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1. El origen del textil y la talabartería
La actividad textil valverdeña puede rastrearse al menos desde el siglo xviii. A mediados de esta centuria, la artesanía textil local aparece como una actividad alternativa a las faenas dominantes, las agrícolas. En 1777 no existía ninguna fábrica moderna, pero, en cambio, se contabilizan al menos nueve telares en otras tantas casas del pueblo que, partiendo de la lana local, servían para fabricar “manttas, merinetas y alforxas para el surttimientto de sus casas y familias, tejiéndolas en angosto”[1].
Desde el cabildo valverdeño -posiblemente para evitar la presión fiscal sobre las familias- se insistía en que no se les debía dar el nombre de fábricas, ya que su finalidad era meramente el autoconsumo familiar. Sea como fuere, los Censos de Frutos y Manufacturas, entre los años 1787 y 1790, cuantifican la existencia de 80 telares dedicados a la producción de tejidos de lino y lana, trabajados en su integridad por mujeres. La misma fuente evalúa la producción en unas 1200 ó 1300 varas anuales de tejidos de lino, y unas 2.100 ó 2.200 varas de tejidos de lana. Por contra, se afirma que en la villa no se producían tejidos de seda, cáñamo ni algodón[2]. Por entonces, los telares valverdeños elaboraban prendas de vestir delicadas como capas, casacas, polainas, calzones, e igualmente «las ropas de mugeres como son naguas, mantillas y monillos».
Quizá tampoco faltó la confección de mandiles, refajos y faltriqueras. En este orden de cosas, el párroco informante del cuestionario de Tomás López concluía afirmando que los valverdeños se vestían «muy sazonadamente»[3].
Las fuentes referidas insisten en que se trataba de talleres independientes y familiares, cuyas producciones se consumían íntegramente en el pueblo. No debemos desdeñar tampoco el papel incentivador que debió tener la feria de Santiago y Santa Ana, que se mantuvo desde 1690 hasta 1845, donde debieron encontrar salida parte de estas telas valverdeñas, junto a los lienzos, sedas y paños foráneos[4].
El origen de la talabartería valverdeña parece remontarse también al siglo xviii. El catastro de Ensenada no refiere la existencia en la población de ningún albadonero ni talabartero, aunque sabemos que la familia De los Santos se dedicaba, ya en 1801, a la fabricación de ataharres. Por estos años, la talabartería seguía conviviendo con el textil tradicional de la lana y el lino.
El desarrollo de la talabartería parece deberse a una multiplicidad de causas, como por ejemplo la magnitud de la ganadería lanar. La importancia del ganado lanar del xviii -25.234 ovejas- comenzó, eso sí, a declinar en el xix debido, por un lado, a los efectos negativos del proceso desamortizador; por otro, a las epidemias de viruela de 1837, 1873-75, -ésta última acentuada por la intensa sequía-, y la epidemia de 1885. Y, finalmente, a la pérdida de los baldíos de Niebla, que comienza a consumarse precisamente en la decimonovena centuria[5].
La tradición secular de los telares valverdeños busca surtir de arreos a las caballerías, principal medio de transporte de la época. En este sentido, se trataría, en primer lugar, de abastecer las necesidades del nutrido grupo de arrieros valverdeños, así como facilitar los aparejos de labor de los mulos de los labradores de la localidad.
La potencia de ambos oficios, la arriería y el sector agropecuario, servirá de acicate a la talabartería local. El Catastro de Ensenada refiere la existencia de 60 arrieros -dedicados a portear pescado salado a Extremadura, a traer trigo de ella, además de mantener relaciones permanentes con los puertos de Cádiz, Huelva y Sevilla-[6]. A estos arrieros, se unían otros 23 traficantes especializados en el comercio de tenerías, cera, ladrillos, tejas, curtidos y ganados. Un informe de 1777 reconocía que la agricultura, la crianza de ganados y la arriería eran los tres sectores que mantenían al pueblo, insistiendo además en la necesidad de los transportes en caballerías (mulos y asnos), ya que lo abrupto del paisaje serrano impedía la utilización de carros y carretas[7].
En el siglo xviii, la arriería valverdeña -si nos atenemos a la cuantificación de utilidades del Catastro- sólo era superada a nivel provincial por Alájar, Aracena, Calañas y Cumbres Mayores. Para el siglo xix, Andrés B. Romero cuantificó más de 120 arrieros valverdeños sólo mediante un muestreo realizado en los años 1801/2, 1850/1 y 1870/1, y concluye que, en 1801, la arriería daba trabajo al 15’20% de la población valverdeña[8].
El otro sector que debía surtir la talabartería valverdeña era la población agropecuaria local. Hasta bien avanzado el siglo xix, Valverde ha sido un pueblo volcado hacia las actividades agropecuarias. El Catastro refiere la existencia de 1.179 jornaleros en la villa para una población que la misma fuente cuantificaba en 1.200 vecinos[9]. El censo de Floridablanca (1787), sobre una población total de 4.527 individuos -que podrían rondar los 4750 si aplicamos el índice corrector propuesto por Bustelo[10]-, realiza el siguiente cálculo, quizá más cercano a la realidad: 668 jornaleros -que representarían en torno al 65 % de la población activa-, 121 labradores -en torno al 11’7%-, 135 artesanos -13%- y 15 comerciantes -1’5%-[11].
En el siglo xviii, el sector primario local contaba con unas 11.500 fanegas de tierras, a las que se añaden las sementeras que los valverdeños realizaban en los campos comunes de Niebla, cuantificadas por el Catastro en 1.094 fanegas, todas ellas de inferior calidad[12]. El trigo y el viñedo constituían los cultivos básicos, se mantenían sistemas de cultivo arcaicos (barbecho y rozas), pero, al menos, los mulos sustituyen paulatinamente a los bueyes como animales de arada. Ello sin olvidar la extensa cabaña lanar, que constituyó uno de los puntales de la economía valverdeña de Antiguo Régimen.
A mediados del siglo xix, el sector agropecuario seguía ocupando al 20’8% de la población total, quizá más del 70% de la población activa, si nos atenemos a los cálculos de A. Romero Mantero[13]. Se explotaban una 3.000 fanegas de las 15.000 disponibles en el término[14]. Los principales cultivos seguían siendo el trigo, la cebada y el centeno, desapareció la cosecha de avena -relativamente abundante a fines del siglo xviii[15]-, y sorprende el empuje experimentado por los garbanzos. Los agricultores seguían beneficiándose de los repartos de trigo del pósito local para realizar sus sementeras, y la población disponía de 12 molinos harineros de viento y una veintena de molinos hidráulicos.
El diccionario de Madoz, a mediados del xix, cuando la población había superado las 5.300 almas, refiere la existencia de telares de lienzos y frisas dedicados a la fabricación de paños, mantas y alforjas en el partido judicial valverdeño (Zalamea, Calañas, Alosno, Berrocal, El Cerro, Paimogo, Puebla de Guzmán), aunque luego no sitúa ninguno en el propio Valverde. Ello no deja de ser una más de las muchas inexactitudes de esta ingente obra, subsanada, en parte, al afirmar que los vecinos de Campofrío compraban frisas de Valverde del Camino[16].
A principios de la década de 1890, Amador de los Ríos sigue hablando de los excelentes pastos valverdeños y de su vocación ganadera[17]. Seguía dominando el ganado lanar, vacuno y cabrío, que pastaba en varias dehesas particulares de encinas y alcornoques, además de la dehesa boyal.
El campesino, el propietario de ganado y el arriero seguían siendo, pues, los principales clientes de la actividad artesanal de la época. Amador de los Ríos sí constata la existencia de varias fábricas de tejidos de lana en la población[18]. Quizás una de las fábricas que visitó o a las que se refiere Rodrigo Amador era en la que trabajaban estos valverdeños fabricantes de calcetas, de la que al menos conservamos testimonio fotográfico.
La creación de la definitiva feria de agosto en 1888 debió mejorar la comercialización del textil y la talabartería. En esta misma línea, queda por investigar la incidencia que pudo tener el ferrocarril. La línea minera San Juan del Puerto-Buitrón, la primera construida en la provincia de Huelva, permitió, desde 1874, el transporte de viajeros[19]. Pero se hace necesario valorar su contribución en lo tocante a la comercialización de los productos artesanales valverdeños, al menos con antelación a la I Guerra Mundial[20].
También la fiebre minera de fines del xix ayudó a la talabartería: las labores mineras requirieron, en ocasiones, trabajos de talabartería; y, sobre todo, las líneas férreas que construyeron las compañías extranjeras multiplicaron las posibilidades comercializadoras de su producción.
2. Los talleres de talabartería
Si en el siglo xviii se contabilizaban 80 telares, en el siglo xix A. B. Romero documentó la existencia de varias familias dedicadas a labores de talabartería y ataharrería. Hizo una cata en el archivo parroquial acudiendo a los borradores y, desde 1856, a las partidas de nacimiento[21].
La familia De los Santos se dedicaba a la fabricación de ataharres desde fines del siglo xviii. En 1801 eran ataharreros Román de los Santos Mojarro, de 37 años de edad, y Francisco de los Santos, de 27. A mediados del xix aparecen como ataharreros las familias Carrero Bermejo y Garrido Limón. En la primera destacaba Antonio Carrero Castilla, casado con Leonor Bermejo Pedrada, residentes en la Calle Nueva. Manuel Garrido Gil estaba casado con Mª del Reposo Limón Bermejo. En la década de 1870 al menos tres familias se dedicaban al oficio de talabartería: Eugenio Domínguez Macías, casado con Sampedro Lorca Redondo; Manuel Llanes Canto, de la calle Carpinteros, casado con María Jesús Pérez Geraldo; y Domingo Carrero Bermejo, de la calle Real de Abajo, casado con Ildefonsa Romero Romero.
Nosotros documentamos en su día tres talleres más en el último tercio del xix, regentados por Gregorio Borrero Morián, en la calle Real de Abajo, casado con Reposo Mora Quintero; María Jesús Malavé, en la Calle Real de Abajo nº 30; y Juan Sánchez Díaz[22].
En el siglo xx el número de talleres aumentó a 12 con los de Manuel Borrero Bermejo, José María Borrero Bermejo, Rafael Borrero Gómez, Josefa Mantero Batanero, el de la familia Sánchez Domínguez, el de María Jesús Carrero (heredado más tarde por sus hijos Domingo y Francisca), el de los hermanos Carrero, el de Domingo Bermejo Carrero, y el de Manuel Flores Maestre. Llegaron a disponer, al menos, de 35 telares verticales, 12 horizontales y 10 mesas de talabartería. Estos talleres dieron trabajo a más de cien valverdeños durante el siglo xx.
a) La familia Carrero Malavé-Bermejo Carrero
Puede documentarse su existencia a lo largo de dos siglos. Esta familia es conocida con el apodo de los “Perrerre”. De un taller inicial se llegó a cuatro, diferenciados al extenderse a varios miembros de la familia. En el último tercio del xix, el taller originario era regentado por María Jesús Malavé. Desde los inicios del siglo xx, el oficio se hace extensivo a sus hijos José María, María Jesús (1886-1973) y Manuela Carrero Malavé (1889-1981). De este núcleo matriz nacerá otro taller: María Jesús Carrero, tras contraer matrimonio con Manuel Castilla, vive y monta el suyo propio en la Calle Camacho 58, mientras el taller de la calle Abajo siguió en manos de sus hermanos Manuela y José María, ambos solteros.
Domingo Bermejo Carrero (1911-1994), hijo de Tomás Bermejo Quintero y Leonor Carrero Malavé, tuvo taller propio. Tras aprender el oficio con sus tías, María Jesús y Manuela, hacia el año 1946 instaló su obrador en la calle Curtidores, 13, que sobrevivió hasta 1976. Allí aprendieron el oficio sus hijos, José María y Leonor, y varios operarios eventuales.
Domingo Castilla Carrero (1920-1983) era hijo de María Jesús Carrero Malavé y primo hermano del anterior. Aprendió el oficio en el taller materno, sito en el Cantón (Camacho 58), donde continuará las labores de talabartería iniciadas por su madre. Este taller disponía de un telar de pared donde realizaba cinchas, jáquimas, ataharres y cinchos de nazarenos. En dicho taller trabajó asimismo su hermana, Francisca Castilla, desde los diecisiete hasta los veinticinco años, antes de contraer matrimonio.
b) La familia Borrero
Se compone, al menos, de tres generaciones de talabarteros conocidos.
