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Mircea Eliade, quien ha estudiado la significación del concepto de herrero, señala la presencia de ciertos universales en las mitologías y en las cosmologías de casi todos los pueblos de la tierra.
El mito del origen de los metales constituye quizá una de las formas suprahistóricas más ligadas al plano telúrico. A través de la forja de los metales se manifiesta, entre otras cosas, el poder de los genios de las profundidades terrestres. Por otra parte, el hombre recibe semejante saber -clave del conocimiento- por transmisión de tales poderes. Y ello no en forma gratuita. No todos los hombres pueden acceder a ese estadio del conocimiento secreto: sólo aquellos capaces de penetrar en la metadimensión de lo ignorado y de incorporar a su acervo personal el componente de esoterismo inherente al plano iniciático. Algo que está totalmente alejado de los esquemas por que se rigen las masas. A este respecto, como bien apunta el historiador del arte Francastel, el iniciado ve las mismas cosas que la masa, pero las ve de forma distinta.
Abiertas las entrañas de la tierra -extracción del mineral-, la forja posterior del metal correspondiente -el hierro sobre todo- se ofrece como una operación de concomitancias hierofánicas que exige un ritual. No tiene nada de particular, por ello, el que, desde los inicios de la Edad del Bronce, y más tarde ya en la Edad del Hierro, se sucediesen las ceremonias -cargadas de ritual- destinadas al reconocimiento e impetración y en acción de gracias a la divinidad por parte de los hombres en posesión del secreto metalúrgico. Pero el metal poseía también una entidad malevolente. Así, en Arvaes, se celebraban diversos actos de expiación cada vez que se talaba un árbol con instrumentos de hierro: tanto por razón del carácter sagrado de aquél como por la propia condición "vil" del metal.
Es posible que el uso del mismo estuviese limitado -o preferentemente-, en un primer momento, a la fabricación de armas. Quizá por ello resulta creíble la creación de una metafísica de la dominancia de origen telúrico. Anotemos a este respecto la particularidad de que los metales no se incorporen como elementos nutricios o seminales al acervo de creencias uranianas: se hallan revestidas de una condición de tangibilidad.
En última instancia, los "herreros míticos" depositarios del saber elemental de la forja de los metales, se constituyen en guardianes de las riquezas ocultas que son constantemente codiciadas por los hombres. De ahí el afán de éstos por explorar las cavidades de la tierra y de ahí las leyendas que hablan de la existencia de gnomos y otros seres que incluso llegan a accionar los artilugios empleados por los "herreros hombres", quienes vienen a ser a modo de discípulos de aquéllos.
EL HERRERO, TRANSMISOR DEL PODER DEL METAL
En la Gesta de Beowulf -compuesta en el siglo VIII- se habla de la tormenta de hierro, metáfora de batalla o lucha cruenta. Dicho metal se asimila a la furia destructora, a la espada, y más exactamente, al arma homicida. Sin embargo, los forjadores de espadas mágicas, como Weland, herrero mítico de las sagas sajonas, gozan de una gran estimación entre los hombres comunes. Una piedra sagrada, o mejor dicho, encantada, estuvo dedicada como materia reverentiae al citado herrero. Decíase que depositando una moneda junto a la piedra, y atando el caballo a ésta, su dueño hallaría herrado al animal sin más requerimientos. Recordemos que Weland era considerado como el más excelso forjador de espadas.
Para lo que aquí nos interesa destacar, pondremos especial atención en el carácter demiúrgico de los herreros originarios y su proyección sobre las sociedades metalúrgicas. En tal sentido aludiremos a la categoría ctónica -de ubicación subterránea- de la forja: los antecedentes mitológicos (léase Vulcano en el mundo griego), establecen una especie de maridaje entre el fuego y la forja, esta última imposible de entender sin el concurso del primero.
En ese mundo subterráneo, el trabajo del herrero se contempla bajo un aspecto litúrgico inscrito en el cual se entiende el ceremonial de índole propiciatoria y expiatoria que rodea el fenómeno. Y ya sea la sacralización de lugares mineros o proveedores de mineral -el Moncayo, por ejemplo-, ya sea la segregación de los herreros de los núcleos habitados por la comunidad, se patentiza el reconocimiento del carácter iniciático que aquéllos poseen. Cuando menos, hasta la llegada de la industrialización que comportó un rompimiento con los esquemas mágico-religiosos del momentum anterior. La aparición de la máquina y del maquinismo representa la inversión del cuadro cosmológico en el que se situaba lo numinoso en la forja como algo informador de la misma, casi con categoría de sacrum, si se me permite decirlo así. En tal sentido hay que entender el carácter críptico del espacio mágico de la herrería en su contexto prístino, en su origen telúrico, expresión de la vitalidad de la mater genitrix. En una palabra, en su significación de arcano. El decir, pues, que la antigua herrería era un simple taller de metalurgia, equivaldría a deformar la razón profunda de su existencia.
