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Puede adaptarse un mito, un cuento, una leyenda, que surgen de siglos pasados a una mirada propia de este Siglo XXI del que han pasado ya ocho años? En los artículos que escribo, un tanto como contrapunto, para esta magnífica revista, examino este fenómeno desde la inmediata realidad. Son los espectáculos operísticos los que proporcionan la materia más interesante, porque es la música la que induce a toda clase de montajes, en interpretaciones a veces de cierta irresponsabilidad en un afán personalista de provocar, en otras de coherencia máxima examinando la ópera a través del psicoanálisis, del marxismo, de las estéticas más variadas. En tres días consecutivos en el Liceo de Barcelona y en el Teatro Real, tres ejemplos fascinantes dan pie a una reflexión sobre la pervivencia de mitos, cuentos y leyendas y su extraordinaria capacidad de transformación.
Escribimos sobre el coro y su importancia en “Leonora” de Beethoven, presentada en versión de concierto. Ahora, en un montaje de “Fidelio”, versión definitiva de la misma, la lectura desde el Siglo XXI se hace más compleja. El idealismo de antaño ha ido, salvo excepciones contadas, disolviéndose por lo que las soluciones de los conflictos de determinadas óperas no resultan válidas hoy, sobre todo, si como en el caso de la obra bethoveniana, el triunfo del amor conyugal y la proclamación de la libertad sobre la opresión son los “leit motiv” fundamentales.
Una leyenda fija el personaje de Leonor, vestida de hombre y jugándose la vida para salvar a Florestan, encerrado en un sótano sombrío de la cárcel que gobierna el tirano Pizarro. Se ha constituido en el emblema de la esposa fiel. Beethoven la exaltó en su única ópera fijando su conflicto individual estrechamente unido al eterno conflicto global de los opresores y los oprimidos, en un final positivo que el director de escena cambia haciéndonos ver, con cierta superficialidad, incluidas ocho guillotinas que sustituyen a la que ejecutó a Pizarro, que a un tirano sucederá otro de idéntica o mayor crueldad. Florestan y Don Fernando son a priori sospechosos como futuros tiranos. Discutible en todo caso pero propio del siglo XXI.
La puesta en escena tuvo momentos correctos y otros absurdos, como las escenas de la celda de Florestan a las que hay que acceder bajando por unas altas escaleras, salvo Don Pizarro que surge del fondo, quizás porque resultaba imposible que, estando en silla de ruedas, pudiera salvar el obstáculo.
El ejemplar ciudadano, excelente músico y magistral director de orquesta Claudio Abbado hizo una versión admirable, en lo lírico, en lo dramático y en lo elegíaco. Condujo a una estupenda Mahler Chamber Orchesta con una energía serena e interiorizada asombrosa. Curiosamente al día siguiente veía la interesante película de Martin Scorsese sobre un reciente concierto de los Rolling Stone en New York en el que la energía física de Mick Jagger, Keith Richards y demás se veía acompañada de la del enfebrecido público. Todo externo y apasionante, pero en todo caso inferior a la que se vivía en un Teatro de Ópera en silencio para estallar después en 23 minutos de bravos y aplausos. Un tema interesante desde dos músicas diferentes en una fijación de la energía que desde la forma no puede ser más opuesta, aunque se coincida en ese placer que el divino arte (voz, palabra, música) proporciona.
II.
Un cuento de Perrault, “Barba Azul”, fue puesto en música por Bela Bartok en una ópera de una hora de duración: “El Castillo de Barba Azul”, que es una de las obras maestras del género del siglo XX desde el libreto de Bela Balasz. El compositor húngaro firma una partitura ejemplar, que se acomoda a las palabras en un juego de intensidades musicales magistral. El idioma húngaro está potenciado de principio a fin. Un bajo y una soprano son suficientes para expresar, no sólo la soledad de los personajes, sino la del colectivo que había sufrido una guerra monstruosa y parecía intuir la inmediata, todavía más sangrienta y demoledora. En 1918 la obra de Bartok utilizaba el cuento original, uno de los que deja su impronta mítica –habría que volver a esos textos magistrales que tratan del psicoanálisis de los cuentos del hadas (Vladimir Popp)– tamizado por el simbolismo que había creado Mauricio Maeterlinck, hoy de forma injusta sólo recordado por la ópera de Debussy “Pelleas y Melisande” con texto suyo. El cuento se transforma en una visión interna del ser humano. Ambivalencia amor–soledad, día–noche, luz–oscuridad. Si en “Diario de un desaparecido” la espléndida serie de canciones de Janacek (orquestadas por Gustav Kühn) programadas junto a la obra de Bartok el amor vence a la convención, el nomadismo incierto al quietismo seguro, en “El Castillo de Barba Azul” el final es negativo. No existen muertes pero sí la ruptura de cualquier lazo amoroso entre Judit y Barba Azul. La soledad y la noche eterna son la fatal conclusión.