Gregorio Borrero Morián, junto a su esposa Reposo Bermejo Oso, son los primeros miembros documentados de la familia con taller de talabartería en la calle Real de Abajo, aunque no desdeñamos precedentes. El oficio pasó a su hijo Manuel Borrero Bermejo (1880-1954), casado con Marina Gómez, quien situó su primera manufactura en La Calleja, 22, en un salón del patio. Entre sus operarios, sus hijos Rafael y Reposo, Josefa Mantero Batanero, Francisca Oso y José Arenas Malavé. En los inicios de la década de 1930, se traslada a un nuevo edificio, construido por él mismo en la carretera de Calañas, a espaldas de una casa de su propiedad, sita en la calle Nueva, 90. Tras la vuelta de su hijo, Rafael, de la Guerra Civil, amplía los salones de talabartería y trabajan juntos en la Cruz de Calañas. Pero, poco después, padre e hijo parten el negocio y con él a las operarias. Manuel se traslada entonces al número 26 de La Calleja («La Freiduría»).
El hermano mayor de Manuel, José María Borrero Bermejo (1872-1953), siguiendo asimismo la tradición de sus ancestros, poseyó su propio taller en la calle Real de Abajo, 18, con un acceso trasero. Se componía de dos telares para realizar mantas de trapo y alforjas, otros dos verticales, un urdidor de pared, las devanaderas de yute, de mayor tamaño que las de algodón, y la rueda de madera, donde se torcía igualmente yute. De su matrimonio con Reposo Mora Quintero tuvo cinco hijas que lo ayudaron en el negocio familiar: Reposo, Gregoria, Lucía, Josefa y Carmen. Otros operarios fueron Gregoria Santos y José Arenas Malavé[23].
Rafael Borrero Gómez (1909-1997) representa, al menos, la tercera generación de esta saga de talabarteros. Aprendió el oficio con su padre, Manuel Borrero. Tras volver de la Guerra Civil y partir el negocio, crea su propio taller en la carretera de Calañas, convirtiéndose pronto en uno de los más activos de la localidad. El taller de talabartería de la Cruz de Calañas dejó de funcionar entre 1969 y 1970[24].
c) El taller de Josefa Mantero Batanero
Nacida, al parecer, en el último decenio del siglo xix, aprendió el oficio en el taller de Manuel Borrero. En una fecha no bien precisada, decide trabajar por cuenta propia. Su primer taller se localizaba en el Valle de la Fuente, nº 89 (actual «panadería Rite-Peteco»), siendo trasladado posteriormente al Cabecillo Martín Sánchez, 50. Se componía de un único telar horizontal, donde realizaba alforjas, mantas de caballo de lana y mantas de trapo, con la ayuda de ovillos de trapos viejos, cortados previamente en tiras[25].
d) El taller de la familia Sánchez / Domínguez
Taller localizado en la calle Trinidad, 44, que ya existía a fines del siglo xix. Entonces su dueño era Juan Sánchez Díaz (1850-1919), hijo de Pedro Sánchez Arrayás y Josefa Díaz Santos. El matrimonio formado por Juan Sánchez y Juana Domínguez Santos, tuvo seis hijos: Pedro, Francisco, Aurora, María Josefa, Horacio y Consolación. Tres de ellos, solteros, prosiguen la tradición familiar: Pedro (1874-1945), Aurora (1878-1967) y Francisco Sánchez Domínguez (1883-1933). Se componía el taller de tres telares verticales, la mesa para los albardones y enjalmas, la rueda de torcer hilos y varias devanaderas. Pero además poseía una rueda de hacer sogas.
e) La familia Flores. Manuel Flores Maestre (1928-1990)
Discípulo de Rafael Borrero, montó su primer taller en 1952, en la calle Peñuelas, 10 -por entonces Millán Astray-. Se componía de tres telares verticales, situados en la segunda cocina de la casa, un telar de alforjas localizado en una pequeña cuadra, y la mesa de talabartería. Poco después, instaló el telar de alforjas en casa de Petra Romero Cuesto (Peñuelas, 39) para facilitar el trabajo de esta última. También Antonia Bernal realizó alforjas, de forma esporádica, en el taller de la calle Peñuelas a fines de la década de 1950. Por entonces, la rueda de torcer algodón se situaba en el pocillo de la tía Petra Corralejo, su suegra. En 1963, Manuel trasladó su taller a su nueva vivienda, sita en Don Juan de Austria, 3, tras la inauguración de la Barriada de la Inmaculada Concepción, dejando de funcionar hacia el año 1978[26].
3. La materia prima: de la lana al algodón
Durante todo el Antiguo Régimen hasta bien entrado el siglo xx, la materia prima más utilizada, en Valverde fue la lana pura o entrefina de oveja. El Catastro de Ensenada cuantifica la existencia de 25.234 ovejas en Valverde, cifra que la situaba, de lejos, como el principal productor provincial, monopolizando el 10 % del total. La lana de las ovejas valverdeñas -según el Catastro- era «entrefina», mientras que el interrogatorio de 1770 habla de ovejas merinas que producían lana «fina por no haver ganados bastos»[27].
Una parte de la lana producida en Valverde se utilizaba como materia prima en los 80 telares, cuantificados por los Censos de Frutos y Manufacturas entre los años 1788 y 1790. Dichos telares, dedicados a la producción de tejidos de lino y lana, eran trabajados en su integridad por mujeres. La misma fuente evalúa la producción en unas 1200 ó 1300 varas anuales de tejidos de lino, y unas 2.100 ó 2.200 varas de tejidos de lana. Por contra, en la villa no se producían tejidos de seda, cáñamo ni algodón. Los tejidos de lino se limitaban a lienzos, tanto bastos como finos, para la confección de camisas, sábanas o calzones. Con la lana se fabricaban paños bastos o merinetas y frisas o telas de bayeta. El proceso de fabricación queda recogido en el interrogatorio de 1770.
«Y en quanto a la lana se reduze su fábrica a que luego que se esquilan los ganados, la laban y limpian. Después se carmena, se carda y se hila y últimamente se da el texido, se da el vatán»[28].
Los telares valverdeños, trabajados siempre por mujeres, producían «ropas de vestir, capa, casaca, polainas, calsones, etc.» e igualmente «las ropas de mugeres como son naguas, mantillas y monillos»[29].
A lo largo del siglo xx, el algodón, al igual que en buena parte de la España rural, sustituye casi por completo a otras fibras textiles de procedencia animal o vegetal, debido a su mayor brillo, elasticidad y limpieza. El algodón fuerte, de buena calidad, se utilizaba sobre todo para la urdimbre de ataharres, cinchas y jáquimas, empleándose la «borra», pelusa de algodón más fina, para la trama. Pero, junto al algodón, se emplearon también el cáñamo -sobre todo para las cinchas-, el yute y el esparto, menos resistentes, para labores de talabartería de inferior calidad y economías más modestas, y la pita para la confección de cinchos de «capiruchos».
4. Labores previas: lavado, escarmenado, madejado, hilado, ovillado, entintado y elaboración de canillas
4.1. La lana
Las referencias etnográficas más antiguas de las que disponemos nos ilustran las técnicas de lavado, preparado e hilado de la lana. Después de esquilada la lana, se procedía a la limpieza de la fibra. Primeramente, se le quitaban con las manos las impurezas o restos de paja y pinchos del campo. El lavado y escaldado en agua caliente eran, en nuestra localidad, una operación única. Se realizaba en canastas de mimbre, introducidas en una caldera de agua caliente. Posteriormente, se enjuagaban en alguna alberca cercana. Después de secados los vellones al sol, se estiraban con la mano, al tiempo que se retiraban las posibles impurezas. A esta operación se la denominaba en Valverde, como en muchos lugares castellanos, escarmenar.
El siguiente proceso era el cardado, consistente en alisar y desenredar las fibras mediante cardas, aparejadas con púas de hierro y provistas de un mango. La cardadora cogía una carda en cada mano, colocaba el copo entre ambas y los peinaba moviendo las cardas en direcciones contrarias. Terminadas estas labores, se procedía al hilado y madejado. La lana estaba lista para ser empleada en crudo, o bien era sometida a un proceso de teñido.
En Valverde fue relativamente habitual que los talleres repartiesen a particulares la preparación de la lana. Así al menos actuaban los de José María Borrero y los hermanos Sánchez Domínguez: Leonor Lorca Donaire (1856-1942), hija de Antonio Lorca y de Isabel Donaire y casada con Pedro Oso Romero, trabajaba la lana en su propia casa del «Peñeo» (Coronada, 7), para los telares de la localidad. Tras recibir las sacas de lana, ya lavada, proveniente en su mayoría del taller de los hermanos Sánchez Domínguez, procedía a cardarla, a hilarla en la torna y a confeccionar las madejas en la devanadera. Ninguno de sus tres hijos, Dolores, Blas y Ana, continuaron su labor, pero sí su nieta Francisca Oso Expósito (1916-2000), quien siendo una niña, entre 1926 y 1930, torcía la lana en la rueda del taller de la Calleja[30].
Manuela Carrero Malavé (1889-1981), por los años cuarenta aún lavaba y cardaba la lana, sacando el hilo con los dedos. No hemos podido rastrear la utilización de ruecas y husos, y pensamos que fueron extraños a nuestros telares. A continuación, la escarmenaba, extrayendo los típicos «carretones», la peinaba con las cardas y la hilaba ayudándose del pincho metálico de la torna. Sin dejar de mover la manivela con la mano derecha, hilaba con la mano izquierda, empalmando, sin nudos, hasta confeccionar las madejas del tamaño deseado. Con anterioridad, a principios del siglo, la operación de «aspao» o madejado se realizaba con la aspa o aspador, instrumento en forma de doble T, cuya función era formar madejas de lana, lino o cáñamo.
4.2. El algodón
Por lo que se refiere al algodón, materia prima básica del siglo xx, éste llegaba a los talleres en sacas que, procedentes de Alcoy y Montoro, contenían conos o «mazorcas» de algodón blanco. La primera operación consistía en realizar las madejas. A principios del siglo xx, la operación de «aspao» se realizaría con la aspa o aspador. Sin embargo, este instrumento -a tenor de la opinión de nuestros entrevistados- debió desaparecer con anterioridad a la década de 1940. Desde entonces, no se utilizaban ni aspadores ni tornos o ruedas de hacer madejas, como en otros ámbitos rurales de nuestro país. Bastaba con atar el extremo del hilo a uno de los maderos de la devanadera, dándole vueltas al ingenio con un dedo. Terminada la operación, se amarraba la madeja, en dos extremos, dejándole un cabo holgado por donde se colgaba en el techo, después de entintada.
El Teñido.- Otra técnica artesanal era el teñido. A principios del siglo xx debieron utilizarse plantas naturales para el teñido de los hilos, aunque la técnica más difundida debió ser -como comentaba a menudo Manuela Carrero- la utilización de orines para pintar la lana. A partir de los años cuarenta se introducen productos químicos.
El teñido de la lana se realizaba en una caldera con agua y un puñado de sal. Cuando el agua estaba caliente, se añadía un poco de agua fuerte, que facilitaba que las fibras «cogieran mejor el tinte», y se añadían los polvos de colores, previamente desleídos. Sin dejar de mover las madejas de lana, éstas eran extraídas nada más empezar a hervir[31].
El teñido del algodón valverdeño ofrece dos variantes, en frío y en caliente. En el taller de la familia Sánchez Domínguez se teñía en frío en varias pilas de mampostería construidas en el patio de la vivienda, aunque lo más habitual fue teñir en caliente. En esta modalidad, el algodón era introducido en una caldera de agua caliente, junto a un puñado de sal y los «polvos de colores», comprados a menudo en las casas de las hermanas «Perrerre», que los vendían, al peso, envueltos en papelillos de periódicos. Reposo Borrero hacía lo propio en el taller de su padre, mientras que su hermano, Rafael, también los adquiría al por mayor «en latas» y su hija, Mari, los vendía, igualmente al peso, a otros tantos particulares. Sin dejar de mover el agua de la caldera, se metían y sacaban las madejas insertadas en un vástago de madera. Las madejas de algodón solían dejarse toda la noche dentro de la caldera. Cuando el agua estaba fría se sacaban y se enjuagaban. Después de escurridas, se dejaban secar al sol. Rafael Borrero construyó un cañón de chimenea para estas labores en su taller de la Cruz de Calañas. Manuel Flores, al menos en su taller de la calle Peñuelas, teñía en los hogarines del Pocillo de la Huerta Nueva[32].
