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Isidro de Merlo y Quintana nació en los Madriles y anduvo por el mundo entre los años de 1082 y 1170. Se crió en un pequeño Madrid recién conquistado a los árabes por las tropas de Alfonso VI, y por aquí anduvo hasta que en 1110 Alí –hijo de Yusef, Rey de Marruecos– levantó el cerco que tenía puesto a Toledo, sitió a Magerit y acabó por reconquistarlo. San Isidro huyó entonces con los suyos a Torrelaguna, donde se acomodó como criado de labranza a las órdenes de un terrateniente local. Comenzó allí a obrar sus característicos y prodigiosos milagros, sacando por vez primera –como un nuevo y descreido Moisés (Números, XX-11)– agua de las peñas para saciar la sed de su amo.
Por allí conoció a la que más tarde sería su esposa, María de la Cabeza, que luego fue santa y prestó su nombre a una anchurosa calle madrileña que comienza en la Glorieta del Emperador Carlos V (vulgo de Atocha) y baja hasta el Río Manzanares. De aquella santa unión nació sin embargo un hijo al que llamaron Yllán (Julián), que fue –claro está– santo eremita, y que muerto su padre se trasladó al pueblo toledano de Cebolla, donde levantó una ermita que a su muerte le sirvió de enterramiento. Este niño Yllán protagonizó uno de los milagros más populares que obró mi paisano, pues habiéndose caído a un pozo, mientras su madre lloraba angustiada, Isidro hizo subir las aguas hasta el brocal, apareciendo a su borde sana y salva la criatura. La escena se representa en una de las dos capillas barrocas que flanquean el madrileño Puente de Toledo.
La nueva familia volvió a Madrid, donde Isidro entró al servició de Iván (Juan) de Vargas, que tenía su labranza al otro lado del Manzanares, donde más tarde se alzó la ermita justo en la pradera que hoy conocemos bajo la advocación del ya santo madrileño. Allá fue donde Isidro, por segunda vez, hendió una peña con su vara de gavilanes para buscar el agua, y donde el señor de Vargas sorprendió a los ángeles –hechos todos unos gañanes– arando con bueyes blancos mientras el santo oraba.
El cuerpo de San Isidro, verdadero atlante de dos metros, fue enterrado en la parroquia mozárabe de San Andrés, cerca de un arroyo cuyas aguas no osaron nunca descomponer los restos de nuestro santo. Fue sacado de su primitivo enclave el domingo 1 de abril de 1212 y comenzó entonces un verdadero fervor popular que culminó con su ascenso a los altares en el año 1622.
Felipe II inició aquel proceso de canonización, y su madre, la Emperatriz Isabel, había levantado ya una primera ermita en acción de gracias por haber curado al entonces príncipe de unas malas calenturas. El domingo 14 de junio de 1619, Paulo V firmó en la basílica romana de Santa María La Mayor el decreto de beatificación, fijando la fiesta del nuevo beato el día 15 de mayo, con oficio y misas propias para España, Portugal, Algarves –no olvidemos que entre 1580 y 1640 la corona española estuvo temporalmente unida a la portuguesa–, Indias Orientales y Occidentales, y en Madrid con Octava, por ser su Patrón. El 12 de marzo de 1622 el Papa Gregorio XV aupó en los altares, de una atacada, a cuatro aspirantes españoles: Isidro Labrador, Ignacio de Loyola, Francisco Javier y Teresa de Jesús, y de paso también al italiano Felipe Neri. Madrid celebró la santidad de su hijo con una impresionante procesión que ruó por las principales calles de la Villa el domingo 19 de junio de aquel mismo año. Cuarenta y seis pueblos de la comarca madrileña acudieron a la celebración, entrando a la ciudad por sus diferentes puertas con sus cofradías, cruces y pendones, siguiendo a la Clerecía, la Justicia, alcaldes, regidores y alguaciles, todos con varas altas. Cada villa traía una danza diferente con sus instrumentos musicales; y Lope anduvo manejando aquellos enredos, componiendo además un par de comedias para la fiesta: La niñez de San Isidro y La juventud de San Isidro.
