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Cuando el cristianismo fue aceptado por Constantino como religión oficial del Imperio tras su victoria sobre Majencio en la vía Flaminia, en el puente Milvio –año 312 (1)–, aquél era, en lo religioso, un conglomerado de creencias tan dispares que, a pesar de los esfuerzos desplegados por los patriarcas de la nueva religión, no pudieron desarraigar en su totalidad las antiguas creencias de sus nuevos adeptos –algunos obligados a someterse por la fuerza –, de ahí que no les quedase otro remedio que incorporar a sus dogmas determinados ritos paganos –recuérdese que pagano viene de paganus, aldeano, de pagus, aldea (2)– , ajenos a sus creencias, que se hallaban demasiado enraizados principalmente en los medios rurales. Y estas creencias y ceremonias heterodoxas han perdurado hasta la actualidad, adonde han llegado a través de costumbres populares y tradiciones “oralistas y gestualistas muy a pesar de los retratos deformantes o ridículos” (3) y del empeño que los clérigos pusieron en conseguirlo. Pero lo que no lograron sus esfuerzos y amenazas más o menos veladas, lo ha logrado en determinados pueblos una serie de circunstancias entre las que caben citarse la emigración, la dejadez de los sacerdotes, el espíritu pragmático de las nuevas generaciones, que han olvidado o desconocen el espíritu que animó las costumbres de sus ancestros, o –como escribe Félix Barroso– “al paso de una economía pastoril de subsistencia a otra de mercado”, que está acabando con los antiguos rituales navideños en Las Hurdes cacereñas.
Santa Cruz de la Sierra –la antigua Sambris –según Antonio Mena Ojea (4)–, la Santa Cruz de Jerusalén, es un municipio cacereño de la comarca de Trujillo, de terreno desigual, bañado por el río Búrdalo. Por el lugar pasaron celtas, lusitanos, vettones, romanos y árabes, como puede comprobarse por los numerosos restos encontrados a lo largo y ancho de su término municipal. La primera parte del topónimo es una advocación religiosa relacionada con la advocación de su parroquia –La Señora Vera Cruz–, mientras el complemento preposicional hace referencia a la sierra de su mismo nombre, en cuya falda se asienta la población. Su gentilicio normativo es santacruceños, y los populares barrigones – por tener antaño muy desarrollado el vientre – y barrugúos, a causa de la inflamación del bazo, producida por el paludismo. Pues bien, en esta localidad hubo tres costumbres ancestrales, dos ya desaparecidas en 1950, cuando el maestro nacional Antonio Mena Ojea, las dio a conocer por medio de trabajos publicados en el diario Extremadura y en la revista Alcántara. En la actualidad sólo una ha perdurado, con altibajos, según el humor y el amor del eclesiástico de turno. Así es que nos guiaremos por el Sr. Ojea para darlas a conocer, ya que ni en el mismo Ayuntamiento de Santa Cruz tenían conocimiento de las costumbres desaparecidas.
En la llamada fiesta de los Vaquilleros –que debe incluirse entre los festejos relacionados con los mitos “que repiten simbólicamente el acto de la creación” (5)–, un grupo de siete mozos nombraba entre ellos un “guión”, que había de servirles de supervisor en los ensayos de la danza que durante el mes anterior al Martes de Carnaval ejecutaban en la plaza mayor del pueblo, al atardecer, una vez concluido el trabajo diario. Llegado el día señalado, los vaquilleros se vestían con calzón de paño negro, medias blancas, chaleco de paño, igualmente negro, con brillante botonadura, y camisa de lino. Se calzaban borceguíes y se tocaban con un empinado gorro “sensiblemente cónico” y profusamente adornado de espejuelos y cintas de vivos colores, a la vez que se ceñían con un fuerte y ancho cinturón, del que harían pender varias campanillas. Igualmente, cada uno se acompañaba de la típica y recia honda de vaquero.
El “guión”, además, llevaba un silbato. El Martes de Carnaval –sigue narrando Mena Ojea–, al primer toque de misa, se reunían los vaquilleros en la plaza y, precedidos del “guión”, se dirigían a la casa del señor cura. En el trayecto y en otros momentos de la fiesta, caminaban en dos filas, trenzando una danza rudimentaria y primitiva, que consistía en permutar sus lugares cada uno de los vaquilleros de distinta fila al cambio de marcha –hacia delante o atrás, no tenían giros ni a derecha ni a izquierda– efectuado por su “guión”, movimiento que ésta marcaba con el restallido de su honda y que los demás vaquilleros ejecutaban a suaves y acompasados saltos que hacían tintinear sus esquilas, quedando, con este movimiento, siempre los mismos hombres a la derecha del “guión”. Llegados a la casa del cura, salía éste, se colocaba en medio de las dos filas, y así escoltado, se dirigía a la iglesia. Una vez en ella, el sacerdote pasaba a la sacristía, mientras los danzarines se colocaban cubiertos en el presbiterio, dando cara al altar; y sólo se descubrían durante la elevación.