El devanado.- Antes de tejer el hilo, se hacía necesario convertirlo en ovillo. El hilo era llevado, de nuevo, a la devanadera. Se trata de un instrumento giratorio en el que se colocan las madejas para retorcer los hilos en ovillos. La devanadera más común, descrita en el diccionario de Autoridades en el siglo xviii, coincide en su totalidad con la utilizada en Valverde hasta hace pocos años. Es aquella formada por un madero que sirve de base, donde está embebida una varilla de hierro, en la que se encajan, a su vez, dos cruces de madera, formando un armazón o bastidor que se estrecha hacia arriba. Las operarias, sirviéndose de este instrumento, iban enrollando el hilo en su mano izquierda, abierta, cambiando secuencialmente la postura de la mano y la dirección del rollo. Cuando la hilandera comienza a tirar del hilo de la madeja, la devanadera comienza a dar vueltas facilitando enormemente su labor. El resultado era un ovillo casi esférico con vueltas múltiples. Una adivinanza popular aragonesa describe este ingenio con enorme sutileza:
Cuatro caballitos
corren a Francia
corren y corren
y nunca se alcanzan
Torcer el hilo.- A menudo, se necesitaba conseguir un hilo doble o triple para lograr mayor resistencia. Era necesario formar un ovillo de hilo múltiple en una sola hebra. En Valverde se realizaron ovillos de dos, tres, cuatro y cinco cabos, siendo, al parecer, el de tres el más utilizado. Para esta operación, que tradicionalmente se realizaría con los dedos, los tejedores valverdeños se ayudaban de la «rueda de torcer». Los cabos de algodón se hacían pasar por una tabla, clavada en la pared, con tres, cuatro o cinco carretes de madera -según el número deseado- y una argolla de alambre o una alcayata, todo ello en un extremo de la pared, y en el otro extremo, un número equivalente de carretes de madera, unidos mediante una cuerda o correa a la gran rueda de madera, accionada por una manivela. Un sistema bastante arcaico, aunque efectivo, utilizado al menos por Manuel Flores, consistía en dejar caer los hilos de los carretes sobre el suelo con una tabla en medio -unida al algodón con un cáncamo casi cerrado-. Cuando los hilos levitaban, por efecto de la torsión, en posición horizontal, había llegado el momento de paralizar el funcionamiento de este artefacto. Los hilos habían adquirido la torsión deseada. En otros talleres, como el de Rafael Borrero, esta operación se realizaba «a ojo».
La elaboración de las canillas.- Al hilado y devanado seguía la elaboración de las canillas, esto es, las bobinas de hilos de varios colores -blanco, negro, rojo, azul, amarillo- que posteriormente eran insertados en la lanzadera para realizar la trama. Dicho procedimiento se realizaba inicialmente con la torna, y posteriormente con el canillero. El torno de canillas o «torna» valverdeña, era un armazón de cuatro patas, con una rueda de madera, que actúa de polea, unida al husete mediante una simple cuerda. Inicialmente, los talabarteros utilizaban canillas de caña y, más tarde, canillas de cartón, aprovechando los conos o canutos en los que compraban el algodón, debidamente cortados. Las canillas se enrollaban en el husete de la torna. El ovillo era introducido, a menudo, en un cesto o cubo mientras que el cabo se ataba a la canilla. Con la mano derecha se accionaba la manivela de la rueda, y con la izquierda se facilitaba la salida y enrollado del hilo, guiándolo de un extremo a otro de la bobina o canilla. El canillero cumplía la misma función, con la única diferencia de que el husete se localiza por encima de la rueda.
5. La producción de los talleres de talabartería valverdeños
La talabartería valverdeña se dedicaba a la confección de los arreos y aparejos utilizados por las bestias. El aparejo de labor se componía de nueve piezas. Teniendo en cuenta la disposición del animal -desde el lomo hacia arriba-, se crean el «suaero», los albardones, el ropón -normalmente dos, bien de guanicionería, bien a base de sacos o mantas viejas-, la enjalma, el mandil, la sobreenjalma, el ataharre, las jáquimas y la cincha. Sobre las caballerías aparejadas podían colocarse serones, garabatos, angarillas o angarillones, dependiendo del tipo de carga, sujetada a veces por la «reata», cuerda o correa, normalmente de esparto, con un gancho o trabilla de madera.
En los telares valverdeños del siglo xx, dominan las labores de talabartería. Caballos, asnos y mulos constituían la fuerza motriz básica para el trabajo de la tierra, el transporte de cargas, la tracción de carros y la monta. Era necesario equiparlos con arreos adecuados. Las piezas producidas en Valverde constituían el aparejo básico de las caballerías agrícolas, de las dedicadas a la arriería o simplemente al ocio.
5.1. Mesas de talabartería
En las mesas de talabartería se realizaban los albardones, enjalmas y morrales. Su fabricación era monopolio masculino.
La albarda es la pieza principal del aparejo de las caballerías de carga. Se compone de dos cuerpos -divididos por medio de una costura central- a manera de almohadas y rellenos de paja. Una variante era el «albardón valverdeño», un aparejo más hueco y alto que la albarda utilizado para montar las caballerías y que debía adaptarse al lomo del animal. Se fabricaban con trozos de lona cosidos con una «aguja larga», mientras la mano se protegía con el palmete. En vez de paja de trigo se rellenaban de bálagos o paja de centeno. La preferencia en la utilización de paja de centeno venía determinada por el hecho de tratarse de un tallo hueco y, por tanto, dotado de mayor flexibilidad.
El bálago era introducido con delicadeza mediante el «atacaor», una pequeña horqueta de hierro con el extremo ultrasemicircular, cuidando que el relleno quedara uniforme. Se doblaban los bálagos por la mitad y se rellenaban los dos cañones, esto es, cada una de las dos mitades almohadilladas. En los extremos -cabezada y extremo inferior- se ponía un trozo de badana[33].
Los albardones se colocaban sobre una manta o «suaero». Sobre el albardón podía colocarse otro trozo de lona o ropón, y sobre éste la enjalma, colchón almohadillado relleno de paja que servía de montura. Sobre ella la sobreenjalma. Por último, se realizan morrales, talegos colgados de la cabeza de las bestias, con pienso, para darles de comer cuando no estaban en el pesebre.
5.2. Los telares valverdeños
En el Valverde de los siglos xix y xx conviven en armonía los telares verticales o de alto lizo, y los horizontales o de bajo lizo. Los dos poseían la misma finalidad: mantener tensos los hilos de la urdimbre, aunque naturalmente difieren en la forma de trabajar y en los productos obtenidos. El número de lizos de los telares horizontales es variable en función del tipo de tejido deseado. En Valverde dominó el telar de dos lizos, pudiéndose encontrar telares similares en la práctica totalidad de la geografía española[34].
5.2.1. Los telares de urdimbre vertical o de alto lizo estaban constituidos por dos montantes verticales y dos travesaños horizontales -denominados, en Valverde, «entellones»-, formando una estructura semejante al marco de una puerta, con una anchura aproximada de un metro, y dos y medio de altura. Los largueros verticales aparecían cogidos al muro con tacos de madera y, asimismo, eran introducidos en el suelo e inclinados ligeramente hacia la pared, todo ello a fin de procurar la mayor estabilidad posible. Estos entellones eran móviles -iban encajados en agujeros laterales-, para permitir modificar el tamaño del telar en función de las necesidades de cada momento.
La función de este telar -derivada de su propia esencia- era mantener los hilos de la urdimbre -aquellos que aparecen en disposición vertical- bien tensados y ordenados para facilitar a la tejedora la pasada de la trama, los hilos o hebras extendidos en disposición horizontal. Observando a alguna de las tejedoras valverdeñas -Leonor Bermejo nos hizo una demostración ex profeso-, más que de trama habría que hablar de tramoya, ya que su trabajo parece, más que una realidad, una ficción o un engaño de la vista, por el derroche de maña, habilidad, destreza e ingenio que desarrollan.
La operación de urdir consistía en disponer los primeros hilos, a partir de los cuales habría de formarse, casi de la nada, la tela. El urdido -de esparto, cáñamo, pita o algodón- dependía de la pericia y conocimientos de las tejedoras. Las más diestras comenzaban cruzando los hilos de dentro a fuera, a través de los travesaños del telar. A continuación introducían una o dos espadillas para sujetar el cruce. Tras realizar los lizos, comenzaban a tejer. Cada vez que tiraban del lizo se cruzaban de nuevo los hilos e introducían el cabo de la trama por la calada, de izquierda a derecha y viceversa, con celeridad y urgencia desmedidas. Las tejedoras menos expertas hacían pasar los hilos continuos, sin cruce, entre los travesaños, con una distancia aproximada de 10-12 cms. A continuación “cruzaban los hilos”, con los dedos, de forma que los de número par quedaran delante y los impares detrás.
Por la abertura o calada obtenida se metían los extremos o cabos de la trama, debidamente asentados con la espadilla o «espajilla», pequeño cuchillo de madera, a fin de lograr la mayor firmeza, solidez y resistencia del tejido. Estas espajillas -realizadas en madera de encina- y los entellones eran fabricados en el propio Valverde[35]. Había espajillas de anchura variable, que oscilaban entre 10 y 15 centímetros. Las más pequeñas servían para terminar el tejido en la parte superior del telar. Finalmente, cuando ya no cabía la mano, se empleaba una aguja de hierro de unos 30 centímetros para conducir el paso de la trama. Durante el proceso de tejedura era necesario mantener pisado, con el pie derecho, el entellón inferior, para preservar tensa la tela. Conforme se iba tejiendo, se soltaba levemente la pisada del entellón, para que cediera el tejido y permitir, de esa forma, el cruce de los hilos.
La anchura de las piezas obtenidas en el telar vertical estaba perfectamente estandarizada: 8 pares de hilos para la jáquima, de 12 a 18 pares para las cinchas y de 16 a 18 para los ataharres. Los principales productos del telar vertical o de alto lizo valverdeño eran ataharres, jáquimas y cinchas.
El ataharre era la sujeción trasera de las caballerías. Se componía de bandas almohadilladas de cáñamo, yute o algodón, cuya finalidad era evitar que el aparejo se corriera hacia adelante e impedir, por tanto, dañar la espina dorsal del animal. Se forraban de badana, especialmente en el bolón o «peero», parte que queda bajo la cola del animal, para evitar el daño producido por el roce. El ataharre se cosía a la enjalma con el palmete y la aguja. El taller de Manuel Flores los realizaba con una anchura de «una cuarta de tejido liso», completada a continuación con el moteado. La punta de la trama se dejaba floja, haciendo una pequeña argolla. Con la mano izquierda se sostenían los «gadejos», hilos de algodón de varios colores, utilizados en el exorno de ataharres y jáquimas. Tras quedar enganchados con la trama, se procedía a cortar los cabos con tijeras.
La jáquima es la cabezada para los animales de tiro. Algunas de las producciones más decorativas fueron las realizadas por el taller de Manuel Flores: jáquimas en rojo y amarillo, para el ejército español. Todas ellas llevaban una «moacilla», trozo de hierro en forma de media luna y pinchos que obligaban a las bestias a andar.
La Cincha es una faja de cáñamo, esparto o algodón, utilizada para asegurar la silla o albardón sobre la cabalgadura, ciñéndola por debajo de la barriga, mediante una argolla de hierro y la tarabita, palito de madera con acanaladuras centrales. Tanto ataharres y jáquimas como cinchas poseían cuatro tamaños posibles, que de mayor a menor se denominaban «caballares», «mulares», «entremulares» y «asnales».
Otras utilidades de la Industria de la talabartería valverdeña fueron los Cinchos de nazarenos, faja ancha realizada comúnmente de pita, pintada con tintes amarillos, para ceñir la túnica de los nazarenos de la Cofradía de N.P.J. de las Tres Caídas y Primitiva Cofradía de JHS del Santo Entierro y María Santísima de la Soledad, por la cintura del penitente.
