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Importante, si es que se habla de lenguaje y comunicación, sería saber cómo funciona el lenguaje que usan quienes se encargan de la redacción de señales, carteles y dípticos, en el entorno de un museo. El lenguaje nunca es inocuo, sino que ayuda a construir ideas y conceptos de modo que habrá que cuidar extraordinariamente la construcción de frases, la conexión entre señales y la contextualización de las piezas. Importan los textos que se escriben para leer en el museo pero incluso también los que se van a leer fuera. La visita no acaba en la salida sino que se prolonga, muchas veces involuntariamente, una vez que se ha abandonado el recinto museístico y podría decirse que los mejores resultados incluyen el recuerdo o las sugerencias que se producen al cabo del tiempo.
En una época en la que se presume de facilidad en la comunicación, se hace necesario un entendimiento, una complicidad cada vez más intensa entre los responsables de los museos y sus usuarios si de verdad se pretende que éstos aprovechen las visitas y que aquéllos puedan transmitir de forma eficaz sus mensajes. Esa natural y deseada coordinación llegará a través de un lenguaje compartido y unos intereses comunes para poder afirmar que la comunicación se produce con garantía en ambos sentidos y fructifica en los resultados deseables. El hecho de que todavía se sigan usando símiles para definir a un museo (es parecido a un templo, es como una escuela, etc.) significa que no se ha dado aún con una fórmula que defina su personalidad y describa perfectamente sus contenidos y sus fines. En cualquier caso hay que partir del objeto como valor esencial aun cuando dicho objeto sea susceptible de diversas lecturas y transmita diferentes sensaciones subjetivas. Hablamos, naturalmente del objeto considerado como símbolo y no como material inerte; es decir, hablamos de las piezas como elementos que nos vinculan a un pasado patrimonial más o menos cercano pero también como interlocutoras silenciosas de la inventiva humana y de la capacidad artística.