaturas en edad de lactancia, pues como afirmó Covarrubias ya en 1611:
[...] los niños corren más peligro que los hombres por ser ternecitos y tener la sangre tan delgada; y por este miedo les ponen algunos amuletos o defensivos y algunos dijes, ora sea creyendo tienen alguna virtud para evitar este daño, ora para divertir al que mira, porque no clave los ojos de hito en hito al que mira.[...]
Dándonos a continuación un listado de objetos y sustancias que veremos casi inalteradas en los amuletos que hasta antes de ayer siguieron colocando las madres en el cuerpo y cuna de sus hijos. Enumera así el toledano:
Ordinariamente les ponen mano de tasugo, ramillos de coral, cuentas de ámbar, piezas de cristal y azabache, castaña marina, nuez de plata con azogue, raíz de peonía y otras cosas 2.
Resulta harto curioso comprobar cómo aquellas gentes del barroco hermanaron lo humano con lo divino, al punto de entretejer trama y urdimbre han recio que hoy nos resulta imposible distinguir unas hebras de otras. Tomando al Niño Jesús por dechado de hermosura y perfecciones, suponían a sus imágenes -por lo hermosas y proporcionadas- diana fácil para aojadores; y por ello las vistieron y alhajaron con muy ricos defensivos al modo de los infantes que nacían en Palacio. La enorme cantidad de conventos y monjíos que albergaban las ciudades, y especialmente la corte de los Austrias, guardaban en su interior un sinfín de imágenes infantiles del Salvador donde las madres y hermanas sublimaban su instinto materno revistiendo y cambiando sus ropitas y dijes como niñas grandes. Solamente en el madrileño convento de las Descalzas Reales se guarda una amplia treintena de estas pequeñas esculturas3. Y al igual que las campesinas de aparejo redondo, rameados pañuelos y ajorcas de filigrana salían a misa con sus niños que presumían los dijes alrededor de la cintura, muchas vírgenes vestideras del barroco mostraban al Redentor con riquísimo dijero [fig. 1] a la adoración de los fieles
Alboreaba el siglo xvii cuando la joven reina Margarita de Austria parió en Valladolid a los disciseis años (22 de septiembre de 1601) a una niña que llevaría el nombre de Ana Mauricia y que, andando el tiempo, sería reina de Francia al casarse con Luis XIII. Como la mayoría de sus muchos hermanos, esta infanta no nació en Madrid, pues la corte se había trasladado a Valladolid aquel año de 1601, para volver pronto a su anterior emplazamiento en 1606. Aún así, tomaremos por madrileños a esta serie de principitos que acabaron sus días en el Panteón de Infantes escurialense o en los estados europeos donde fueron a gobernar o a compartir tronos. De casi todos ellos conservamos retratos que los representan en edad de lactancia, siendo quizá el más conocido este que nos presenta a la pequeñísima Ana Mauricia en 1602, completamente revestida -diría yo acorazada- por cruces, relicarios y amuletos defensivos [fig. 2], entre los que destaca la rama de coral (recuerde el lector los “ramillos de coral” que diez años más tarde señalaría Covarrubias) empuñada por su mano diestra, y el muestrario de objetos apotropaicos pendientes de una cinta blanca que faja su cintura, y que son de izquierda a derecha: un posible amuleto de pizarra, una higa de azabache, una avellana o pomo de olor, la campanilla y el cuerno; reservando la tabla de su pecho a las cruces y relicarios de carácter religioso.
Medio siglo largo separa el nacimiento de aquella infanta Ana Mauricia del de su sobrino/sobrino nieto -por mor de las complicadas y obsesivas uniones endogámicas de los Austrias- Felipe Próspero (20 de noviembre de 1657 - 1 de noviembre de 1661), hijo de Felipe IV y de Mariana de Austria. Con motivo de su bautizo escribió Moreto un entremés en el que los alcorconeros -alfareros por antonomasia de la tierra madrileña- ofrecían a las dos hermanas del recién nacido príncipe (la infanta María Teresa, a pique por entonces de convertirse en reina de Francia, y la infanta Margarita4, la retratada en Las Meninas) consejos, catecismo y dijes, defensivos que poco pudieron frente a la precaria salud del malhadado niño:
BERNARDA
Vos sois famosa madrina
a dicho de patriarca,
pues para aqueste bateo
tuvisteis sobrada el agua.
JUAN RANA
Tomad este catecismobr>
y la doctrina cristiana,br>
pues sois de la compañía,br>
le enseñad con vuestra gracia.
A la Infantica
BERNARDA
Vos nos enseñáis la calle
aquí de las Dos Hermanas,
para hallar al niño hermoso
en la calle de la Espada.
JUAN RANA
Dios le bendiga, ¡y qué bello
le contemplo entre la holanda!
¡Jesús, qué bien que pronuncia!
mas no pasará de “taita”.
BERNARDA
Que a pechos el bello infante
ha tomado la crianza,
que buena tela es la leche
pues que se viste de lama.
JUAN RANA
Póngale aqueste tejón,
esta cruz y esta campana,
y aquestos cascabelicos.
Saque lo que va diciendo
por si saliere en las cañas.
A las damas
BERNARDA
Un millón de norabuenas
reciban todas las damas,
y a como tocan las dueñas
repartan por las posadas.
Y adiós, porque el regocijo
de los villanos nos llama,
aunque en los afectos muestra
ser su voluntad hidalga.
Salen de villanos todos los que puedan, con cantarillos y pucheros, al son de los órganos
SIMON
Que Alcorcón se alegre
con el muchacho,
dice el agua a su gozo
y aqueso es barro.
Bailan
BERNARDA
Alcorcón es la corte
Vuelta en el puesto
del niño bello,
pues lo que en él más priva
..........................................5
Muchos y muy ricos debieron de ser los dijes que presumió Felipe Próspero durante los cuatro años de su breve y sufrida existencia. El magistral cuadro que de él nos dejó Velázquez [fig. 3], hoy en Viena merced al vaivén de retratos establecido entre las dos ramas reinantes de los Austrias en el siglo xvii, nos lo muestra con un listón encarnado -para reforzar el carácter defensivo- a la cintura del que penden de izquierda a derecha la mano de tejón, la campanilla y la avellana o poma. Pero lo curioso de su pergeño está en el hombro izquierdo, donde cuelga el negro escudo de una higa que el insigne pintor esbozó casi como un impresionista. Medio siglo antes, Covarrubias había señalado ya, en la tercera acepción de la voz “higa” de su diccionario, dicha práctica:
Colgar a los niños del hombro una higa de azabache es muy antiguo, y comúnmente se ignora su principio. Pudo tener origen de la misma materia, porque el succino o ámbar, y el azabache escriben tener propiedad contra el mal de ojo; y también porque, en cuanto a la figura es supersticiosa, derivada de la gentilidad, que estaba persuadida de tener fuerza contra la fascinación de la efigie priapeya, que como tenemos dicho era la higa. De todo esto no hay que hacer caso 6.