5.2.2. Los telares de urdimbre horizontal o de bajo lizo
La reconstrucción de los telares valverdeños de urdimbre horizontal o de bajo lizo sólo ha sido posible a partir de algunas fotografías del taller de Rafael Borrero y de algunas piezas sueltas. Su esqueleto estaba formado por un armazón de cuatro montantes de madera, unidos por cuatro largueros horizontales en la parte superior e inferior, y largueros transversales reforzados con los travesaños superiores, formando un andamiaje cuadrangular provisto de cuatro patas.
Telar horizontal del taller de Rafael Borrero, accionado por Gregoria Santos Donaire (1907-1989). Peine del taller de Manuela Carrero Malavé, Juego de lanzaderas (manuales y volantes), garruchas, espajillas y palos de urdir del taller de Rafael Borrero (Museo Casa Dirección)
Las partes fundamentales del telar son:
- El plegador, enjullo, «ensullo» valverdeño, orullo u onsullo andevaleño[36], rodillo cilíndrico o cuadrangular de madera, colocado horizontalmente entre los dos montantes posteriores. En él se enrollan los hilos de la urdimbre (plegador de hilo) y de él salen tensos y paralelos. Otro enjullo aparecía entre los montantes delanteros para enrollar o plegar el tejido terminado (plegador de tela). Cada ensullo es atravesado por un garrote o madero que actúa de palanca, para hacerlo girar conforme avanza la labor del tejido.
- El guiahilos era una pieza, a veces de porcelana, vidrio o metal, cuya misión es dirigir el movimiento de los hilos y graduar la tensión de los mismos. En Valverde, su función era realizada por simples cáncamos o aros de cortina.
- Los lizaroles, dos listones de madera situados, en sentido horizontal, encima y debajo de los hilos de la urdimbre y provistos de hilos llamados lizos. Los más antiguos -por ejemplo los de Domingo Bermejo- eran de cuerda, pero desde la década de 1940 dominan los lizos de acero. Estos últimos poseían una abertura, «ojetes» u «ojales», en su parte media, por donde pasan los hilos de la urdimbre, de modo que al levantar un juego de lizos subían todos los hilos de la urdimbre que pasan por los ojetes de cada juego[37]. Están dotados de un movimiento vertical alternativo, cuya misión es separar los hilos en dos mitades, diferenciando así dos capas y formando una abertura entre ellas denominada calada, por la que se introduce la trama. En Valverde, a toda la estructura formada por lizaroles y lizos se la llamaba genéricamente lizos, y procedían, a menudo, de telares de segunda mano.
- El batán o canal, tabla o bastidor de madera rectangular, sobre la que se desliza la lanzadera y en la que se colocan los peines, dos pares de reglas horizontales de madera a las que van fijadas delgadas varillas de acero o alambre, llamadas «dientes» -por su semejanza con las púas de un peine-, entre las cuales pasan los hilos de la urdimbre. La longitud del peine determina el ancho de las piezas. El peine se accionaba, alternativamente, con las dos manos, gracias a la «abrazadera».
El valverdeño es un telar de dos pedales y dos lizos. Todos los hilos impares de la urdimbre están unidos a un lizo y los hilos pares a otro. Cada uno de los dos lizos aparece atado a un pedal de madera, «pisadera» o «esprimidera». Al tiempo, los lizos penden de un travesaño y están conectados a dos poleas, «carretillas» o garruchas de madera, por donde pasa una cuerda, cuyos cabos se anudan directamente a los lizos, facilitando el ascenso. La acción de los pedales y poleas permite crear el hueco o calada, entre los hilos, por donde pasa la lanzadera.
El banquillo del tejedor aparecía adosado al telar y era suficientemente largo y variable en su altura. Otro elemento que suele aparecer en algunos telares manuales es el templén o «trempé», formado por dos piezas de madera alargada que servían para tensar y regular el ancho de la tela que se iba tejiendo. Por contra, en Valverde el proceso de tensado se realizaba con un palo o garrote que atravesaba la sección del ensullo. Los portacanillas de cajón completaban el utillaje del taller.
El proceso textil comenzaba con la preparación de la urdimbre y su colocación en el telar. Su reconstrucción nos ha resultado muy dificultosa, debido al fallecimiento de los dueños de los talleres y de varias urdidoras como Gregoria Santos o Josefita «la bizca». No obstante, hemos contado con el testimonio de otros urdidores[38]. Según las informaciones que hemos podido recabar, se utilizaba un urdidor de pared, donde se realizaba la crucera de los hilos. A continuación se hacía una «cadena» con la urdimbre, para mantener el orden de los hilos. Tras esta fase inicial, se liaba la urdimbre en el enjullo, tensándola con un palo, operación que requería el concurso de, al menos, dos personas.
Urdidor de pared. Proceso de urdir. Colocación de la urdimbre en el telar
(González Hontoria G. y Timón Mª Pía, 1983. Frederiksen, N. 1989)
Seguidamente se hacían pasar los hilos por el guiahilo -a menudo simples cáncamos o aros de cortina-, los ojetes de los lizos, -manteniendo el orden de los cabos pares e impares- y los espacios libres entre los dientes del peine, manteniendo siempre su orden. Finalmente, se anudaban para evitar zafados. El «anudado de los hilos» en el plegador de tela se realizaba «a manojitos». Para ello, era necesario soltar el ensullo de la urdimbre y plegar los hilos en el enjullo de la tela. Paralelamente, se habían formado los hilos de la trama con la ayuda de la «torna» o canillero. Obtenidas las canillas, se introducían en la lanzadera, una pieza de madera en forma de barquichuelo con una canilla o carrete con hilos blancos o de colores, en su interior, sujetada por un pequeño alambre.
El trabajo del tejedor se realizaba de la siguiente manera: El tejedor -de pie y apoyado levemente en el banquillo, en posición algo inclinada, con los pies hacia delante- comenzaba a tejer el dobladillo o comienzo del tejido (el «empiezo» valverdeño) que se recortaba una vez terminada la pieza. En la primera pasada de la trama, apretaba el pedal con el pie y se abría la calada. Con la mano izquierda empujaba el batán hacia atrás y con la derecha tiraba la lanzadera, de derecha a izquierda, a través del camino o guía inferior de la canal o batán. El hilo de la trama salía de la canilla intercalándose entre la urdimbre. De esta forma, los hilos de la trama se cruzan con los de la urdimbre, formando el tejido. Para terminar, golpeaba la trama mediante un movimiento enérgico con la manilla del peine, logrando asentar o ajustar el tejido. En la siguiente pasada había que pisar el pedal contrario, repitiendo la misma operación, pero ahora en sentido opuesto. Los talleres de Manuel y Rafael Borrero, además de multitud de lanzaderas de diferentes tamaños, adecuadas a los diversos grosores de la trama, poseían además varias lanzaderas volantes, reforzadas con hierro en sus extremos, utilizadas por los telares «sevillanos».
De tiempo en tiempo había que dejar de trabajar para liar el trozo tejido en el plegador. No obstante, los plegadores valverdeños -a diferencia de los de otras latitudes- carecían de volantes y eran accionados con un simple garrote de madera, introducido en el agujero central del ensullo.
Los talleres poseían además un telar de flecos. Los hilos, introducidos por los agujeros y las rendijas de las «tablillas», permitían la elaboración de flecos que se utilizaban para el aderezo de las jáquimas. Telares de flecos similares aparecen asimismo a lo largo de Andalucía, destacando los de las Alpujarras[39].
Mary Borrero rememorando la confección de flecos en el telar de flecos de su padre, Rafael Borrero
Por lo que respecta a los telares horizontales valverdeños, destacó la producción de mantas y «alforjes». Hemos podido documentar la confección de mantas de trapo al menos en los talleres de José María Borrero Bermejo y Josefa Mantero Batanero. Tras cortar las tiras de trapos viejos en desuso, se cosían a mano y se realizaban -en la devanadera- los ovillos que servirían de base a la trama del tejido. Estas mantas de trapo constituían un elemento indispensable en el ajuar femenino y servían de base al colchón de la cama de matrimonio. Asimismo, se confeccionaban mantas de lana a base de listas blancas y granas, decoradas con el típico bordo que servía para disimular las juntas de los dos retales. Las mantas del taller de Manuela Carrero se decoraban con «dientecillos» de colores alternantes, «mosquillas» de diferentes tamaños, y con los bordos de lomo.
Los principales modelos valverdeños de alforjes fueron los de imitación sevillana, por lo general negros con listas transversales de colores, «dientecillos» en el centro de la boca, y dibujos. Los bordos se realizaban con las «tablillas de alforjes» y, a continuación, se decoraban con «alborlas» o madroños, confeccionados con los hilos de recorte.
Los alforjes valverdeños poseen paralelismos a lo largo de la geografía andevaleña (Calañas o Puebla de Guzmán), y con multitud de localidades de Extremadura, el Reino de León[40], La Mancha (Munera, Yeste), Ávila (Navalosa, La Horcajada) o Castellón (Morella). Estas alforjas se fabricaban con un peine de unos 70 cms. de largo. Se colocaban bien a lomos de los mulos, bien a modo de escapulario, ya que poseen una abertura en la parte central, por la que se mete la cabeza, quedando una bolsa delante y otra detrás. Se fabricaban alforjes de distinta calidad y precio. Se empleaban por los agricultores locales para llevar la comida al campo. Tampoco faltaron los «alforjes de montura» y los llamados «alforjes de señoritos», para la Romería de El Rocío u otras muestras de ostentación social.
Desde el punto de vista técnico, existieron telares de alforjas «flojas», y telares de alforjas de montura, accionados por las expertas manos de Francisca Feria Rite. En el telar sevillano, provisto de lanzaderas volantes, se fabricaba el llamado “acergao bonito”, tela muy dura y resistente, de algodón blanco, utilizada para la realización, bien de mantas sacaeras que servían para transportar el trigo hasta las eras, bien para enjalmas «fuertes», realizadas por encargo para evitar que fueran comidas por las propias bestias.
Otros trabajos por encargo están llenos de curiosidad. Pedro Sánchez Domínguez, «el manano», hacia la década de los treinta, firmó un contrato con la compañía minera de Tharsis, para fabricar correas de algodón o lona, de unos veinte centímetros de anchura, destinadas a las poleas de transmisión de la maquinaria minera.
6. El salto hacia el textil mecanizado en el siglo xx
Ya a fines del siglo xix existió en la Zona, actual calle Lucia Ramírez, una instalación dedicada a la fabricación de género de punto interior[41]. En la década de 1920 seguía existiendo un taller de géneros de punto instalado en Lucía Ramírez, número 3, regentado por Francisco Domínguez Roldán. Su producción debió ser reducida, tal como se deduce de la cuota de la contribución industrial abonada por este taller, que era muy menguada, elevándose a tan solo 17 pesetas y 76 céntimos en el año fiscal 1925-26[42].
La tradición textil de la localidad alcanzó su momento álgido con la fábrica de medias y calcetines fundada por José Franco José[43], con las aportaciones de varios socios-capitalistas. José Franco José había llegado a Valverde entre los años 1916 y 1917, como viajante de la casa Rodríguez y Ramos, instalada en la Plaza del Salvador de Sevilla -hoy Almacenes Peña-, dedicada a la venta de paquetería, un género de comercio consagrado a la venta de artículos menudos vendidos en paquetes, de ahí su nombre. Hoy hablaríamos más propiamente de artículos de mercería como sedas, alfileres, cintas, hilos, tijeras u otros objetos análogos. Franco negociaba no solo en Valverde, sino en las poblaciones del contorno, como Trigueros, El Buitrón, Zalamea o las Minas de Riotinto, junto con Salvador y Valentín Almonte. Fue un hombre inquieto, de enorme inventiva y dotado de un especial celo comercial y espíritu emprendedor. A ello unía su carácter afectuoso y simpático, que le granjeó la amistad de alguno de los principales capitales valverdeños.