Desde antaño clamaron los labradores a este santo madrileño cuando faltaban las lluvias de abril y mayo, meses que –según el refranero popular – tienen las llaves del año. Así en el año 1232 sacaron ya el santo cuerpo de su tumba para colocarlo frente al altar mayor en la Iglesia de San Andrés e implorar del cielo la bendición de la lluvia. Y no cesó la Corte de invocar la merced de Isidro hasta casi los últimos tiempos de la Monarquía. En los últimos años del Siglo XIX fue la reina gobernadora María Cristina de Haubsburgo la última persona real que acudió en demanda de agua ante la milagrosa ahijada del santo labrador; pues cuando la naturaleza vuelve la espalda al hombre, bajan el rey desde su trono y el labrador de su silla para pedir el agua que trae consigo la vida. Pedro de Répide describió así aquella ceremonia: “En la primavera de 1896 vino la calamidad de una prolongada sequía a aumentar los males públicos, entre los que pesaban sobre España las guerras coloniales de Cuba y Filipinas. La piedad oficial decidió acudir a San Isidro en rogativa de lluvia. Fue descubierto el santo y en la mañana del 16 de mayo acudieron a adorarle los reyes, la corte y el gobierno. Asistieron la reina regente doña María Cristina y el rey don Alfonso XIII, que vestía uniforme de cadete de infantería, formando el séquito de las reales personas las condesas de […]” (2). El 16 de diciembre de 1960, aquel Papa amable que fue Juan XXIII declaró a San Isidro Patrono de los labradores y campesinos de España. Y por ello son muchos los labriegos que en los cuatro rincones de la hispanidad le imploran cuando la sequía o el granizo amenazan sus cosechas. La figura del santo agricultor se convirtió en lo que hoy llamaríamos un icono mediático para las gentes de hoz y reja, y en ese proceso de mixtificación llegó a perder incluso su auténtica identidad, convirtiéndose en un ser impersonal, que ejercía como mediador entre el rústico y la divinidad gobernadora en el Cielo de los elementos, antes de haber meteorólogos y satélites. Resulta muy interesante al respecto el relato de un viejo campesino recogido en Aldovera (Guadalajara) en 1579. Así decía el súbdito de Felipe II: “Dícese que en este pueblo hubo un hombre de santa dicha, que se decía Isidro, que estaba a soldada con un vecino de este lugar y tenía destajado en su soldada con el amo, que había de oír misa todos y cada día, y que hizo Dios Nuestro Señor por él en su vida muchos milagros”, y a continuación relata el texto los milagros arquetípicos de San Isidro: el de las mulas que araban mientras el Santo rezaba, y el del venero que surgió “grueso de un muslo” en el lugar donde Isidro clavó su “aguijada” para que las cabalgaduras de su amo saciasen la sed. Cuenta además el último prodigio del santo –de aquel fabuloso Isidro alcarreño–, el que obró después de muerto, desatando las cataratas del cielo, que se abrieron cuando los devotos volvían apresurados al templo tras de implorar su auxilio: “Después que este Santo murió, tenían sus huesos en un relicario y un año muy estéril y falto de agua el verano, allá en abril o mayo, llevaron los de este lugar en procesión los huesos de este santo a la fuente que se dice de Santo Isidro, y el clérigo los metió en la fuente. Aunque hacía el día claro cuando salió la procesión, a la vuelta por el pueblo llovió mucho. Y esto yo, Mateo Sánchez, que sería de edad de siete u ocho años, lo vi; y habrá agora setenta años que soy con el siglo, y soy uno de los que declaran” (3).
El cuerpo de San Isidro ha sido traído y llevado infinidad de veces en ayuda de la majestad real. Con frecuencia se llevó la momia a Palacio, y aun hasta el Casarrubios toledano viajó en 1619, cuando fue menester pedir por la salud de Felipe III, que volvía a la Corte tras un periplo por la entonces aneja corona portuguesa. El último que tuvo ca de sí en el lecho de agonizante la momia de San Isidro fue la majestad de Carlos III, que se vio muy reconfortado al contemplar el cuerpo y al poder tocar la calavera y las canillas de la santa compañera. Aún siendo yo pequeño hube de pasar en fila frente a aquellos restos, que en urna de plata –regalada por los plateros madrileños en 1620– guarda la calle de Toledo. Debió de ser por mor de alguna efeméride que no recuerdo, hacia 1970; allí estaba aquel cuerpo cansado de exhibirse y, seguramente, anhelando la paz de la tierra. La hilera de niños avanzaba frente a la caja entre risas nerviosas, asustados por el tinte lúgubre de la escena. También alcancé a ir varios años por la ermita y fuente del Santo, aquel manantial en el que aún se leen los versos: “Cuando dios quería / aquí agua había. / ¡Oh, ahijada tan divina, / como el milagro lo enseña, / pues saca agua de peña / milagrosa y cristalina! / El labio al raudal inclina / y bebe de su dulzura, / pues San Isidro asegura / que si con fe la bebieres / y calenturas trujeres, / volverás sin calenturas”.