La figura del herrero en cuanto poseedor del secreto de la forja, cuyo conocimiento se considera le fuera transmitido por la deidad correspondiente, ofrece el componente carismático de la etapa preindustrial, paulatinamente perdido en etapas posteriores. Esta posterior desritualización y desencantamiento de la función de herrero apunta a una profanidad de los órdenes cosmológicos -asentados sobre el eje de lo numinoso-, a mi modo de ver. Dotado de la cualidad mágica, el hierro aparece rodeado de elementalidad, es decir, de entidad primordial, y cuyo uso puede estar al alcance de los miembros comunes de la sociedad, pero cuya elaboración in esentia ha de quedar restringida a los iniciados: los herreros.
En un documentado trabajo, Juan G. Atienza apunta, con atinado criterio, que las fraguas y herrerías se hallaban ubicadas por lo regular en enclaves de significación telúrica. La herrería de Compludo -siglo VII- constituye una clara muestra de ello.
EL METAL COMO ELEMENTO DOMINADOR
Resulta comprensible el hecho de que los metalúrgicos fuesen rodeados de un halo carismático, demiúrgico. La aparición de los metales supone la posibilidad de desarrollar técnicas capaces de suministrar un mayor control sobre el entorno. Además, insistimos, se trataba de un conocimiento de orden iniciático, no asequible para el común de los hombres. (En este sentido, y sin pretender por nuestra parte entrar en discusiones peregrinas, cabe anotar la particularidad de que las operaciones de extracción y forja de los metales corrieron a cargo de varones; como parece que, de otro lado, los trabajos de cerámica contaron indistintamente con la participación de hombres y de mujeres.)
Como sea, lo cierto es que los metales se constituyen en elementos telúricos, malditos en buena medida, y los metalúrgicos se erigen en representantes de un orden socio-mitológico recién instaurado. Es interesante observar cómo los distintos órdenes de representación cósmica referidos a la supuesta inmaterialidad de los metales, es decir, a su condición mágica, giran en torno a una teofanía: los metales constituyen formas de un complejo estructural deificable, el cual viene dado por la tierra, el aire y el fuego. La tríada agrupa entes interactuantes cuyo poder conjunto, en cuanto controlado por el hombre, se manifiesta bajo el signo de la initiatio mistérica, según dijimos. Y al mismo tiempo, bajo la impronta del esoterismo. Así, la forja de los metales está reservada, en su aspecto prístino, a los genios que habitan las profundidades de la tierra. La significación posterior no se ha producido todavía. Tal cosa sucederá en cuanto una parte instrumental -no esencial- del proceso pase a integrar el acervo de conocimientos del hombre forjador de metales. El estadio precedente, significado en la labor del minero, no posee tal relevancia, se reduce a una actividad puramente mecánica.
En cuanto al herrero, depositario de una serie de formas de sacralidad en sus comienzos, pierde más tarde tal sentido; su oficio queda reducido a una técnica dotada de profanidad*.
Para terminar, quisiéramos decir que solamente los espíritus simples son capaces de admitir como verdad las "evidencias". Tanto el positivismo como el ehvemerismo adolecen de simplismo en el planteamiento de no pocas cuestiones sometidas a examen. Quien vea en la metalurgia -y en la minería- simples manifestaciones de las capacidades humanas en el plano tecnológico e ignore el entramado cosmológico y mitológico en que se hallan inscritas, caerá en el peligro de tomar el rábano por las hojas, si se me permite la vulgar expresión. Las cosas pueden o no ser complicadas, pero en cualquier caso se erigen en materia de reflexión, y entonces, aun las aparentemente más simples, muestran un trasfondo común a todas las demás. La tecnología ha desacralizado muchas de las actividades primordiales de la humanidad. Mas, si el observador analiza el fenómeno, advertirá que, en la actualidad, la mitificación del maquinismo corresponde en cierta medida a la antaño sacralización de la metalurgia.
(*) No entra en nuestro propósito el atender aquí los aspectos de la metalurgia itinerante intuida a partir del examen de la dinámica socioeconómica de la Edad del Bronce y más tarde. de la Edad del Hierro. Baste indicar que el carácter iniciático de la antedicha actividad se mantuvo y pervivió hasta bien entrada la Edad Media. Pero la difusión de las técnicas mineras y metalúrgicas correspondientes conllevaría su desacralización.
BIBLIOGRAFIA
ELIADE. M.: "Herreros y alquimistas". Alianza Editorial. Madrid, 1974.
G. ATIENZA, J.: "La meta secreta de los templarios". Ed Martínez Roca. Barcelona, 1979.