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El estilo salmódico de las cantinelas de los ciegos y su posible relación con los cánticos religiosos con que los chantres interpretaban los salmos en el templo, siguiendo la norma de san Gregorio, nos llevaría a plantearnos varias cuestiones de indudable importancia.
La primera, de dónde procede la fórmula silábica recitativa de los salmos eclesiásticos, fijada a partir del siglo VII en la iglesia de Occidente pero con raíces en la primitiva iglesia oriental en la que monjes entusiastas habían ido tomando de fórmulas populares armenias, sirias, arameas o coptas un estilo que sería luego recogido y agrupado en Constantinopla. Egon Wellesz en su obra sobre la Música Bizantina reconocía que esas fórmulas de entonación eran “probablemente, restos de cantos antiguos, cuyos esquemas servían de modelo para los nuevos; era éste un principio de composición muy en boga en el oriente cercano que fue descubierto y demostrado por primera vez en cantos árabes; su aplicación fue comprobada también en cantos del sur de Rusia y en cantos de iglesia serbios y rutenos”.
La segunda cuestión es qué incidencia, probablemente negativa para el asunto que tratamos, tuvo la “normalización” en los cantos litúrgicos; no sólo porque trataron de reducir a las leyes de los ocho modos toda la variedad que por la práctica de la entonización se había acumulado, sino porque fijaron a la fuerza y para siempre fórmulas hieráticas o rígidas en las que no cabía el espíritu creativo y libre de la recitación. La apuesta por la permanencia de algunas fórmulas prácticas muy antiguas para la recitación entre los cantores ambulantes debe ser aceptada, con las reservas que todos suponemos para la tradición oral y su transmisión, sí, pero con la permanente sospecha también de que lo que se transmitían eran fórmulas de recitación muy eficaces, adaptables además a diferentes lenguas porque hacían que el acento musical no estuviera fijo y pudiera desplazarse en la entonación, acomodándolo no sólo al acento del verso sino a la intención poética, y porque permitían asimismo que con una simple cadencia se cerrara el sentido de una frase y se pasara a otra sin ningún problema. Estas soluciones, probablemente anteriores al nacimiento y desarrollo del ritmo y de la melodía, se perpetuaron en el tiempo y deberían ser contempladas hoy a la luz de la etnomusicología con el apoyo de la musicología histórica.
La tercera cuestión sería si esas fórmulas, que permitían una libertad en la recitación, se pudieron ir adaptando poco a poco a los sistemas rítmico y melódico produciendo un tipo de estética propio, transmitido entre los ciegos –todos conocemos la relación maestro-alumno entre ciegos, a veces reflejada en contratos–, estética que habitualmente despertó pocas simpatías entre los músicos que recogían el repertorio rural y opinaban sobre él. Las frases, a veces despectivas (género indigno, pobre, de pronto uso, canallesco), con que califican este tipo de temas, se deben, fundamentalmente a que cayeron siempre en el error de comparar los sistemas melódicos habituales (mucho más dados a melismas o a complicaciones rítmicas) con un sistema muy distinto en el que la eficacia en la comunicación y en la transmisión eran los principales objetivos.