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Pronto hará dieciocho años que nos embarcamos en la tarea colectiva de estudiar, preservar y difundir la cultura tradicional a través de una publicación mensual a la que denominamos Revista de Folklore. Estos 200 números no hubieran sido posibles -justo es reconocerlo- sin la constante ayuda de la Obra Cultural de Caja España. Decisivos han sido también los suscriptores (sobre todo los que desde el primer número demostraron una fidelidad y una confianza total hacia nuestro trabajo) y los colaboradores que, infatigablemente, han seguido honrando estas páginas con sus artículos.
Probablemente estas casi dos décadas nos han traído, frente a la paulatina decadencia o desaparición de prácticas, costumbres y fiestas, una nueva conciencia, una visión más realista y conservadora de lo que sin duda constituye un patrimonio esencial no sólo para nuestras vidas sino para cada una de las colectividades culturales que componen el conjunto del Estado. La temática que tratamos ha recibido el apoyo de las diferentes administraciones peninsulares, aunque a veces fuese más por reivindicar de forma circunstancial u oportunista la identidad, la cultura o la lengua que por auténtico convencimiento del valor de lo tradicional. Asimismo ha sido objeto de la curiosidad académica si bien sólo para poner los cimientos de nuevos trabajos que comuniquen entre sí las múltiples disciplinas que tocan la Tradición, creando nuevas cátedras que atiendan y fomenten la investigación desde una óptica antropológica.
Por desgracia en estos años también ha ido desapareciendo la generación "ignorada"; aquella que asistió inerme al ataque frontal, injusto e inútil de los medios de comunicación; aquella que se sintió preterida y desplazada por el asalto al poder social de la modernidad; aquella, en fin, que observó atónita cómo la fuerza de los animales era sustituída por la mecanización, ésta por el mundo de la electricidad y éste, finalmente, por la electrónica y la informática. Demasiado para unos ojos, demasiado para una vida. Demasiado.