Podemos seguir anillando eslabones de plata a la cadena de la higa gracias a una curiosa viajera francesa que llegó a Madrid en 1679. Jaspeando las experiencias vividas con ciertas fantasías y adornos, nos dejó unas sabrosísimas memorias de su viaje por España. Desde su entrada por Guipúzcoa, atravesando después las montañas de Álava y los fríos páramos de Burgos, arribó a la corte por el camino que coincide con la actual carretera N-I, la misma que hasta ha poco llamaban los lugareños Camino o Carretera de Francia. Ya a las puertas de Madrid, se detuvo en San Agustín de Guadalix para dejarnos una detallada estampa de la pobreza y dignidad que distinguía a sus habitantes, deslizándose luego, merced al relato que copiamos, hacia una novelesca pintura de la Inquisición y sus tormentos:
Vino, entre otras, una mujer de aspecto aburguesado, trayendo en brazos a su hijo, atrozmente escuálido, que llevaba al cuello y prendidas por todas partes hasta un centenar de manitas labradas en azabache o en barro. Pregunté a la madre su significación y me dijo ser ellas único remedio contra el aojamiento.
«-En este país- explicó -hay personas con tanto veneno en los ojos, que, si miran fijamente a otra, sobre todo a un niño pequeño, le hacen morir de consunción. Yo misma conocí a un hombre que, sin querer, daba mal de ojo con uno de los suyos, hasta que le obligaron a llevarle tapado con un emplasto. Pero le ocurrió alguna vez, estando entre amigos en cualquier corral, preguntar, señalando a las gallinas: ¿A cuál queréis que mate? Y cuando escogían una, se quitaba el emplasto, la miraba fijamente y a los pocos minutos empezaba el animalito a dar vueltas como aturdido, hasta caer muerto.»
Asegura también que ciertas brujas, mirando a quienquiera con mala intención, le dejan en los huesos como un esqueleto, y eso le había ocurrido a su hijito. Se remedia el embrujamiento llevando encima esas manitas, procedentes en su mayor parte de Portugal. Si advierte una estarle mirando fijamente alguien de aspecto sospechoso, ha de oponerle la manita de azabache o la propia, diciendo: -Toma la mano, a lo cual se ha de contestar cuando se oye: -Dios te bendiga; porque, de lo contrario, se supone hechicero al que calla, se le denuncia a la Inquisición, o, si no es hombre robusto, se le maltrata hasta que lo dice 7.
Esas manitas que Madame d’Aulnoy asegura -no sé con qué fundamento- fabricadas en Portugal, fueron, como vamos viendo, de uso corriente hasta fines del siglo xvii, tanto en las clases populares como entre los vástagos reales, que buscaban en ellas una fortaleza que las sucesivas uniones consanguíneas les negaban. Con la llegada de las Luces, de la dinastía borbónica y de las nuevas ideas fraguadas en Francia, los amuletos y dijes empiezan a ser patrimonio exclusivo de la clase media, para acabar encontrando refugio y asiento definitivo en las clases menestralas. Como acaecía en los dixes de la anterior centuria, encontramos en los dijeros dieciochescos una convivencia irracional aunque armoniosa entre objetos ultracatólicos y estas higas de claro origen pagano. En 1788, alguien que viajaba desde la corte a los Carabancheles extravió ciertas joyuelas que anunció para ser devueltas:
Tres relicarios, el uno lignum crucis, el otro de filigrana de plata sobredorada, con una higa de azabache, y el otro una cara de Dios: se perdieron el 13 desde Madrid hasta Carabanchel. Se devolverán en la calle del Calvario, n.30, qto. baxo 8.
Esta higa, que vimos brillar por vez primera con fulgor impresionista nel hombro de Felipe Próspero, fue, como vamos viendo, harto usada por los madrileños de todo pelo y en todo tiempo. Aún a comienzos del siglo xx vendían los quincalleros por las calles de la corte estas manos cerradas con finalidades diversas; merced al testimonio de W. L. Hildburgh sabemos que en 1911 todavía compró a uno de estos mercaderes ambulantes cierta higa con propiedades muy curiosas:
En las higas de azabache que en Madrid todavía se fabrican y se venden, existen rasgos naturalistas, pero además otros que están muy convencionalizados.
Describe el objeto de su compra como de forma plana con cuatro líneas que señalan los dedos y una en sentido transversal que representa la palma de la mano.
Se vendían aún en un puesto callejero, contra el mal de ojo y también para conservar el cabello al estar hechos de azabache. Se me dijo que en Madrid, cuando se utilizan para el pelo, se llevan en cualquier lugar del cuerpo, pero que en la provincia de Toledo lo llevan las mujeres en el mismo cabello 9.
Aunque no fueron muchos los informes que de viva voz alcancé a reunir sobre la higa en tierras madrileñas, merece la pena incluir aquí los recogidos en la zona este, comenzando por el de Estremera de Tajo, pues en él se indica aún aquel hombro como lugar de asiento para el amuleto que señaló Covarrubias y que vimos en el cuadro velazqueño de Felipe Próspero:
Cuando a los muchachos, cuando estaban mamando, que no querían la teta y así... decían: ¡Ay, qué ya le han echao un mal de ojo! Y entonces iban a que se lo quitaran, a las mujeres que sabían, con aceite del candil y agua y oraciones que sabían, que no las podían enseñar más que el Viernes Santo, cuando están enterrando a Cristo, entonces es cuando se podían enseñar, y nada más. Pero pa que no se lo echaran, antes de que se lo echasen, les ponían una manita negra en el hombro, yo creo que en el izquierdo, pero no sé si eso daba igual, la cosa es que era como un puñico cerrao que le llamaban... yo creo que hita 10.
En Brea de Tajo recordaban también el rojo coral junto al negro azabache:
Cuando nosotras nos criábamos había mucho de eso, del mal de ojo, y pa que no nos lo echaran mi madre nos ponía una prenda del revés, lo que fuera, pero del revés. Había también unas manitas, así cerrás, que las había negras y colorás, que digo yo que serían de coral, pero nosotras de eso no teníamos, porque éramos pobres, en la cueva no había más que miseria y esparto pa machacal 11.
Y en Chinchón eran de hueso las higas que recordaban:
Cuando yo me criaba ya no había tanto de eso, pero cuando mi abuela sí, porque mi abuela me lo tiene dicho muchas veces, que había mal de ojo porque lo echaban, y aquí en Chinchón había dos mujeres, que yo me acuerde, que lo quitaban. Y pa que no lo echaran, había una manita pequeña, que debía de ser de güeso, y la llamaban higa...una higa, y se la ponían a los niños en el fajero, sujeta al fajero que rodeaba las mantillas 12.
Al extenderse el uso de los dijes -verdaderos manojos de objetos raros y simbólicos- entre las clases populares, comenzamos a conocer, merced a las fuentes escritas, un ímprobo arsenal de objetos defensivos que aunque impactantes de suyo, no debieran sorprendernos tanto en un mundo donde -al mandato de los centros comerciales- podemos encontrar a la venta patas de conejo como talismán de la suerte. Las de tejón fueron muy usadas como amuleto, pues la agudeza de sus cinco uñas era capaz de rasgar el maleficio mientras su espeso pelaje mantenía entretenidas a las brujas, que debían contarlo pelo a pelo antes de cometer sus desmanes13. Una garra de este animal vimos ya suspendida nel dijero de Felipe Próspero, y un siglo más tarde las encontramos compartiendo el espacio apotropaico con otros muchos profilácticos, objetos de devoción y reliquias [fig. 5]. En 1761, alguien que había perdido en Madrid una de estas panoplias defensivas las anunció así en el diario:
La persona que huviere encontrado unos Dixes, que se perdieron la noche del dia 27. de este presente mes, que se componen de una Medalla de plata, con la Imagen de nuestra Señora de Atocha; otra con nuestra Señora del Sagrario; una Urna del mismo metal; una castaña de Indias, engarzada en plata; una hasta, engarzada en plata, con cadena de lo mismo; una mano de Tejón; un Crucifixo, bastante grande, tambien de plata; una higa grande de azabache; una Serena grande de plata, con quatro cascaveles, y le falta uno, que tenia cinco, juntamente con un bolsillo, y los Santos Evangelios, acuda para la restitución á casa de Don Antonio Caber y Campa, que está en la calle del Cavallero de Gracia, entre el Guarnicionero, y el Guitarrero, quatro principal, en donde darán el hallazgo14.