Terminada la misa, el sacerdote era nuevamente escoltado hasta su casa por los vaquilleros. Una vez en ella, el clérigo los despedía con la pregunta: –¿Sabe cada uno su sitio?– Sí, contestaban ellos, para, acto seguido, y a grandes saltos, que hacían soñar las esquilas del cinto, ocupar las bocacalles de acceso a la plaza, restallando sin cesar sus hondas. Ya en la plaza, el “guión” se situaba en el centro, mientras los espectadores se apoyaban en los muros. El insistente tañido de un cencerro anunciaba la llegada de la vaca: un mozo disfrazado con una careta de madera, en forma de cabeza de toro que lleva clavados dos cuernos, y cubierto con una manta. Irrumpía, pues, la vaca en la plaza y simulaba embestir a los espectadores. El “guión” trataba de reducirla con amenazas, con el restallido de su honda… Hacía entonces sonar su silbato y acudían los vaquilleros, que lograban reducirla, Pero aunque era conducida por ellos, la vaca hacía vertiginosas escapadas para arremeter contra los grupos de curiosos, produciéndose las consiguientes carreras y los simulados sustos… La fiesta terminaba al toque de mediodía, cuando se procedía a matar la vaca. El matador, armado de un viejo sable, se dirigía hacia la falsa res, que le volteaba aparatosamente; pero ayudado por los vaquilleros, lograba al fin darle muerte. Luego, el animal era retirado en parihuelas hasta una casa próxima, donde el mozo que lo había encarnado, se despojaba de sus atavíos animales para incorporarse al grupo de vaquilleros y dirigirse todos a degustar el convite que financiaba el matador (6).
Otra de las costumbres recogidas por Mena Osea –que también debe enmarcarse entre los ritos de regeneración temporal– es el entierro del Segador. Al empezar la siega, salían las cuadrillas que, bajo la dirección de sus manijeros, comenzaban los destajos. Una vez terminados éstos, regresaban al pueblo entre cantos y el atronador “tañido ululante del bocino del manijero”. Preguntaban entonces si habían llegado las otras cuadrillas y sabedores de que ellos eran los primeros, y sin descabalgar de sus jumentos, se dirigían a la casa de uno de los segadores ausentes. Hacían entonces un círculo ante la puerta y –entre simuladas muestras de dolor– prorrumpían en quejumbrosos llantos: –“¡Se ha muerto!– decían –¡Lloremos! ¡Pobre… que se ha muerto! Enterrémosle, muchachos”. Descabalgaba un cuadrillero y cogiendo una reja, abría un pequeño hoyo a pocos centímetros del umbral de la puerta, para, simulando el entierro, cubrirlo nuevamente. Luego, la cuadrilla se trasladaba al domicilio de otro segador ausente, luego al de otro… Mas si en este devenir de casa en casa les sorprendía la llegada de otra cuadrilla, se oían entonces los gritos de “¡resucitados, resucitados!”, dándose “fin con su presencia a las jocosas burlas” (7).
Las chozas de la Velá –tercera costumbre recogida Ojea (8), y única que aún persiste– se inscribe como una reminiscencia del culto al fuego, tan arraigado entre los pueblos primitivos, destinado a vivificar los poderes regenerativos y reproductores vegetales y animales y a impulsar al Sol en su viaje celeste, entre otros cometidos.
En la noche del 13 al 14 de septiembre –víspera de la festividad del Santísimo Cristo– y antes de anochecer, se construían en la plaza, frente a la puerta de la iglesia dos chozos de cañas, paja y estopa de lino. Dirigían la operación el sacristán y los guardas locales. Por su parte, los niños y mozos encendían unos “jopos” o “guisopos” (9), consistentes en cañas rematadas en una bola de lino, a la que prendían fuego. Con estas antorchas corrían y recorrían el recinto de la plaza.
Al abrirse la puerta de la iglesia para dar paso a la procesión del Cristo, un guarda del Ayuntamiento prendía fuego a uno de los chozos, que por momentos se convertía en hoguera, que era saltada con fantásticas cabriolas, por los mozos del lugar.
El segundo chozo se encendía –en medio de un impresionante silencio– cuando la procesión entra de nuevo a la iglesia.
