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Hablábamos en el pasado Editorial del deterioro ambiental al que se han visto abocados nuestros pueblos, por la desidia general. Dijimos que aún estábamos a tiempo de corregir, en parte, el yerro. Por fortuna pasaron ya a la historia las épocas aciagas en que se daba más valor a un comedor de Formica que a un antiguo mobiliario de tipo español o castellano. ¡Cuántos objetos habremos desechado por considerarlos inútiles, de los que se habrán aprovechado chamarilleros o anticuarios! No nos referimos a aperos o útiles de labranza que sólo tendrían cabida en un museo en estos momentos (como arados, trillos, yugos prensas, telares, etc.), sino a trajes, adornos, bordados, vasijas, cestos, molinillos, medidas de áridos o líquidos, botes, amuletos, medallas, relicarios, escapularios, juguetes, pinturas, grabados ,aleluyas y pliegos, instrumentos musicales, etc., etc. La lista sería interminable y más penosa cuanto más larga. ¿Por qué este desinterés -a veces vesania- hacia lo antiguo y tantas veces venerable? Dice el refrán que nunca es tarde si la dicha es buena, y, ¿qué dicha mejor que estar aún a tiempo de comprender y valorar en su justa medida la herencia de nuestros mayores? Ya que no está en nuestras manos reedificar castillos o iglesias que dejaron asolar nuestros antepasados, emprendamos la tarea de dar sentido a lo que todavía, por suerte, está al alcance de nuestra mano. Comencemos a reconstruir por la base.