El día 15 de mayo –festividad del Santo– traía el desestero a las casas madrileñas. Se quitaban y enrollaban entonces los ruedos de esparto, que cubrían el suelo de baldosas encarnadas en los hogares pobres de los madrileños menestrales. Llegaba el verano y con él comenzaban a pasear la calle los vendedores ambulantes con sus macetas de albahaca y claveles dobles, con sus ramos de lilas cortadas a hurtadillas en el Real Sitio de la Casa de Campo, y con esas moras de árbol que pregonaban con un largo y melancólico: ¿Quién quié moras, moritas, moraaas? (4). Era tiempo de cruzar entonces el exiguo Manzanares por el churrigueresco Puente de Toledo o por la herreriana Puente de Segovia para llegarse hasta la ermita del Santo, que ya conocemos, beber el agua milagrosa, tender en el suelo el mantel de a cuadros y merendar en la Pradera: aquella explanada de aspecto multicolor que don Ramón de la Cruz describió como nadie en su sainete La pradera de San Isidro (1766) (5) y pintó Goya en 1788 (6) (Fig. 2).
Aunque canta la seguidilla:
La primera verbena
que Dios envía
es la de San Antonio
de la Florida.
Me he equivocado,
que es la de San Isidro,
quince de mayo;
La de San Isidro no era verbena, sino más bien romería, pues los devotos del santo labriego tenían que abandonar la ciudad para llegar andando o en caballerías hasta la ermita –situada entonces extramuros de la Villa– en multitudinaria y alegre comitiva de romeros. De la Pradera de San Isidro traían los madrileños a la ciudad –y llevaban los forasteros a su pueblo– el botijo colorado con agua del Santo con que aliviar las penas del verano, la rosquillas de la Tía Javiera, y unos pitos, a los que –por ser aditamentos sonoros, y no sé si llamar musicales, de la fiesta– va dedicado este artículo, pues fueron los cachivaches que con más fuerza quedaron en la memoria y el oído de quienes vivieron las romerías de antaño.
Pero antes de consagrarnos al oído, dedicaderos al gusto unos párrafos. Según Benavente, las rosquillas que mercaban los madrileños en la Pradera de San Isidro eran “de tres clases: las tontas, las de Fuenlabrada, o de yema, y las de Villarejo de Salvanés, o de la Tía Javiera, que por rosquillas hizo famoso su nombre y el de su pueblo […]. Las rosquillas especiales de Villarejo eran las de baño blanco, y la gracia de ellas estaba en que el baño no se cuarteaba ni se desprendía al partirlas”. Don Jacinto, que había nacido en Madrid allá por el año de 1866, era hijo de una villarejana y, siendo niño, visitaba con sus padres, cada 15 de mayo, a su repostera paisana en el puesto que regentaba junto a la Ermita del Santo. Muy atento, como de costumbre, a los detalles pintorescos, describe –ya siendo anciano– el porte de la Javiera que conoció en la infancia: “No vestía de lugareña, como las de otros puestos similares, vestía a lo señora de pueblo y llevaba al cuello un collar de aljófar de muchas vueltas” (7). El complicado moño de picaporte, que como buena campiñana debió de llevar la Javiera de Villarejo, aparecía en la muestra que lucía en su puesto, y que conocemos gracias a Solana: “En otro [cartel], la vieja Javiera, vestida de paleta, con el moño cano, bajo y trenzado, fabrica rosquillas […]” (8).
