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Se nublaba el verano de 1987 cuando en tierras de Salamanca recogí una leyenda que por su interés etnográfico y lo vivido de su relato nos sobrecogió tan vivamente que aún hoy, al evocar la figura de su narradora y el énfasis de sus palabras, pone en mi espíritu un no sé qué de inquietante (1).
Fue en Navafrfas donde la señora Encarnación Alvarez Amaro desplegó ante nosotros todo el abanico de sus saberes que, desde que naciera allá por el novecientos, fue sedimentando en su memoria para presentárnoslos luego con increíble encanto. Aquella mañana Gustavo Gotera y yo traspasamos sus umbrales, grabadora y cuaderno en ristre, pensando encontrar en aquella memoria octogenaria las ya sabidas versiones del Conde Claros liberador de la infanta, las coplas del zambombeo navideño o los cantares que al compás de una sartén organizaban los bailes de Carnaval en los compítales del pueblo. Pero ya en las maneras y modos de aquella mujer anciana descubrimos un algo de la elegancia rústica que adornó antaño el ser de nuestros mayores. Mil y un detalles tomados de sus recuerdos salpimentaban el conocimiento profundo de las prendas que conformaban el arreo antiguo de aquellas gentes. ¡Qué bien recordaba las cuatro esquinas que armaban el arca y los adminículos menudos que en ellas había! De su memoria brotaban los nombres con que antaño denominaban cada costura, cada pliegue, el número de botones que los airosos chalecos alineaban en sus filas, las diferentes formas de presumir el pañuelo atándolo o dejándolo caer al desgaire sobre el pecho. Y así, yendo y viniendo por el desván de su memoria, terminamos por caer en la historia que, aun con tintes de leyenda, nos presentó Encarnación como muy cercana en el tiempo y bien circunscrita en el espacio encabezando así su relato:
Se yo de una cosa pero... y eso pasó aquí. Se lo voy a contar, pero eso pasó legalmente aquí cuando yo era una niña. Vivían en las Vegas, antes de hacer allí la señora Jovita las Vegas. Eran los del tío Loceru, que también gastaba calzonis, que vivían allí p'al ríu, y tenían una hija, la Patrocinio, que me acuerdo yo raspando, raspando de ella, que traía un pañuelo de manojos cuando venía al baile los domingos, como si la estuviera viendo cuando subía a misa; era no sé si hermana si prima de aquella Ramona que vivía p 'allá p 'al ríu.
Hechas las presentaciones y tras dar fe de nombres, fechas y lugares, la narradora comenzó a devanar para nosotros la madeja de su historia:
Un matrimonio, pues que vivían con un cachito de tierra, y habían hecho allí un chozo pa vivir, que no podían ni hacer casa. Tenían hijos, y tenían una moza que se llamaba Patrocinio. Bueno, pues aquella muchacha era muy linda, era muy buena moza, y todo el mundo decía: —Mira la Patrocinio, que limpita que viene, y con ese pañuelitu tan guapu- le oía yo a mis hermanas que eran mayores que yo y a las vecinas.
Bueno, pues menos en cuanto dice:
- ¿No ves? a la Patrocinio le ha salido un encanto.
- ¡Oh! eso es mentira -decía la gente— eso es mentira; eso es que a ella le dará miedo venir sola.
- No, no, que viene su padre con ella hasta el puente, y to el camino viene el mozo detrás, detrás, y na más lo ve ella, y su padre no lu ve.
Y la gente, los hombres y eso, decían:
- ¡Bah! A ella li da miedo de venil, y su padri nú quierí que tenga novio, y por esu tiene que venir el hombre a traela y a búscala. Y no la deja venil, y si vieni a traela los domingus la deja en el baile y se está el hombri por ahí un ratitu en la taberna y luegu, antis de ponerse el sol, ya se van p 'al campu.
Bueno, pues así andaba la gente, que le salía un encanto, que le salía un encanto. Y la gente del pueblo que era mentira, y que era mentira y tal, bueno, pues ya se lo dijeron al cura, que lo metiera en las misas, y ya lo metió en las misas —era don Jerónimo, si era yo muy chica, que nos hizo aprendel mas dotrina que... bueno-, bueno, pues ya la metió en las misas a la moza y allá diría lo que tengan que decir en las misas y le dijo:
- Pues mira, será cierto o no será cierto, pero yo no le encuentro que sea cosa malina -dijo don Jerónimo- pero bueno, para más seguridad vamos a rezar el rosario en el mismo sitio.
Porque él era un mozo que la acompañaba, un joven, y sólo lo veía ella, y era un mozo muy majo, porque decía ella:
- Me da pena de que esté así, que si no me casaba con él, porque es lindo y guapo, y un mozo que llama la atención.
