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No ha de extrañarnos que en villas y pueblos pequeños de toda España se representaran funciones dramáticas de altos vuelos; documentos abundantes hay que nos permiten conocer la desmedida afición de los aldeanos hacia el teatro con música y baile, hasta el extremo de desplazarse en ocasiones los mayordomos de las Cofradías, acompañados por las autoridades, para alquilar los servicios de los cómicos, instrumentistas y cuerpo de baile que ejecutarían una obra de autor culto en la plaza del pueblo. Esto, unido a la facilidad de algunos “especialistas” del medio rural para preparar ellos mismos “comedias”, motivó la abundancia de Autos y obras religiosas, con bailes incluidos, encaminadas al fomento de la devoción y a la afirmación de la fe. Sería válida, pues, la hipótesis de que las danzas de cintas y palos actuales son “supervivencias” de las representaciones realizadas en homenaje al Santísimo en la fiesta del Corpus Christi, a la que se incorporaron a partir del siglo XV con el auge de tal fiesta y el deseo de convertir su procesión en el más vistoso acontecimiento del año. Casos como el de la llamada “espadaña”, a la que interpretaciones difícilmente creíbles vieron como una torre de mujeres atisbando si sus maridos volvían de la guerra, no eran sino representaciones del Alma que debía conquistar con la ayuda de la Virtud, la altura, el lugar elevado (castillo, torre, etc.) desde el cual mirar de frente y con ojos limpios al Creador; hay que considerarlas, por tanto, como danzas de homenaje al Santísimo. No olvidemos que, además del tono didáctico que tenía la procesión del Corpus, mucha gente la seguía desde la calle, lo que forzaba a los diseñadores de ingenios a elevar la altura de los estrados rodantes y carros donde se daban las actuaciones. Por otra parte, ya el poeta Claudiano testifica la antigüedad de este tipo de espadañas humanas cuando, al describir unas fiestas circenses celebradas en Tarraco en honor del cónsul Teodoro, dice: “Unos hombres enlazados formaron en un abrir y cerrar de ojos una edificación sobre sus hombros subiendo unos sobre otros, y en lo alto de esta pirámide un muchacho bailaba con las piernas enlazadas”. Similar sentido podría tener el arco humano realizado todavía en nuestros días en diferentes pueblos de Segovia (Arcones, Fuentepelayo), del que, entre otros, nos habla Rosa María Olmos en su libro Danzas rituales y de diversión en la provincia de Segovia, aunque la autora, siguiendo diferentes fuentes etnológicas, prefiere conferir a este tipo de danzas un carácter propiciatorio para el crecimiento de los cereales.
Los mismos gigantones, que primero fueron monstruos o seres terribles para pasar después a representar a moros, turcos y gigantes de países exóticos que se rendían ante el Santísimo, se convirtieron finalmente en reyes y reinas que daban ejemplo de sumisión al Monarca de monarcas. Junto a ellos, los enanos o cabezudos, prohibidos como sus enormes acompañantes por Carlos III en 1780, encarnaban la fealdad y monstruosidad rendida, asimismo, ante el rey de la creación. Al igual que estos reyes y hombres exóticos, las etnias marginadas también tenían su lugar en la procesión. El zapateado o “danza de gitanos” que, según cuentan las Crónicas de antaño, se contrató para el Corpus de Medina de Rioseco en cierta ocasión fue tan admirable que a los cincuenta ducados convenidos se les añadieron otros cincuenta de propina; este zapateo, al decir de Emilio Cotarelo y Mori consistía en “llevar el compás con los pies en el suelo, golpeándolo fuertemente, y en dar con las palmas de las manos, sin perder compás, en las suelas de los zapatos”. A una danza parecida se refiere Rosa María Olmos en el libro citado cuando transcribe unos datos del Archivo Histórico Provincial de Segovia: “Una danza de ocho gitanas y tres gitanos que bayan baylando con su tambor que juntados han de ser once personas”.