¿Cuándo empezaron a sonar en la Pradera los pitos que tanto la animaron? Los costumbristas madrileños, que –como Flores (9)– levantaron acta de la vida popular en la Corte durante la primera mitad del Siglo XIX, nada nos dicen de estos pitos que pocos años después se unirían de forma inseparable a la Fiesta de San Isidro. Es el maestro Galdós quien nos proporciona las primeras referencias literarias sobre su uso al mencionarlos en la serie de artículos que escribía mientras aún reinaba en España La Isabelona: “[…] esto no impide que la fiesta de San Isidro se haya celebrado tan bulliciosa y alegremente como en los años anteriores. El Santo madrileño no puede quejarse en verdad de que se descuide su culto aun en los días más graves. Arruínese España, ¡enhorabuena! Sufra cada empleado su terrible descuento. No importa. Siempre se gastará una peseta en honor del único santo madrileño. Irá el ómnibus cargado de gente, se comerán torrados, se comprarán cántaros, se bailará en aquellas transparentes barracas, y, sobre todo, sonarán esos discordantes pitos de cristal adornados de flores artificiales de que hacen vasto acopio los chicos y las mujeres” (10). Y en otro texto el maestro canario remacha el clavo del desencanto que le produce la fiesta: “La diversión de San Isidro se reduce a encajonarse en un ómnibus, a pasearse por una calle de árboles sin sombra, a las orillas de un río sin agua y sin fuentes, a acercarse a una iglesia donde no se puede entrar y a hacer un gasto más que mediano en los puestos de dulces y pasteles. El madrileño cree que se divierte, exponiendo sus cascos a la acción de un sol abrasador, bebiendo un agua cálida y un vino bautizado; cree que es feliz tocando un pito de cristal, adornado con una flor contrahecha […]” (11). Años más tarde el sainetista Carlos Arniches hace de estos silbatos motivo de chanza en una de sus obras más conocidas: “(Secundino al señor Eulogio) SECUNDINO: –¿Qué, qué miraba usté? EULOGIO: –¿Yo? Nada… Con que entre tres y tres y media, ¿eh? No está mal, tunarra. SECUNDINO: –Es que como hoy es San Isidro y la tengo ofrecido un pito, la voy a llevar a la Pradera. […] (Cirila con un pito grandísimo rodeado de flores de papel) CIRILA: –Pero mía que es hermoso. (Le toca). LA NIÑA: –Yo quiero un pito grande como ese. SECUNDINO: –Cuando seas mayor” (12).
Merced al testimonio de una madrileña nacida en Lavapiés, hija y hermana de cigarreras, tenemos más noticias sobre esas “flores artificiales” que: Eran de papel, de papeles de colores. Los pitos eran de cristal, pero llevaban unas flores grandes de papel, muy bonitas, y se traían y se colocaban en los espejos. Quedaban muy bonitos y se tenían así todo el año (13). La turbia pluma de Solana alude también a la práctica de colocar ramilletes en el marco de los espejos, aunque no sé si se refiere a esas flores de papel –pues él las pinta de trapo– que tanto se identificaron con los pitos y la fiesta del Santo: “Ya de madrugada, entre dos luces se preparan los romeros para ir a la pradera. En algunas casas de la calle de Toledo se ve a media noche en las habitaciones que dan a la calle y tienen luz encendida, destacarse, tras los cristales del balcón, la silueta de una mujer o de dos hermanas que se ayudan a prenderse la mantilla en los hombros. […] Y a la luz ya del amanecer resuenan sus zapatos nuevos, las enaguas crujientes y sonoras al andar por los pasillos, dándose los últimos toques de polvos, mirándose al espejo que hay encima de la consola. En el marco se conservan dos ramos de flores artificiales de trapo empolvado y descolorido, recuerdo del año anterior […]” (14).
Otra anciana que vive aún en los aledaños de Embajadores, y que antaño fue modistilla, sigue describiéndonos con nitidez fotográfica el aspecto de aquellos artefactos sonoros: Los pitos tenían un tubito de cristal largo y delgadito con una agujero al principio; no sé lo que tenían dentro, pero sonaban; y las flores iban sujetas a la punta, que estaba un poquito levantada para arriba, con un alambrecito; las había de varias clases, según costaban, pues así eran, mejor o peor hechas. Costaban muy poco, diez o quince céntimos, de aquellas perras gordas y chicas que había de cobre (15). Un nuevo testimonio oral viene a informarnos de quiénes eran los fabricantes de aquella multicolor primavera: Los pitos aquellos tenían unas flores de papel, que algunas estaban muy bien hechas. Yo lo sé porque mamá tenía una amiga que las hacía; se llamaba la señora Andrea y vivía en la calle del Águila, muy cerca de nosotros, por la Puerta de Toledo. Y aquella mujer, cuando hacía una visita, llevaba siempre un ramito, y una vez que se murió una tía mía hizo también una coronita de flores. Las hacía muy bonitas. Yo me acuerdo muy bien de los pitos y de ella, y me contaba que una vez fue La Chata a la Pradera y le regaló un pito, que sería el mejor que tuviera, claro, y entonces La Chata la dio una tarjeta y luego creo que fue al palacio y la dieron una propina en dinero (16). Y es que en los primeros lustros del Siglo XX se alineaban aún, en los aledaños de la Ermita, bastantes tenderetes (Fig. 3) exclusivamente dedicados a ofrecer estos silbatos: “[…] a todo lo largo del camino bajo de San Isidro, y en la cuesta que unían la pradera con la ermita, [se ven] innumerables puestos de «pitos del Santo» (de cristal y gran ornato de flores de papel y talco) […]” (17).