El llegaba hasta la entrada del pueblo, ahí en el puente del río, y ahí la dejaba y decía que no podía entrar en el pueblo porque el olor de las personas no lo podía resistir. Entonces él se quedaba allí, y la cosa es que venía el padre con ella y se iba el padre con ella y no lo veía, y decía que era mentira, y decía:
- Miri, don Jerónimu, miri señol cura, esta dagala miri lu que ha traíu p 'acá. Ahora tengu que venil to lus días. ¿Será que tenga noviu ? Como no quiero que tenga noviu... porque ella quieri venil a misa, ella quieri venil al baile, y yo no quieru acá lu que va a pasal, porque bien sé yo...
- Perú padri, que es mentira, que yo no tengo novio; si no, se lo pregunte a las mis amigas, verá como le dirán que yo no tengo novio.
Ni qué decir tiene que nuestro interés estaba ya prendido en los hilos de aquella historia. Conocidos ya los oficiantes y expuesta hasta aquí la primera parte del encanto, asistamos ahora a la escena que turbó el ánimo de todo un pueblo, y de la que acaso podamos señalar un pariente antiguo en una obra escrita nada menos que por Vélez de Guevara, Mira de Améscua y Rojas Zorrilla en el siglo XVII.
Bueno, rezaron el rosario en el puente, y han visto todas las personas lo que pasó, y mi hermana Pura, que lo vio, dice que imponía porque se puson en un sitio el señor y la moza con su padre, y toda la gente del pueblo alrededor, y cuando acabó el señor cura, que tenía el rosario en la mano dijo:
- Bueno, pues yo ya no puedo hacer más.
Y entonces le dijo el mozo a ella, que sólo lo oía ella:
- Es que se cree ese sacerdote que yo no soy un hombre cristiano, tan cristiano como él. Yo sé que to el pueblo está rezando y que miran pa mí, yo los veo pero ellos no pueden verme.
Entonces le dijo la moza:
- Si tan cristiano y tan eso eres ¿por qué no coges el rosario y rezas tú ?
- Sí, sí, si yo lo cojo.
Y ha cogido el mozo el rosario en la mano, y ha visto todo el pueblo que estaba allí el rosario colgando de la mano, pero no han visto quién lo cogía; no se veía ni una mano, ni un palo, ni una vara, ni una cuerda, ni nada que lo sujetara. Entonces todo el mundo se quedó inmóvil, y decía ella que el mozo le decía:
- Que no se asusten, que yo no le hago daño ninguno a nadie del pueblo, pero si yo entro en el pueblo a mí me hacen mucho daño, porque no resisto yo la temperatura del pueblo, y el aliento de ciertas personas me devora.
Bueno, la gente se vino pa casa y la muchacha se fue con su padre.
El suceso que hemos pintado va a tener por desenlace un fin mágico más propio de Amadís o Palmerín que del milagro colectivo que trasmina ya algo de las apariciones portuguesas en Cova de Iría. Retomemos el eco de la narradora.
Cuando la muchacha iba a lavar a un sitio que le llaman el puente de Rubior, que allí por bajito estaba el chozu, que hay todavía piedras, pues allí le salía. Y era ya p 'al veranu, y le dijo:
- Mira esto lo vamos a terminar, pero lo vamos a terminar tú y yo solos; pero tienes que hacer lo que yo te diga, si haces lo que yo te diga viviremos felices.
- ¡Ah! yo, si mi padre quiere... -le decía ella.
- No, si tu padre no tiene nada que ver con esto.
Que venga tu padre también, que vea lo que tú haces y que esté aquí.
Y era que el día de San Juan, la mañana de San Juan, cuando el sol venía rayando, al nacer el sol, tenía que estar ella en el sitio donde le apareció, que es en el puente de Rubior. Tenía que estar ella allí y él se le presentaba.
- A mí no me verás, pero delante de tí se pondrá un león a tal altura, pero no le tengas miedo que no te toca. No te toca, no te hace nada, y no te pasará nada. Y tu padre allí, pa que vea lo que tú haces, que no se crea que... que no va a matate ni a comete. Y tú no tienes más que hacer que pasarle al león la mano por el lomo, que el león ni se mueve ni te hace nada. Na más mira pa ti. Y entonces desaparece el león y yo aparezco un hombre como los demás.
