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Vivimos tiempos de defensa de los derechos -de las personas, animales y cosas- y el camino recorrido es muy positivo en muchos aspectos. Sin embargo, so capa de posturas aparentemente loables se adivinan a veces intenciones espurias, resultado de la ausencia de crítica de la que disfrutan muchas instituciones o entidades de gran poder político o económico. Sería muy difícil explicar en el breve espacio de estas líneas los problemas que aquejan al mundo de la creación y a su protagonista principal, el autor. Recientes legislaciones han conseguido avances, en la remuneración de su trabajo principalmente, que parecen haber satisfecho a muchos, llegados de un pasado aún peor. Se considera un avance que un autor perciba el diez por ciento de la reproducción de una obra suya mientras el vendedor y el distribuidor se reparten casi el noventa por ciento restante. La desprotección de ese autor -no hablamos ya de la pretendida defensa de sus intereses- procede de la propia sociedad y probablemente de un subconsciente activo que esta ahí recordando que el creador puede ser peligroso porque invita a pensar, reclama la reflexión y suele alertar contra lo sagrado y lo estatuido. La sociedad se protege contra un individuo de ese tipo dejándole inerme y manteniéndole en un redil tras cuya telera puede observarle sin peligro y controlar sus movimientos. Cualquier intento de protesta, cualquier innovación que pusiese en peligro lo establecido serían controlados así por los poderes económicos o políticos de turno, aliados habitualmente para mejor protección de sus propios intereses. No sería exagerado afirmar, desde estas premisas, que el creador soporta una especie de esclavitud solapada cuyo peor y más doloroso látigo es esgrimido por su mano y está tejido con las inmisericordes correas del dinero y la fama.