Una vez instalado en La Calleja, en 1919 se independiza de la empresa sevillana y abre tienda propia de paquetería, en el número 2 de La Calleja -frente a la que más tarde sería su residencia de casado y antiguo Bar La Florida-, propiedad entonces de su amigo y socio José Alvárez Lorca[44], quien al parecer aportó 11.000 duros como socio capitalista del almacén que acababa de nacer. Los nuevos socios viajan a Barcelona y contactan con fabricantes y almacenistas, que serán sus suministradores en los años sucesivos en los que el negocio alcanzó una alta rentabilidad, al calor de la pujanza económica de Valverde en los felices años veinte. Ello explicaría la diversificación del negocio, que pasó a incluir también la venta de sillas y mecedoras procedentes de Valencia. Salvador Almonte fue el dependiente de esta paquetería, donde se llegó a vender asimismo oro, bisutería y quincallería. De este comercio pasaron a depender varios viajantes, y Valverde se convierte en base o almacén desde donde poder atender comercialmente a la Comarca del Andévalo y sus ricas minas. Utilizando el ferrocarril y los servicios del popular arriero valverdeño Andrés Corralejo, el viajante José Mariano Vizcaíno incrementando la clientela de José Franco en San Juan del Puerto y Moguer, y a lo largo de toda la geografía andevaleña, incluidos sus importantes economatos mineros. El incremento paulatino de la clientela hizo necesaria una ampliación de capital. Fue entonces cuando entra también como socio capitalista el dentista valverdeño, afincado en Huelva, don José Cumbreño Alvárez, y pudo abrir otra tienda en La Plaza. En el año 1924, la empresa de José Franco había crecido tanto que decide adquirir el edificio numerado con el 21 de la calle General Bernal -hoy Valle de la Fuente-, esquina con la calle Nueva y acceso trasero por el Callejón de los Cruzados. Terminada la obra del nuevo edificio -magnífico y espacioso-, realizada por Aurelio Blanco, el sevillano amplió su almacén y tienda de paquetería, que instaló en la planta baja. En el patio montó su nueva vivienda, con acceso por la Calle Nueva, y en la planta alta abre una exposición de muebles y, para ello, crea una sección de carpintería en el Dolor con zona de barnizado y retoque de muebles, traídos de Valencia primero, para posteriormente empezar a fabricarlos en Valverde, ante el éxito que el negocio auguraba y la quiebra paulatina de la fábrica de muebles de Aurelio Parreño, uno de las pioneras del sector del mueble valverdeño del siglo xx[45]. Poco después vio la luz su fábrica de medias y calcetines. Los socios capitalistas de ambos negocios, los muebles y las medias, fueron José Cumbreño Alvárez y el abogado Don Juan Zarza.
A falta de documentos laborales, contables, o de catálogos de existencias y maquinarias, el análisis y reconstrucción de la fábrica de calcetines ha exigido acudir esencialmente a entrevistas con antiguos operarios de la misma, así como al examen de las matrículas de contribución industrial. La fábrica de medias y calcetines fue instalada en 1924, en el Valle de la Fuente nº 21, actual edificio de Banesto y por entonces propiedad de Juan Mora. La maquinaria procedía de otra fábrica anterior de Bollullos Par del Condado. El conocimiento de la empresa de punto de la calle Lucía Ramírez y la quiebra de la fábrica de tejidos de Bollillos, parece que actuaron de acicate para su creación. Con utillaje totalmente mecanizado dio trabajo directo a más de 20 operarias, además de las labores de repaso que dinamizaron la economía de muchas familias externas a la propia fábrica.
La materia prima fundamental eran hilos y algodón adquiridos en madejas y conos, procedentes ambos de Cataluña. En 1955, Antonio Feria Arroyo era representante en Valverde de las Hilaturas Labor S.A. de Barcelona. Por este medio llegaban a la población los hilados y torcidos de algodón para coser y para usos industriales.
Del primer maestro de la fábrica sabemos apenas que se apellidaba Durán. Llegó con su familia y trajo maquinaría totalmente novedosa a Valverde, procedente de Bollullos. En los años posteriores llegó un mecánico alemán, Hermann Görner, casado con Carolina Görner. Don Germán -así fue conocido en la localidad-, había trabajado anteriormente en una fábrica de tejidos de Barcelona. Muchos valverdeños lo recuerdan aún con la pipa colgada en los labios y sus típicas polainas. Las operarias recuerdan además su genio: cuando se rompía alguna máquina debían armarse de valor, dirigirse al teutón y pedirle que la arreglara. Don Germán, según el humor con el que se hubiese levantado, accedía o no a sus pretensiones y era capaz de dejar un ingenio parado por una simple aguja, solo por tozudez. En estos casos, debía ser José Franco, en su calidad de gerente, quien debía poner orden. Al día siguiente, todas las agujas estaban perfectamente colocadas y en funcionamiento. Si Don Germán se enfadaba más de lo normal su palabra favorita era “¡Fratán, Fratán!”, aunque según Tecla Martín nunca supieron a ciencia cierta qué quería decir aquello. Pronto otro valverdeño, Adulfo Rodríguez Cera, se convirtió en el ayudante de Don Germán y se formó como un excelente mecánico a su sombra[46].
La fábrica llegó a tener más de 25 operarias, además de que “medio pueblo iba por el repaso”. Contó con 8 máquinas para la confección de calcetines, accionadas por, entre otras operarias, Juana Jiménez, Juana Pérez, Mª Jesús Perea y Tecla Martín Pérez. Cada una se ocupaba de dos máquinas a la vez. Reposo Mora era la maestra o encargada de todas ellas. Tecla Martín Pérez entró a trabajar en la fábrica en 1931, con apenas 11 años de edad y subida a un cajón, porque no llegaba a la máquina. Eso sí, estaba perfectamente aleccionada en el sentido de ocultar su verdadera edad en caso de que llegase algún inspector de trabajo. A continuación, el género pasaba a una de las ocho máquinas de hacer los puños de los calcetines, accionadas por Adulfo Rodríguez y Cristobalina Cejudo, y finalmente a las remallosas que cerraban los puños, creaban las costuras y cosían la puntera con el talón, estas últimas accionadas por María Biedma, que sirvió de maestra a las demás, Rosa Almonte y Dolores Álvarez Valero entre otras chicas. Como bobinadoras, trabajaron en la fábrica Gregoria Bonaño, Dolores Parra, María Parra, Anita Oso y Tecla Moreno Martín.
Tras la realización de las medias y calcetines, éstos pasaban al tinte en una enorme caldera, situada en la cochera del callejón de los Cruzados, donde se tintaban los calcetines con diferentes colores. Allí trabajaban Gregorio Mora, María Parra Martínez y Florentina.
Posteriormente, se secaban en una máquina centrifugadora. Las últimas operaciones se realizaban en la planta alta de la fábrica. Nos referimos a las labores de planchado y empaquetado. Tras el tintado de calcetines y medias, eran introducidos en unos moldes eléctricos, con la forma de una pierna, que estiraban el tejido, merced al calor desprendido, y lograban la forma definitiva del producto. En la planta alta trabajaron Tecla Martín y Miguela García[47].
Era frecuente que las jovencitas entraran a trabajar en el repaso de los calcetines, consistente en arreglar los defectos de los mismos, y posteriormente se responsabilizaban de tareas más complicadas[48]. El ambiente de trabajo era muy austero: nada de bromas, charlas, cante, ni mucho menos risas. La jornada laboral se prolongaba ocho horas diarias. Por la mañana desde las 8 hasta las 12, y por la tarde desde las 2 hasta las 6.
Las medias y calcetines eran sometidos a un proceso de calidad: el repaso, consistente en coger los puntos zafados. Se cogía las punteras y había que remallarlas o repasarlas a mano para reforzar las mallas, es decir, cada uno de los cuadriláteros o eslabones del tejido. Después de repasadas y cogidos los puntos zafados, la media iba a la plancha Finalmente se ponían los elásticos, a 2 pesetas la gruesa -es decir 12 docenas o 144 calcetines-. ¡Un sueldazo para la época!
7. Aspectos socio-económicos del textil y la talabartería. Consideraciones finales
7.1. Actividades artesanales y proto-industriales en un entorno rural
Hasta la década de 1950, un grupo ingente de familias seguían apegadas al cultivo de cereales en el alfoz valverdeño, al tiempo que disponían, cada una de ellas, de una piara de cabras[49]. Estas familias seguían utilizando mulos para la carga de los útiles de labranza, el agua y el transporte del trigo, la cebada o la avena. Tras el trillado, aventado y cernido del cereal en las eras, el grano era envasado en costales de lona con una capacidad que oscilaba entre media y una fanega. Por su parte, la paja de la trilla era transportada sobre cangallas, o bien sujetada con grandes redes de esparto llamadas barcinas, antes de ser almacenada en los «doblaos». Igualmente, a lomo de bestias aparejadas, los valverdeños cargaban los cántaros de agua del Pilar del valle del Dolor[50], al tiempo que aguadores como Tío Río o Santiago Hidalgo Azogil surtían al resto del vecindario[51]. En angarillas de madera forradas de saco o en carros, repartían asimismo los panaderos por las casas del pueblo[52].
La talabartería traspasó con dificultad el nivel «pre-protoindustrial», definido por la falta de relaciones exteriores de mercado en el marco de una agricultura de subsistencia. Sólo en épocas muy recientes logró acercarse al nivel de la protoindustria andaluza, definido por una producción final que traspasa, al menos, los límites regionales[53]. Entre las causas internas de este atraso podríamos citar la inadecuada estructura organizativa, la dispersión y raquitismo de los talleres artesanos, mientras que entre las causas externas cabría hablar de la inelasticidad de la demanda. En este sentido, no debe sorprender que las ferias -cuyo radio de acción llegaba hasta Zafra- fueran la salida natural de las producciones valverdeñas, aunque tampoco faltaron algunos intentos de mejorar la comercialización, como los contratos con viajantes de la Sierra de Huelva, o el que hizo Manuel Flores con el ejército español.
Por contra, la artesanía textil llevó a cabo interesantes intentos de mecanización que culminaron con la creación de la fábrica de medias y calcetines de José Franco José, en la década de 1930. Con utillaje totalmente mecanizado dio trabajo directo a más de 25 operarias, además de las labores de «repaso», que dinamizaron la economía de muchas familias, externas a la propia factoría.
El textil mecanizado abrió nuevos pasos hacia la industrialización local, que no fueron seguidos por la talabartería, anclada en la producción puramente artesanal. El grado de mecanización de la talabartería fue muy escaso. Sus principales innovaciones técnicas vinieron marcadas, nunca antes de la década de 1950, por los «telares sevillanos» que disponían de lanzadera volante. Eran utilizados para la confección de alforjas, así como piezas de lona y el llamado “acergao bonito” para la fabricación de enjalmas fuertes y mantas sacaeras. Hubo uno en el taller de José María Borrero accionado por José Arenas. Hubo otro en el de Rafael Borrero con la intención de hacer lonas, aunque nunca llegó a entrar en funcionamiento. En la talabartería local faltó el último paso: un proceso de mecanización basado, como ha ocurrido en otras latitudes peninsulares, en la adaptación tecnológica a los nuevos tiempos, aunque manteniendo los diseños tradicionales[54].
La talabartería se fundamentó en la pericia humana. La destreza, la maestría y la experiencia son su sello de identidad. La habilidad de las tejedoras parecía dotarlas de conocimientos esotéricos y causaban admiración entre las propias compañeras de trabajo. Se cuenta que María Jesús Carrero tejía «veintitantas cinchas entremulares diarias». José Arenas nos confiesa que era capaz de hacer 16 cinchas caballares, las de mayor tamaño, al día.
Las estructuras preindustriales se caracterizan por el dominio de formas de energía animadas entre las que destacan la humana y la animal. Por contra, uno de los rasgos de la Revolución Industrial fue la explotación de nuevas fuentes de energía por medio de convertidores inanimados o, si se prefiere, la sustitución de la energía animada por la inanimada[55]. El acceso a las modernas fuentes de energía, carbón y electricidad, fue otra de las razones explicativas del salto cualitativo que experimentó la industria textil valverdeña a principios del siglo xx. Mientras que en muchos talleres artesanales locales -entre ellos los de talabartería-, las labores se realizaban a menudo a la luz de candiles[56], las principales empresas valverdeñas del momento, entre ellas la fábrica de medias y calcetines, o la Inval S.A., contaron con suministro eléctrico[57].