De los tres recuerdos: rosquillas, pito y botijo, que madrileños e isidros (Fig. 4) –que así llamaban los gatos de nacimiento a los campesinos que visitaban la Corte en la fiesta de su Patrón– el recuerdo de los silbatos aparece muchas veces ligado a un cuentecillo popular que se aplica en multitud de lugares a la misma situación, y que –convenientemente edulcorado– circuló incluso en discos de pizarra (18); de él he recogido varias versiones del asunto y transcribo aquí la que me dio otra madrileña ya nonagenaria: Los pitos del santo eran una preciosidad, por lo menos a nosotros nos lo parecía entonces, porque la verdad es que valían muy poco, quince céntimos, una perra grande y otra chica de aquellas de cobre. Y además hay un cuento… Verás, te lo voy a contar: Como venían tantos isidros a la romería, pues la gente les encargaba cosas, ya sabes: –Tráeme esto, tráeme lo otro…–, y todos querían pitos: –Oye, tráeme un pito grande, con muchas flores–, pero nadie aflojaba el dinero. Hasta que fue uno y le dijo: –Toma, tres perras chicas para un pito–, y el otro, cogió el dinero y le dijo: –Tú, pitarás– (19).
Ya en los últimos años del Siglo XIX estos floridos pitos de cristal se habían convertido en el emblema de la romería madrileña. Pío Baroja inserta una curiosa seguidilla con estrambote en sus memorias que ilustra bien esta idea. Tras comentar la famosa silva que dieron los estudiantes en 1888 al restaurador Cánovas del Castillo por el Prado madrileño, refiere que: “Pocos días después se estrenó una revista de Navarro Gonzalvo, me parece que en el Circo de Price. Yo no la vi, pero oí cantar a los estudiantes un pasodoble alusivo a la silva dada a Cánovas, que empezaba diciendo algo así como: Hasta el quince de mayo / no es San Isidro, / ni fuera de su tiempo / se toca el pito. Y luego añadían: Porque se trata / de darle a un señorito / de darle, de darle… / la serenata” (20).
Los pitos de San Isidro, junto con el botijo y las rosquillas del Santo, siguieron siendo durante años el emblema sonoro del San Isidro madrileño. En otra pieza musical estrenada ya en 1899, Engracia retrata así a las hijas de Madrid: “¿Que dicen a los toros?, pues venga, el mantón de manila; ¿que al Santo?, pues agarra el botijo y un pito con muchas rosas de papel, y venga organillo y bailoteo” (21).
He querido en estas páginas hacer gavilla con las citas literarias y los testimonios orales que pude aún espigar sobre los pitos del Santo: el humilde juguete que alegraba en mayo la infancia de los madrileños pobres. El afán por hacer ruido y manifestar con estruendo la alegría del regocijo debió de sonar en la Pradera antes de aparecer estos silbos de cristal y flores, pues merced al tes— 199 — Fig. 4: El aleluya titulada Los Isidros en Madrí, alrededor de 1890, dedica tres de sus viñetas a ilustrar la compra de objetos típicos en la Romería del Santo. De los tres aldeanos madrileños que acuden a la Pradera, tan sólo el padre viste aún el castizo arreo de los campesinos: calzón ceñido, chaquetilla corta y sombrero de rueda. (Fondo del Museo Municipal de Madrid, depositado en el Museo de San Isidro. Nº MMM IN:4999) timonio del madrileño Chaulié –que pintó en su libro las costumbres castizas en la decada de 1830– sabemos que “la romería de San Isidro [se celebraba] sin más diferencia de la actual [la de 1886] que haber desaparecido las campanillas de barro que le daban carácter” (22).