La curiosidad femenina castigada desde la injusta condena bíblica a la mujer de Lot. Judit quiere abrir las puertas del castillo y Barba Azul va dándole las llaves, resistiéndose casi absolutamente a la que abre la séptima. Van sucediéndose las sorpresas, los espacios misteriosos que se desvelan, tal vez desde la visión personalísima de Judit, que los describe. Torturas, lágrimas, sangre, jardín… la mujer quiere conocer, el hombre, Barba Azul, tal vez el del cuento, quiere amar.
La Fura dels Baus y Jaume Plensa llegan a una depuración absoluta entre los temas musicales. Todo está vacío y la oscuridad reina. Minimalismo en “Diario de un desaparecido” con los cuerpos desnudos como afirmación del camino del amor elegido frente a la estéril seguridad. El nomadismo de la gitana abre una nueva perspectiva vital al campesino y la existencia de un futuro vástago lo ratifica. El “desaparecido” no lo será tanto, pero sí en cuanto a su entorno vital anterior al que renuncia. Judit y su curiosidad y la psicopatía de Barba Azul en busca de la perfección del amor concluyen en la soledad de las personas, en la oscuridad del castillo que representa el alma del dueño. Obra genial la de Bartok, extraordinario montaje con las imágenes potentes de Jaume Plensa. Buen trabajo de Pons y los cantantes. Una hora y media de sensibilidad esencial, con la importantísima circunstancia de la utilización de dos lenguas peculiarisimas: el checo y el húngaro, que en estas óperas del Siglo XX representadas en el XXI adquieren especial trascendencia en el momento social y político en que vivimos. En un mundo globalizado escuchar esos dos idiomas unidos al canto supone todo un toque de reflexión, mucho más cuando el logro estético del espectáculo tiene una gran altura. El cuento de Perrault tiene así una lectura profunda y compleja que en ningún caso lo desvirtúa.
III.
“Tanhauser”, la primera ópera romántica de Wagner. Conflicto entre el amor carnal y el espiritual. Trovadores medievales que forman un clan estéril y aristocrático (que luego Wagner transformará en los Maestros Cantores burgueses). El mito de la Venusberg y el castillo de Wartburg, tienen en la obra una solución acomodaticia (siempre ese peculiar cinismo del compositor que niega la relación sexual y la castiga, aunque personalmente hiciera todo lo contrario) que las direcciones de escena rompen en ocasiones. Así ocurrió en el montaje de Harry Kupfer presentado en Madrid, con dirección musical de Baremboin en el que la exaltación religiosa era subvertida desde un viento desolador que quitaba toda grandeza al final. La versión del Liceo de Robert Carsen es todavía más arriesgada. Sustituye el concurso de canto por una exposición, a los trovadores por pintores contemporáneos, la orgía de la Venusberg por una pulsión masturbatoria de los sujetos contra los lienzos mientras Tanhauser pinta a Venus desnuda. Una escenografia sobria y oscura que en el II acto se convertirá en una blanca y luminosa sala de exposiciones. Al final, desde la lobreguez del espacio en el que Tanhauser cuenta su fallido viaje a Roma y la inaceptable conducta del Papa, unirá a Venus y Elizabett en un solo ideal de mujer (lo espiritual y lo sexual) que triunfará en la Galería del II acto, ahora con obras maestras de la pintura colgadas en sus paredes. No mueren Tanhauser ni Elizabett y la leyenda sobre la santa de Hungría y los testimonios sobre Tanhauser, personaje histórico por otra parte, son subvertidos, a mi juicio magistralmente, sin cortar ni cambiar una sola nota de la partitura y sólo unos cinco minutos la estructura dramatúrgica.
