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Madrigal de la Vera es una localidad, en las estribaciones de la Sierra de Gredos, al norte de Cáceres, lindante con la provincia de Avila, corriendo al sur el río Tiétar, que estriba su margen izquierda en una sucesión de montecillos de suave orografía, perteneciente a la provincia de Toledo que el mismo río deslinda; gran dehesa con palacio rural y dependencias denominada El Rosarito, que a finales del s. XVIII pertenecía al "conde de este título", así como un convento de "franciscos descalzos, de la provincia de San Josef" (Extremadura, por López año de 1798. M.s. 20241, p. 84 en la B. N.), luego en ruinas. A espaldas de la primera línea de montes y aprovechando una cortadura, se construyó en los años cincuenta de este siglo un embalse de riego, ocupando un amplísimo valle, en el que había sembranza y huertos de cultivo, y trabajaba un tejar tradicional.
Pues hubo un tiempo, me contaba mi padre, que hasta en El Rosarito había lobos. Zona de espeso sotobosque y árboles más o menos dispersos: encinas, algún roble, madroños y otros. La jara y el brezo, el romero, la retama, huesos y demás arbustos propios de estas latitudes y escasas altitudes, que apenas si pasarán los 400 mts. sobre el nivel del mar; pero enmarañada vegetación propicia para cabras y lobos, también zorros y algunas otras alimañas, que en laderas más o menos pronunciadas, aunque cortas, cae sobre el río, con algún camino de herradura para pasar vados; uno de carros con paso de barca, que mediados los años veinte se convirtió en carretera con almendrilla (macadán) y puente.
Nosotros, decía mi padre, maestro tejero del lugar, íbamos (a Madrigal) por el camino del "Burro". Bien andando, bien en caballerías. Se vadeaba el río a espaldas del palacio y subía orillando la garganta de Alardos a dar al camino de la Santanilla, que entra en el pueblo por el egido ("lejío") y el "Tueste" a los Cuatro Caminos. Una legua, más o menos; pasando por los molinos de tío Garraluche, los Fariña y otro más antiguo, que servían de referencia y de compañía.
Volvía yo una noche, contaba mi padre, que venía de Madrigal de estar con los amigos, un domingo por la noche (algo "chispo", pensé yo, al recordar ya de mayor el relato). Habíamos estado rondando un rato y bailando jotas en el casino de tía Luisita y me volvía al Rosarito con algunos encargos del ama (mi madre). Sin luna y casi sin estrellas, que estaba medio nublado. Pero me conocía bien el camino y el caballo también. Así que echamos para adelante.
Se iba despacio. Al principio, el camino es una colada con paredes de piedras entre los huertos, por la que cabe un carro, pero luego entra en la dehesa del Gamo y se hace camino, más o menos cerca de la garganta y siguiendo sus accidentes (curvas, cantorrales). Pronto llegó al molino viejo. No había luces. Siguió, cabeceando con los andares de la caballería, algo amodorrado por el vaivén y los vapores del vino.
Alcanzó los otros dos molinos, próximos entre sí, casi contiguos, y al ruido de los cascos del caballo se encendió un candil.
- ¿Quién anda ahí?
- ¡Manolo! (tío Garraluche). ¡Que voy p'al Rosarito!
- ¡Anda, Cirilo, que te van a comer los lobos!
- ¡Así te comieran a tí los guarros!
Se acordó de algunos cuentos de lobos, como el del que escarbaron las raíces de un roble donde se subió un cabrero y le tiraron, comiéndoselo, pero, claro, nadie lo había visto. Se contaba. El había perseguido y matado a más de uno. Claro que, ahora, de noche y solo... Le entró un escalofrío. Se le alteró la sangre y miró a todos lados, que casi se marea. ¡Bah! se calmó con un hondo suspiro.
De pronto, sintió algo. No era nada, pero era como si hubiera pasado algo. El caballo se inquietó un tanto. Siguió, pero con un leve temblor de pecho. Si fuera que...Pero estaba al lado de acá del río, el del pueblo; dehesa, pero no monte. Por aquí, si acaso alguna zorra a las gallinas de los molinos. Y brillaron dos chipazos. ¡Ojos! ¡Por allí! Nada; todo negro. Se rozaron los tomillos. ¿El aire? no hacía aire. Algo, más oscuro que el matorral, pareció cruzar la senda. ¡Otra vez! ¡Qué pronto! ¿Qué oyó? ¡Gruñir al caballo! No; era un gruñido. El caballo paró en seco y se estiró de manos.
Era un lobo más negro que un carbón, me contaba mi padre. Según nos acercábamos al río, más nos cercaba.
No podía bajarme a tirarle piedras. Corté una rama y me la quedé, por si había que darle palos. Yo le espantaba a gritos, sin verle y moviendo violentamente las piernas. No sabía si volver a los molinos o cruzar el río a ver si se quedaba. Es que luego había que subir el monte (una ladera bastante empinada). A lo mejor, andaba a cabras de los corrales de la dehesa.
Así, llegaron al río y mi padre se dispuso a vadearlo a caballo. No se bajó a buscar el vado de piedras, aunque el agua le llegaba al animal hasta los corvejones, amenazando con calar las alforjas terciadas en la albarda. Entonces recordó que entre los encargos iban dos hogazas, compradas para llevar pan reciente, pues en el caserío se masaba y se cocía para quince días.
¿Pasaría el lobo? Pasó. Lo volvió a sentir en cuanto se metieron entre las jaras. Ahora era más peligroso y la fiera tenía cierta ventaja en la cuesta arriba. Sentí su aliento en el cogote, exageró mi padre. Pero ya se entremetía por las patas del caballo. ¿Qué hacer? Hizo fuego con el mechero. Chispas. Pero era poco. Tendría que ir andando para atemorizarle con el fuego, lanzándole el brazo al chiscar el mechero, y eso era más peligroso todavía en aquel paraje. La navaja la llevaba en las alforjas.
Se acordó de los dos panes. Buscó y tomó uno, partió un cacho y lo arrojó por detrás al camino, espoleando al caballo en la cuesta arriba. Respiró hondamente. Sintió el gruñir del lobo destrozando el pedazo de pan, lo que le entretuvo algo. Luego, vuelta al acoso, pasar entre el caballo y rechinar los dientes. Cuando volvió a sentirse agobiado, mi padre le tiró otro cacho de pan. Y luego otro. Y así consumió los dos panes justamente hasta dar vista al caserío; lo que dio alas al caballo y pasó a galopar hasta alcanzar la cerca. A mi padre, hacía rato que se le había pasado el ligero mareo de los vapores del vino.
Mi madre nunca se creyó lo del lobo, sino que se le habían olvidado los panes y se inventó aquello para evitarse la regañina. Y no sé qué pensar. Mi padre era ingenioso, arreglaba relojes, tocaba la guitarra y afinaba el manubrio del baile de salón cuando hacía falta. También, ya había salido airoso de la persecución de dos culebras gracias a su inventiva; pero eso lo contaré otro día.
- ¡Ahora, ahora, abuelo!
No hice caso y me fui a acostar.
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NOTAS
CHISPO: Embriagado, cualquiera que sea la intensidad, que se indica anteponiendo el calificativo correspondiente.
CHISCAR: Sacar chispa del eslabón chocándolo con el pedernal. También, en el mechero de rueda, golpeándola con el dedo pulgar.
MANUBRIO: Organillo, especie de piano vertical que se hace sonar por medio de un cilindro con púas que accionan unos macillos contra las cuerdas, movido por un manubrio (manivela) y encerrado en su interior.