Extinguido el tintineo de arcilla en las viejas campanas de barro, los pitos de San Isidro siguieron ensordeciendo mayo tras mayo la pradera y ermita del Santo, hasta que otro estruendo, sin flores ni oropeles, apagó la alegría de nuestras verbenas. Las bombas que atronaron el cielo madrileño durante tres largos años llenaron de dolor y muerte los aledaños del Manzanares, donde nunca volvieron a retoñar las flores de la señá Andrea.
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NOTAS
(1) El germen de este artículo está en el capítulo V.H. Himnos y cantos a San Isidro, perteneciente al tomo II del Cancionero Tradicional de la Provincia de Madrid. El Ciclo Festivo Anual, que no sé si aparecerá algún día en la Biblioteca Básica Madrileña, editada por la Consejería de Cultura de la Comunidad de Madrid.
(2) RÉPIDE, Pedro de: Las calles de Madrid, Ed. La Librería. Madrid, 1995. p. 645. Ref.: SAN ISIDRO (Calle de).
(3) El texto forma parte de las Relaciones Topográficas ordenadas por Felipe II. Cito por RÉPIDE, Pedro de: Las calles… Op. Cit, (Vid. nota 2), pp. 645-646. Ref.: SAN ISIDRO (Calle de).
(4) Éste y otros pregones madrileños pueden escucharse en el disco de vinilo Madrid Tradicional. Antología. Vol. 2 y 3, Ed. SAGA, S. A. (VPD-1097/98). Madrid, 1986. Disco 2. Cara B. Corte 18; y en el C.D. Madrid Tradicional. Antología. Vol. 11, Ed. SAGA, S. A. (WKPD-10/2022). Madrid, 1997. Corte 34.
(5) El texto puede consultarse en la colección preparada por Emilio Cotarelo y Mori, CRUZ CANO Y OLMEDILLA, Ramón de la: Sainetes en su mayoría inéditos, Casa editorial Bailly Bailliere. Madrid, 1915, Tomo I. pp. 311 y ss. La pintura que don Ramón hace de la romería madrileña es tan vívida y minuciosa que al leerla escuchamos el batir de los panderos cuadrados y el rasgueo de las guitarras; contemplamos la merienda campestre y hasta olemos las ensaladas y guisos que preparan los romeros. Así pues sorprende la falta de referencias a estos pitos en tan enjundiosa y costumbrista obrita; todo ello me reafirma en la idea de que la popularidad de estos pitos debió de comenzar en la sexta década del Siglo XIX, prolongándose hasta el comienzo de la Guerra Civil en 1936.
(6) La preparación para el tapiz que lleva el mismo nombre figura hoy en el Museo del Prado (Nº 750). Fue un encargo (el penúltimo para la Real Fábrica de tapices) del todavía rey Carlos III para el dormitorio de las infantas Carlota Joaquina y María Amalia en el Palacio del Pardo; la muerte de este monarca provocó en los nuevos reyes Carlos IV y María Luisa de Parma un despego hacia este palacio, que se tradujo en un mayor acercamiento hacia los de Aranjuez, La Granja y El Escorial. Goya entonces vendió estos originales, que habían quedado sin destino, a los Duques de Osuna en 1798. Con la silueta de Madrid como fondo, el pintor coloca en primer plano la alfombra verde del campo salpicándola con los grupos multicolores de romeros que la pueblan. Hay otra vista de la Pradera en el Museo del Prado, pintada en 1785 por José del Castillo (Nº 7723).
(7) BENAVENTE, Jacinto: “Las rosquillas de la Tía Javiera”, en Abc, Madrid, 10 de mayo de 1950. Referencias tomadas de este artículo aparecen también en la obra de IRIBARREN, José María: El porqué de los dichos: sentido, origen y anecdota de los dichos, modismos y frases proverbiales de España… Estudio introductorio e índices a cargo de José María Romera, Ed. Gobierno de Navarra, Departamento de Educación y Cultura, Pamplona, 1997. Entrada: Las rosquillas de la Tía Javiera.