Desde esas dos leyendas que se entrecruzan, la representación del Liceo recupera esta ópera para el Siglo XXI, tras un análisis coherente que utiliza los signos escénicos con precisión. Los personajes, incluidos los peregrinos, cargan con los cuadros y después de su perdón en Roma vuelven sólo con los marcos, como si se hubieran desprendido de sus pecados. En el desarrollo de la representación se atiende a un sinnúmero de detalles, a veces difíciles de percibir y que hubieran requerido más de una visión, desde el vestuario a la situación de los personajes y coro en el espacio y la sabia utilización de la luminotecnia. Esta modernización de la ópera no necesita imágenes de provocación y funciona de forma armoniosa y coherente. El capricho se ha subordinado a las exigencias de una dramaturgia específica y no se ha impuesto en ningún momento. Incluso la aparición de las paredes llenas de cuadros resulta fluida y natural, como esa fusión del eterno femenino en un lienzo que pudo causar graves problemas en otros momentos. El arte hoy mismo, tiene censores que intentan destruir aquello que no se considera política, social o estéticamente correcto.
Esta visión escénica contó con una dirección musical de Sebastián Weigle volcada a lo lírico y explicativo, aunque a la Orquesta, mal general de los conjuntos españoles, le cuesta encontrar el sonido adecuado en los momentos en los que se requiere potencia y brillantez. Magníficos los coros, movidos magistralmente por Carsen y un espléndido nivel vocal con un Peter Seiffert, especialista ya en estos tenores románticos que encarnó a un Tanhauser humano y dubitativo que al final conquista por las glorias del arte creador y personal.
En el Teatro Real se dio, en el comienzo del año 2009, una magnífica versión musical, con un reparto casi idéntico al de Barcelona, con la excepción de Christian Gerhagr, de gran nobleza de expresión en todo su importante papel. Un Wolfran de gran categoría. López Cobos, en una de sus últimas apariciones como director titular consiguió una gran versión.
El montaje de Ian Judge fue en lo dramatúrgico, canónico, siguiendo al pie de la letra la tesis wagneriana con victoria de lo espiritual sobre el amor carnal. Más afortunada en la técnica de la representación, con paneles, puertas y un móvil circular que permitían diversos espacios matizados por las luces y colores del vestuario, rojo, blanco y verde. Tuvo continuidad el espectáculo y la leyenda surgió sin conflictos, aunque en la desleída Venusberg, con desnudos modosos y casi a oscuras, se tuvo la sensación de que todo era artificial y casi ridículo y que las orgías en escena casi nunca resultan.
Mitos, leyendas, cuentos… La posibilidad de trasladar el pasado al presente y hacerlo revivir desde diversas opciones es apasionante. La cultura no puede limitarse a la simple reproducción de una obra, debe incidir en desvelar sus secretos. Si desde el punto de vista técnico el descubrimiento de la luz eléctrica fue decisivo para las representaciones teatrales, por ejemplo, las nuevas ciencias del conocimiento a partir del psicoanálisis y otros fenómenos, permiten incidir en el subconsciente de los autores. Si en Beethoven no existen problemas para plasmar sus ideas humanistas, en Janacek, Bartok y Wagner las cosas son más complejas. Las representaciones del Liceo, han incidido en una versión moderna y no tradicional de unas obras de gran calidad musical y dramatúrgica. Las arriesgadas puestas en escena en ningún caso han influido negativamente en la materia sonora, más bien nos han iluminado en sus significaciones. El contexto de lo popular no se pierde en estas transformaciones que pueden ser polémicas pero que mantienen una coherencia sin fisuras.
Estas zonas exentas de la vulgaridad dominante, mucho más frecuentadas de lo que pudiera parecer a pesar de los precios tan elevados, mantienen los hechos artísticos más relevantes del pasado y acogen interpretaciones del presente. La cultura es a la vez tradición y renovación. El sustrato antropológico constituye una fuente inapreciable para desde él, ir significando los procesos evolutivos. Del cuento de Perrault, o las leyendas del Wahnfried o Santa Isabel de Hungría se desarrollan interpretaciones literarias, pictóricas o musicales que a su vez, en un continuum son vistas de forma plural por los artistas posteriores. La transformación, el desarrollo de los elementos folklóricos o míticos les da una mayor fuerza y la interrelación entre lo plural y lo culto es el mayor signo de riqueza, como lo prueban estos ejemplos del momento inmediato.