Con los Evangelios15 [fig. 6], medallas y crucifijo se mezclan las puntas de cuerno y garras para rasgar el aojo, las propiedades de la mal llamada castaña de Indias, que en realidad es una semilla tropical (Entada Gigas), el poder de la sirena que aparece habitualmente contemplándose al espejo para repeler su propio maleficio, y el poder de la higa que ya conocemos... Todo un manual contra el mal de ojo cuya pérdida debió dejar a su propietario desvalido y sin sosiego.
Otro dijero no menos sorprendente fue el extraviado en 1797 cuya pérdida leemos en el diario:
Quien hubiere hallado una Regla de S. Benito, forrada de tela de oro, y matiz con una cruz de Caravaca dentro, y una medalla de Sta. Elena, una lengua de vívora, y otras reliquias, la entregará al cordonero del Rey, que vive en la calle Mayor, encima de la fábrica de Guadalaxara, quien dará el hallazgo16.
Lo que más llama la atención en este muestrario de objetos variopintos es esa lengua de víbora que suponemos engastonada en plata o entretelada en sedas, dado lo pequeño y endeble del objeto. Pero no es ésta la primera referencia escrita que he encontrado sobre tan asombroso amuleto, pues trescientos años atrás en la rebotica de Celestina había ya entre otras muchas porquerías:
[...] huesos de corazón de ciervo, lengua de víbora, cabezas de codornices, sesos de asno, tela de caballo [...]17.
Esta lengua de culebra -llamada résped, y vulgarmente en Madrid respe- fue no sólo en la corte amuleto de buena suerte, pues el cántabro Pereda la menciona en obras como La romería del Carmen18. Pero recordemos que esta pagana defensa iba acompañada de la indispensable Cruz de Caravaca, de la Regla de San Benito y de una medalla de Santa Elena que compensaban con bastante el componente herético de este dije. Las medallas de Santa Elena fueron en principio antiguas monedas bizantinas que presentaban las figuras imperiales con leyendas griegas de apariencia exótica, mas poco a poco se fueron especializando y comenzaron a fabricarse medallas de la santa con su peculiar forma convexa, quizá para aplicarlas a forúnculos e hinchazones [fig. 7]. Aparecen aún con cierta frecuencia en las cartas de dote fechadas en el siglo xix:
«un Coral higa, y Santa Elena, con engarce de plata=20 rs.» (Villarejo de Salvanés, 1818); o «una medalla de Sta. Elena engarzada en plata» (Vallecas, 1846).
Pero al llegar el siglo xx ya le costó a Hildburgh encontrar informes sobre la utilidad de estas medallas en la Villa y Corte, pues en 1905:
De una sola persona, una vieja en Madrid, procede la única información acerca de su uso recabada en España; parece que en la actualidad son desconocidas para la mayoría de la gente19.
Por nuestra parte, aún pudimos recoger testimonios de su uso en Villarejo de Salvanés:
[...] nos contaban que las colocaban a los niños entre las envueltas junto a una corteza de pan y unos evangelios obra de las monjas de Chinchón20.
en Valdaracete:
Pa eso del mal de ojo les poníamos una medallita de Santa Elena, que las había entonces, ahora no se ven, y se ponía en las mantillas, pero por dentro21.
y en Perales de Tajuña, aunque sin especificar la advocación de estas medallas:
Pues cogíamos una tela que fuera bonita, que estuviera bien, y se hacía una carterita, y allí doblaíto se ponía un escrito, un escrito que daban, no sé... y unas medallitas que había para eso22.
En otro manojito de dijes extraviado en la corte allá por el Setecientos encontramos ese otro material enemigo del fascinio con el que hemos tropezado en relaciones y cuadros. El coral, erróneamente catalogado a menudo como amuleto mineral, es un ser vivo cuyo esqueleto cobra altísimo valor si ostenta el color rojo característico; en sartas y perendengues fue utilizado especialmente por menestralas y campesinas, quienes procuraron presumir esa línea encarnada en su garganta. Y a tal punto fue así que un catedrático de la Complutense lo señalaba como preservativo al alcance de todos contra el mal de ojo en 1606:
Ya que al pobre le falte el pedazo honrador y desmelancolizador del oro, el zafiro, esmeralda, jacinto o diamante para colgar al cuello de su hijo, por sus grandes precios y estimaciones, no le faltará un negro pedazo de azabache, aunque sea de los que se quiebran en las casas de los ricos, para contra la maligna cualidad de los fascinadores, o unos granos de fino coral, pues no hay pobre labradora que no tenga sus sarticos23.
Veamos ahora con qué otros defensivos se entreveraba el coral extraviado en Madrid allá por 1761:
La persona que huviere encontrado unos Dixes, que se perdieron el dia 9 de este presente mes, los quales se componian, de una mano de Tejón bastante larga, un Coral redondo, una Higa de cristal, con Evangelios, y bolsillo de tela, todo engarzado en plata, y atados con una cinta de color de caña: acuda para la restitucion à la calle de Hortaleza, à la Tienda del Erbolario, que esta passada la fuentecilla, en donde daràn el hallazgo24.
No sabemos si llegaron a cobrar el hallazgo de este curioso dijero, pero sí sabemos con seguridad que ya en 1817 el escribano de Villarejo de Salvanés describió minuciosamente otro nel que aparece una pieza de coral semejante a la descrita:
«una Regla forrada con Grase [sic] de Plata un Colmillo engarzado en plata y su Cadena de lo mismo, Un Coral tambien engarzado en lo mismo, un Crucifijo de Plata afeligranado, y una Medalla de Nra. Señora tambien de plata=38 rs.» (Villarejo de Salvanés, 1817)25.
El coral anduvo siempre compartiendo estamentos y calidades; se lo vio en lujosos escaparates y en las angostas vidrieras que alumbraban escasamente las platerías de puntapié o de portal, tan abundantes antaño en la Villa y Corte, como aquella cuyo contenido pinta Galdós por boca de Estupiñá:
«Señora, señora...».
-¿Qué?
-Ayer y anteayer entró el niño en una tienda de la Concepción Jerónima, donde venden filigranas y corales de los que usan las amas de cría...
-¿Y qué?
-Que pasa allí largas horas de la tarde y de la noche. Lo sé por Pepe Vallejo, el de la cordelería de enfrente, a quien he encargado que esté con mucho ojo.
-¿Tienda de filigranas y de corales?