(8) GUTIÉRREZ SOLANA, José: “Romería de San Isidro”, Madrid, escenas y costumbres, Primera serie (1913). En Obra Literaria, Ed. Fundación Central Hispano, Madrid, 1998, Tomo I, p. 134.
(9) FLORES, Antonio: Tipos y costumbres españolas, Francisco Álvarez y Cª, Editores, Sevilla, 1877, Apdo. Un año en Madrid (1849) - Mayo, pp. 68 y ss.
(10) PÉREZ GALDÓS, Benito: Recuerdos y memorias, Col. Recuerdos y memorias, nº 2, Ed. Giner, Madrid, 1975, Cap. I: Recuerdos de Madrid (23 de febrero de 1865 a 20 de mayo de 1866), p. 25.
(11) PÉREZ GALDÓS, Benito: Artículo aparecido en La Nación de Madrid el día 17 de mayo de 1868.
(12) ARNICHES, Carlos: Sainetes, Ed. Calleja, Madrid, 1918, El Santo de la Isidra, pp. 11 y ss.
(13) Informes dictados por Elisa Hernández Martín, de 78 años de edad, nacida en Madrid (Barrio de Lavapiés). Fueron grabados el día 26 de enero de 1984 por J. M. Fraile Gil y J. L. Rodríguez Pérez.
(14) GUTIÉRREZ SOLANA, José: “Romería de San Isidro”, Op. Cit, p. 132.
(15) Informes dictados por Inés Chic Moreno, de 89 años de edad, nacida en Madrid (Barrio de Embajadores). Fueron recogidos el día 23 de noviembre de 2006 por J. M. Fraile Gil.
(16) Informes dictados por Julia Peláez Lumbreras, de 86 años de edad, nacida en Madrid (Barrio Puerta de Toledo). Recogidos en noviembre de 2006 por J. M. Fraile Gil. La Chata fue el apodo con que las clases populares rebautizaron a la infanta Isabel de Borbón y Borbón, hija de Isabel II y Princesa de Asturias hasta el nacimiento de su hermano Alfonso XII. Vino al mundo en el madrileño Palacio de Oriente en 1851 y murió en París, adonde se exilió por voluntad propia al proclamarse la II República, en 1931. Cuando el rey Alfonso XIII, su sobrino, asumió la mayoría de edad, la Infanta compró en la madrileña Calle de Quintana el viejo palacio de Cerrajería para instalar allí su pequeña corte. Como gustaba de asistir a verbenas, romerías y bureos populares, el pueblo de Madrid la homenajeaba ruidosamente y la obsequiaba con todo tipo de baratijas, al estilo del florido pito que le regaló la señora Andrea.
(17) RUIZ ALBÉNIZ, Víctor, Chispero: ¡Aquel Madrid...! (19001914), Ed. Artes Gráficas Municipales, Madrid, 1944. Estampa 5ª: — 200 — El Madrid bullanguero (Ferias y fiestas de guardar), pp. 70-71; el D.R.A.E define la palabra talco en su segunda acepción como: “Lámina metálica muy delgada y de uno u otro color, que se emplea en bordados y otros adornos”, con este chispeante material se compusieron antaño ramitos de flores, trabajos de monja, y un sinfín de primores que la aparición del plástico volvió más groseros y grises. En el mismo capítulo y página encontramos el siguiente párrafo: “Entre bocado y bocado, y entre trago y trago, lo obligado era darse unos «valsones» por el ferial para comprar los consabidos atronadores pitos del Santo –cuanto más estridentes, grandes y bien aderezados de pomposas flores artificiales, mejor […]”.