Pero no tuvo ánimo. Llegó el día de San Juan y ella se presentó con el padre, y llegó el león, y ella no tuvo ánimo de pásale la mano y se mareó y se cayó, y ya no le volvió a ver al león. Pero le volvió a ver al mozo y le dijo:
- Pues mira, nos podíamos haber casao, y tú y yo seríamos muy felices. ¡Con qué te hubiera pagao yo sacarme de este cautiverio que tengo!
Y le dijo ella:
- ¡Ah! si tú se lo hubieras dicho a mi padre a ver si quería pero... ¿y por qué estás así metido?
- Pues mira, no te lo he podido decir nunca, pero ahora ya te lo voy a decir. Porque una vez mi padre me reño mucho y me echó una maldición, y así me quedé, y así estaré, ahora ya p'al resto de mi vida, no volveré a salir a nadie.
Y esa moza, de miedo que le cogió, no quería salir al campo ni viva ni muerta, y se marcharon a la Argentina.
Este desenlace nos brinda todo un sartal de motivos mágicos propios de la leyenda, en los que repararemos sólo brevemente para detenernos en el rosario que da título y ser a este opúsculo. La acción final se desarrolla -cómo no- en el día de San Juan, maravilloso de suyo, que duplica sus virtudes al tiempo de amanecer, cuando el sol sale bailando y forma en algunos pagos la rueda de Santa Catalina. El león como emblema de la fiereza que sólo aplaca la mano mansa de una virgen, imagen que despierta en nuestro recuerdo la historia de Marta, quien doblegó a la Tarasca con su dulzura hasta el punto de cautivarla con el sutil lazo de su ceñidor. La transformación del hombre en bestia por la maldición paterna, elemento éste que nos lleva a las leyendas artúricas y por ende Romancero Tradicional; en efecto, Arturo, enterado de la pasión que devora a sir Lancelot y a la reina Ginebra, decide urdir una maquiavélica venganza transformando a sus hijos, quienes no recobrarán su estado original hasta no haber acabado con la vida de Lanzarote
(2):
Tres hijuelos auia el rey / tres hijuelos que no mas
por enojo que vuo dellos 7 todos maldito los ha
el vno se torno cieruo / el otro se torno can
el otro se torno Moro / passo las aguas del mar (3).
Y, por último, la imposible redención del que estuvo a punto de alcanzarla, motivo que será la argolla con que cerrar las líneas de este artículo. Pero volvamos al comienzo de nuestro relato y con él a la escena del rosario suspendido en el aire. Como ya apuntamos más arriba, el Siglo de Oro nos aporta una piececita en verso que, bajo el título de Pleito del Diablo con el cura de Madridejos, escribieron Mira de Améscua, Rojas Zorrilla y Vélez de Guevara. En ella se narra la historia de Catalina la Rosela, la que fue bautizada sólo en el nombre del Padre y del Hijo. El olvido de la Paloma Divina acarreó a la joven la persecución implacable del Maligno, y en esas luchas fue el rosario su áncaro de salvación. Como es lógico, tan escabroso argumento para la ortodoxia imperante en aquel tiempo puso en jaque a la Inquisición, que prohibió su publicación y puesta en escena, hasta que en 1652 apareció arropada con otras obras en el libro Flor de las mejores doce comedias.
Nos interesa extraer de entre aquel fárrago de versos una escena muy dantesca en la que Catalina lucha en un páramo desierto con el Demonio. Blande aquella el rosario por escudo, y el aire se lo arrebata quedándose en él suspendido.
………………………………………….
principales instrumentos
de nuestra gran redención,
y pues la cruz este día
su luz esconde de mí,
de sus rigores aquí
apelemos a María.
Su rosario es el escudo
más fuerte contra el Demonio.
Ya divino testimonio
de su gran poder no dudo,
que es él que me ha defendido
por tener yo devoción
a su limpia concepción
y honestidad, pues no ha habido
vicio que no haya intentado,
blasfemias, delitos, muerte,
iras y rigores fuertes.
Y sólo aqueste pecado
aborrezco, porque es
de María aborrecido.
Y pues soberano ha sido
mi amparo, acudamos pues
a su rosario. Mas, cielo,
donde no hay otro testigo
¿quién así lucha conmigo
por quitármele? De un hielo
estoy cubierta...
¡No has de llevarle villano,
que yo...! Pero de mi mano
el aire me lo quitó
…………………………………………..
La situación se resuelve cuando Catalina, cómo no, toma el hábito en Santa Clara, y allí recibe con los votos el bautizo trino y uno. Pero interesa aquí reparar en la escena que la trinidad de autores nos pintó en medio del campo; Catalina mantiene allí en nuestro relato, un diálogo con la fuerza que no se ve pero que sostiene y suspende en el aire aquel manojo de cuentas.