-Sí, señora; una de estas platerías de puntapié, que todo lo que tienen no vale seis duros. No la conozco; se ha puesto hace poco; pero yo me enteraré. Aspecto de pobreza. Se entra por una puerta vidriera que también es entrada del portal, y en el vidrio han puesto un letrero que dice: Especialidad en regalos para amas...26
Envés de esta hoja y cruz de esa medalla son las joyerías de postín donde encontró Hildburgh en 1905 los objetos de coral que consumía la clase alta todavía como amuletos:
En Madrid, en los escaparates de las joyerías de los mejores barrios, bandejas con pequeños colgantes, muchos de puras formas ornamentales, y usados por lo común conjuntamente, de coral rojo, rosa o rosa y blanco, se muestran con la leyenda “La Buena Sombra”. Sencillos colgantes antiguos, con la forma de la mano fica, un cuerno, una rama a veces rudamente tallada, se añaden con frecuencia. Ninguna mención a otra virtud que no fuera la de combatir el mal de ojo fue hecha al respecto27.
Y es que en las primeras décadas del pasado siglo xx ciertos señoritos madrileños que aún creían en el mal de ojo alhajaron sus leontinas o cadenas de reloj con esas minúsculas higas y cuernecitos mercados en aquellas joyerías [fig. 8]. En pleno movimiento ultraísta hallamos un testimonio al respecto en la obra de Cansinos titulada La novela de un literato; al tratar de una reyerta en Madrid entre los periodistas Daguerre y Hernández Catá, este último comentaba del primero:
[...] y además, todo el mundo sabe que es un jetator. ¡Si vieran ustedes los estropicios que hemos tenido en casa cuando él venía! Como que yo me había comprado este fetiche.- Y enseñaba un cuernecillo de coral prendido como dije en la cadena del reloj28.
Por salpicar a veces de blanco la sanguina coralada que lucían las amas de cría, debo dedicar siquiera un párrafo a las piedras de leche o cuentas de la leche que, según la creencia popular, atraían al seno de su portadora un torrente de este líquido. Con no demasiada frecuencia aparecen citadas en dotes y testamentos hasta bien entrado el siglo xix:
«...quatro quentas de leche...» (Alcorcón, 1764); «Mando á mi nieta Antonia Mtñ. las Cuentas de Leche p.ª que pida á Dios por mi Alma» (Manjirón, 1800); «una cuenta de leche=6 rs.» (Valdetorres de Jarama, 1837); «dos cuentas de leche=10 rs.» (Vallecas, 1846)29.
Y en el Madrid de 1840, poblado por aquellas nodrizas ampulosas de alba camisa, ceñida chaquetilla y galoneado delantal, se perdió una de estas apreciadas cuentas que apareció al otro día anunciada así en el diario:
Se ha perdido un reloj de oro con cadena de similor y sello de oro, y entre una piedra de calcedonia, cuenta de leche, figura elíptica u oval, desde la calle de Torija a la entrada de Tudescos, calle de la Bola a la de las Rejas. Se suplica a quien lo haya encontrado lo entregue a Carlos Peñalva, en la calle de la Bola, esquina a la del Fomento, cochera, quien dará una onza de oro de hallazgo, y se agradecerá30.
Todavía el tantas veces citado Hildburgh encontró estos talismanes en el comercio madrileño de 1911:
En Madrid, en un puesto situado en un callejón, encontramos un cordel con unas cincuenta cuentas de cristal lechoso [...] para suministrar a las mujeres como amuleto para la lactancia31.
A medida que desaparecen en partijas y dotes las menciones a los dijes, cabría pensar que estos fueron eliminados del uso cotidiano para quedar olvidados en el fondo de arcas y baúles y ver de nuevo la luz en un tráfago de antigüedades cuyo último goteo podemos aún recoger en rastros y anticuarios. Pero, como acaece tantas veces en la azarosa vida de los amuletos, emergen de nuevo cuando uno los creía ya fuera de curso, y así, en una publicación fechada en 1948 encontramos la siguiente afirmación:
No hace muchos años, en un pueblo próximo a Madrid, se pagó muy caro un amuleto que se puso colgado en el cuello de un niño. Consistía en un cordón de seda negra, una estrella, tres objetos de plata agujereados, una argolla, un diente de lobo y una media luna32.
Galdós, con quien ya hemos tropezado un par de veces al callejear por la Corte, acude en nuestra ayuda para pintar con respeto la verdadera imagen de un Madrid que zarzuela y chulapería han convertido en caricatura. Pergeña la estampa de una castiza Isidora ataviada para ir a la romería del Santo un 15 de mayo de 1876; al concluir su pintura posa un momento el pincel para regalarnos un último toque muy útil para mi estudio:
No le faltaba nada, ni el mantón de Manila, ni el pañuelo de seda en la cabeza, empingorotado como una graciosa mitra, ni el vestido negro de gran cola y alto por delante para mostrar un calzado maravilloso, ni los ricos anillos, entre los cuales descollaba la indispensable haba de mar. En medio de Madrid surgía, como un esfuerzo de la Naturaleza que a muchos parecería aberración del arte de la forma, la Venus flamenca33.
Esa haba de mar, llamada en Italia occhio di Santa Lucia (ojo de Santa Lucía), es en realidad el opérculo de un molusco llamado Trochus. En España se ha atribuido a esta concha un poder medicinal contra el dolor de cabeza. Su pequeño tamaño ha facilitado la posibilidad de engastonarla en todo tipo de adornos personales, especialmente en anillos de plata o cobre, por ser pobres sus portadores, como cuenta Galdós y corrobora Dª Carmen Baroja en su catálogo:
Suele ir montado con engarce de plata, a veces en anillo, y se usa contra jaquecas, los males de la vista y los dolores de oídos, quizá por su dibujo espiral34.
Y en la ya tantas veces citada primera recolecta de amuletos realizada por Hildburgh en la España de 1905 se recogieron aún especímenes de esta clase en Madrid, Toledo y Granada; al comentar la pieza madrileña (44, VII) dice así el profesor neoyorquino:
En España se llama haba [...] y se emplea principalmente como remedio contra las migrañas y los dolores de cabeza, jaqueca, una dolencia que, a juzgar por el número de habas en uso, debe de ser bastante general. Algunas veces se dice que asegura buena fortuna al portador. Suele aparecer montada en anillos, a menudo de plata, ocasionalmente de cobre35.
Por poco usado en la tierra madrileña, dedicaremos al ámbar -resina fósil que atrapó a veces los seres vivos que hoy la adornan- sólo unas líneas. Covarrubias le dedicó en 1611 este cometario sobre su origen y aplicaciones médicas:
ÁMBAR. Una pasta de suavísimo olor, tan estimado como a todos es notorio, pues se vende por onzas, y la onza en buenos ducados; no acabando los que escriben della de afirmarse de cierto qué sea, porque unos tienen que es excremento de la ballena, otros que su esperma y no pocos afirman ser un género de betún líquido que mana en lo profundo del mar. [...] 4. Desta goma dicha ámbar se hacen cuentas y algunos las rodean a la garganta, creyendo ser buenas para contra las reumas36.
Pero sabemos que ya a mediados del siglo xvii el ámbar era en la Corte un potente defensivo contra el mal de ojo (vid. nota 20). Ausente casi en los documentos notariales levantados en el ámbito rural de los siglos xviii y xix, su uso fue más burgués, más de ciudad que de campo; por ello Hildburgh lo encontró a comienzos del siglo xx en el comercio madrileño dedicado a la venta de instrumental médico:
Los collares de cuentas de ámbar son comúnmente usados por los niños españoles, para mantenerlos alejados de los trastornos asociados a la dentición, y se venden (al menos últimamente) en las tiendas de instrumental quirúrgico. A menudo las cuentas son esferoides y lisas, pero muchas de las que vi a la venta en Madrid estaban facetadas. Se me dijo que, aunque las cuentas así talladas irritan a veces la tierna piel del bebé, se prefieren por su efecto más fino y brillante37.