(18) El ejemplar que poseo tiene los siguientes datos en la galleta central: Parlaphon Electric 76.405. Tú pitarás. (Cuento). Joaquín Montero. B-25035-II. Parlanphon, S.A. España. Barcelona. Por la rareza del documento, me atrevo a alargar esta nota en demasía transcribiendo el texto, para ponerlo al alcance de investigadores y curiosos: “El tío Roque, el de Tauste, / había de ir a Zaragoza / y Pilar le dijo: –¿Va / usté a volver pronto? –Sí, moza. / Bastante tengo que hacer, / pero ya es cosa risuelta, / no me puedo entretener / y el martes estoy de vuelta. / –Se lo icía porque quería / que me trujera unas cosas. / –Las traeré. / –Una saya, una lendrera, / un refajo que sea majo, / un pañuelico bonico. / –Pues yo te traeré el refajo, / la saya y el pañuelico y el peine. / –Pues yo también quiero otra cosa (la Petra le dijo). / –Pues está bien, cumpliré al pie de la letra–. / Y Gaspar, y la Gaspara, / Pepe el corto y Juan el largo, / también le asediaban para / hacerle a Roque un encargo. / Y el dijo: / –De buena gana haré los encargos fiel, / mas salgo mu de mañana; / apuntarlo en un papel / y me lo dejáis en el alfeifar de la ventana. / Todos antes de acostarse / dejaron el papelico. / El tío Roque, al despertarse, / halló que su sobrinico / había escrito un garabato / diciendo: –Ahí dejo dos perras / pa que me traiga un silbato–. / Y dijo Roque: –No ierras dejando el dinero a fe, / no lo han hecho los demás, / sobrino, tú pitarás–./ Y a Zaragoza se fue. / Al otro martes volvió / a su pueblo a pasos largos / y la gente le acució / reclamando los encargos. / Pero Roque replicó: / –No traigo más que un silbato / pa el chico. –¿Y lo nuestro? / –No sé de qué me habláis. / –Pazguato!, / del refajo, del ronzal, / de la saya la Juana… / –¿Dejasteis en la ventana / el papelico? –Sí, tal. / –¡Tama!… Pues ya sé qué es eso, / ¿estaba el dinero? –No. / –Pues ya sé lo que pasó. / No tenía el papel peso / y el viento se lo llevó. / –¿Y el silbato? –Aquí está el pito, / y ya no hago más reparto. / –¿Y por qué a tu sobrinico…? / –Porque encima del escrito / el chico dejó los cuartos. / No lo hicisteis los demás, / y ya al verlo dije yo: / –Sobrino, tú pitarás. / Y [reproduce aquí una melodía silbada] ¿No lo oís?, ya pitó–”. El recreador del cuentecillo aprovechó la corriente cómicoburlesca de lo falsamente aragonés o baturro, muy en boga en las primeras décadas del Siglo XX, para ambientar la vieja fábula. En una publicación de Teodoro Gascón titulada Cuentos baturros (Tipolitografía de de F. Rodríguez Ojeda, Madrid, 1903, 2 vols.) encontramos el mismo cuentecillo con el título de El ordinario Historieta en cuatro grabados (Vol. II, pp. 134 y ss), con breves diálogos, bien poco afortunados, en aragonés macarrónico. Pero en ellos sorprendemos la palabra chuflete como sinónimo de silbato, resabio léxico compartido con el arcaizante español de los judíos sefarditas. En una versión de Salónica, correspondiente al romance titulado La tormenta calmada (áe), recogida por M. Manrique de Lara en aquella ciudad griega por el año de 1911, leemos: “Se pasea pastor fiel / con su ganado aquella tadre / chufletico de oro en boca, / va diziendo un buen cantare. [...]” (ARMISTEAD, Samuel G.: El Romancero Judeo-Español en el Archivo Menéndez Pidal, Ed. Gredos-Cátedra Seminario Menéndez Pidal, Madrid, 1978, Vol. II, p. 229, Clave U1.5).
(19) Informes dictados por Micaela Sánchez González, de 91 años de edad, nacida en Madrid (Barrio de Vallehermoso, junto a Las Cávilas). Recogidos en noviembre de 2006 por J. M. Fraile Gil.
(20) BAROJA NESSI, Pío: “Desde la última vuelta del camino. Memorias”, en Obras Completas, Tomo VII, Ed. Biblioteca Nueva, Madrid, 1949. Cap. IV: Juventud. La única obra escrita por Eduardo Navarro Gonzalvo (1846-1902), estrenada en el Circo Price de Madrid en el año 1888, es El Sacamuelas, pieza a la que puso música Guillermo Cereceda; supongo que a ella debe referirse el escritor de la boina.
(21) Carlos Arniches y Celso Lucio escribieron el libreto de El último chulo, que se estrenó el día 7 de noviembre de 1899 con música de Tomás López Torregrosa y Quinito Valverde.
(22) CHAULIÉ, Dionisio: Cosas de Madrid, Editor M. M. de Santa Ana, Madrid, 1886. En el segundo y último tomito de esta obra –ambientada en los recuerdos personales del autor correspondientes a la década de 1830 a 1840– encontramos esta cita en la p. 87.