Mas antes de proseguir en el análisis de la historia que nos contó Encarnación, no estará de más que demos cuatro pinceladas al menos que nos pinten el rosario y su devoción en la antigua sociedad española, pues es objeto que se menciona y aparece en multitud de situaciones que conocemos merced a un puñado de citas y a nuestra propia memoria colectiva, cada vez más débil al respecto. El rosario es hoy objeto de coleccionismo por la rareza de sus materiales; descansa pues en vitrinas y escaparates entrelazado con un sinfín de quincallerías más o menos costosas. Pende aún en la cabecera de unos pocos practicantes de esta devoción. Algunas imágenes lo ostentan sobre el pardo sayal de sus hábitos o nos lo ofrecen oscilando entre sus afilados dedos, mientras nos miran entre indiferentes, altaneras y compasivas con el cristal de sus ojos. Por último, el anagrama de esta corona se identifica con el símbolo biológico y sexual de la mujer, a quien sin duda va dedicado.
Con el rosario se quieren conmemorar los misterios -principales sucesos- en la vida de Jesús y de María. Se dividen estos en gozosos (la Encarnación del Verbo, la Visitación de María a su prima Santa Isabel, el Nacimiento de Jesús, la Purificación de la Virgen y el Niño perdido y hallado en el Templo), dolorosos (la Oración del Huerto, la Flagelación, la Coronación de Espinas, el Camino del Calvario y la Crucifixión) y gloriosos (la Resurrección de Cristo, su Ascensión a los Cielos, la venida del Espíritu Santo, la Asunción de María y su Coronación en el Cielo). Tras cada uno de estos, que son quince, se rezan un padrenuestro, diez avemarias y un gloria patri. Era preceptivo terminar el rezo diario con una larga y penosa letanía que a veces, para aliviar de ella a los más pequeños, se sustituía por una oración romanceada: En el monte murió Cristo (eo), de la que damos un ejemplo:
Esa me la enseñó mi madre a mí, que esa la solían decir después del rosario; la que no sabía la letanía decía esta oración:
En el monte murió Cristo, /Hijo de Dios verdadero; no murió por su pecado / sino por pecado nuestro.
En la Cruz estáis clavado/con fuertes clavos de hierro.
Muchas veces le he rezado, /delante del Sacramento,
donde se celebra la Hostia /y su Santísimo Cuerpo.
Santa Virgen del Rosario, / este rosario le ofrezco
para que Vos le ofrezcáis / a Vuestro querido Hijo;
porque si Vos le ofrecéis / seguro tengo yo el Cielo.
No tengo nada que daros, / Señora, que todo es vuestro;
el alma tengo prestada /para que descanse en paz.
Amén (4).
Tras el rezo de cada avemaria se pasaba entonces con los dedos, o despeñaba como decían antaño, una cuenta de este sartal. Suele rezarse una parte (cinco misterios) por vez, distribuyéndose así: lunes y jueves los misterios gozosos, martes y viernes los dolorosos y miércoles, sábado y domingo los gloriosos. Se forma así una hilera de abalorios cuya principal misión es llevar orden en este rezo, y en esta función es en lo que se parece nuestro rosario a los que usan musulmanes, budistas e hindúes. Su número total de cuentas ha servido para formular una adivinanza que bajo mil variantes probó el ingenio de media España. He aquí dos ejemplos que a la mano se me vienen:
Cincuenta y cinco soldaditos / y enfrente su capitán,
y de estos cincuenta y cinco / sólo cinco piden pan.
(Brea de Tajo, Madrid) (5)
Cincuenta damas / y cinco galanes;
unos piden pan / y otras piden ave.
(Mecerreyes, Burgos) (6)
El cierre de este adminículo es un crucifijo, aun cuando hay rosarios mínimos formados por una sola de estas tres series de misterios que pueden llevar por remate una medalla o bien un borlón hecho con hebras de colores.
Cuando el símbolo de la Redención faltaba en el rosario de alguna comadre daba mucho que pensar en el corro de las beatonas que, allá por el XVII, encontraban busilis en cualquier menudencia de esta índole. Y así, Justina, la picara leona que encontraremos de nuevo camino adelante, hubo de mercarse uno más para ser visto que rezado:
(...) por señas que aunque está enhilado de un simple hilo de seda floja, no se me quiebra, que no soy como otras traviesas que al segundo día quiebran el rosario. Enhoranegra cuélguensele de un clavito como yo hago, y así durará el rosario.