Durante el siglo xx perviven los talleres familiares de la centuria anterior. Se trata de pequeños talleres, algunos individuales, y otros mayores que dieron trabajo como máximo a 14-15 operarios: el de María Jesús Carrero Malavé se componía de un único telar de urdimbre vertical en su domicilio de la calle Camacho 58, y fue la propietaria quien enseñó a su marido, Manuel Castilla, a hacer enjalmas y albardones, uniéndose a la fase de producción de forma esporádica[58]. El de los hermanos Carrero Malavé, de la Calle Real de Abajo, 30, se componía de tres telares de pared, situados en un alpende, un telar de alforjes y la mesa de hacer albardas. El obrador de José María Borrero Bermejo, de la calle Real de Abajo, 18, se componía de dos telares para realizar mantas de trapo y alforjas, otros dos verticales, un urdidor de pared, las devanaderas de yute, de mayor tamaño que las de algodón, y la rueda de madera, donde se torcía el yute. Leonor Bermejo Mora, la última depositaria del saber de los talabarteros locales, trabajó con su padre, Domingo Bermejo Carrero, desde los once años. Empezó realizando jáquimas, cinchas y ataharres, y aprendió más tarde a tejer las alforjas, observando la tarea de su tía, Manuela Carrero, y de Josefita «la bizca», para terminar trabajando sola en uno de los telares de su padre[59].
La mano de obra filial es inicialmente la base de los obradores de talabartería: José María Borrero se ayuda de sus cinco hijas: Reposo, Gregoria, Lucía, Josefa y Carmen. Juan Sánchez Díaz de sus seis hijos. En el taller de Manuel Borrero Bermejo trabajaron sus vástagos, Rafael y Reposo Borrero Gómez. El primero se independizó, pero ella acompañó a su padre hasta el cierre del negocio. Manuel Flores se ayudó de sus sobrinos Juana y José Antonio, de su esposa, Reposo Fernández, y sus tres hijas, Pepi, Mari Reyes y María Reposo.
Pero, paralelamente, se asiste al surgimiento de nuevas relaciones laborales basadas en la contratación de personal ajeno a la estirpe. Verbigracia, Manuel Flores da trabajo, al menos, a cinco operarios al margen de los miembros de su familia de primer grado: Vicenta Prieto Gutiérrez, encargada de los ataharres, María Alberto Barba, de las alforjas, sus sobrinos Juana y José Antonio Corralejo Flores y Rosi Banda Delgado. Domingo Bermejo Carrero dio trabajo, de forma eventual, a los hermanos Juana y Gregorio Castilla, Clara, Manuela «la rubia», y sus hijos, José María y Leonor.
Esta tendencia deriva en la formación de talleres de cierta envergadura, como los de Manuel Borrero Bermejo y de su hijo Rafael Borrero Gómez. El de Manuel Borrero, del nº 26 de la Calleja de Carpinteros, llegó a ocupar a 14 operarios. Se componía de tres cuerpos. En el primero, trabajaban las muchachas más jóvenes, como Antonia Romero o Francisca Oso[60] (1916-2000), realizando las labores de torcido, los bordos de las alforjas de caballerías o «alforjes», y las canillas. En el segundo, operaban seis telares de cinchas, jáquimas y ataharres, a cargo de Petra Pulido Barba, Reposo Márquez Romero, Alejandra Romero Marín, Petra Romero Cuesto, Miguela y Ascensión. En el último, existieron al menos tres telares de alforjas «flojas», en los que trabajaron Ramona Gutiérrez Pérez, Manuela Caballero Sánchez, María Alberto Barba y Petra Romero Cuesto, y uno de alforjas de montura, accionado por las expertas manos de Francisca Feria Rite. José Arenas Malavé trabajó en el telar de urdimbre vertical en los años finales de la década de 1930. Se completaba la estructura con las mesas de talabartería, donde se realizaban los albardones y las enjalmas, a cargo del propio Manuel y de Joaquín Ramírez González. Manuel Borrero, siguió trabajando en compañía de su hija Reposo Borrero Gómez (1911-1999). Muerto su padre, ella lo mantuvo en funcionamiento hasta los años finales de la década de 1950.
En el taller de Rafael Borrero Gómez era habitual ver a un número de jovencitas, entre tejedoras y urdidoras, que oscilaban entre diez y doce y que, a menudo, debían ser sustituidas después de contraer matrimonio.
7.2. División, especialización y organización del trabajo
La división del trabajo es la separación y delimitación de actividades, con el fin de realizar una función con la mayor precisión, eficiencia y mínimo esfuerzo, dando lugar a la especialización y perfeccionamiento en el trabajo. En tal sentido, se puede apreciar una clara división sexual del trabajo en los talleres de talabartería. Las muchachas más jóvenes solían ocuparse de las labores de torcido de la lana y los bordos de las alforjas de las caballerías, además de coser los albardones, las enjalmas y las tarabitas de las cinchas. Las mujeres más expertas monopolizaban los telares verticales y horizontales. Los hombres se limitaban a las labores de mesa, donde se realizaban los albardones y las enjalmas.
También puede observarse una cierta especialización: las operarias podían permanecer años realizando una misma actividad, ya fuera la confección de alforjas de montura, alforjas flojas, mantas o jáquimas. Pero, al tiempo, se les exigía cierta versatilidad para sustituir a una compañera en casos de necesidad. Las hijas de Manuel Borrero se especializaron: Reposo Borrero Mora (1903-1995), la mayor, y Josefa solían realizar las alforjas, Lucía las jáquimas y cinchas, mientras que Gregoria, además del telar vertical, cosía los albardones, enjalmas y las tarabitas. Lo mismo se observa en el taller de Rafael Borrero. Entre sus operarias destacaron Gregoria Santos Donaire (1907-1989), Antonia Bernal Delgado y Josefa Bando Linero, en las alforjas; Gregoria Donaire Mantero (1908-1976), Vicenta Prieto, y Reposo Blanco Ramírez (1933-2009) en el telar de urdimbre vertical; y Manuela Caballero, Valvanera Jiménez y Catalina Bernal, a las labores de torcido y los bordos de las alforjas. La plantilla se completaba con su esposa, Josefa Lorca Palanco, y sus hijos, Mary, Pilar y Pedro. El taller se componía de tres telares de alforjas, seis de urdimbre vertical y cuatro mesas de talabartería, donde trabajaban el propio Rafael, Manuel Flores, Manuel Borrero Gutiérrez y Joaquín Ramírez González.
También se aprecia una clara diferenciación en cuanto a una incipiente departamentalización funcional, que sí se observa en el textil y que es prácticamente inexistente en la artesanía talabartera. La sociedad de José Franco José, de la que dependían las fábricas de medias y calcetines y de muebles, contó inicialmente con un departamento contable-administrativo, constituido por tres oficinistas: José Senra Contioso como jefe de contabilidad, y los ayudantes José Rodríguez Ruiz e Isidoro Romero López[61]. Posteriormente, al menos desde 1934, entró Eduardo Senra Contioso, hermano de José. En este caso, la dimensión empresarial incita a la departamentalización para aumentar la eficiencia y la productividad.
La talabartería no tuvo apenas necesidad de crear secciones administrativas. Dichas labores eran llevadas a cabo por miembros de la propia familia. Reposo Borrero Gómez se ocupaba específicamente de las labores de gestión en el taller de su padre. Manuel Flores llevaba directamente el carteo y facturación de su negocio. A Rafael Borrero le llevó las cuentas un cierto tiempo el contable Reyes Bermejo Doblado, pero finalmente fue su hija mayor, Mary, quien debió a aprender a escribir a máquina para rellenar las facturas y las letras, además de desarrollar un intenso carteo con sus clientes que hacía -nos recuerda con nostalgia- en un papel con el membrete y el sello de la firma familiar.
7.3. Flexibilidad y adaptación a la precariedad laboral
La talabartería muestra un cierto grado de movilidad laboral relacionada con la eventualidad. A menudo, se trataba de operarios eventuales sin contratos oficiales, lo que deriva en la carencia de protección social. Por contra, esta marginalidad les permitía acceder a trabajos esporádicos en varios talleres. Sólo así era posible la obtención de un salario digno. Quizá el mejor ejemplo lo represente José Arenas. A caballo de las décadas de 1920 y 1930, alterna sus labores en los talleres de Manuel y Rafael Borrero, y con la familia Sánchez Domínguez confeccionaba los ataharres de María Jesús Carrero, mientras que en el taller de José María Borrero era el encargado del «telar sevillano». Joaquín Ramírez González trabajaba con Manuel Borrero, pero era requerido por su hijo Rafael en épocas de mucha demanda, cuando se multiplicaban los pedidos o se acercaban las ferias más importantes del contorno. Clara Blanco trabajó en una fábrica mecanizada de zapatos, Inval S.A., pero aprovechaba las faltas repetidas de luz para acudir al taller de La Calleja. Además se vio obligada a realizar labores de escarda -arrancando raíces de avena loca y trébol- en las fincas del contorno. Ello suponía acrecentar la delicada economía familiar con un jornal de 4 pesetas, aunque fuera a costa de perderse la Semana Santa y de un trabajo muy penoso, de sol a sol. Manuela Carrero Malavé, además de su telar y de las labores propias de la talabartería se dedicaba a la venta de tintes, tanto al resto de profesionales, como a particulares.
La pobreza salarial obligaba a menudo al pluriempleo, ya hemos visto que a los trabajadores, pero también a los empresarios. José María Borrero añadía a la producción de objetos de talabartería una fábrica de gaseosa -realizada por él mismo-, además de dedicarse a esquilar ovejas en distintas fincas valverdeñas. En el taller de las hermanas «mananas», junto a las producciones de talabartería, se fabricaban látigos para arrear a las bestias y se vendían horquetas y palas que la familia adquiría en Mula (Murcia).
Por último, el textil valverdeño y, en menor medida, la talabartería, se ayudan del trabajo a domicilio, estrategia ésta que más tarde utilizarán el 75% de las fábricas de calzado[62]. El mejor ejemplo es el de Manuel Flores Maestre, que instaló un telar de alforjas en el domicilio particular de una de sus operarias, Petra Romero Cuesto (Peñuelas, 39), para facilitar el trabajo de esta última. En el textil, buena parte de las labores de repaso de los calcetines se realizaron en viviendas particulares.
El oficio de talabartería era un trabajo muy duro. La jornada laboral -allá por los años treinta y cuarenta del siglo xx-, se prolongaba de lunes a sábado y desde el amanecer hasta las seis de la tarde, con un breve receso para el almuerzo. Diez horas diarias de trabajo en las que, a veces, era necesario echar mano del candil para terminar la tarea. José Arenas Malavé nos manifestaba la dureza del trabajo en el telar sevillano. El proceso de urdido duraba un día completo. Los cinco días laborales restantes de la semana se empleaban en confeccionar una pieza de lona de 70 cms. de ancho y unos veinte metros de largo, del llamado «acergao bonito». Las secuelas físicas se dejaban sentir en estos operarios.
Los salarios eran muy pobres. José Arenas cobraba un real diario, a fines de la década de 1930, con Manuel y Rafael Borrero, aunque finalmente consiguió que le pagaran una perra chica -una quinta parte de un real- por cada cincha caballar. Reposo Blanco Ramírez recuerda que ganaba dos reales diarios en 1945 -cuando sólo contaba con 13 años de edad- y trabajaba en el taller de Rafael Borrero, aunque terminó ganando dieciséis pesetas diarias, en 1963. Su hermana, Clara Blanco, cobraba por cuenta. En otros casos, esa penuria llevaba a abandonar el trabajo: José Arenas, a raíz de su matrimonio en 1940, decidió abandonar la talabartería y buscar mayor prosperidad económica, dedicándose a la elaboración de albardones por su cuenta, y a la destilación de esencias en varias calderas valverdeñas (Fuente del Berecillo, del Ladrón y en la de Triana), ya que la talabartería era un trabajo duro y muy mal remunerado[63].
7.4. Diversificación de la producción
La talabartería valverdeña se dedica a la confección de los arreos y aparejos utilizados por las bestias para el trabajo del campo: el «suaero», los albardones, el ropón, la enjalma, el mandil, la sobreenjalma, el ataharre, las jáquimas y la cincha. Pero, en el siglo xx, los telares manuales valverdeños diversifican la producción. Fueron características las llamadas mantas de trapo, realizadas con urdimbre de algodón y una trama formada por trapos viejos. La preparación de las tiras de trapo era muy laboriosa, pero se compensaba con el aprovechamiento de un material que, de otro modo, carecería de valor. Como ocurre con las mantas «traperas» o «jarapas» de La Gomera y Fuerteventura, de Almería (Adra, Berja, Gádor o Níjar), las Alpujarras, la Mancha albaceteña (El Bonillo), Extremadura, Castilla-León o Galicia, su pervivencia supone el máximo aprovechamiento de lo inservible y parece evidenciar un predominio del autoabastecimiento que, como en el caso valverdeño, se acentuaría en coyunturas autárquicas como la postguerra.
