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Aunque advierte de su origen incierto, «cenceño» lo recoge Corominas como "delgado, enjuto, h. 1440; puro, sin mezcla, 1495; ácimo, s. XIII".
Hace frío. Del tintineo en el monte sale un mastín a mi encuentro. El grito del pastor lo para.
-¿Llego a tiempo? -tanteo.
-Me dijeron que vendría usted. Andaba pendiente.
El pastor se afana en hacer la torta en una candela de leña de olmo y leva: estiércol seco de oveja. La leña se va pronto; queda el estiércol, que cuece y da sabor. Cuando se convierte en ascuas se abre el fuego como un horno y se mete la torta, hecha con harina, sal y agua, sin levadura.
-El pastor solo en el monte echa mano de lo que puede. Los pastores de ahora no quieren esta torta. Este es el pan que hemos comido toda la vida de Dios los pastores, tan pan como otro.
Se quita el gorro y lo cuela en el aldeo: una lona picuda donde duerme.
-Los gorros los hacía uno del pueblo que le llamaban monterero, de montera. Ser pastor es cosa seria. Antes andábamos quince días en el monte, lo que llaman por el norte «aldrán», y no más íbamos al pueblo a cambiarnos la muda; ir y venir. Si llovía, nos duchábamos, si no, hasta otra; llegabas de noche a dormir y si el aire rodeaba la tienda tenías que cogerla y darle la vuelta. Si el viento venía ábrego, la ponías a solano, si era de solano, a poniente. De noche visitábamos otras tiendas para charlar un rato, pero lo propio era andar atento al ganado. Si controlabas el manso, lo demás se daba bien. El lobo venía a hacer rija, ¿qué nos quedaba?, defender con los perros lo que pudiéramos. La noche da miedo. Hay ruidos que no se sabe de dónde vienen y un aldeo de pastor cunde poco para perderse dentro. La tienda de campaña es la casa de los pastores. Más que tienda le decimos aldeo; yo le pongo romero encima. No sé, da suerte. A los once años aprendí lo de la torta cenceña; si no la echabas, no podías comer; dura lo que se quiera; no encanece; con ella se hacía un gazpacho con bichos del campo: conejo, perdiz; si los cogías, claro. Traía en el zurrón dos celemines de harina y dos libras de aceite para la semana.
-¿Volvería a ser pastor?
-La pastoría me gusta más que todo; fíjese que me quedé de tres años sin padre, de diez salí de zagal al pastoreo, y aún no he entrado. Voy para ochenta. Es natural que sería pastor si volviera a nacer, aunque tuviera que hacer miles de tortas cenceñas como la que ve. Primero se hace el amasijo a puño sobre la piel de una cabra; cuando se le echa el agua, se bendice con una cruz y al levantar el bollo se hace otra con este dicho: «Bien cocida salgas».
-¿Es usted pastor de amo?
-Yo no he tenido de propiedad ni una cabra, ni un chivo; siempre he sido pastor de amo. Las ovejas valían siete u ocho duros a lo más; el que tenía un rebaño, eche la cuenta, era algo. Pero hay unos años que salí por mi cuenta y tengo un atajete pequeño. Ahora el amo antiguo se empeña en que juntemos las piaras, que no haya más que un ganado.
-Cuántas cabezas.
-Juntas... pasan del medio millar. De mis seis hijos, cuatro marcharon a Alicante, uno a Barcelona y el más pequeño va a seguir de pastor.
Rompe un trozo de torta, cruje la masa.
-Tome, coma. Es pan sin levadura. No se florece aunque esté años guardado.
-Se tiene una idea equivocada de lo que es un pastor -le digo.
-Hemos vivido como un látigo en el monte. Si no hubiera sido por estas tortas... Yo me he criado entre ovejas y cabros desde chico, y en tal que anochecía me acurrucaba entre ellas porque me daba miedo. Mi tío voceaba: "¡Muchacho!". Y yo contestaba: "¡Aquí ando!". Luego me quedaba en el hato mientras mi tío recontaba por el monte.
La tarde cae, el cielo se pone rojo, el frío aprieta, suenan los campanos, es diciembre de 1976.
-Ahora que está hecha la torta, metemos palos y nos calentamos. Cójala, no quema. Esta torta de pastores no ha salido del monte. Hay por ahí unas tortitas finas para el gazpacho, pero no como ésta.
-Ya ve, parece que se sabe esto y lo otro, pero se viene al monte y se encuentra uno con la torta cenceña.
-La hacía a diario. A ver. Si quería comer no quedaba más camino.