Recuerdo y remedo de aquellos escrúpulos son las cuatro oraciones burlescas con que hasta ha bien poco los rapaces de este bendito país parodiaban la doctrina cristiana (7). Y es en algunas retahilas para acompañar juegos infantiles donde descubrimos el mismo recelo que los cristianos viejos sentían por los judeoconversos y moriscos En el diálogo que las niñas acuclilladas mantienen antes de saltar y croar como las ranas sorprendemos esta idea:
-Comadre, ¿y el compadre?
- Ya ha venido.
- ¿Y qué ha traído ?
- Un rosario sin cruz.
- ¡Ay, Jesús! ¡Ay, Jesús! ¡Que el rosario de mi comadre no tiene cruz! (Andalucía) (8)
- ¿Y el compadre y la comadre?
- En Orihuela.
- ¿Por qué han ido?
- Por un cochinico.
- ¿Qué me tocará?
- El rabico.
- ¿Me da usté la mantilla?
- Está sin puntilla.
- ¿Me da usté el rosario?
- Está sin cruz.
- ¡Ay, Jesús! ¡El rosario de mi comadre no tiene cruz! (Murcia) (9)
La fiesta de Nuestra Señora del Rosario, la Virgen de Octubre, fue instituida por San Pío V bajo la advocación de Nuestra Señora de la Victoria de Lepanto (7 de octubre de 1571). Gregorio XIII la trasladó al primer domingo de octubre (1573). Y por último Pío X en 1913 la fijó en el día 7 de octubre. León XIII, en 1886 había declarado al de octubre mes del rosario, disponiendo que se rezase todos los días del mes en las parroquias e iglesias dedicadas a la Virgen.
Es difícil fijar el origen de este rezo y del objeto que lo representa. Según algunos éste acaso provenga de las cruzadas; lo cierto es que en determinados monasterios cistercienses (siglo XII) se introdujo la costumbre de que los monjes legos, que no sabían leer los salmos, recitaran ciento cincuenta avemarias, de ahí que se le llamara salterio laico. Poco a poco, y por influencia de las ordenes mendicantes (10), va tomando pujanza el culto a la Virgen, y fueron estas órdenes, y especialmente los dominicos -de tan triste recuerdo en nuestra historia- quienes acostumbraron a repetir avemarias en número variado. Se tiene a Santo Domingo de Guzmán por el gran apóstol de esta devoción, aunque no sea su inventor por más que en mil y un estribillos así se lo aclame:
¡Viva María!
¡Viva el rosario!
¡ Viva Santo Domingo
que lo ha fundado!
(San Martín de la Vega, Madrid) (11)
Desde el cielo bajó una paloma
y Santo Domingo la ha visto bajar,
y en el pico dicen que llevaba
las cincuenta rosas del Santo Rosal.
(Adrada de Haza, Burgos) (12)
Hacia el siglo XIV se fija la división del rosario en misterios y decenas llamadas dieces, y así dice una seguidilla:
Los dieces del rosario
son escaleras
para subir al cielo
las almas buenas.
Su número osciló arbitrariamente hasta que finalmente se redujeron a quince y las avemarías a ciento cincuenta, tomando su forma actual bajo el pontificado de Pío V.
Al rosario se le llamó a veces "camándula", relacionando este objeto piadoso con los camaldulenses, rama de la orden benedictina que en el siglo XI fundó San Romualdo de Camaldoli, cuya existencia se caracteriza por la vida eremítica, ya que la conventualidad se reduce al coro, al capítulo y al refectorio, y por ser más austeros en lo cotidiano que aquellos benedictinos en quienes se inspiraron. Pero en la jerga de germanía un camándula o camandulista es aquel marrullero que so capa de una falsa piedad ejerce mil y una maneras de pequeñas estafas (13).
Y tras esta breve reseña histórica, veamos el papel que este objeto piadoso jugó en la vida de las clases altas y bajas de nuestra España, desde el que la marfileña y seca mano del Rey Prudente acariciaba en El Escorial hasta los que menestrales y paniaguados llevaban al pescuezo acaso por carecer de bolsillos o faltriqueras en donde echarlo. A fines del siglo XVII la francesa Madame d'Aulnoy observa que:
Es una cosa de ver el uso continuo que hacen ellas de su rosario, llevando todas las señoras uno sujeto a la cintura, tan largo que no le falta mucho para que arrastre por el suelo. Lo van rezando sin cesar por las calles, cuando están jugando a las cartas y cuando están hablando; incluso cuando enamoran, cuentan mentiras o murmuraciones, porque se pasan la vida marmoteando sobre su rosario, y cuando hay muchas reunidas eso no impide que lo sigan diciendo. Os dejo imaginar lo devotamente que lo harán, pero la costumbre es muy poderosa en este país (14).