A ellas se unen tejidos relacionados con los quehaceres agrícolas: costales y mantas sacaeras -destinados a transportar el trigo hasta las eras-, las mantas para caballerías -a menudo decoradas con listas blancas y granas- «dientecillos» de colores alternantes y «mosquillas», o las alforjas de caballerías. No debemos olvidar los cinchos de «capiruchos», las sogas de pozos, las maromas para atar la carga de las caballerías, las correas de algodón o lona, destinadas a las poleas de transmisión de la maquinaria de las minas de Tharsis, y finalmente la confección de toldos que aprovechaba los paños de lona y las argollas, típicas de toda talabartería[64]. En algunos talleres, como el de Manuel Borrero Bermejo se confeccionaban toldos, aprovechando los paños de lona y las argollas, típicas de cualquier talabartería.
7.5. La comercialización
La comercialización de estos productos se efectuaba en las ferias del contorno, por parte de los propietarios de los talleres y sus familias. El itinerario comenzaba en la Feria de Manzanilla -primer domingo de junio-, seguía en La Palma de Condado -antiguamente el 8 de septiembre-, Zafra -finales de septiembre-, continuaba en la feria de San Lucas de Gibraleón -16/18 de octubre-, y finalmente Niebla -1 de noviembre-. En todas ellas, a los talabarteros valverdeños solían unirse otros de los pueblos comarcanos, sobre todo de Bonares. En dichas ferias era habitual ver a María Jesús Carrero, a Domingo Bermejo, a la familia Sánchez Domínguez, a los hermanos Domingo y Francisca Castilla, a José María Borrero Bermejo, a Rafael Borrero o a Manuel Flores, acompañados por sus familiares.
También la fiebre minera de fines del xix ayudo a la talabartería. Por un lado, las labores mineras requirieron de trabajos de talabartería. Pedro Sánchez Domínguez fabricó maromas para la Cía. Minera de Tharsis, destinadas a las correas de transmisión de la maquinaria. Por otro lado, la población minera creciente actuó como palanca de consumo y los ferrocarriles mineros favorecieron, al menos en parte, la comercialización artesanal: En Valverde se establece la oficina principal de la United Alkali Company, encargada de la explotación de las minas Castillo-Buitrón, Poderosa, Concepción, Sotiel y Tinto Sta. Rosa. Su concesión ferroviaria fue autorizada por R.O. de 4 de marzo de 1867 a favor de Federico Uldershaw, y transferida a la compañía “Buitrón and Huelva Railway and Minerals Cº Ltd”, que se encargó de su construcción, propiedad de la “Franck Clark Hills Cº Ltd”. “The Buitrón and Huelva Railway and Mineral Cº Ltd” se convirtió en constructora del ferrocarril y en arrendataria de las minas de Castillo de Buitrón, por cesión de la Ley de 4 de marzo de 1867. Se inició entonces la construcción ferroviaria, bajo la dirección del ingeniero de minas escocés James Bull, llegando a ser la tercera línea de vía estrecha de España y la primera de la Provincia de Huelva[65]. Mientras tanto, cerca de 500 valverdeños se asentaron en el poblado minero de Sotiel, al calor de las explotaciones de la compañía portuguesa «Mineira Sotiel-Coronada», que construyó un ramal que unió estas minas con la línea San Juan del Puerto-Buitrón[66]. En octubre de 1866 se creó en Glasgow The Tharsis Sulphur and Coopr Co. Ltd, que, tras un corto periodo de alquiler, adquirió la propiedad de los yacimientos de Tharsis y La Zarza. La compañía realizó su proyecto de ferrocarril, aprobado por Real Orden de 24 de agosto de 1867. La línea tenía el único propósito de transportar el mineral entre Tharsis y el embarcadero del Puntal de la Cruz, en Corrales, en la ría del Odiel frente a Huelva. Se terminó el 9 de mayo de 1870, comenzando su explotación el 6 de febrero de 1871, convirtiéndose en el segundo ferrocarril de la provincia de Huelva[67].
Los talabarteros facturaban en el tren de Feve muchos de sus pedidos con destino a la Tierra Llana, pero también a otras provincias andaluzas, previo transbordo en la capital, Huelva[68]. No faltaron pedidos, en ocasiones abundantes, para Córdoba, Granada o Valencia, los ya mencionados que el ejército encargó a Manuel Flores: jáquimas en rojo y amarillo con su «moacilla», mientras Rafael Borrero mejoró sus ventas gracias a contratos con tres viajantes que trabajaban sobre todo en la Sierra de Aracena. Aparecieron, pues, nuevas estrategias de venta
También la línea Zafra-Huelva, completada el 1 de enero de 1889, tuvo gran importancia, ya que permitió el tránsito de mercancías valverdeñas a la feria anual del ganado de la capital del Campo de Zafra, a lo largo del siglo xx. Pretendió ser un eslabón más de un eje ferroviario norte-sur, que debía enlazar Huelva con los puertos del Cantábrico a lo largo de la vía de la Plata. La concesión se inicio por R.O de 20 de agosto de 1881 a la Sociedad Sunheim Doetssch, traspasada tres años más tarde a la Cía. ferroviaria de Zafra a Huelva, de capital mayoritariamente británico, quien la gestionó hasta la nacionalización franquista de 1941, a través de la conocida Ley de Bases de Ordenación ferroviaria que creó la Red Nacional de Ferrocarriles Españoles, Renfe[69].
El tránsito hacia Zafra exigía facturar la mercancía y tomar el tren de Calañas. El género fabricado para Zafra era distinto al realizado para la provincia, siendo habituales las jáquimas con tiras bordadas, y los «mosquiteros», más acordes con los gustos extremeños. Hasta Calañas, los talabarteros valverdeños iban en un camión, junto a otros artesanos de Valverde, campanilleros y algunos zapateros; facturaban las mercancías en varios fardos. En Zafra alquilaban un carro hasta la calle de la feria y ponían su puesto en la feria, y allí permanecían los cuatro días de feria, de jueves a domingo.
A fines de la década de 1940 y principios de la de 1950, el precio de las alforjas de imitación sevillana oscilaba en torno a las 50 pesetas, el de las sevillanas genuinas unas 70 pesetas, los alforjes de montura, unas 110, las jáquimas, unas 40, y los ataharres en torno a 60.
7.6. Valverde del Camino: de una economía rural a una economía industrial
El textil y la talabartería, a lo largo de los tres últimos siglos, se unen a otras actividades artesanales tradicionales como la calderería, la fabricación de campanillas y cencerros, la carpintería, el curtido de cueros, las actividades de las zapaterías de banquilla, las de botineros y corambreros, o los trabajos de fragua. Si, durante el Antiguo Régimen, la economía valverdeña se basó en la complementariedad de una agricultura de subsistencia, en un medio físico hostil, y una ganadería de exportación muy diversificada, a partir del siglo xx se abrirán las puertas de un pueblo marcadamente artesanal, capaz de evolucionar hacia una industria especializada, sobre todo en los sectores del calzado y el mueble.
En 1955, con una población de derecho que superaba las 10.600 almas, aún se cultivaban en Valverde 1096 hectáreas en secano y 26 en regadío, y aún existía una cabaña de ganado cabrío, cercana a las 4.000 cabezas. Pero ya la industria del curtido de pieles, las fábricas de cortes aparados y de calzado, se habían convertido en el ramo más importante de la ciudad[70]. El calzado era seguido a la zaga por la industria de la madera, que, a mediados del xx, ocupaba unas 210 personas. Finalmente, al calzado y al mueble valverdeños se unían -cada vez con carácter más residual-, la artesanía del cobre, la forja del hierro y la propia talabartería.
Por estas fechas estaba pronta la apertura de la Escuela Profesional «José Antonio», que permitió las enseñanzas profesionales en los ramos de calzado, carpintería y ebanistería, mecánica, forja y calderería. ¡Todo un avance para Valverde!, aunque en los planes de estudio no se incluyeran ni el textil ni la talabartería tradicional. Por estas mismas fechas, Fermín de la Sierra, secretario de la Comisión Nacional de Productividad, trajo a un experto americano para divulgar sus ideas de competitividad, calidad de los productos y rendimientos fabriles (Romero Pérez, Diego, 1991). Por contra, los conocimientos de talabartería continuaron siendo transmitidos de padres a hijos, de generación en generación, al igual que los propios telares pasaban de una generación a otra con los necesarios cambios de lizos y peines.
7.7. El ocaso
El fin de la fábrica de medias y calcetines se incluye dentro del período que G. Tortella bautizó como de «las largas vacaciones de la industrialización española», caracterizado por la concomitancia de causas comunes a toda Europa -los efectos de la Gran Depresión de los años Treinta- y otras privativas de España, derivadas de los efectos de la Guerra Civil, no tanto por las destrucciones físicas cuanto por la fragmentación de los mercados y la interrupción de las comunicaciones, con sus secuelas de carencia de materias primas o recambios industriales[71]. José Franco murió el 11 de diciembre de 1935. A su muerte, se hizo cargo de la fábrica de calcetines Don Cristóbal Mora, uno de los socios capitalistas, que ahora pasa a actuar como gerente. Si el equipo industrial de la fábrica de medias y calcetines salió intacto de la Guerra Civil, tras esta y la posterior Guerra Europea empezaron a faltar los recambios que necesitaban las máquinas, secuelas derivadas del nacionalismo y la autarquía franquista. La fábrica cerró en 1939. Cristóbal Mora vendió toda la maquinaría y liquidó el negocio
La sustitución de la fuerza animal en los trabajos agrícolas y el transporte tuvo como consecuencia la desaparición de la talabartería tradicional valverdeña, a mediados de los años setenta. El taller de José María Borrero dejó de funcionar a fines de la década de 1950[72]. A finales de la década de 1970 se cierran los últimos telares de talabartería: en 1969-70 el de Rafael Borrero, en 1976 el de Domingo Bermejo Carrero, en 1978 el de Manuel Flores. Aunque, en algunos casos, su cierre coincide con la jubilación de sus propietarios, el ocaso de estos talleres debe relacionarse mejor con el cambio experimentado en la economía rural andaluza y española: la sustitución de la fuerza animal en los trabajos agrícolas por el tractor y el boom automovilístico de los años sesenta. Sin duda, fue un duro golpe. Una década más tarde, se produce la desaparición de la talabartería tradicional valverdeña.
El taller de Domingo Bermejo Carrero sobrevivió hasta 1976, coincidiendo con su jubilación, aunque a partir de dicha fecha, siguió realizando, de forma esporádica, algunos albardones y morrales por encargo. En la actualidad, sólo su hija Leonor Bermejo Mora mantiene «vivo», en Valverde, este bello oficio. Conserva uno de los telares de pared de su padre, donde, esporádicamente, sigue confeccionando los típicos cinchos de los «capiruchos negros».
Los telares de talabartería valverdeños poseen múltiples correlatos en otras tanta poblaciones andaluzas: la talabartería de las alpujarras granadinas y la albardonería de Osuna, Ronda, Baena, Almuñécar, Adra, Porcuna, Alcalá la Real, y un largo etcétera que, con las lógicas variantes locales, mantienen vivo el trabajo manual sobre lonas, cueros, estambre, badanas y paja de centeno. Siguen utilizando herramientas tradicionales como agujas, palmetes, tijeras, pujavantes, mazos, leznas y punzones y que, al igual que en el caso valverdeño, se dedican a la producción de albardas, jalmas, cinchas y ataharres. En la provincia de Huelva perviven aún talabarteros en Aracena, Almonte, Lepe, Bonares, Alonso, Almonaster la Real y Moguer[73].
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TORTELLA, G (1998): El desarrollo de la España contemporánea. Historia económica de los siglos xix y xx. Madrid: Alianza editorial. Manuales.
ENTREVISTAS:
Josefa Lorca Palanco, Mary y Pilar Borrero, Reposo Fernández, Pepi y Mary Reyes Flores, Juana y José Antonio Corralejo Flores, Leonor Bermejo Mora, Francisca Castilla, Juan Sánchez Sánchez, Carmen Borrero Mora, José Calero Borrero, José Arenas Malavé, Gregoria Borrero Malavé, Manuela Caballero Sánchez, Alejandra Romero Marín, Joaquín Ramírez, Francisca Feria Rite, Petra Romero Cuesto, Petra Pulido Barba, María Alberto Barba, José Dolores Vélez Parreño, Esperanza Almonte Baquero, Vicenta Hidalgo, Clara y Reposo Blanco Ramírez.