Justo me parece también dedicar aquí unas líneas a otro tipo de amuletos, los que protegieron la integridad de las bestias que durante siglos soportaron el tráfago de mercancías y aun la naturaleza misma de los madrileños. Caballos, mulas y especialmente rucios estaban expuestos también al maligno efluvio de la mirada envidiosa que acarrear podía la muerte del valioso jaco y aun la ruina de la menestral familia, que cimentaba sobre el orejudo animal su precaria economía. Como a este asunto dediqué ya un ensayito nesta misma revista38, resumiré aquí con trazo grueso las noticias ya dadas, y aportaré con detalle los nuevos datos que en el tiempo transcurrido viniéronseme a la mano.
En el Este madrileño el borrico fue animal dedicado a la carga itinerante, pues como en la zona no existió apenas la pequeña propiedad, viose muchas veces liberado del obsesivo girar alrededor de la noria, de la penosa arada en tan áspera tierra, y de la abrasadora trilla estival; hago estas reflexiones referidas siempre a las clases más humildes cuyas nutridas familias habitaban las casas-cueva tan características en los valles del Tajo y del Tajuña. Pendientes siempre del jornal que las faenas de temporada no siempre les proporcionaba, buscaron su complemento en la recolección del zumaque, del espliego, de las almejas de río y, sobre todo, del esparto que -tras una áspera recogida y una manufactura compleja- vendían transformado ya en esteras, ruedos, coronillas, peludos, aguaderas... Podían todos estos productos quedar depositados en casa del mayorista local a cambio de unos pocos alimentos básicos, o bien comenzar su dispersión geográfica a lomos de un borriquillo que recorría paciente junto a su amo buena parte de la provincia madrileña y aun de las limítrofes. Por ello las crías de este animal -denominadas buches- eran, como los niños para los hombres, los más susceptibles de ser aojados por la envidia de quienes querían mal a sus dueños. Para contrarrestar ese efecto maléfico rodeaban su pescuezo con una soga de esparto de la que pendía un cuernecillo -las más veces de ciervo- suspendido de ella por una argolla de hierro [fig. 9]; era creencia admitida por todos que aumentaba su poder profiláctico introduciendo tres o más anillas de hierro, siempre en número impar, a los lados del amuleto.
Muchas noticias di en mi citado artículo sobre el empleo de este defensivo en los ires y venires de las bestias madrileñas; pero aseguré entonces que no había noticia escrita de estos amuletos en las hijuelas y partijas testamentarias de los siglos xviii y xix correspondientes a la geografía madrileña, pues seguramente el escaso valor material de estos objetos no llamó la atención de escribanos y notarios. Encontré más tarde un curioso anuncio de pérdida, acaecida en el Madrid de 1850, donde el denunciante da por seña llamativa el amuleto que tratamos:
El martes 27 del corriente, se ha estraviado un macho de 10 a 11 de la mañana, cuyas señas son: labrada la mano izquierda, la cabezada de correa, una aguadera en el pescuezo con un cuernecito, aparejo, dos sudaderos, lomillos, un cacho de frisa, una manta, jalma vieja, su atarre, su mandil de costal, jalmilla sencilla con su cincho, rabón, su color castaño: darán razón y se gratificará en la posada de la Herradura, calle de Toledo39.
Apenas transcurrido medio siglo de la pérdida comentada en el párrafo anterior, W. L. Hildburgh recogía en la Villa y Corte, allá por 1905, ejemplares del dogal que venimos describiendo. Dice así al describir el objeto 2-IV:
Una nueva pieza de cuerno de ciervo, perforada para ser colgada. Éste y otras pocas piezas semejantes fueron los únicos amuletos para burros vistos en Madrid durante una estancia de dos semanas. Fue obtenido de un vendedor minorista en el mercado de arneses antiguos, y probablemente fue puesto a la venta para ser comprado por algún campesino40.
No sé dónde se ubicaba en Madrid el mercado de atalajes usados donde se tropezó Hildburgh con el ejemplar descrito, pero sus informaciones coinciden con las que me dio en Estremera de Tajo un anciano tratante en caballerías:
Entonces íbamos mucho a las ferias, sobre todo a la de Alcalá de Henares, que era el 24 de agosto, y también íbamos a algunas de Guadalajara, y allí, además de los animales, se vendían también aparejos, nuevos y usados, más bien usados, y tengo idea de que los cuernecillos se traían también de allí 41.
Resulta curioso apuntar cómo el sufrido asno, después de muerto, brindó al hortelano su alargada calavera para hacer de ella un expresivo amuleto con que defender los sembrados floridos:
Cuando había calabazas, o pepinos, o plantas que tengan flor y llamen mucho la atención de la gente, de la gente que a lo mejo, podía echarles un mal de ojo y secar todo aquello, ponían una calavera de un burro en un palo, allí en medio, pa que se la viera bien, y claro, como eso llamaba mucho la atención, pues el que iba a aojarlo miraba aquello, y allí se iba lo malo42.
Y aunque este último apunte se aparta un tanto del amuleto de cuerno que he intentado pergeñar, quiero cerrar estas líneas con una la crítica infructuosa que le dedicaba una publicación científica en 1817:
[...] Es ridícula la manía de no limpiar las telas de araña, considerándolas como saludables; y es, en fin, vergonzoso hasta el último punto el uso de un cuernecito, que lleva todo caballo de mérito en algunas provincias, como una famosa reliquia contra el mal de ojo; y otras sandeces de esta especie43.
Crítica que como hemos visto resultó, como tantas, vana, ya que un siglo después seguían nuestros menestrales comprando y transmitiéndose estos amuletos de cuerno que, si ya no protegían el esbelto cuello de los caballos finos, seguían colgados al pescuezo de los sufridos borricos que tanto aliviaron la dura vida del campesino español.
Si mucho me he extendido al hablar de los amuletos protectores de personas y animales en la corte y su entorno, nel tintero se me quedan aún un puñado de noticias que acaso vean la luz en artículos sucesivos. Diré sólo para terminar que, contradiciendo al título de la comedia atribuida a Rojas Zorrilla, del rey abajo todos usaron y aún usamos alguna vez objetos defensivos ante el temor de lo incógnito. En los años 60 del pasado siglo se llenaban los atrios de las iglesias madrileñas la mañana del domingo de Ramos con puestos donde se alineaban las altas y desflecadas palmas con otras trenzadas y tachonadas de rosas hechas en papel de seda y las sonoras carracas de madera pintada; para quienes, no pudiendo acceder a tan sofisticados emblemas, recurrían al romero y al olivo, enormes montones de las olorosas plantas se tendían en el suelo. Pues bien, cada cual marchaba a su casa al terminar la misa llevando su señal de victoria o su ramito en la mano para colocarlo al balcón y proteger su casa del rayo; y a tal punto era fuerte la creencia que quienes no querían o podían llegarse hasta la iglesia pedían unas ramas a quienes las traían. Invocar a Santa Bárbara o amarrar en las terrazas los citados símbolos nada tenían que ver ya con la religión cristiana, son meras aldabas a las que agarrarse cuando el temor a lo sobrenatural paraliza los sentidos.