Ni que decir tiene que estas mujeres a las que se refiere la condesa eran grandes señoras desocupadas para quienes la excesiva longitud del rosario no era traba entre sus faldas, pues nada hacían salvo acomodarse en el mullido cojín del estrado o arrodillarse en el reclinatorio. De la cintura pasa el rosario a ser adorno para el cuello de las clases populares, ya en el siglo XVIII: "Dos rosarios para el cuello con zinco medallas= 18 rs." (Colmenar de Oreja, Madrid, 1798), "Un rosario pa el cuello engarzado en plata, con cuatro medallas= 14 rs." (Cubas de la Sagra, Madrid, 1816) (15).
La costumbre de anillar medallas, relicarios y dijes entre las cuentas del rosario es bien antigua. La novela picaresca española, por boca de La Pícara Justina, nos da luz sobre este asunto (16). Yendo ella de Mansilla a León topó con un individuo que le preguntaba:
- Mi señora, ¿qué piezas son esas dos que lleva asidas al rosario ?
Respondí:
- Señor, son unos agnusdéi.
Resultó al fin que el timador salió timado, pues al volver a reencontrarse en una posada, la picara urdió tal embeleco que recuperó lo suyo con creces:
Yo llevaba dos agnusdéi medianos a los lados de mi rosario de coral, uno de plata sobredorado y otro de oro, notablemente parecidos; pero estos me había dicho el bellacón que eras las bulas de coadjutoría del canonicato. Eran como digo los agnus tan parecidos en la labor y apariencia, que cualquiera que no fuera muy cursado artífice le engañara la indiferencia y rara semejanza que tenían las dos piezas entre sí. ¿Qué hago? Desato de mi rosario el agnusdéi de plata sobredorado, el cual guardé en la manga de mis cuerpos, que para secretario era tan buena como una de un fraile francisco, de las que llamamos las damas arca de Noé. El otro, para que más campease, le puse con un rosario de azabache, que entonces era muy estimado y con todo eso costaba menos que ahora que es el cosí de Frómista, que el pato que valía menos vendían por más. Esto de los agnus a su tiempo verán de lo que sirvió.
Según Covarrubias este cordero de Dios a más de representar el símbolo de la Redención: (...) vale para contra la tempestad, el fuego, los rayos, peste y contra los incursos del demomo; y así debe ser tratado con mucho respeto y reverencia (17).
Fue general también el rezo del rosario entre las recias manos de los hombres. Ya veremos cómo algunos lo presumían en las fiestas haciendo entrechocar sus cuentas y adminículos en la faltriquera del Jibón, la ropilla, la chaquetilla o el sayo; y otras veces dejando asomar, como por descuido, alguno de esos fililíes por la abertura del calzón o la faja:
Al mozo que está en el baile
le ruge la faltriquera,
el rosario y las medallas,
el oro y plata que lleva.
Otros lo llevaron pendiente del cuello en la brega tras de los bueyes, en la siega con el dalle y aún en el esforzado compás de la penosa cavada. Esta disposición dio lugar a un refrán que se aplicó a los hipócritas: el rosario al cuello y el diablo en el cuerpo. El cántabro Pereda, siempre atento a los rasgos costumbristas -y a llevar el agua al molino de su ideología- nos cuenta que: Cuando salió el último y se atrancó la portalada entró en la sala don Román seguido de tres mocetones, sus criados de labranza.
- ¿Estáis prontas? -preguntó.
- Cuando usted quiera -respondió su hija levantándose, en lo que la imitaron las criadas.
Tomó cada cual su rosario, sacándole unos del bolsillo y quitándoselo otros, como los criados, del pescuezo. Hincóse de rodillas don Román, junto al sofá delante de la Purísima. Arrodilláronse también los demás, y amos y criados confundidos en un solo grupo en la pieza más respetable de la casa, diose comienzo a ese piadoso ejercicio tan arraigado todavía por fortuna en las costumbres domésticas de la familia montañesa (18).