Mena Osea añade:
“He aquí la Velá, noche para no dormir o dedicada a algún trabajo, como reza su significado… Nadie que contemple estas hogueras puede dejar de pensar en las llamas que se erguían hace siglos en lo alto de las montañas, en honor del fuego y de la luna y que al cristianizarse estas tierras no desaparecieron totalmente”. Y continúa diciendo que los Chozos de la Velá, son reminiscencia de aquellos cultos; cultos que se rendían en las noches de plenilunio, en lo alto de los riscos de la sierra, donde antiguamente estuvo asentado el enclave que dio origen a Santa Cruz. Y añade: “Y no sería aventurado afirmar que el hoy desaparecido baile de pandereta que hasta no hace muchos años se practicaba diariamente y al anochecer en la Plazuela del Fraile, donde se cantaba y se bailaba al son del pandero o pandereta que tocaban últimamente los “Espinas”, –familia esta a la que estuvo vinculado muchos años este menester– fuera reminiscencia de aquellos coros de danzas que giraban alrededor del fuego en honor de él y de la luna”. Y concluye: “Tendríamos entonces, que el fuego, la divinidad, lo esencial, quedó con el tiempo adscrito a ceremonias religiosas, y el coro y las danzas, lo accesorio, la forma externa del culto, pasó a regocijos profanos que terminan en el baile y en el canto a que hacíamos referencia”. En la actualidad, según el Ayuntamiento, se encienden tres hogueras: una, frente la iglesia, otra en la trasera de la misma y una tercera en una de las plazas del pueblo.
Mena Osea termina este segundo trabajo haciendo también alusión a las pequeñas medias lunas o amuletos que algunas madres santacruceñas colgaban del cuello de sus pequeños para que la Diosa de la Noche no les causaran graves males, ya que a ella se le achacaban muchas fiebres y trastornos infantiles. Y dice que había visto muchas hechas con monedas antiguas de diez céntimos y algunas ensartadas juntamente en un collar con dientes de erizo o metidas en una bolsa, con una pequeña cruz hecha de madera de morera y todo ello colgando del cuello del lactante. Y se pregunta: “¿Formaría el erizo en el Olimpo local de la época?”, para añadir que las medias lunas solían llevar grabadas una cara y algunas una cruz, de donde se desprende una vez más que el cristianismo, no pudiendo desarraigar totalmente la creencia, imponía el sello de su simbolismo. Y concluye: He aquí otra reminiscencia que llega a nuestros días del culto a la luna, “Astro convertido en divinidad y que influía en nuestra vida”, y a la que los antiguos debían guardar profundo temor y respeto al objeto de evitar su cólera, que llegaría a alcanzar incluso a los niños; a los que protegían de sus maléficos colgando de su cuello la efigie de la diosa temida (10).
La luna, la diosa del misterio y la turbación; el numen de la fructificación y de la regeneración periódica de la vida, la del eterno retorno…
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NOTAS
(1) No se sabe a ciencia cierta si el signo que hizo poner en el escudo de sus soldados fue un símbolo solar o si fue el signo de la cruz, como dice la hagiografía católica, y si se convirtió realmente a la nueva religión o lo hizo en apariencia debido a la pujanza que estaba tomando el cristianismo.
(2) En el latín eclesiástico este vocablo adquirió el significado de gentil, por la resistencia del medio rural a la cristianización.
(3) Juan J. Camisón, p. 11
(4) Restos prehistóricos en Santa Cruz de la Sierra, p. 41. El topónimo no lo recoge la Gran Enciclopedia extremeña.
(5) Mircea Eliade, p. 19.
(6) Costumbres, tradición: Folklore, pp. 35–36
(7) Ibíd. p. 36
(8) Reminiscencias del culto al fuego…, pp.53–54.
(9) Hisopos.
(10) Pp. 55–56.
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BIBLIOGRAFÍA
BARROSO GUTIÉRREZ, Félix: Diario HOY, Badajoz, 28 de diciembre de 2004.
CAMISÓN, Juan J.: Reflexiones sobre el Jarramplas de Piornal.
JJCF//TMCE. Cáceres, 2005.
CASTAÑO FERNÁNDEZ, Antonio M.: Los nombres de Extremadura. (Estudios de toponimia extremeña). Editora Regional de Extremadura. Badajoz, 2004.
ELIADE, Mircea: El mito del eterno retorno. Alianza/Emecé. Madrid, 1982
FERNÁNDEZ DE OXEA, José Ramón: Nuevos dictados tópicos cacereños, p. 401. Revista de Estudios Extremeños, 3 y 4. Badajoz, 1949. Gran Enciclopedia extremeña. Ediciones extremeñas, Mérida.
MENA OJEA, Antonio:
– Costumbres, tradición: Folklore. Alcántara, año VI, nº 31. Diputación Provincial. Cáceres, mayo, 1950.
– Reminiscencias del culto al fuego y a la luna en Santa Cruz de la Sierra. Alcántara, año IX, nº 72. Diputación Provincial. Cáceres, octubre–diciembre, 1953.
– Ibíd. Extremadura, Cáceres 6 de mayo de 1949, p. 3.
– Restos prehistóricos en Santa Cruz de la Sierra. Alcántara, números 126–134, año XIV, abril–diciembre, Cáceres, 1959.