Ricos y pobres, reyes y menestrales, portaron estos objetos conscientes a veces de su inutilidad, pero fiados en el adagio popular de que ante la adversidad más vale una vela a Dios y otra al diablo.
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NOTAS
1 González Dávila, Gil. Teatro de las grandezas de la Villa de Madrid, corte de los reyes. (Madrid, 14 de abril de 1613) Cap. II, pág. 7. Manejo la edición facsimilar de la editorial Maxtor (Valladolid, 2003).
2 Covarrubias y Orozco, Sebastián de. Tesoro de la Lengua Castellana o Española (Madrid, 1611). Castalia; Madrid, 1995. Nueva Biblioteca de Erudición y Crítica. Voz aojar, pág. 101.
3 Sobre esta rica colección puede consultarse el artículo de Ruiz Alcón, Mª. T. “Imágenes del Niño Jesús del monasterio convento de las Descalzas Reales”, Reales Sitios, 6, 1965, págs. 28-36. Mientras escribo estas líneas se está celebrando en las salas de exposiciones del Palacio Real madrileño una muestra titulada “El niño Jesús” (18 de diciembre de 2010 a 9 de enero de 2011), en la que aparecen algunas de estas pequeñas imágenes estrepitosamente restauradas y, salvó alguna que otra manilla o sarta de coral, sospechosamente parece haber desaparecido todo rastro de amuleto.
4 La infanta Margarita María nació en Madrid el día 12 de julio de 1651 y murió, como emperatriz consorte del Sacro Imperio Romano Germánico, en Viena el día 12 de marzo de 1673. No disponemos de cuadros que nos la muestren en edad de lactancia, seguramente hiperprotegida por amuletos y reliquias, como lo estuvieron sus tíos y hermanos; pero Barrionuevo nos da una interesante noticia de cómo fueron los reales juguetes de la infanta cuando contaba sólo 6 años de edad: “Vino el Rey de Aranjuez el domingo 29 del pasado en tres horas poco más o menos. Llegó a las diez de la mañana y luego se fue derecho a ver a su hija la Infantica, que está mala con sarampión y viruelas locas. Díjole la niña: Padre, ya me han sangrado dos veces, una de cada brazo. Ya no me han de sangrar más, porque no tengo más brazos de donde me sangren. Riólo mucho y hallóla entretenida con dos escaparaticos de variedad de joyuelas de oro y plata, y brincos donosos, cajuelas y otras niñerías que le había enviado don Luis de Haro el sábado, y el Nuncio una inmensidad de dulces exquisitos y búcaros y vidrios de Venecia, de que estaba casi llena toda la cuadra. Mostró el Rey gusto particular de verlo, con que le pagó el regalo y agasajo.” (5-V-1657) Cito por la edición de Díaz Borque, José María. Avisos del Madrid de los Austrias y otras noticias. (Castalia, Comunidad de Madrid; Madrid, 1996) págs. 62-63.
5 Moreto y Cabana, Agustín (Madrid, 1618-1669). Entremés del Alcalde de Alcorcón (1658). En 1663 Andrés García de la Iglesia recogió este entremés en su libro titulado Tardes apacibles de gustoso entretenimiento repartido en varios entremeses y bailes entremesados escogidos de los mejores ingenios de España. Bajo el seudónimo de Juan Rana se esconde el nombre de Cosme Pérez, sin duda el gracioso más gracioso de cuantos pisaron las tablas en el siglo XVII. Su fama y su estimación le permitieron lanzar pullas envenenadas a las damas de la corte y salir airoso de varios procesos por el lentonces llamado pecado nefando que se le achacaba. Sobre éste histrión vease la obra de Deleito y Piñuela José.También se divierte el pueblo.Alianza, Madrid, 1968. Cap. LXV “Juan Rana” y otros actores famosos.p 242.
6 Covarrubias y Orozco, Sebastián de. op. cit. pág. 634.
7 Jumelle de Barneville, Marie-Catherine le. (Condesa d’Aulnoy). Relation du voyage d’Espagne. Carta VII, fechada en San Agustín [de Guadalix] el día 14 de marzo de 1679.Cito por la edición crítica del Duque de Maura y González-Amezúa, Agustín. Fantasías y realidades del viaje a Madrid de la condesa d’Aulnoy. (Calleja; Madrid s/a) pág. 123 y ss., quienes –por cierto- dan por bueno el incidente que tomamos.
8 Diario de Madrid. Nº 17. Jueves, 17 de enero de 1788, pág. 68. Esa “Cara de Dios” era una representación del paño de la Verónica que se adoraba en la capilla del Príncipe Pío, y que hoy debe de estar depositada en la madrileña iglesia de San Marcos. Bajo tal advocación se conoció siempre en la corte a la imagen que quedó impresa en el paño de la mujer que enjugó el rostro a Cristo camino del Calvario; imágenes semejantes se ofrecen al culto en la Catedral de Jaén, bajo el nombre de Santo Rostro, y en Alicante con los de Santa Faz o Faz Divina. En la mañana del Viernes Santo se celebraba en Madrid una popular romería frente a la pequeña capilla donde se guardaba la Cara de Dios; vendíanse entonces a la puerta infinidad de baratijas, medallas [fig. 4], y estampitas al pregón de: ¡A cuarto y a dos, caritas de Dios!
9 Hildburgh, W.L. “Collectanea. Further Notes on Spanish Amulets”, en Folk-lore, vol. XXIV, 1913, LXXVra. (David Nutt, 55-57 Long Acre; Londres, 1913), pág. 66. La amplísima colección de amuletos españoles que Hildburgh compró en varios viajes a la Península está hoy depositada en el Victoria & Albert Museum de Londres. Debo agradecer el envío de sus artículos desde Londres a Philippa Wright, y su traducción a Paloma Palacios y a Marcos León. Este curioso y breve apunte que nos dejó W. L. Hildburgh (Nueva York, 1876-1956) me orientó definitivamente a la hora de filiar a la rústica criada que don Benito Pérez Galdós pinta como sirvienta de la excéntrica tía Isabel en El doctor Centeno, ambientada en el Madrid de 1863. Dudaba yo si sería de El Toboso (Toledo), como su ama, o bien de la corte y sus inmediaciones, pues don Benito apunta sólo al describirla: “La criada, que desde luengos años la servía, era una mujer de bastante edad, toda cargada de refajos verdes y amarillos, y con gran moño de trenza, atado con cordón que terminaba en el huesecillo que llaman higa, para librarse del mal de ojo”. Pérez Galdós, Benito. El doctor centeno (1883). Parte II. Cap- IV “En aquella casa”. Una vez más el sabio novelista canario nos proporciona noticias de altísimo valor etnográfico e indiscutible autenticidad.
10 Informes dictados por Isidra y Angelita Camacho Horcajo, de 71 y 67 años de edad respectivamente, y por Agustina del Saz Catalán, de 73 años de edad. Recogidos en Estremera el día 14 de febrero de 1998 por José Manuel Fraile Gil, Juan Manuel Calle Ontoso y Eliseo Parra García.
11 Informes dictados por María Jesús y Eulalia Raboso Baeza, de 61 y 57 años de edad respectivamente. Recogidos en Madrid el día 24 de enero de 1998 por José Manuel Fraile Gil y Marcos León Fernández.