En lo material, rosarios se hicieron de mil y una sustancias. Desde un simple cordel con nudos equidistantes -fabricado acaso para el uso de un momento- hasta los que, realizados con huesos de aceituna, se tuvieron por reliquia valiosa de Getsemaní y así pasaron devotamente de mano en mano; otros, que aparecen en los inventarios como estrellados, procedían también de Tierra Santa, y ostentan en sus cuentas de resina un sin número de crucecillas hechas con nácar: "tres Rosarios de Jerusalén con sus cruces estrelladas, todos de una misma calidad buenos= 36 rs." (Alcorcón, Madrid, 1764) (19). La condición social y el poderío económico fijaban la materia prima de aquella corona que, si primero fue de rosas místicas, acabó siendo un ostentoso juguete rojo como el coral, blanco como el nácar o negro como el azabache (20). Los que hoy se venden hechos con pétalos de rosa, fuentes de un olor penetrante cuya duración por desgracia se anuncia como eterna, no son ni con mucho producto de estos tiempos; un curioso librito sobre la vida en Madrid fechado en 1620 advierte a los forasteros contra:
(...) una manera de hombres que llaman barateros o del baratillo, y se entran por las casas de posadas, y en conociendo al forastero, que lo huelen a tiro de arcabuz, sacan a vender bujetas de algalia, que son por de dentro un poco de miel, melada o carne de membrillo, que untada por de fuera con un poco de algalia y ámbar, venden la onza a doce y a dieciséis y a veinte escudos. Otros traen pastillas, sartas y rosarios de olor, que es un poco de carbón y pan mascado. Otros cadenas y joyas contrahechas, que aunque las venden por de plata y bronce, después tocadas y miradas vienen a no ser nada ni tener ningún valor (21).
Los rosarios se guardaban en pequeñas bolsitas hechas de mil maneras que se llaman rosarieras y cuyo último eco encontramos en las que las repolludas niñas vestidas de organdí llevaban el día de su primera comunión pendientes de la cintura o colgando de la muñeca, albo remedo de los ridículos de antaño.
Y si hasta aquí has seguido con nosotros los dieces de este rosario, no sé si recordarás -lector atento- la leyenda que sirvió de inicio a este artículo que ahora acaba. A poco coraje que Patrocinia hubiese echado al encuentro con el león fiero hubiera desencantado a aquel buen mozo que la seguía. Es una constante en estas leyendas de encantamiento el final triste en el que casi alcanzamos a columbrar el desenlace feliz que apenas entrevisto se deshace, sumergiendo al protagonista para siempre en el piélago sin fondo de su encanto. Otra leyenda que recogí en Zamora, delicada y sencilla como el hilo de su argumento, resume en pocas líneas planteamiento y resolución:
Hay una fuente pa ese lado, p'al Neval, que le llaman la fuente los Cantones. Y era una soltera que fue a beber agua a la fuente y vio un hilo de seda roja en el agua, y comenzó a devanar, a devanar, a devanar, a devanar...y hizo un ovillo muy grande y dijo: -¿Y yo pa qué quiero más seda, si con ésta ya me llega pa toda mi vida ? Y cortó, y que según cortó el hilo salió una voz que l'había dicho: - ¡Ah, picara ingrata, que por una vara de hilo me dejaste aquí pa siempre jamás amén! Ese es el encanto que yo oí, que lo oí a mis abuelos, y quién sabe cuántos siglos y si sería mentira o si sería verdad (22).
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NOTAS
(1) Durante el otoño de 1987 el Centro de Cultura Tradicional, perteneciente a la Diputación Provincial de Salamanca, reunió a una gavilla de investigadores con el ánimo de trabajar intensamente en la comarca de El Rebollar. En este grupo figurábamos entre otros Gustavo Gotera (indumentaria), Carlos Medina (arte pastoril), Ángel Carril (medicina popular), Antonio Sánchez del Barrio (arquitectura) y el que esto firma para el estudio de la Tradición Oral en aquel rincón del suroeste salmantino.
(2) Son muy pocos los romances tradicionales que, asociados a este ciclo épico artúrico, relatan más o menos fielmente la historia de Lanzarote y el ciervo de pie blanco; un puñado de textos canarios entre los que descuellan los recogidos en la laurisilva Gomera (TRAPERO TRAPERO, Maximiano: Romancero de la Isla de La Gomera, Ed. Cabildo Insular de La Gomera, La Gomera, 1987); una espléndida versión asturiana (SUAREZ LOPEZ, Jesús: "Una versión asturiana de Lanzarote y el ciervo de pie blanco", Revista de Dialectología y Tradiciones Populares, CSIC, Madrid, 1993, t. XLVIII, pp. 163-174); otras dos recogidas en meridional Almería y un par de indicios que nos brindan las tradiciones burgalesa y jienense, es todo el material de que disponemos, a más de una posible versión castellana (LORENZO VELEZ, Antonio: "Lanzarote y el ciervo de pie blanco: Contribución al estudio del romancero peninsular", Revista de Folklore, Valladolid, 1982, t. 2.°, pp. 3-11).
(3) Fragmento de la versión publicada en el Cancionero de Amberes por Martín Nució, en 1550. Manejo la reedición de Castalia, Madrid, 1967, pp. 282-283.
