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Cuando hace tres décadas salí al camino con mis bártulos a recoger folklore -o etnografía, o tradición- me vi testigo de "las últimas veces". Quiero decir que para "eso", que durante siglos cantaron, bailaron o hicieron en los pueblos, como parte de su vivir, había comenzado la cuenta atrás. Más de un día escribí en los cuadernos de campo -parte de ellos publicados en libros y en la Revista del maestro Joaquín- que el folklore agonizaba, entendiendo el verbo en su raíz griega como "lucha" por no morir ante un mal cuyos síntomas estaban claros. Va de ejemplos: había pueblos en los que, para lo de la danza, era necesario llamar por teléfono y pedir de favor a los emigrantes que volviesen para hacerla. Entre los artesanos encontraba gente mayor a pie de banco sin que ningún vastago tomara el relevo. El folklore, tan mal entendido en general, pasaba de ser una expresión genuina del pueblo a un asunto para recibimiento de políticos, de una solemnidad a una estética hueca, de una utilidad a un adorno, de una reciedumbre a una monada para turistas; época en la que se sacaba el alma del taller para instalarla en el escaparate de ni se sabe. Las costumbres eran ya tan otras en su forma, que aparecían irreconocibles, aunque tras la bambalina, el núcleo, el por qué, permaneciera intacto: puedo referirme a los rituales de noviazgo, boda y tornaboda, o a que los pulmones de un dulzainero (palabra que sabe a persona que reparte dulzor) quedaban obsoletos frente a la bullanga del millón de vatios que amenazaba.
Lo que hice fue darme prisa, rodar muchas películas (casi cuatrocientos documentales sumados los de Raíces, Duna Móvil, Bosque Sagrado, etc.), y otros tantos programas de radio (Espadaña, etc.) y discos (La Voz Antigua), donde quise plasmar esa vida tal como si la congelara en ese tiempo. De entonces acá hay ya considerables bajas humanas, por lo que, tan gustoso trabajo, bueno o malo de hechura, hasta es posible que haya aportado a esta Ciencia de la Tradición, como la llamaba Don Julio, documentos nítidos de un modo de vivir, de ser, de estar. Países que han sabido dar su sitio a toda cultura(salió , al fin, la palabra) son los que emiten actualmente estas películas rancias (Televisa adquirió toda Raíces), según para quién, espejos, alimento de la nostalgia, o material útil. No es poco.
Aquella agonía no desembocó en muerte inmediata del Folklore. Valga decirlo en favor de pueblos que, por conservar su gente, conservó también lo que sabían hacer: llamémosle patrimonio colectivo, señas de identidad.
Una de las partes de este país de países más castigadas por las ausencias fue, sin duda, Castilla, donde, quizás por eso, la lucha por retener fue -es aún- mayor que en otros sitios. Ahí está para dar fe un Joaquín Díaz al frente de tanta batalla contra el olvido: que es peor que la muerte. Joaquín y otros, en grupo o en solitario, que aportaron lo que pudieron: editoriales, como Castilla Ediciones, con José Antonio Rodríguez, o el Centro de Cultura Tradicional, con Ángel Carril, Juan Francisco Blanco... Ya es bastante esfuerzo hacer que suene la sonaja aunque los que escuchen no participen del sentido que tenían en su origen las piedrecitas que lleva dentro.
Treinta años después de iniciar aquel trabajo no dejo de recibir abundante correo con datos, libros, revistas y discos, lo que me hace pensar que en el pozo sin fondo de la cultura popular sigue brillando el agua y que es posible beberla. Los que se fueron la dejaron limpia para que los que vinieran la encontraran buena, apetecible. En este contexto me llega un disco que contiene la "Misa Antigua Segoviana para dulzaina y tamboril", con Mariano Contreras como intérprete.
Su hijo Félix, artífice de la puesta a punto de esta joya (Tecnosaga), advierte que la dulzaina no ha sido instrumento propio en la interpretación de la música religiosa, tarea más bien adscrita al órgano o al armonio, pero que, en pueblos de escasa economía, a falta de teclas y fuelles, era un regalo la música de dulzaina, aunque en la calle cantara en honor de otro tipo de actos que necesitaban sones.
De esta manera tan sencilla nacieron obras adaptadas a los oficios, como la que contiene el disco. Primero se tocaría en las iglesias lo que se sabía de la calle para luego ir adaptando cada pieza a las distintas partes de la Misa, hasta cuajar en obra a medida. Esta Misa Antigua fue recuperada por Mariano Contreras, dulzainero, de Santiuste de Pedraza (1903-1994), que la difundió por donde lo llamaban, con lo que cumplía doble: daba música a las misas y fijaba melodías en la memoria de los fieles de la franja serrana que se aprieta como linde entre las provincias de Segovia y Madrid, pueblos como Gallegos, Arcones, Arconcillos, Matabuena, Collado Hermoso, San Mames, Navarredonda, Pinilla, Villavieja...
Dice Félix que su padre aprendió esta misa a los 16 años (edad en la que tocaba el tambor y los pitos de caña) del dulzainero Tío Pito, y de Tío Pantalión, sacristán, cosa que hizo con facilidad, tanto en la música como en el latín de la letra, por haber sido monaguillo en Santiuste, aparte de escucharla a su padre, Gregorio, Tamborilero, y a otros colegas, que ya conocían la misa desde antiguo, por lo que la data se hace difícil.
La misa, que empezó a no tocarse alrededor de los años 30, contenía los Kyries, Gloria, Credo, Sanctus y Agnus Dei, cantados a la par por el sacristán. Los Kyries se anunciaban con la dulzaina, el Gloria y el Credo eran introducidos por la voz del cura, que daba el pie con el primer verso, y así, alternando voz y dulzaina, aire una, aire otra, se cubría de ecos el oficio religioso, rompiendo esa media hora de silencio que, en palabras de la Biblia, se hizo cuando Dios creó el mundo.
Conocí a Mariano Contreras cuando me encontraba inmerso en el afán por recoger lo que quedaba vivo de nuestro folklore. No caigo en qué capítulo de Raíces incluí su verbo y sus ejemplos musicales, pero su hijo Félix parece haberlo recuperado. Quizás, sin saberlo, para él lo hice, hombre que sigue el rastro y vuelca ahora la sabiduría paterna en el disco todo esmero.
Eso es lo que importa de esta reflexión: la fijación del documento sonoro como parte de un patrimonio que a veces, por pasar tan rápido, parece que ni existió.
Otros maestros de Mariano Contreras fueron Tío Peseto, a quien le compró una dulzaina por 14 duros. Tío Luis, de Matabuena, y tantos. Su dulzaina, de 43 centímetros, descansa ahora en la Fundación Centro Etnográfico Joaquín Díaz para ser expuesta en el Museo de Instrumentos de Urueña (Valladolid). Dulzaina que conoció durante muchos años el ritmo que le imponía el tambor de Facundo Blanco. La Asociación de Vecinos y las Peñas del Barrio de San Lorenzo han decidido que, en memoria de su dulzainero, los actos que se celebran cada año vengan en llamarse Encuentros Folklóricos Mariano Contreras.
A lo que decía al principio de la muerte del Folklore, con hechos como el que comento, añado de final que, si hay que reconocer que ha muerto una parte del cuerpo, veamos también que el alma permanece, que está ahí esperándonos, como el arpa de Bécquer esperaba "la mano de nieve" que supiera arrancarle sus latidos.