12 Informes dictados por Paula Torres Pérez, de 84 años de edad. Recogidos el día 30 de abril de 1995 por José Manuel Fraile Gil, Marcos León Fernández y Juan Manuel Calle Ontoso.
13 A este amuleto animal dediqué un artículo titulado “El tejón contra el mal de ojo”. Gaceta Antigüedades. Ed. Guía Danés Aguilar S.L. Nº 79. Pág. 36. Madrid, Mayo 2000.
14 Diario Noticioso Universal. Diciembre, jueves a 31 de 1761. Número 404. Sección Pérdidas.
15 Los llamados evangelios eran pequeñas bolsitas hechas con ricas telas y cosidas con minucioso primor. En su interior se introducian minúsculas hojitas impresas con el inicio de alguno de los cuatro Evangelios; de este modo el amuleto tenía la virtud mágica de la letra impresa – casi siempre indescifrable para una inmensa mayoría analfabeta- y el misterio de lo oculto, pues una vez cerradas era de muy mal agüero descoserlas de nuevo para hurgar en su interior. Al regalarme las que muestra la figura 6 me dijo su portadora: Esas bolsitas las hizo una monja que mi madre llamaba la Madre Micaela. Cuando quemaron los conventos en Madrid [1931]. Esa monja estuvo escondida en mi casa, y pasaba el tiempo haciendo labores, porque tenía unas manos primorosas, y una de las cositas que hacía eran estas bolsitas, que eran para poner a los niños. Yo nunca supe lo que tenían dentro, porque mi madre decía que no había que abrirlas, que no, que no era bueno abrirlas; así es que hasta hace poco yo no descosí una para ver lo que tenían, y ya ves, tienen, muy dobladitas, esas hojitas en latín.Informes dictados por Luisa Belmonte Rodríguez, de ochenta años de edad, nacida en Madrid, donde fueron recogidos por mí en diciembre de 2010.
16 Diario de Madrid del sábado 15 de julio de 1797. Número 196. Sección Pérdidas. Pág. 840.
17 Fernando de Rojas publicó por vez primera la Tragedia de Calixto y Melibea en 1499 en la ciudad de Burgos. La enumeración que he reproducido en el texto la refiere Parmeno a su amo Calixto en el Auto I. El autor anónimo de un entremés sin título escrito en el s. XVII parece inspirarse en el laboratorio de Celestina cuando un interlocutor enumera -esta vez en verso- dirigiéndose a las brujas su siniestra relación de materiales entre los que vuelve a aparecer la lengua viperina: “[...]cabezas de codornices,/ los granos de aquella hierba,/ piedra del nido de águila/ lengua de víbora fiera,/ aguja marina y soga/ haba morisca y la tela/ del caballo y la criatura,/ sesos de asno y flor de hiedra,/ bien sé que sólo me entienden/ no más que las hechiceras [...]”.Cito por la edición de Cotarelo y Mori, Emilio. Colección de entremeses. loas, bailes, jácaras y mojigangas. Reedición de la Universidad de Granada. Granada, 2000. Vol. II. Págs. 363-364. Número 102-XVIII.
18 Pereda, José María de. La romería del Carmen. En Tipos y Paisajes, segunda serie de Escenas montañesas (1871). A raíz de los embelecos que el mago Almiñaque arma en la romería ante un pasmado auditorio de aldeanos, se establece el siguiente diálogo entre dos espectadores: “[...]-Con estos mengues se puen hacer los imposibles que se quieran, menos delante del que tenga rézpede de culiebra; porque paece ser que con éste no tienen ellos poder. -De modo y manera es -dijo pasmada la aldeana-, que si ese hombre quiere ahora mismo mil onzas, enseguida se le van al bolsillo. -Te diré: lo que icen que pasa es que con los mengues se beldan los ojos a los demás y se les hace ver lo que no hay. Y contaréte al auto de esto lo que le pasó en Vitoria a Roque el mi hijo que, como sabes, venu la semana pasá de servir al rey. Iba un día a la comedia onde estaba un comediante hiciendo de estas demoniuras, y va y dícele un compañero: «Roque, si vas a la comedia y quieres ver la cosa en toa regla, échate esto en la faldriquera». Y va y le da un papelucu. Va Roque y le abre, y va y encuentra engüelto en el papel un rézpede de culiebra. Pos, amiga de Dios, que le quiero, que no le quiero, guarda el papelucu y vase a la comedia, que diz que estaba cuajá de señorío prencipal. Y évate que sale un gallo andando, andando por la comedia, y da en decir a la gente que el gallo llevaba una viga en la boca. «¡Cómo que viga!» diz el mi hijo, muy arrecio; «si lo que lleva el gallo en el pico es una paja». Amiga, óyelo el comediante, manda a buscar al mi hijo, y le ice estas palabras- «Melitar, usté tien rézpede, y yo le doy a usté too el dinero que quiera porque se marche de aquí». Y, amiga de Dios, dempués de muchas güeltas y pedriques, se ajustaron en dos reales y medio y se golvió el mi muchacho al cuartel[...]”.
19 Hildburgh, W.L. “Collectanea. Further Notes on Spanish Amulets”, en Folk-lore, vol. XXIV, 1913, LXXVra. (David Nutt, 55-57 Long Acre; Londres, 1913), pág. 72. Más adelante señala Hildburgh en el mismo texto el parentesco de estas monedas/medallas con las piezas italianas denominadas scifati.
20 León Fernández, Marcos. “Notas sobre joyería tradicional en la provincia de Madrid”. Revista de Dialectología y Tradiciones Populares. CSIC; Madrid, 1996. T. LI, cuaderno segundo, pág. 154. A las investigaciones de este autor en los protocolos notariales madrileños debo también las noticias anteriores referentes a Vallecas y Villarejo de Salvanés. Respecto al pan, ese “pan nuestro de cada día” cuya escasez o alza provocaba continuas hambrunas en el pueblo madrileño, y por ende en el español, contamos con numerosos testimonios literarios que nos hablan de él como amuleto indispensable contra el aojo. Quiñones de Benavente, en su entremés Los Mariones (1664) lo incluye en una detallada relación de materias defensivas cuando sarcásticamente comenta el peligro de aojo sufrido por uno de los protagonistas: “DON QUITERIO: Y ¿no llevabas nada para el ojo? DON ESTEFANÍO: Azabache llevaba y pan bendito, / cristal, tejón, azogue, acero y masa. / Híceme sahumar después en casa / con hierbas de San Juan, con azabache, / Herbatum, carne momia y peonía; / sin que pasase viernes, que es mal día, / y aún no me aprovechó [...]” La obra fue incluida en Navidad y Corpus Christi festejados. Madrid, 1664, pág. 4. Cito por la edición de Cotarelo y Mori, Emilio. Colección de entremeses. loas, bailes, jácaras y mojigangas. Reedición de la Universidad de Granada. Granada, 2000. Vol. II. Pág. 596. Número 258-XLIX.
21 Informes dictados por Tomasa Navarro Sanz, de 85 años de edad. Recogidos el día 22 de marzo de 1995 por José Manuel Fraile Gil y Juan Manuel Calle Ontoso.
22 Informes dictados por Mercedes Hernández García, de 87 años de edad. Recogidos el día 19 de marzo de 1998 por José Manuel Fraile Gil, Marcos León Fernández y Juan Manuel Calle Ontoso.