(4) Versión de FUENTEOLMO DE FUENTIDUEÑA (Segovia). Recitada por Asunción Heras Pajares, de 69 años. Recopilada el 4 de diciembre de 1994 por J. M. Fraile Gil y V. Herrero Heras. Publicada por FRAILE GIL, José Manuel: Conjuros y plegarias de Tradición oral, La Compañía Literaria, Centro de Documentación Etnográfica, Madrid-Urueña, 2000.
(5) Versión recitada por Angeles Domínguez González, de 64 años. Grabada en Brea el día 27 de julio de 1994 por J. M. Fraile Gil, J. M. Calle Ontoso y S. Alonso de Martín.
(6) Versión recitada por Salvador Alonso de Martín, de 35 años de edad, el día 22 de mayo de 2000.
(7) Sobre este tipo de oraciones versa el capítulo VI de mi libro FRAILE GIL, José Manuel: Conjuros y plegarias... (op. cit.). Al respecto debe consultarse también el interesante opúsculo de RODRIGUEZ MARIN, Francisco: Varios juegos infantiles del siglo XVI, Tipografía de Archivos, Madrid, 1932, punto XIII "Comadre la rana", p. 40.
(8) RODRIGUEZ MARIN, Francisco: Cantos Populares Españoles, Atlas, 2.ª reed., Madrid, 1981, t. I, p. 98.
(9) SEVILLA, Alberto: Cancionero popular murciano, Murcia, 1921, p. 38.
(10) Los franciscanos poseen desde el siglo XV otra forma de rosario denominada corona de la Virgen, que consta de siete decenas.
(11) Este rosario de la aurora puede escucharse en Madrid Tradicional. Antología. Vol. XIII, TECNOSAGA, Madrid, 1999, WKPD-10/2043, corte 12.
(12) Con una hermosa melodía cantó para mí este rosario de la aurora Mercedes Lázaro Curiel, de unos 60 años de edad, el día 6 de agosto de 1982.
(13) Este arquetipo del hampa aparece en la clasificación que dan BERNALDO de QUIROS, Constancio y LLANAS AGUILANIEDO, José María: La mala vida en Madrid, Madrid, 1901, Reed. Egido, Instituto de Estudios Altoaragoneses, Huesca 1998.
(14) AULNOY, Madame de: Relación del viaje de España (1679-1681), Ed. de G. Mercadal, Akal, Madrid, 1986, pp. 231-232.
(15) Tomo estos datos del trabajo realizado en los viejos fondos notariales madrileños por LEÓN FERNANDEZ, Marcos; "Notas sobre joyería tradicional en la provincia de Madrid", Revista de Dialectología y Tradiciones Populares, CSIC, Madrid, 1996, t. LI, cuaderno II, pp. 127-154.
(16) LOPEZ DE UBEDA, Francisco: Libro de entretenimiento de la picara Justina, publicado por vez primera en las prensas de Medina del Campo en 1605.
(17) COVARRUBIAS y OROZCO, Sebastián de: Tesoro de la lengua castellana o española, Madrid, 1611, Ed. de Felipe C. R. Maldonado, Castalia, Madrid, 1995, V. AGNUSDEI, p. 25. Durante todo el siglo XVII se los llamó también firmezas, acaso por ser prenda que denotaba esta cualidad entre los amantes, y así, suspendidos en listones multicolores, gallardeaban bien visibles en la pechera de los galanes.
(18) PEREDA, José María de: Don Gonzalo González de la Gonzalera, Obras completas, Aguilar, 7.a ed., Madrid, 1959, t. I, cap. I "Que puede servir de introducción".
(19) LEON FERNANDEZ, Marcos: Op. cit.
(20) Sobre la condición material de nuestro objeto puede verse MARQUES DE LOZOYA: Catálogo de la colección de rosarios, Trabajos y materiales del Museo del Pueblo Español de Madrid (s/f).
(21) LIÑAN Y VERDUGO, Antonio: Guía y avisos de forasteros que vienen a la Corte. Historia de mucha diversión, gusto y apacible entretenimiento donde verán lo que les sucedió a unos recién venidos, se les enseña a huir de los peligros que hay en la Corte, y debajo de novelas morales y ejemplares escarmientos, se les avisa y advierte de cómo acudirán a sus negocios cuerdamente. Madrid, 1620; Biblioteca Clásica Española, Daniel Cortejo y Cía, Barcelona, 1885.
(22) Relato hecho por Dorotea Caballero Fernández de 74 años de edad, natural de VIÑAS DE ALISTE (Zamora). Fue recogido en Viñas el día 17 de mayo de 1988 por J. M. Fraile Gil, J. M. González Matellán y G. Cotera.