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El uso de la sal como condimento para determinados alimentos, como ingrediente terapéutico y como elemento litúrgico, llevó durante siglos al ser humano a apreciar enormemente este mineral, fiscalizando su extracción y venta. De hecho en España se tienen datos aislados sobre su consumo y utilización desde antes de la invasión romana, siendo la Edad Media el período de tiempo en el que se prepara definitivamente, por su aplicación para los curtidos y el aprovechamiento en la mesa, la época de mayor esplendor. Tres siglos habría de durar -desde 1564, reinando Felipe II, hasta 1869- el monopolio del Estado sobre su obtención y regulación, creándose alrededor de esa propiedad un verdadero entramado gremial, con guardias de seguridad para proteger de robos las salinas, técnicos y operarios para extraer, pesar y apilar la sal, y arrieros y carreteros para hacer llegar el producto a los distintos puntos de venta. Esta última operación precisamente no estaba sujeta a vigilancia por parte de la Administración, de modo que se daban con frecuencia determinadas adulteraciones que terminaron en cuanto el Estado dejó la explotación en manos de particulares que se apresuraron a hacer un seguimiento de todo el proceso, desde la producción hasta el despacho o venta.