23 Ruizes Fontecha, Juan Alonso de los. Diez privilegios para mujeres preñadas. (Alcalá de Henares, 1606).
24 Diario noticioso universal. Madrid, 14 de marzo de 1761, nº 169, págs. 337-338.
25 León Fernández, Marcos. “Notas sobre joyería tradicional en la provincia de Madrid”. Revista de Dialectología y Tradiciones Populares. CSIC; Madrid, 1996. T. LI, cuaderno segundo, pág. 153.
26 Pérez Galdós, Benito. Fortunata y Jacinta. Obras completas de. (Ed. Aguilar S. A. , 3ª ed. ; Madrid, 1958) t. III, cap. IV, parte I. De esas platerías llegué yo a conocer en los años 60 del pasado siglo gran cantidad, ubicadas en los alrededores de la Plaza Mayor, sobre todo en la calle de los Estudios. Recuerdo una cuyo escaparate presentaba gran cantidad de estuches forrados en terciopelo, con cubierto, servilletero y vasito en plata para regalo recién nacidos. Había también allí bandejas y útiles de mesa. Otras había en la calle del Príncipe especializadas en engarces y composturas de piezas pequeñas. A su frente estaba el indispensable “maestro” con muchos años a cuestas de profesión, y dos o tres aprendices dedicados sobre todo a lustrar las existencias.
27 Hildburgh, W.L. “Notes on Spanish Amulets”. Folk-lore. A Quaterly Review of Myth, tradition, Institution, & Custom, being The Transactions of the Folk-lore Society. (David Nutt, 55-57, Long Acre; London, 1906) Vol. XVII [LVIII], pág. 460.
28 Cansinos Assens, Rafael. La novela de un literato. Hombres, ideas, efemérides, anécdotas. Tomo II. 1914-1923. Alianza Editorial S.A.; Madrid, 1985. Cansinos utiliza la palabra jetator, por aojador, tomada del italiano, idioma donde se conoce al mal de ojo por jettatura.
29 León Fernández, Marcos. “Notas sobre joyería tradicional en la provincia de Madrid”. Revista de Dialectología y Tradiciones Populares. CSIC; Madrid, 1996. T. LI, cuaderno segundo, pág. 154.
30 Diario de Madrid. 23 de agosto de 1840. Pág. 3.
31 Hildburgh, W.L. “Collectanea. Further Notes on Spanish Amulets”, en Folk-lore, vol. XXIV, 1913, LXXVra. (David Nutt, 55-57 Long Acre; Londres, 1913), pág. 66.
32 Sánchez Pérez, José Antonio. Supersticiones españolas. (S.A.E.T.A.; Madrid, 1948) Voz amuleto, pág. 35.
33 Pérez Galdós, Benito. La desheredada (1881). Cap. VII. Flamenca Cytherea. Vuelve D. Benito a mencionar este amuleto en uno de sus episodios nacionales, concretamente en el titulado España sin Rey (1908): “[...] Filiberta morena, tirando a negra; de granadera talla, huesuda, con bosquejo de bigote y barbas. Puesto en pie a su lado con altos tacones, apenas le llegaba al cuello el hombre chiquitín con quien compartía su existencia, y en quien veía un santo niño, digno de culto religioso. //Acostado el niño, su servidora le lió en la cabeza, a guisa de turbante, un pañuelo de seda. No dormía bien el caballero sin abrigar de este modo su cráneo y sus pensamientos, costumbre higiénica que le fue impuesta en Madrid por los cuidados de doña Leche. Y cuando Filiberta le hacía en la frente el nudito final, dijo a su señor: “Y para más seguridad, ya sabe que yo tengo un amuleto que me dieron los ermitaños de Barria [Álava]. Se lo pongo en el pecho, y no haya miedo de que le toquen balas, ni de que le entre estoque o daga en desafío, siempre que a él vaya con fe y devoción. No es más que un colgajito con el haba de mar cogida en Viernes Santo, unos palitos de hierba de Tierra Santa y la regla de San Benito[...]”.
34 Baroja Nessi, Carmen. Catálogo de la colección de amuletos. Trabajos y materiales del Museo del Pueblo Español de Madrid. (Madrid, 1945) pág. 12.
35 Hildburg, W.L. “Notes on Spanish Amulets”. Folk-lore. A Quaterly Review of Myth, tradition, Institution, & Custom, being The Transactions of the Folk-lore Society. (David Nutt, 55-57, Long Acre; London, 1906) Vol. XVII [LVIII], pág. 465.
36 Covarrubias y Orozco, Sebastián de. Tesoro de la Lengua Castellana o Española (Madrid, 1611). Castalia; Madrid, 1995. Nueva Biblioteca de Erudición y Crítica. Voz ámbar, págs. 83-84. Más adelante , el culto toledano se refiere a la curiosa fosilización que han sufrido animales y plantas en esta recina del siguiente modo: “ [...]El Doctor Laguna, sobre Dioscórides, libro I, cap.90, dize haber tenido en su poder un mosquito y una mariposa embalsamados en unas gotas de este ámbar”.
37 Hildburg, W.L. “Indeterminability and Confusion as Apotropaic Elements in Italy and in Spain”. Folk-lore. Transactions of the Folk-lore Society. Vol. LV, diciembre 1944, nº 4. págs. 133-149.
38 Lo titulé “Noticias sobre amuletos de cuerno en el Este madrileño” Revista de Folklore. Obra Cultural de la Caja de Ahorros Popular de Valladolid. Nº 190. Tomo XVI-2. Págs. 119-123. Valladolid 1996. A este tipo de amuletos en un área geográfica más amplia que la madrileña, dedicó también dos artículos Pan, Ismael del: “Un curioso amuleto empleado contra el mal de ojo en los borricos de algunas regiones españolas”. Actas y memorias de la Sociedad Española de Antropología, Etnografía y Prehistoria. III, 1924, cuads. 1-2, págs. 47-55. Y “Datos prehistóricos y etnológicos recogidos en algunos pueblos comarcales de los Montes de Toledo”. Actas y memorias de la Sociedad Española de Antropología, Etnografía y prehistoria. V, 1926, págs. 43-50.
39 Diario Oficial de Avisos de Madrid. Miércoles 28 de Agosto de 1850. Número 1004. Sección Pérdidas. 40 Hildburg, W.L. “Notes on Spanish Amulets”. Folk-lore. A Quaterly Review of Myth, tradition, Institution, & Custom, being The Transactions of the Folk-lore Society. (David Nutt, 55-57, Long Acre; London, 1906) Vol. XVII [LVIII], págs. 454-472.
41 Debo estos informes a Segundo Platas, de 93 años de edad, natural de Estremera de Tajo, a quien visité en su casa con Marcos León Fernández en 1995.
42 Debo todas estas informaciones a Isidra Camacho Horcajo quien, nacida en Estremera de Tajo en 1927, me ha brindado todo su saber, que es mucho, y su amistad, que es sincera. A lo largo de los últimos veinticinco años son muchas las veces que he entrevistado a Isidra, son muchas las tardes que me ha brindado para cantarme y contarme sus infinitos saberes. Hoy, que los años han echado sobre ella la losa del olvido, quiero dedicarle una vez más mi cariñoso homenaje.
43 Laiglesia y Darrac, F. de. “Sobre el verde de los caballos”. Crónica Científica y Literaria. Madrid, martes 4 de mayo de 1819. Número 219.