NOTAS
[1] (A(rchivo).M(unicipal).V(alverde).C(amino). Informe sobre fabricación de lana, 1777.
[2] A.M.V.C. Informe al asistente de Sevilla, 1770.
[3] NÚÑEZ ROLDÁN, F. 1987, p. 381.
[4] CASTILLA SORIANO, J.C. y SÁNCHEZ CORRALEJO J.C. 1988.
[5] Los valverdeños siguen siendo víctimas del proceso de cerramientos realizado por los ayuntamientos comarcanos, que tratan de convertir lo que tradicionalmente habían sido tierras comunales, en tierras de propios de sus respectivos ayuntamientos. Los parajes más conflictivos serán Pallares, Labradillo y el Bebedero de los Corzos (Beas), la dehesa de Esparragosa (Villarrasa), El Palmar, Malrecado, Fuente de los Perros y el arroyo del Sequillo (Niebla), además de La Alcolea, Posteruelos, Las Minetas y Piedra Hincada (Trigueros). Junto a estas causas internas que provocan el descenso de la producción lanera local, hay que volver a insistir en las pautas generales, según las cuales el textil lanero tradicional fue sustituido, de forma paulatina, a nivel nacional, por el algodón -fibra textil de la revolución industrial-, que además superaba a la lana en brillo, elasticidad y limpieza.
[6]A.M.V.C. Respuestas Generales. Núñez Roldán, F., 1987, pp. 397 y 408.
[7]A.M.V.C. Informe al asistente de Sevilla, 1777.
[8]ROMERO A.B., 1994.
[9]A.M.V.C. Respuestas Generales del Catastro.
[10]BUSTELO y GARCÍA DEL REAL, F, 1972.
[11]A.M.V.C. Censo de Floridablanca.
[12]A.M.V.C. Respuestas Generales del Catastro.
[13]ROMERO MANTERO, A.B., 1994.
[14] MADOZ, P., 1945-1850.
[15]A.M.V.C. Acuerdo capitular de 14 de septiembre de 1848.
[16]MADOZ, P., 1845-50, p. 37.
[17] AMADOR DE LOS RIOS R., 1891, p. 585.
[18] Ibídem.
[19]RAMÍREZ COPEIRO, J., 1985, p., 78. RAMÍREZ COPEIRO, J., 2007, p. 177-206
[20] O, si por el contrario, sólo benefició el tránsito de personas relevantes y autoridades, el transporte de los sacos de harina de Diego Bull, y las maquinarías y maderas necesarias para las explotaciones mineras.
[21] ROMERO MANTERO, A. B., 1994.
[22]SÁNCHEZ CORRALEJO J. C., 2000, pp. 18-22.
[23] Entrevista a pepe Calero Borrero (1931-2009)
[24] Entrevistas a Mary y Pilar Borrero y a su madre Josefa Lorca Palanco (1911-2008).
[25] Entrevista a Ángela Benjamín.
[26] Entrevistas a Vicenta Prieto Gutiérrez, Juana y José Antonio Corralejo, Rosa Banda Delgado, Reposo Fernández y Pepi, Mari Reyes y María Reposo Flores.
[27]A.M.V. 1770, julio, 12. Art. 1º, Resp. 11ª. Leg. 10, f. 84 v.
[28]A.M.V. Respuesta del Interrogatorio del Intendente de Sevilla. 1770, julio, 12. Art. 2º. Resp. 1. Leg. 10, ff. 85 y 85 v.
[29]Ibídem.
[30] Entrevista a Francisca Oso Expósito (1916-2000).
[31] Entrevista a Carmen Borrero Mora.
[32] Entrevistas a Juan Sánchez, Mary Borrero y Reposo Fernández.
[33] Desperdicios de las pieles de ovejas y borregos, encurtidos, entre otros, por José Zurita en su taller de la actual calle Riotinto, junto a la Sociedad Cooperativa «La Económica. Entrevistas a José Arenas y Juan Sánchez.
[34] En Castilla-León (Moralina de Sayago y Almeida de Sayago, en Zamora), en Extremadura (Logrosán, Cáceres), en las islas Canarias, en Cantabria (Cabezón de Liébana), etc.
[35] Uno de estos, artesanos fue José María Borrero, «el jarguazo», quien además realizaba arados de palo y angarillones en su taller de carpintería del Cabecillo de la Cruz, 36, y en su domicilio particular de la calle del Duque.
[36]Vid. LIMÓN DELGADO, 1982, p.124.
[37]Vid. TIMÓN TIEMBLO, M.P., 1980.
[38] Entrevistas a José Arenas Malavé, Clara Blanco Ramírez, Manuela Caballero Sánchez y Vicenta Prieto Gutiérrez
[39] Vid. COMAS MOTOYA, R. y JIMÉNEZ, ARQUES, M.I, 1975.
[40]Vid. LIMÓN DELGADO, A, 1982, p.127.
[41] Entrevista con Esperanza Almonte Baquero (1910 -2001)
[42]Vid. A.M.V. Matrícula de la Contribución Industrial.
[43]Procedía de Sevilla. Nació en la calle Castilla, 22, en el año 1894, siendo hijo de José Franco Caparrós y de Rafaela José Pajares. Huérfano de padre y siendo niño de colegio fue acogido por Pepe Ramos, hace amistad con varios comerciantes de la localidad, y bajo la tutela de Rosendo Almonte, fue educado junto a los 7 hijos de aquel como un vástago más de la familia. Llegó a Valverde soltero y sin dinero. Al poco tiempo de su llegada a Valverde, conoció y quedó prendado de Matilde Rodríguez Ruiz, a quien conoció -según nos refieren sus hijas- en la tienda de Juana Barón, en la calle Real de Abajo. Muy pronto, en marzo de 1922 la feliz pareja contrajo matrimonio y estableció su residencia en los altos de la casa Rectoral, sita en La Calleja de Carpinteros, frente a su primer almacén de paquetería instalado en el número 2 de la misma calle, al menos desde el año 1919. José Franco se trajo a Valverde a su madre, Rafaela José Pajares, y a su única hermana, María Franco, y fue precisamente en aquel primer domicilio del matrimonio donde nace su primera hija, Matilde, en 1923. El resto de la prole vino al mundo en su definitiva vivienda, sita en el número 21 del Valle de la Fuente, vivienda anexa a la fábrica de medias y calcetines.
[44] Era dueño de una tienda en su domicilio de la calle Valle de la Fuente, número 2, por entonces General Bernal.
[45] Vid. RICO PÉREZ, 1995, nº 282.
[46] Entrevista con Tecla Martín Pérez y Esperanza Almonte (1910-2001)
[47] Entrevistas a Tecla Martin, Esperanza Almonte (1910-2001), Matilde Franco (1923-2009), Concha Franco (1934) y José Franco Rodríguez (1926-2007)
[48]Tecla Martín nos refiere que todos los días se iba al trabajo un poquito antes y, sin que nadie se enterara, se ponía a ensartar agujas para tenerlas preparadas al comienzo de la jornada laboral, hasta que un día la cogieron y como premio la pusieron en las máquinas. Su tesón le valió un ascenso.
[49]Se distribuían desde las Cumbres de los Ballesteros hasta el Fresnajoso y el Calvito, pasando por Los Campillos y el Cabezo «Mauro»; desde el Lagarejo y las Sierpes hasta la Corte Elvira, Sierra León y el Coto de Villar Bajo. Mantenían en explotación los pagos de Citolero, Las Damas, el Alamillo, el Castillo, Carabales y Valdegrosa, así como la dehesa de los Machos, los Ballesteros, el Cabezo de las Mateas, Los Ramos, La Cerca del Villar, el Pozo del Gamo, el Garduño, Las Lagunitas, el Barranco del «Grucio», las Veguitas o el Collado de la Palma.
[50]RICO PÉREZ, A., 2001, p. 30,
[51]El primero traía el agua de la Fuente del Berecillo con angarillas de hierro. El segundo la porteaba desde de la Fuente Blanca, inicialmente con un carro y más tarde, -por prohibición del alcalde-, con dos bestias, dotadas cada una de ellas de cuatro angarillas, lo que le permitía traer ocho cántaros por porteo. Más tarde, Francisco Gorgoño surtió al vecindario con agua de la Fuente del Berecillo y de la Charca.
[52] Nos referimos a los hermanos Francisco y Manuel Doblado Sánchez, quienes realizaron los repartos de la panadería de la Sociedad Cooperativa La Económica.
[53]Vid. TEDDE DE LORCA, P., 1982, p. XVIII.
[54]Ese ha sido el caso de Lorca (Murcia) o Enciso y Ezcaray (La Rioja).
[55] TORTELLA, 1998, p. 296.
[56]SÁNCHEZ CORRALEJO, 2001, p. 37.
[57]Inval S.A., fundada en 1924, fue una de las empresas pioneras en la mecanización del sector del calzado local y famosa por su producción de los botos Legión. Se situaba en el barrio de Triana , en la calle en la calle Doctor Marañón .
[58] Entrevista a José Arenas Malavé.
[59] Entrevista a Leonor Bermejo Mora.
[60] Francisca nos comentó en su día que entre 1926 y 1929 se dedicó a las labores de torcido de la lana.
[61]RICO PÉREZ, A. 1995, nº 289, p. 13.
[62]Vid. CARRERO CARRERO, A.J., 1998, p. 94.
[63]Todos los entrevistados corroboran que se trataba de un oficio penoso, muy duro y muy mal remunerado, pero, a la vez, pleno de recuerdos emotivos.
[64] Entrevista a Juan Sánchez Sánchez (1921). La fabricación de sogas la documentamos en el taller de la familia Sanchez/Domínguez en la calle Trinidad. Según la descripción de Juan Sánchez, la rueda de hacer sogas era un instrumento parecido a la torna, compuesto de una rueda de hierro para torcer maromas, de tres o cuatro centímetros de diámetro, destinadas para sogas de pozos y para atar la carga de las caballerías. Este dato pone de manifiesto cómo las operaciones de talabartería y espartería a veces estaban muy unidas en la localidad. Para tal operación los hilos debían sacarse a la calle, en una longitud de 25-30 metros. Se enganchaban en cuatro garfios, mientras que en el otro extremo se situaba un «cerraó». La maquinaría estaba lista para iniciar el torcido con solo accionar la manivela. En dicho taller se fabricaron asimismo látigos para arrear a las bestias y se vendían horquetas y palas que la familia adquiría en Mula (Murcia). El taller desaparece tras el fallecimiento de Pedro Sánchez Domínguez, en 1945. Su sobrino, Juan Sánchez Sánchez, pretendió seguir la tradición familiar, pero finalmente se dedicó a la zapatería, por indicación paterna. Buena parte de los útiles de talabartería fueron adquiridos por Rafael Borrero. No obstante, Aurora «la manana» siguió vendiendo polvos de teñir, debido a la arraigada tradición local del luto.
Entrevista a Joaquín Ramírez González (1931-2009) quien nos explicó los detalles de la fabricación de toldos y su trabajo en los talleres de Manuel y de Rafael Borrero.
[65]RAMÍREZ COPEIRO, J., 1985, p. 85. A partir de 1906 “The United Alkali” pasó a denominarse “Compañía Anónima de Buitrón”, domiciliando la cabecera del ferrocarril en Valverde del Camino. Alcanzó su época de mayor esplendor entre los años 1911 y 1916.
[66]ROMERO MANTERO, A.B., 1998-99. JURADO ALMONTE, J.M., 1999.
[67] Sobre las minas de Tarsis véase DELIGNY, Ernesto (1893): Apuntes Históricos sobre Las Minas Cobrizas de la Sierra de Tharsis (Thartesis Bætica). Revista Minera. Edición de Amigos de Tharsis. SÁNCHEZ F. (2007): El ferrocarril Tharsis-Rio Odiel. En Los ferrocarriles en la provincia de Huelva, Un recorrido por el pasado. Coordinado por Emilio M Romero Macias. Huelva, Universidad, pp. 207-228.
[68] La decadencia se inició en 1924 cuando Álkali inició el cierre de explotaciones. En 1941 renunció a la explotación de la línea que pasó a manos del Estado el 1 de enero de 1942. En 1957 únicamente permanecía abierto el tramo San Juan del Puerto a Valverde del Camino, hasta que 1967 cerró definitivamente.